Capítulo LX
Capítulo LX
Desde hacía algún tiempo, Vinicio pasaba las noches fuera de la casa. Petronio pensaba que tal vez había preparado un proyecto nuevo para conseguir sacar a Ligia de la cárcel Esquilina, pero se cuidaba mucho de preguntarle, por miedo a dar mala suerte a su intento. También este escéptico elegante se había vuelto supersticioso, o mejor, desde que había fracasado en su tentativa de sacar a la joven de la cárcel Mamertina, ya no confiaba en su buena estrella.
En aquel momento ya no contaba con el éxito de los proyectos de Vinicio. La cárcel Esquilina, preparada apresuradamente uniendo las bodegas de las casas demolidas para detener el fuego, no era tan horrible como el viejo del Capitolio, pero en cambio estaba guardada con una severidad cien veces mayor. Petronio comprendía que habían trasladado a ella a Ligia impulsados por el temor de que muriese por la enfermedad y escapase al anfiteatro. No le resultaba difícil darse cuenta de que precisamente por esto la cuidaban tanto.
«Estoy seguro de que el César y Tigelino la reservan para un espectáculo especial, más atroz que todos los otros. Y Vinicio se perderá a sí mismo antes que salvarla», pensó.
Mientras, Vinicio también había abandonado toda esperanza de liberar a Ligia por su propia iniciativa: sólo Cristo podía hacerlo. El joven tribuno no pensaba sino en los medios de verla en la cárcel.
Desde hacía algún tiempo la idea de que Nazario había logrado entrar en la cárcel Mamertina como porteador de cadáveres le acosaba, y decidió utilizar ese medio. Por una suma importante, el guardián de las Fosas Pútridas le aceptó por fin como uno de los porteadores que enviaba todas las noches a buscar cadáveres a las cárceles. El peligro de ser reconocido no era mucho. De su parte tenía la oscuridad de la noche, sus ropas de esclavo y la miserable luz de las prisiones. Finalmente, ¿quién iba a pensar que un patricio, hijo y nieto de cónsules, pudiera hallarse en un equipo de enterradores expuestos a las emanaciones de las cárceles y de las Fosas Pútridas, y se dedicase a una tarea que sólo la miseria más negra o la esclavitud podían imponer a un hombre?
Cuando llegó la noche esperada, se puso con alegría el traje de sepulturero y se envolvió la cabeza con un paño empapado en esencia de trementina; luego, con el corazón palpitante, se dirigió con los demás al Esquilino.
La guardia pretoriana no les puso obstáculos. Además, todos llevaban su , que el centurión controló a la luz de las linternas. Un momento más tarde, la gran puerta de hierro se abrió ante ellos y entraron.
Vinicio vio una ancha cueva abovedada que daba acceso a un gran número de cuevas distintas. Pálidos cirios iluminaban con su escasa luz el subterráneo, atestado de prisioneros; unos, tendidos junto a los muros, dormían; tal vez estaban muertos; otros hacían círculo en torno a una pila central llena de agua y bebían; otros estaban sentados en el suelo, con los codos en las rodillas y la cabeza entre las dos manos. Aquí y allá dormían varios niños, acurrucados contra sus madres. Se oían los estertores de los enfermos, sollozos, murmullo de oraciones, himnos canturreados a media voz y blasfemias de los guardianes. En el subterráneo reinaba una hediondez de cadáveres y un caos indescriptible. Bajo las bóvedas tenebrosas se agitaban sombrías siluetas; más cerca, bajo las luces vacilantes, se distinguían caras pálidas de mejillas hundidas y ojos apagados o febriles, de labios amoratados, con los cabellos revueltos y surcos de sudor por la frente. En los rincones, los enfermos deliraban. Algunos pedían agua, otros suplicaban que los llevaran a la muerte. Y sin embargo, aquella prisión era menos horrible que el .
Las piernas de Vinicio se doblaron y a su pecho le faltó el aire. Ante la idea de que Ligia se hallaba en aquel lugar de maldición y sufrimiento, sus cabellos se erizaron y su garganta se cerró. El anfiteatro, los colmillos de las fieras, las cruces, todo antes que estos espantosos subterráneos infectados de hediondez cadavérica, de donde se alzaban constantemente voces suplicando que gritaban: «¡Llevadnos a la muerte!».
Vinicio crispó sus puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas. Se sintió desfallecer. Todo lo que había sentido hasta entonces, su amor, su dolor, todo se convirtió en una sola cosa: en sed de morir.
En aquel momento oyó la voz del guardián de las Fosas Pútridas:
—¿Cuántos cadáveres hay hoy?
—Una docena —respondió el vigilante de la prisión—, pero de aquí a mañana habrá más; hay algunos agonizando junto a los muros.
Y se puso a echar pestes contra las mujeres que escondían a sus hijos muertos para conservarlos más tiempo a su lado. Sólo el olor permitía encontrar los cadáveres. Por eso el aire, ya viciado, se volvía mefítico.
—Preferiría ser esclavo en cualquier ergástula de campo —decía el hombre— antes que vigilar a estos perros que se pudren vivos.
El guardián de las Fosas le consolaba asegurándole que, pese a todo, no era el peor de los trabajos.
Mientras, Vinicio volvió a la realidad y empezó a mirar a su alrededor. Pero buscaba en vano a Ligia y a la mente le venía la idea de que no volvería a verla viva. Había numerosas cuevas que se comunicaban entre sí por brechas abiertas hacía poco, pero los enterradores sólo entraban en aquellas donde había cadáveres que llevarse. Le invadió el terror al pensar que lo que tanto le había costado tal vez no serviría para nada.
Por suerte el guardián de las Fosas llegó en su ayuda:
—Hay que llevarse inmediatamente a los muertos —dijo— porque la epidemia se propaga sobre todo por los cadáveres; si no, todos moriréis, vosotros y los prisioneros.
—Somos diez para todos los sótanos —respondió el carcelero— y además tenemos que dormir.
—Entonces te dejaré cuatro de mis hombres, que mirarán por todos los sótanos para ver si encuentran muertos.
—Si lo haces te invitaré a beber mañana. Pero que lleven todos los cuerpos al control; ha llegado la orden de atravesarles el cuello, y luego, ¡a la Fosa!
—De acuerdo, mañana echaremos un trago —dijo el guardián.
Designó entonces a cuatro hombres, entre ellos a Vinicio, y con los demás se puso a amontonar los cadáveres en las parihuelas.
Vinicio respiró. Ahora al menos estaba seguro de encontrar a Ligia.
Comenzó a explorar minuciosamente el primer subterráneo. Hundió sus ojos en todos los rincones a los que la luz apenas podía llegar; examinó la cara de los durmientes tendidos a lo largo de los muros, inspeccionó a los prisioneros más enfermos, que habían puesto a un lado; pero no logró descubrir a Ligia en ninguna parte. En la segunda y tercera galería, sus búsquedas fueron también infructuosas.
Se hacía tarde: los cadáveres ya habían sido amontonados aparte. Los guardianes estaban tendidos en los corredores que separaban los sótanos y dormían; los niños, cansados de llorar, se habían callado; sólo se percibía el soplo jadeante de los pechos oprimidos y, acá y allá, todavía un murmullo de oraciones.
Vinicio entró en un segundo sótano, más pequeño que los anteriores, y levantó su linterna.
De pronto se echó a temblar: le había parecido ver, bajo los barrotes de un tragaluz, la gigantesca silueta de Urso. Apagó inmediatamente su lamparilla y se acercó:
—¿Eres tú, Urso?
El gigante volvió la cabeza.
—¿Quién eres?
—¿No me reconoces? —dijo el joven.
—Has apagado la luz, ¿cómo quieres que te reconozca?
Pero Vinicio, viendo a Ligia acostada sobre un manto, al pie del muro, fue a arrodillarse a su lado sin decir una palabra.
Entonces Urso lo reconoció y le dijo:
—¡Bendito sea Cristo! Pero no la despiertes, señor.
Vinicio, de rodillas, la contemplaba a través de sus lágrimas. A pesar de la oscuridad podía distinguir su rostro, pálido como el alabastro, y sus hombros enflaquecidos. Al verla sintió un amor parecido al dolor más desgarrador, un amor lleno de piedad, de veneración y de respeto. Se prosternó, con la cara contra el suelo, y puso sus labios en el ruedo del manto sobre el que reposaba el ser que le era tan querido.
Urso, silencioso, le miró largo tiempo; por fin, tirándole de la túnica, le preguntó:
—Señor, ¿cómo has entrado? ¿Vienes para salvarla?
Vinicio, incapaz de dominar su emoción, se levantó.
—Dime un medio —contestó por fin.
—Creía que lo habías encontrado, señor. A mí sólo se me ocurre una idea…
Y volvió los ojos hacia los barrotes; luego, como respondiéndose a sí mismo, dijo:
—¡Sí!… Pero detrás hay soldados.
—Cien pretorianos —confirmó Vinicio.
—Entonces ¿no pasaríamos?
—No.
El ligio se frotó la frente y volvió a preguntar:
—¿Cómo has entrado?
—Tengo una del guardián de las Fosas Pútridas…
De pronto se detuvo; se le había ocurrido una idea:
—¡Por el suplicio del Salvador! —exclamó—. Yo me quedaré aquí: que ella coja mi , que se envuelva la cabeza con esta tela, que se ponga mi capa y que salga. Entre los esclavos del enterrador hay muchachos jóvenes; los pretorianos no la reconocerán y si llega a casa de Petronio estará a salvo.
Pero el ligio bajó la cabeza y dijo:
—Ella no consentirá, te ama. Y además está tan enferma que no puede sostenerse…
Y un momento después añadió:
—Si tú, señor, y el noble Petronio no habéis podido conseguir que salga de la cárcel, ¿quién la salvará?
—¡Sólo Cristo!
Se callaron. En el fondo de su sencillo corazón, el ligio pensaba: «Podría salvarnos a todos; si no lo hace es porque ha llegado el momento del suplicio y de la muerte». Él mismo consentía en morir, pero en el fondo de su alma tenía piedad por aquella niña que había crecido en sus brazos y a la que amaba más que a su propia vida.
Vinicio se arrodilló de nuevo junto a Ligia. Por el tragaluz enrejado llegaron al subterráneo los rayos de la luna y lo iluminaron mejor que la única lamparilla que se consumía encima de la puerta.
De pronto, Ligia abrió los ojos y puso sus manos ardientes sobre las de Vinicio.
—¡Ay! —suspiró—. Sabía que vendrías.
Él se precipitó sobre sus manos, se puso a apretarlas contra su frente y contra su corazón, luego alzó a la joven y la apoyó contra su pecho.
—He venido, querida. ¡Que Cristo te tome bajo su guarda y que Él salve a mi Ligia bienamada!…
No pudo decir más porque en su pecho el corazón palpitaba de amor y de pena, y no quería dejar traslucir su dolor ante ella.
—Estoy enferma, Marco, y en la arena o aquí he de morir… En mis oraciones había pedido verte antes de morir: has venido, ¡Cristo me ha escuchado!
Pero como todavía él no podía articular palabra y seguía estrechándola contra su pecho, ella continuó:
—En el te vi por la ventana, y sabía que vendrías. Hoy el Salvador me ha hecho recuperar mis sentidos y ha permitido que podamos despedirnos. Ahora, Marco, voy hacia él, pero te amo y te amaré siempre.
Vinicio se dominó, ahogó su dolor y habló con una voz que trataba de volver tranquila:
—No, amada mía, no morirás. El apóstol me ha ordenado tener fe y me ha prometido rezar por ti. Él conoció a Cristo; Cristo, que lo amó, no le negará nada… Si tuvieras que morir, Pedro no me habría ordenado tener fe. Y me dijo: «Ten fe». ¡No, Ligia, Cristo tendrá piedad de mí!… No quiere, no permitirá que mueras… Te juro por el nombre del Salvador que Pedro reza por ti.
La única lamparilla colgada encima de la puerta se había apagado; pero la claridad de la luna entraba ahora con fuerza por el tragaluz. En el rincón opuesto, un niño gemía, luego se calló. De fuera llegaban las voces de los pretorianos, que tras el relevo jugaban bajo el muro a los .
Luego de un silencio, Ligia respondió:
—Marco, Cristo mismo exclamó: «¡Padre mío, aparta de mí este cáliz de amargura!». Y sin embargo, lo bebió hasta las heces, y murió sobre la cruz. Ahora miles de personas mueren por Él; ¿sólo yo he de ser salvada? ¿Quién soy yo, Marco? Tú has oído decir a Pedro que también él moriría en el suplicio. ¿Qué soy yo a su lado? Cuando los pretorianos llegaron a buscarnos, tuve miedo de la muerte y la tortura, pero ahora ya no temo. Mira lo espantosa que es esta prisión; pero yo voy al cielo. Piensa que aquí abajo está el César, y que allí arriba está el Salvador, que es bueno y misericordioso. Y la muerte no existe. Tú me amas: piensa lo feliz que voy a ser. Piensa, Marco mío, que allá arriba nos reuniremos.
Se calló para aspirar un poco de aire; luego, cogiendo la mano de Vinicio, la alzó hasta sus labios.
—¡Marco!
—¿Qué, amada mía?
—No tienes que llorarme. Recuerda que vendrás a reunirte conmigo allá arriba. Mi vida no habrá sido larga, pero Dios me ha dado tu alma. Y quiero poder decir a Cristo que, aunque esté muerta, aunque tú me hayas visto morir, y aunque tú hayas quedado en medio de la desolación, tú no has maldecido su voluntad, y que le amarás intensamente. Porque tú le amarás, ¿no es cierto?; y aceptarás que yo muera…
De nuevo le faltó el aliento y terminó con una voz casi ininteligible.
—¡Prométemelo, Marco!
Vinicio la estrechó en sus brazos temblorosos y respondió:
—¡Por tu sagrada cabeza te lo prometo!
Entonces, bajo la luz macilenta se vio resplandecer el rostro de Ligia. Llevó una vez más la mano de Vinicio a sus labios y murmuró:
—¡Soy tu esposa!…
Detrás del muro se alzaron los gritos de disputa de los pretorianos que jugaban a los .
Mas ellos se habían olvidado de la cárcel, de los guardianes, de la tierra toda, y, confundiendo en una sus almas puras, se habían puesto a rezar.