Quo Vadis?

Capítulo XXXI

Capítulo XXXI

Los pretorianos rodeaban los bosquetes de las orillas del estanque de Agripa para impedir que la multitud de curiosos molestase al César y a sus invitados. Se sabía que lo más granado de la fortuna, de la inteligencia y de la belleza tomaría parte en esta fiesta sin precedentes en los anales de la ciudad. Tigelino quería compensar al César por el viaje a Acaya y superar a todos cuantos le habían precedido en la organización de las diversiones en honor de Nerón. Mientras le acompañaba a Nápoles y Benevento, ya había enviado órdenes para que se hiciera llegar de las comarcas más lejanas del mundo animales, peces raros, pájaros y plantas, sin olvidar vajillas y manteles que resaltarían la magnificencia del festín. Aquella loca empresa absorbía las rentas de provincias enteras; pero el poderoso favorito no reparaba en gastos. Su influencia estaba en alza. Tal vez Tigelino no resultaba a Nerón más agradable que los demás augustanos, pero se volvía más indispensable cada día. Petronio, infinitamente superior por sus modales distinguidos, su inteligencia y su ingenio, sabía divertir al César mejor cuando disertaba, pero para su desgracia lo eclipsaba y provocaba su envidia. Además, no se resignaba a ser un instrumento ciego y, en cuestiones de gusto, el César temía sus apreciaciones, mientras que con Tigelino se encontraba cómodo en este punto. El solo título de árbitro de la elegancia otorgado a Petronio mortificaba el amor propio de Nerón. ¿Quién sino él tenía derecho a tal sobrenombre? Tigelino poseía suficiente sentido común para darse cuenta de lo que le faltaba, y, sabiéndose incapaz de rivalizar con Petronio, Lucano y con todos los que se distinguían por la cuna, el talento o el saber, decidió aventajarlos en servilismo y mediante un lujo que asombrase al propio Nerón.

Había ordenado disponer las mesas del festín en una gigantesca balsa construida con vigas doradas. Los parapetos estaban decorados con magníficas conchas que irradiaban todos los matices del arco iris, pescadas en el mar Rojo y en el océano índico; las orillas desaparecían bajo macizos de palmeras, de lotos y de rosas que ocultaban fuentes perfumadas, estatuas de dioses, jaulas de oro o plata llenas de pájaros multicolores. En el centro se alzaba una inmensa tienda, o, más bien, para no entorpecer la vista, un de púrpura siria, sostenido por columnatas de plata; bajo el , resplandecían como un sol mesas sobrecargadas de cristalería de Alejandría, de vajillas preciosas, fruto de los saqueos por Italia, Grecia y Asia Menor. Bajo la acumulación de plantas, la balsa parecía una isla florida, unida por cordajes de oro y púrpura a barquillas en forma de peces, de cisnes, de gaviotas, de flamencos; y en estas barcas de remos polícromos estaban sentados, desnudos, remeros y remeras de cuerpos armoniosos, de rostros de perfecta belleza, con los cabellos trenzados a la manera oriental o recogidos en redecillas de oro.

Cuando Nerón, acompañado de Popea y los augustanos, puso el pie en la balsa principal y ocupó su sitio bajo la tienda de púrpura, las barcas se deslizaron, los remos golpearon el agua, los cordajes se tendieron, y la balsa con festín e invitados empezó a moverse describiendo un círculo en la superficie del estanque. Otras balsas más pequeñas y barcas la escoltaban, cargadas de tañedoras de cítaras y arpas, cuyos cuerpos rosados, entre el azul del cielo y el del agua, en medio de los reflejos de oro de los instrumentos, parecían absorber el azul y los reflejos, cambiar de matices y abrirse como flores.

De fantásticas embarcaciones ocultas entre el arbolado de la ribera llegaban los acordes de la música y del canto. Todos los bosquetes de los alrededores resonaban; el sonido de los cuernos y las trompas se repetía en eco. Entre Popea y Pitágoras, el propio César estaba admirado, y cuando entre las barcas nadaron jóvenes esclavas transformadas en sirenas y cubiertas de una malla verde que simulaba escamas, no escatimó sus elogios a Tigelino. Por costumbre, miraba a Petronio a fin de conocer la opinión del , que permanecía indiferente y no respondió sino cuando fue interrogado de forma directa:

—Pienso, señor, que diez mil vírgenes desnudas causan menos impresión que una sola.

No obstante, la novedad del agradó al César. Se sirvieron platos que hubieran sorprendido incluso la imaginación de Apicio, y tantos vinos diferentes que Otón, en cuya mesa podían beberse ochenta, habría desaparecido de vergüenza bajo el agua al comprobar tal cantidad de clases. Además de las mujeres, alrededor de la mesa no se habían tumbado más que augustanos. Y Vinicio los eclipsaba a todos por su belleza. Hacía algún tiempo, sus formas y su cara eran las de un soldado de carrera hasta el exceso; ahora, las penas íntimas y el sufrimiento físico habían afinado sus rasaos, como si la mano delicada de un estatuario hubiera pasado por ella. Su tez había perdido su anterior tinte moreno conservando, sin embargo, el reflejo dorado del mármol de Numidia. Sus ojos se habían vuelto más grandes y más tristes. Su torso había conservado sus poderosas formas, hechas por la coraza, pero sobre aquel torso de legionario se alzaba una cabeza de dios griego, o por lo menos de patricio de vieja cepa, una cabeza delicada y soberbia a un tiempo. Petronio había dado pruebas de experiencia al asegurarle que ninguna de las augustanas lo rechazaría. Todas lo contemplaban con admiración, incluidas Popea y la vestal Rubria, invitada por el César al festín.

Los vinos enfriados con nieve de las montañas no tardaron en caldear las cabezas y los corazones. De las arboledas ribereñas salían constantemente nuevas barcas en forma de langostas o libélulas. El espejo azulado del estanque parecía sembrado de pétalos o de mariposas multicolores. Por encima de las barcas revoloteaban, retenidas por hilos azules o argentados, palomas y pájaros de la India y del África. El sol ya había recorrido un largo trayecto en el cielo y aquella jornada de mayo era sorprendentemente cálida, casi ardiente. La superficie del estanque se ondulaba bajo el chapoteo de los remos que golpeaban el agua al ritmo de la música. No había siquiera brisa: la arboleda estaba inmóvil, como fascinada por aquel espectáculo. La balsa seguía deslizándose con su cargamento de invitados cada vez más ebrios y cada vez más ruidosos. Aún no habían llegado a la mitad del festín cuando ya se había roto el orden. El César había sido el primero en dar ejemplo; levantándose, había ocupado el puesto de Vinicio al lado de Rubria y había comenzado a cuchichear al oído de la vestal. Vinicio se encontró junto a Popea que, de pronto, le tendió su brazo rogándole que le abrochase el brazalete que se le había soltado. La mano del tribuno temblaba un poco; entre sus largas pestañas ella dejó caer hacia él una mirada fingidamente pudorosa y agitó su cabellera de oro, como para mostrar una vacilación.

Mientras tanto el disco rojo y crecido del sol bajaba tras las cimas de los árboles. Casi todos los invitados estaban ebrios. Ahora la balsa iba junto a la orilla; entre los arbustos floridos, grupos de hombres disfrazados de faunos o sátiros tocaban la flauta, el caramillo o el tímpano mientras grupos de muchachas ataviadas de ninfas, de dríades y hamadríades los acompañaban. Por fin, desde la tienda principal saludaron al crepúsculo con gritos en honor de la luna mientras de pronto millares de lámparas iluminaron los bosquecillos.

De los lupanares esparcidos a lo largo del río brotaron torrentes de luz; sobre las terrazas aparecieron nuevos grupos; eran las esposas y las hijas de las primeras familias de Roma completamente desnudas. A gritos y con gestos llamaban a los invitados. Por fin la balsa atracó; César y los augustanos echaron a correr por los bosquecillos, invadieron los lupanares, las tiendas, las grutas artificiales de donde brotaban manantiales y fuentes. El delirio era universal; no se sabía qué había sido del César, no se sabía quién era senador, guerrero, bailarín o músico. Los sátiros y los faunos aullaban persiguiendo a las ninfas. Las lámparas habían sido apagadas a golpes de tirso, algunas partes de los bosquecillos estaban hundidas en la oscuridad. Pero por todos lados se oían gritos estridentes, risas, aquí murmullos, allá respiraciones jadeantes. A buen seguro, Roma nunca había visto nada igual.

Vinicio no estaba ebrio como en el festín dado en el palacio del César y al que había asistido Ligia; pero todo lo que ocurría le había deslumbrado y exaltado; también él sentía por fin la fiebre del placer. Se lanzó al bosque, corrió junto con los demás para elegir una de las dríades. A cada instante, nuevas bandas pasaban delante de él, seguidas de cerca por faunos, senadores y caballeros. Por fin divisó un grupo de jóvenes conducidas por una Diana; saltó en dirección del grupo para ver de cerca a la diosa, y de pronto su corazón dejó de latir. En aquella diosa con la luna en la cabeza había creído reconocer a Ligia.

Ellas lo rodearon en una zarabanda vertiginosa y luego, para excitarle a seguirlas, huyeron como una manada de ciervas. Y aunque aquella Diana no fuera Ligia ni tuviera parecido alguno con ella, él permanecía allí con el corazón palpitante, completamente emocionado.

De pronto sintió una tristeza inmensa y hasta entonces nunca sentida por hallarse lejos de Ligia, y su amor, como una ola poderosa, inundó su corazón de nuevo. Nunca le había parecido más pura, nunca le había sido tan querida como en aquel bosque de demencia y salvaje desenfreno. Hacía un momento que él mismo había tenido la tentación de beber en aquel cáliz, de participar en la orgía. Ahora no sentía más que repulsión; la repugnancia lo ahogaba; su pecho necesitaba aire puro; sus ojos, estrellas que no estuvieran ocultas por los ramajes de aquellos bosquetes extraños, y decidió marcharse. Pero apenas había dado unos pasos cuando ante él surgió la silueta de una mujer velada; dos manos se aferraron a sus hombros y con voz ardiente murmuró:

—¡Te amo!… ¡Ven!… Nadie nos verá, ¡date prisa!

A Vinicio le pareció que lo sacaban de un sueño.

—¿Quién eres?

Pero ella, apretándose contra su pecho, insistía:

—¡Corre! ¿No ves que aquí no hay nadie y que te amo? Ven.

—¿Quién eres? —repitió Vinicio.

—¡Adivina!

Atrajo hacia ella la cabeza de Vinicio, y a través de su velo aplastó los labios contra los del hombre hasta quedarse sin aliento.

—¡Noche de amor!… ¡Noche de locura! —balbuceó ella jadeante—. Hoy todo está permitido: ¡tómame!

Pero aquel beso a él le quemaba y le llenaba de nueva repugnancia. Su alma y su corazón estaban en otra parte, y en el mundo no había nada para él salvo Ligia.

Rechazó a la forma velada:

—Quienquiera que seas, amo a otra y no quiero nada de ti.

Pero ella, con la cabeza inclinada le dijo:

—Alza mi velo…

En aquel momento, hubo un ruido entre los mirtos cercanos; la desconocida desapareció como un sueño y a lo lejos no se distinguió más que su risa extraña y perversa.

Petronio se plantó ante Vinicio.

—He oído y he visto —le dijo.

Vinicio le respondió:

—Vámonos…

Pasaron los lupanares resplandecientes de fuego, los bosquetes, el cordón de los pretorianos a caballo, y regresaron a sus literas.

—Me detendré en tu casa —dijo Petronio.

Subieron a la misma litera y guardaron silencio. No fue hasta llegar al de Vinicio cuando Petronio preguntó:

—¿Sabes quién era?

—¿Rubria? —preguntó Vinicio, aterrado ante la sola idea de que Rubria era una vestal.

—No.

—Entonces, ¿quién?

Petronio bajó la voz:

—El fuego de Vesta ha sido profanado: Rubria estaba con el César. Pero la que te ha hablado…

Y bajando la voz:

—La Divina Augusta.

Luego, tras un silencio prosiguió:

—El César no ha podido disimular delante de ella su violento deseo de poseer a Rubria, y tal vez haya querido vengarse. Yo he deseado impedirlo porque si, reconociendo a la Augusta, la hubieras rechazado, habría sido tu perdición, la tuya, la de Ligia, y tal vez también la mía.

Vinicio estalló:

—¡Estoy harto de Roma, del César, de las fiestas, de Tigelino y de todos vosotros! ¡Me ahogo! ¡No puedo vivir así! ¡No puedo! ¿Me comprendes?

—¡Has perdido la cabeza, el sentido común y el sentido de la moderación, Vinicio!

—¡Sólo a ella amo en el mundo!

—Y ¿qué vas a hacer?

—¡No quiero otro amor, no quiero saber nada con vuestra forma de vivir, con vuestros festines, con vuestro desenfreno y vuestros crímenes!

—¿Qué te ocurre? ¿Por fin te has vuelto cristiano?

El joven oprimió la cabeza entre sus manos con desesperación, repitiendo:

—¡Todavía no! ¡Todavía no!

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