Capítulo XLII
Capítulo XLII
Tras ordenar apresuradamente a varios esclavos que le siguiesen, Vinicio saltó a un caballo y se lanzó en medio de la noche profunda por las desiertas calles de Ancio, en dirección a Laurento. Bajo el golpe de la terrible noticia sentía que iba a enloquecer y había momentos en que ya no se daba cuenta de lo que hacía; experimentaba la sensación de que la desgracia había saltado a la grupa a sus espaldas y le gritaba al oído: ¡Roma está ardiendo!, y fustigaba una y otra vez a su caballo para precipitarse en aquel fuego. Con la cabeza metida en el cuello del animal, corría vestido sólo con su túnica blanca, a la ventura, sin ver delante de él, sin tener en cuenta los obstáculos en que habría podido estrellarse. En el silencio de la noche tranquila y estrellada, jinete y caballo, bañados por la claridad de la luna, parecían una aparición. El potro de Idumea, con las orejas caídas y tenso el cuello, pasaba como una flecha ante los cipreses inmóviles y las blancas villas que resguardaban. Aquí y allá el choque de los cascos sobre las losas despertaba a los perros, que acompañaban con sus ladridos la cabalgada fantasma, luego ladraban a la luna. Los esclavos que galopaban detrás de Vinicio, en caballos mucho menos rápidos, se habían quedado atrás. Cruzó solo Laurento, dormida, giró hacia Ardea, donde, como en Aricia, en Bovila, y en Ustrino, había apostado relevos que le permitiesen salvar rápidamente la distancia que lo separaba de Roma. Y exigió de su montura todo lo que podía dar.
Pasada Ardea le pareció que el nordeste se empurpuraba. Tal vez era el alba matinal, porque la noche estaba avanzada y la luz madrugaba en julio. Pero Vinicio no pudo reprimir un grito de desesperación y de rabia al pensar que era la claridad del incendio. Recordaba las palabras de Lecanio: «la ciudad no es más que un mar de fuego»; y por un instante temió enloquecer, porque ya no esperaba que podría salvar a Ligia, ni siquiera llegar a las puertas antes de que Roma fuese un montón de cenizas. Sus pensamientos iban por delante de él, más veloces que su caballo, como una bandada de pájaros negros horribles y siniestros. Ignoraba en qué barrio había estallado el incendio, pero suponía que el Transtíber, con sus casas amontonadas, sus depósitos de madera y sus frágiles barracas donde se vendían esclavos, debía de haber sido el primero en ser presa de las llamas.
Los incendios eran frecuentes en Roma; y frecuentemente también iban acompañados de violencias y pillaje, sobre todo en los barrios habitados por la gente pobre y semibárbara. No podía ocurrir de otro modo en el Transtíber, aquel nido de mendigos llegados de todos los rincones del mundo. Como un rayo pasó por la cabeza de Vinicio la imagen de Urso y su fuerza colosal; pero ¿qué podía un hombre, un titán incluso, ante la fuerza devastadora del fuego? Roma estaba también, desde hacía tiempo, bajo la amenaza de una revuelta de esclavos. Se decía que centenares de millares soñaban con los tiempos de Espartaco, y no esperaban más que la ocasión propicia para armarse contra sus opresores y contra la ciudad. Y ahora se presentaba la ocasión. Tal vez con el incendio se desencadenasen las matanzas y la guerra civil. Tal vez los pretorianos se habían lanzado a la ciudad para exterminar a sus habitantes por orden del César. Y de pronto sus cabellos se erizaron. Recordaba aquellas conversaciones recientes en que el César, con una insistencia singular, aludía siempre a ciudades incendiadas, sus lamentos de que tenía que describir una ciudad incendiada sin haber visto ninguna, su respuesta desdeñosa cuando Tigelino le propuso incendiar Ancio o una ciudad de tablas construida a este efecto, finalmente sus recriminaciones contra Roma y las callejas nauseabundas de Suburra. Sí, era el César quien había ordenado incendiar la ciudad. Sólo él podía haberse atrevido, como sólo Tigelino podía encargarse de semejante misión. Y si Roma ardía por orden suya, ¿quién podía garantizar que, por esa misma orden, la población no sería degollada? El monstruo era muy capaz. Así el incendio, la rebelión de los esclavos y la carnicería, ¡qué horrible caos, qué desencadenamiento de los elementos destructores y del furor de los hombres, y en medio de todo aquello Ligia!
Los gemidos de Vinicio se mezclaban al jadeo del caballo que agotaba sus últimas fuerzas en la dura subida que precede a Aricia. ¿Quién arrancaría a Ligia de la ciudad en llamas? ¿Quién podría salvarla? Encorvado sobre su montura, Vinicio crispaba sus dedos en la crin, dispuesto a morder el cuello del animal. En ese momento, un jinete que también corría como un huracán, le gritó al cruzarse con él: «¡Roma está perdida!», y siguió corriendo. Una palabra llegó al oído de Vinicio: «los dioses…». El resto lo bono el ruido de los cascos. Pero aquella palabra «dioses» le devolvió su presencia de ánimo. Alzó la cabeza y con los brazos tendidos hacia el cielo tachonado de estrellas, se puso a rezar:
—No es a vosotros a quienes imploro, vosotros cuyos santuarios se desmoronan en medio de las llamas, ¡sino a Ti!… ¡Tú mismo has sufrido, sólo Tú eres misericordioso! ¡Sólo Tú has comprendido el dolor humano! Bajaste a la tierra para enseñar la piedad a los hombres. ¡Ten piedad! ¡Si Tú eres como dicen Pedro y Pablo, salva a mi Ligia! Cógela en tus brazos y sácala de las llamas. ¡Puedes hacerlo! ¡Devuélvemela, y te daré toda mi sangre! Y si no quieres hacerlo por mí, hazlo por ella. Ella te ama, tiene fe en Ti. Prometes la vida y la felicidad después de la muerte; pero la felicidad después de la muerte no se le escapará, y no quiere morir todavía. Déjala vivir. Cógela en tus brazos y sácala fuera de la ciudad. Tú puedes hacerlo, y si no lo quieres…
Se detuvo, comprendiendo que su plegaria se volvía una amenaza. Temía ofender a la Divinidad en el momento en que más necesitaba de su misericordia y de su piedad. Se asustó nada más pensar en ello, y para rechazar hasta la sombra de una amenaza, azotó con más fuerza su montura: las blancas murallas de Aricia, a medio camino de Roma, se iluminaron delante de él bajo los rayos de la luna. Poco después pasó el templo de Mercurio, situado en un bosquecillo vecino a la ciudad. Sin duda ya se conocía la catástrofe porque, delante del templo, reinaba un movimiento inusitado. A la luz de las antorchas Vinicio distinguió, en las gradas y entre las columnas, a gentes que corrían a ponerse bajo la protección del dios. El camino ya no estaba desierto como pasada Ardea. La muchedumbre se dirigía hacia los bosques por senderos laterales, y en la vía también había grupos que se apartaban rápidamente ante el jinete. De la ciudad llegaban rumores de gritos. Vinicio entró en ella como el rayo, derribando y pisoteando a las gentes. Por todas partes se oía gritar: «¡Roma está ardiendo, la ciudad arde! ¡Dioses, salvad a Roma!».
El caballo tropezó, pero, contenido por una muñeca sólida, se alzó sobre sus ancas ante el albergue en que Vinicio tenía un relevo. Los esclavos, que parecían esperar al amo, estaban a la puerta y a la primera señal le prepararon una montura de refresco. Viendo un destacamento de diez pretorianos a caballo que, sin duda, iban a llevar nuevas a Ancio, saltó hacia ellos y preguntó:
—¿Qué parte de la ciudad está ardiendo?
—¿Quién eres? —preguntó el decurión.
—Vinicio, tribuno militar y augustano. Responde, si te importa tu cabeza.
—El incendio estalló en las barracas que había junto al Circo Máximo. Cuando nos han enviado, estaba ardiendo el centro de la ciudad.
—¿Y el Transtíber?
—Hasta ahora el fuego no lo ha alcanzado; pero invade sin parar nuevos barrios con una violencia insuperable. El calor y el humo matan a los habitantes y no hay salvación posible.
En aquel momento le trajeron un caballo de refresco a Vinicio, que montó y continuó su carrera.
Galopaba hacia Albano, dejando a su derecha Alba Longa y su soberbio lago. Pasada Aricia, la vía ascendía en una ardua pendiente, que ocultaba tanto el horizonte como Albano, situada al otro lado. Pero Vinicio sabía que una vez llegado a la cima descubriría no sólo Bovilla y Ustrino, donde le esperaban caballos de relevo, sino también Roma: en efecto, pasado Albano, la Vía Apia se adentraba en la llana Campania, cortada sólo por los acueductos que se dirigían hacia la ciudad, y sin nada que pudiera ocultar su vista.
—Desde allí veré las llamas —se decía, y espoleó de nuevo su caballo.
Pero antes de llegar a la cima, el viento le azotó el rostro y un olor a humo se adentró por su nariz. Al mismo tiempo, la colina se doraba de débiles resplandores.
«¡El incendio!» pensó Vinicio.
Mientras tanto, hacía tiempo que la noche venía palideciendo, y en todas las alturas de los alrededores había reflejos rosas y dorados que podían tomarse tanto por las luces del incendio como por las del alba. Por fin Vinicio llegó a la cima y a sus ojos se ofreció un espectáculo horrible.
El valle estaba lleno de una sola nube de humo, gigantesca, que se arrastraba, inundaba los acueductos, las villas, los árboles: y al final de aquella inmensa extensión gris, ardía la ciudad por sus siete colinas.
Sin embargo, el incendio no se alzaba en forma de columna de fuego, como ocurre cuando se quema un edificio aislado. Era una larga cinta que recordaba la aurora, rematada por una muralla de humo, muy negra aquí, tintada de rosa o de sangre allá, amontonada, espesa, y ondulante como una serpiente que se extiende y se contrae. Aquella muralla monstruosa parecía incluso invadir a veces la cinta de fuego, reducirla a las proporciones de un lazo; luego, de nuevo se iluminaba desde abajo y sus pliegues inferiores se transformaban en olas llameantes. El fuego y el humo se extendían de un horizonte al otro, limitándolo como un estrecho cinturón de bosque. Ya no se distinguían los montes Sabinos.
A la primera ojeada, a Vinicio le pareció que no era sólo la ciudad lo que ardía, sino el mundo entero, y que ningún ser escaparía de aquel océano de fuego y humo.
El viento que llegaba desde el incendio traía trozos de hollín que empezaban a recubrir incluso los objetos circundantes. Ya era de día y el sol irradiaba las cimas que rodeaban el lago Albano. Pero los rayos de oro pálido de la mañana no llegaban, a través del humo, más que de un rojo pálido. A medida que bajaba hacia Albano, se iba hundiendo en aquella humareda que se espesaba. La pequeña ciudad estaba completamente sumergida en ella. Los habitantes, inquietos, llenaban las calles, y no se podía pensar sin terror en lo que debía estar ocurriendo en Roma, porque en Albano ya costaba respirar.
Vinicio se sintió dominado por la desesperación y el terror, pero trató de reaccionar: «Es imposible que el fuego haya empezado a la vez por todas partes; el viento sopla del norte y echa el humo hacia aquí; al otro lado no lo hay, y el Transtíber, separado por el río, tal vez se haya librado; en cualquier caso, a Urso y Ligia les habría bastado pasar la Puerta Janícula para estar a salvo del peligro. Es completamente imposible que la población entera haya perecido, y que esta ciudad, reina del mundo, sea borrada con todos sus habitantes de la superficie del suelo. Incluso cuando la carnicería y el fuego se desencadenan a un tiempo sobre una ciudad tomada, cierto número de habitantes siempre se salva; ¿por qué Ligia debería haber perecido? Además, sobre ella vela un Dios que venció a la muerte». Y se puso a rezar, siguiendo la costumbre que había adquirido de implorar a Cristo prometiéndole ofrendas.
Cuando atravesó Albano, cuya población estaba casi por completo en los tejados y en los árboles para ver Roma, se tranquilizó y consideró las cosas con mayor sangre fría. Además de Urso y Lino, el apóstol Pedro velaba por Ligia, y el recuerdo de éste llenó de esperanza su corazón. El apóstol Pedro seguía pareciéndole un ser incomprensible, casi sobrenatural. Desde el instante en que por vez primera lo había oído en el Ostriano, tenía la extraña impresión de que cada palabra de aquel viejo era y debería ser verdadera (ya se lo había escrito desde Ancio a Ligia). Tras haber conocido más íntimamente al apóstol durante su enfermedad, aquella impresión se había fortalecido hasta terminar siendo fe inquebrantable. Como Pedro había bendecido su amor y le había prometido a Ligia, ésta no podía perecer en las llamas. La ciudad podía consumirse sin que una chispa cayese sobre los vestidos de la muchacha. Exaltado por una noche de insomnio, una carrera vertiginosa y emociones muy fuertes, a Vinicio le parecía posible todo ahora: Pedro detendría las llamas con la señal de la cruz, las apartaría con una palabra, y ellos pasarían sin peligro en medio de una avenida de fuego. Además, Pedro conocía el futuro: había previsto la calamidad presente y, entonces, ¿cómo no iba a haber sacado a los cristianos fuera de las murallas, sobre todo a Ligia, a la que amaba como si fuera su hija? Su corazón se henchía con las nuevas esperanzas. Si habían huido, tal vez los encontrara en Bovilla o en su camino De un momento a otro, vería aparecer el rostro adorado, emergiendo de la humareda que se arrastraba en capas cada vez más espesas por la Campania.
Era verosímil, porque cada vez aumentaba el número de las personas que, huyendo de la ciudad, se dirigían hacia los montes Albanos; saliendo de la zona de fuego, trataba de evadirse de la del humo. Cerca de la entrada de Ustrino tuvo que aminorar la carrera porque la ruta estaba atestada. Junto a gentes a pie, con sus hatillos a la espalda, se veían caballos y mulas cargadas de fardos, carruajes, y finalmente literas que llevaban a los ciudadanos más ricos. Ustrino estaba completamente invadido de fugitivos entre los que costaba abrirse paso. En el mercado, bajo las columnas de los templos y en las calles, había un auténtico hormiguero. Aquí y allá se levantaban las tiendas que debían abrigar a familias enteras. Muchos acampaban al aire libre, lanzando gritos, invocando a los dioses o gimiendo su destino. En medio de aquella algarabía, no se podía conseguir ninguna información. Aquellos a los que Vinicio se dirigía permanecían mudos o, alzando hacia él unos ojos despavoridos y aterrorizados, clamaban que la ciudad iba a perecer y el mundo con ella. Roma vomitaba sin descanso nuevas masas de hombres, de mujeres y niños, que aumentaban el caos. Algunos que habían perdido a sus allegados los llamaban con gritos desesperados. Otros se pegaban por un refugio. Pastores de la Campania, gentes semisalvajes, habían invadido la población, menos para enterarse de lo que había pasado que atraídos por la esperanza de sacar algo en aquel desorden general. Aquí y allá, esclavos de todos los países y gladiadores habían empezado a saquear las casas y las villas, en lucha abierta con los soldados que querían defender a los habitantes.
Vinicio distinguió cerca del albergue, y rodeado por una tropa de esclavos bátavos, al senador Junio, que fue el primero en darle informes exactos sobre el incendio. El fuego se había declarado, en efecto, junto al gran Circo, cerca del Palatino y del monte Celio, y se había propagado con tanta rapidez que pronto estuvo invadido todo el centro. Desde los tiempos de Breno nunca había caído sobre la ciudad un desastre tan espantoso.
—El Circo entero, las tiendas y las casas que lo rodean —decía Junio—, están en cenizas; el Aventino y el Celio en llamas. El azote, después de haber dado la vuelta al Palatino, ha invadido las Carenas…
Y Junio, que poseía en las Carenas una maravillosa villa repleta de obras de arte por las que sentía pasión, cogió un puñado de polvo, lo dejó caer sobre su cabeza y empezó a llorar.
Vinicio le sacudió por los hombros.
—Mi casa está en las Carenas —dijo—, pero puesto que todo perece, ¡que perezca también!
Luego recordó que había aconsejado a Ligia trasladarse a casa de los Aulo, y preguntó:
—¿Y el ?
—Ardiendo —respondió Junio.
—¿Y el Transtíber?
Junio le miró sorprendido:
—¿Qué importa el Transtíber? —respondió oprimiendo con las manos sus sienes que estaban a punto de estallar.
—¡Me importa más el Transtíber que el resto de Roma! —gruñó Vinicio con vehemencia.
—Entonces sólo podrás llegar a él por la Vía del Puerto, porque por el Aventino el fuego te ahogaría… ¿El Transtíber?… No sé. Tal vez cuando yo salí el fuego aún no lo había alcanzado: sólo los dioses lo saben.
Tras alguna vacilación, Junio continuó en voz baja:
—Sé que no me traicionarás; debo decirte que no es un incendio ordinario. Han impedido que se llevara ayuda al Circo… Cuando las casas empezaron a arder, yo mismo he oído aullar a millares de voces: «¡Muerte a quienes lo apaguen!». Había gentes recorriendo la ciudad y arrojando dentro de las casas antorchas encendidas… Por otro lado, el pueblo se rebela, grita que queman la ciudad por orden. Es inútil que te diga más. ¡Ay de la ciudad! ¡Ay de todos nosotros! ¡Ay de mí! Ninguna lengua humana podría expresar lo que allí pasa. Los habitantes perecen en medio de las llamas, se matan entre sí en el tumulto… ¡Es el final de Roma!
Y volvió a repetir: «¡Ay! ¡Ay de la ciudad! ¡Ay de nosotros!».
Vinicio ya corría con su caballo por la Vía Apia.
Pero le resultaba difícil avanzar. Un río de hombres y de carros rodaba en dirección a él. Veía como si la hubiera tenido en el hueco de su mano a la ciudad entera sepultada en aquel monstruoso incendio… Aquel mar de fuego vomitaba un calor atroz y la algarabía humana no podía cubrir la crepitación y el chirrido de las llamas.