Capítulo LVI
Capítulo LVI
Antes de la construcción del Coliseo por los Flavios, los anfiteatros romanos eran por lo general de madera. Por eso casi todos habían ardido en el último incendio. Para dar los juegos prometidos al pueblo, Nerón mandó edificar varios circos, uno de ellos gigantesco, para el que habían hecho venir del Atlas, por mar y por el Tíber, formidables troncos de árboles. Como los juegos debían sobrepasar en magnificencia y duración a todo cuanto se había visto hasta entonces, habían construido vastas dependencias para los hombres y para los animales. Millares de obreros trabajaban noche y día en aquellas construcciones. Se construía y se decoraba sin tregua. El pueblo decía maravillas de las incrustaciones de bronce, de ámbar, de marfil, de nácar y de carey. Canales alimentados por el agua helada de las montañas debían correr a lo largo de los asientos y mantener en todo el edificio un agradable frescor. Un inmenso púrpura protegía del sol. Entre las filas de asientos se habían colocado cazoletas para los perfumes de Arabia. Un ingenioso dispositivo permitía hacer llover sobre los espectadores un rocío de azafrán y de verbena. Los célebres arquitectos Severo y Céler ponían todo su arte en edificar un circo incomparable, más vasto que todos los que habían existido hasta entonces.
El día en que debían comenzar los , una muchedumbre de mirones, deseosos de oír el rugido de los leones, el grito más ronco de las panteras y el aullido de los perros, esperaban desde la aurora la apertura de las puertas. Las fieras no habían comido desde hacía dos días; ante sus jaulas hacían pasar cuartos de carne sangrante, a fin de sobreexcitar su hambre y su furor. A veces, los gritos de las fieras gruñían de forma tan espantosa que las personas que se hallaban ante el circo no se oían y las más impresionables palidecían de espanto. Desde el alba subieron del recinto mismo del circo himnos sonoros y tranquilos; escuchaban con estupefacción, repitiendo: «¡Los cristianos! ¡Los cristianos!». En efecto, los habían trasladado al anfiteatro en gran número durante la noche, sacándolos no de una sola prisión, como al principio se había pretendido hacer, sino de cada una de ellas. La multitud sabía que el espectáculo debía durar semanas y meses y en ese momento se discutía sobre un punto: si en una sola jornada se podría terminar con los que habían sido designados para los juegos del día. Las voces de hombres, mujeres y niños que cantaban el himno matinal eran tan numerosas que, según los entendidos, incluso aunque se arrojase de una vez sobre la arena cien o doscientos hombres, las fieras pronto quedarían cansadas, ahítas e incapaces de trocear a toda aquella gente. Otros pretendían que un número excesivamente grande de víctimas apareciendo a la vez en la arena distraía la atención y no permitía gozar tan bien del espectáculo.
A medida que se acercaba el momento de la apertura de los , el pueblo se animaba, se ponía alegre y peroraba sobre las cosas del circo. Se discutía sobre la mayor habilidad de los leones, o sobre la de los tigres, en el arte de desgarrar a los hombres. En todas partes se apostaba. Se analizaban las posibilidades de los gladiadores que debían preceder a los cristianos en la arena: unos se decidían por los samnitas o los galos, otros por los mirmillones, los tracios o los el alba, grupos de gladiadores guiados por los maestros, llamados , comenzaron a afluir hacia el anfiteatro. Para no cansarse antes de tiempo, llegaban sin armas, a menudo completamente desnudos, coronados de flores, con ramas verdes en la mano, jóvenes, hermosos a la luz de la mañana, llenos de vida. Sus cuerpos relucientes de aceite, poderosos y como tallados en mármol encantaban al pueblo, gran admirador de las formas. Muchos eran conocidos por la multitud y en todo momento se oían exclamaciones: «¡Salud, Furnio! ¡Salud, Leo! ¡Salud, Máximo! ¡Salud, Diomedes!». Las muchachas les lanzaban miradas llenas de amor. Ellos distinguían a las más bellas, y como si ningún cuidado pesase sobre su cabeza, les dirigían bromas o besos, o decían: «¡Tómame, antes de que la muerte me tome!». Luego desaparecían detrás de las puertas por las que más de uno no debía volver a salir. Sin cesar, nuevas escenas solicitaban la atención de la multitud. Tras los gladiadores avanzaban los , armados de látigos, cuya tarea consistía en excitar el celo de los luchadores. Luego vinieron mulos arrastrando hacia el una fila de carruajes en los que se amontonaban ataúdes. Esta visión alegraba al pueblo, que por el número de ataúdes deducía la grandeza del espectáculo. Luego venían, vestidos con trajes de Garante o de Mercurio, los hombres que remataban a los heridos; luego los que velaban por el orden en el circo y acomodaban a cada uno en su asiento; los esclavos encargados de servir los platos y los refrescos; finalmente los pretorianos, que cada César quería tener siempre cerca en el anfiteatro.
Se abrieron los y la muchedumbre se adentró por ellos. Pero era tan numerosa que durante horas siguió afluyendo sin parar. Era asombroso que el anfiteatro pudiera engullir aquella incalculable masa de hombres. Los rugidos de las fieras al oler las exhalaciones humanas habían crecido al abrirse las puertas; el pueblo, al tomar asiento en el interior del circo, gruñía como las olas bajo la tempestad.
Luego llegaron el prefecto de la ciudad con sus vigilantes, y las literas de los senadores, los cónsules, los pretores, los ediles, los funcionarios de palacio, los jefes de la guardia pretoriana, los patricios y las damas elegantes. Algunas de aquellas literas iban acompañadas por que llevaban la y haces de varas; otras iban rodeadas de esclavos. Los adornos de las literas, los vestidos blancos y abigarrados, los aretes de las orejas, las joyas, las plumas, el acero de las hachas, todo aquello resplandecía y destellaba bajo los rayos del sol. Del circo subían las aclamaciones del pueblo saludando a los grandes dignatarios. De vez en cuando aparecían también pequeños destacamentos de pretorianos.
Luego llegaron los sacerdotes de los diferentes santuarios; detrás se hacían llevar las vírgenes sagradas de Vesta, precedidas por lictores. Para que el espectáculo diese comienzo sólo esperaban al César. No queriendo abusar de la paciencia del pueblo y preocupado por conseguir su favor mediante su solicitud, apareció pronto en compañía de Augusta y de los augustanos.
Entre éstos se hallaba Petronio, en la misma litera que Vinicio. Éste sabía que Ligia, enferma, se hallaba gravemente postrada; pero como aquellos últimos días había estado prohibida la entrada en la cárcel, como la guardia pretoriana había sido reemplazada y no tenían derecho siquiera a dirigir la palabra a los guardianes de la prisión, ni dar información a quienes acudían a preguntar por los prisioneros, Vinicio no estaba seguro de que Ligia no se hallase en el número de víctimas escogidas para el espectáculo de aquel día: no era imposible que llevasen ante los leones incluso a una enferma. Además, como las víctimas debían ser cosidas en pieles de animales y lanzadas en montón sobre la arena, ningún espectador podría distinguir a alguien en quien estuviera interesado.
Los guardianes y todos los servidores del anfiteatro estaban comprados por Vinicio, y habían convenido que los ocultarían a Ligia en un rincón oscuro, y, llegada la noche, la entregarían a un hombre de confianza de Vinicio, que partiría con ella inmediatamente hacia los montes Albanos. Petronio, que estaba en el secreto, aconsejó a Vinicio acompañarle al anfiteatro, y luego escapar a favor del tumulto: entonces bajaría corriendo a los subterráneos donde, para evitar cualquier error, él mismo señalaría a Ligia a los guardianes.
Éstos le introdujeron por una puertecilla de servicio y uno de ellos, llamado Siro, le llevó inmediatamente junto a los cristianos. De camino le dijo:
—Señor, no sé si encontrarás lo que buscas. Hemos preguntado por una muchacha llamada Ligia, pero nadie ha podido informarnos. Tal vez desconfían de nosotros.
—¿Son muchos? —preguntó Vinicio.
—Sí, señor. Quedarán para mañana.
—¿Hay enfermos entre ellos?
—Hasta el punto de no poder sostenerse sobre sus piernas, no.
Mientras hablaba, Siro abrió una puerta. Entraron en una inmensa sala subterránea muy oscura, a la que sólo llegaba la luz por unas aberturas enrejadas que daban a la arena. Al principio Vinicio no pudo distinguir nada; sólo oyó el murmullo confuso de las voces en la sala misma y los clamores del pueblo que llegaban del anfiteatro. Un momento después, cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad, divisaron grupos de seres extravagantes, semejantes a lobos o a osos. Eran los cristianos, cosidos dentro de pieles de animales. Algunos estaban de pie, otros rezaban de rodillas. Sólo los largos cabellos esparcidos por la espalda revelaban que la víctima era una mujer.
Madres en pieles de lobas llevaban en sus brazos niños velludos. Pero bajo los disfraces se veían unas caras radiantes y en la oscuridad los ojos irradiaban de alegría febril. Se notaba que la mayoría de aquellas gentes estaban poseídas por un pensamiento exclusivo, desligado de cualquier lazo terrenal, que los volvía insensibles a cuanto pudiera ocurrirles. Algunos, preguntados por Vinicio sobre Ligia, no respondían y le miraban con ojos de durmientes despertados de golpe. Otros le sonreían, poniendo un dedo en los labios, o le mostraban los barrotes entre los que se filtraba la luz. Sólo los niños lloraban, asustados por el barullo de las fieras y el feroz disfraz de sus padres.
Vinicio caminaba junto a Siro, examinando los rostros, buscando, preguntando; a veces chocaba con los cuerpos de los que se habían desvanecido en aquella atmósfera asfixiante, y se deslizaba más lejos, hacia las profundidades de la sala, que parecía tan enorme como el anfiteatro. De pronto se detuvo, convencido de que acababa de oír el sonido de una voz familiar. Volvió sobre sus pasos y, abriéndose camino entre la multitud, se acercó a quien hablaba. Un rayo iluminó la cabeza del hombre y Vinicio reconoció a Crispo, bajo la piel de un lobo, con el rostro demacrado e implacable.
—Haced penitencia por vuestros pecados —clamaba Crispo—, porque el momento está cerca. En verdad os digo: quien crea que su martirio le valdrá la redención de sus faltas, comete un nuevo pecado y será precipitado en el fuego eterno. ¡Con cada uno de vuestros pecados habéis renovado el suplicio del Señor! ¿Cómo os atrevéis a creer que la tortura que os espera puede igualar a la que el Redentor soportó? Justos y pecadores morirán hoy de una misma muerte, pero el Señor reconocerá a los suyos. ¡Ay de vosotros, porque los dientes de los leones desgarrarán vuestros cuerpos, pero no desgarrarán vuestros pecados, ni vuestras cuentas con Dios! El Señor mostró demasiada mansedumbre dejándose clavar en la cruz; ahora no encontraréis en Él más que al juez que no ha de dejar ninguna falta sin castigo. Así, vosotros que pensáis borrar con vuestro suplicio los pecados, blasfemáis de la justicia de Dios, y seréis precipitados en un abismo más profundo. La misericordia ha terminado y ha llegado la hora de la justicia divina. Ahora vais a ver cara a cara al Juez terrible, ante quienes los virtuosos apenas podrán encontrar gracia. Haced penitencia, porque el infierno os acecha. ¡Ay de vosotros, hombres y mujeres! ¡Ay de vosotros, padres e hijos!
Extendiendo sus manos de huesos descarnados, Crispo los agitaba por encima de las cabezas inclinadas, implacable incluso frente a la muerte que dentro de un instante se apoderaría de todos aquellos condenados.
—¡Lloramos nuestros pecados! —gimieron algunas voces. Luego todo quedó en silencio. Sólo se oían los llantos de los niños y el ruido de los puños contra el pecho.
La sangre de Vinicio se heló en sus venas. Un sudor frío le perlaba la frente. Tuvo miedo a caer desvanecido, como aquellos cuerpos inertes contra los que chocaba al buscar a Ligia. Pensó también que en cualquier momento podían abrir las rejas, y se puso a llamar en voz alta a Ligia y Urso, con la esperanza de que alguno de quienes los conocían le respondiese.
En efecto, un hombre vestido con una piel de oso le tiró de la toga y le dijo:
—Señor, se han quedado en la cárcel. Me han hecho salir el último y vi a la doncella enferma en su lecho.
—¿Quién eres? —preguntó Vinicio.
—El cantero en cuya cabaña te bautizó el apóstol Pedro, señor. Me cogieron hace tres días y moriré hoy.
Vinicio respiró. Al entrar allí había deseado encontrar a Ligia; ahora daba gracias a Cristo por no haberla encontrado y veía en ello una señal de su bondad.
Pero el cantero le tiró de nuevo de la toga y le dijo:
—Recuerdas, señor… fui yo quien te llevó a la viña de Cornelio, donde el apóstol predicaba bajo el cobertizo.
—Me acuerdo.
—Volví a verle la víspera del día en que me encarcelaron. Me bendijo y me dijo que vendría al anfiteatro a bendecir también a los supliciados. Querría verle en el momento de morir, y ver el signo de la cruz. Así la muerte me resultará más fácil. Si sabes dónde se encuentra, dímelo, señor.
Vinicio bajó la voz y respondió:
—Está entre las gentes de Petronio, disfrazado de esclavo. No sé dónde están colocados, pero los buscaré. Mira hacia mi lado al entrar en la arena: Yo me levantaré y torceré la cabeza hacia ellos. Podrás encontrarle con la mirada.
—¡Gracias, señor, que la paz sea contigo!
—¡Que el Salvador sea misericordioso contigo!
—Amén.
Vinicio salió entonces del para volver al anfiteatro, donde se sentó junto a Petronio, entre los augustanos.
—¿Está ahí? —preguntó Petronio.
—No. Se ha quedado en la cárcel.
—Escucha lo que se me ha ocurrido; pero mientras escuchas, mira por ejemplo hacia el lado de Nigidia, para que crean que hablamos de su peinado… En este momento, Tigelino y Quilón nos observan… Haz que metan a Ligia en un ataúd por la noche y que la saquen de la cárcel como si estuviera muerta. El resto ya lo sabes.
—Sí —respondió Vinicio.
Su conversación fue interrumpida por Tulio Senecio que se inclinó hacia ellos.
—¿Sabéis si darán armas a los cristianos?
—No —respondió Petronio.
—Preferiría que se las dieran —prosiguió Tulio—. Si no, la arena se va a parecer demasiado a la mesa de un carnicero. Pero ¡qué anfiteatro tan espléndido!
En efecto, su aspecto era maravilloso. Los graderíos inferiores parecían cubiertos de nieve: en ellos se apiñaban incontables togas blancas. En el dorado estaba sentado el César, con un collar de diamantes al cuello y coronado de oro; a su lado, la Augusta, hermosa y siniestra. Cerca del César habían tomado asiento las vestales, los grandes dignatarios, los senadores de capas bordadas de púrpura, los jefes militares de armaduras resplandecientes, todo cuanto había en Roma de poderoso y soberbio. Detrás, los caballeros. Más arriba, un oscuro mar de cabezas humanas de donde emergían unas columnas unidas por guirnaldas de rosas, lirios, enredaderas, hiedras y pámpanos. El pueblo hablaba a gritos, se interpelaba, cantaba, estallaba a cada salida ingeniosa en risas que se repetían de grada en grada y pateaba para que comenzase el espectáculo. Los pateos empezaron a hacer tanto ruido como un trueno, y continuaron sin detenerse. Entonces el prefecto de la ciudad, que ya había dado la vuelta a la arena con su espléndido cortejo, hizo con el pañuelo una señal que el anfiteatro entero acogió con un «Aaaah» lanzado por millares de pechos.
Lo habitual era empezar el espectáculo con cazas de fieras, en lo que destacaban diversos bárbaros del Norte y el Sur. Pero en esta ocasión las fieras estaban reservadas para después; fueron los , gladiadores tocados con casco sin abertura para los ojos los que empezaron, dispuestos a combatir a ciegas.
Varios de estos aparecieron al mismo tiempo en la arena y se pusieron a blandir sus espadas en el vacío, mientras los empujaban a unos contra otros mediante largas perchas. El público elegante contemplaba indiferente este espectáculo despreciable. Pero la plebe se divertía con los gestos torpes de los gladiadores; cuando se encontraban espalda contra espalda se producían risas ruidosas; gritaban: «¡A la derecha! ¡A la izquierda! ¡Sigue recto!», engañándolos a menudo adrede. Pero algunos hombres ya tenían pareja y la lucha comenzaba hasta el final. Los combatientes más encarnizados tiraban sus escudos y, cogiéndose uno a otro por la mano izquierda, combatían a muerte con la derecha. Los que caían tendían el dedo para implorar piedad. Pero al principio del espectáculo, el pueblo solía exigir la muerte de los heridos, sobre todo cuando se trataba de , desconocidos para aquellos espectadores que no veían sus rostros. Poco a poco, sin embargo, el número de combatientes fue disminuyendo; por fin no quedaron más que dos, y empujaron a uno contra otro; juntos cayeron sobre la arena y mutuamente se apuñalaron. Entonces, en medio de los gritos: , los servidores se llevaron los cadáveres, mientras unos muchachos rastrillaban la arena para tapar las huellas de sangre y esparcían hojas de azafrán por el suelo.
Luego vino un combate más grave, que excitaba no sólo el interés de la plebe, sino también de las gentes elegantes, sobre todo de los jóvenes patricios, que a menudo apostaban enormes sumas y perdían hasta su último sestercio. Inmediatamente empezaron a circular tablillas de mano en mano, en las que se inscribían los nombres de los favoritos y la cantidad que cada uno arriesgaba por su elegido. Los , dicho de otro modo, los que ya habían hecho sus lides y habían obtenido la victoria en la arena, tenían el mayor número de partidarios; pero algunos jugadores aventuraban también fuertes cantidades por gladiadores nuevos y totalmente desconocidos, con la esperanza de ganar importantes sumas. El propio César apostaba, y con él los sacerdotes, las vestales, los senadores, los caballeros y el pueblo. Con frecuencia, las gentes del común, después de haber perdido su dinero, apostaban su libertad. Con el corazón ansioso, la muchedumbre esperaba la aparición de los gladiadores, y numerosos apostadores hacían promesas a los dioses en voz alta para que se dignasen favorecer a sus elegidos.
La voz estridente de las trompas resonó, y sobre el anfiteatro pesó un silencio sordo de angustia. Millares de ojos se concentraron en la puerta maciza; un hombre, vestido como Carente, se acercó a ella y en medio del silencio general la golpeó tres veces con un martillo, como para convocar a la muerte a los hombres ocultos tras ella. Luego, las dos hojas se abrieron lentamente, dejando al descubierto una boca sombría de donde pronto empezaron a salir los gladiadores hasta la brillante arena. Caminaban en grupos de veinticinco: los tracios, los mirmillones, los samnitas, los galos, todos provistos de pesadas armas. Luego venían los , con la red en una mano y el tridente en la otra. En algunos bancos estallaron los aplausos, que pronto se mezclaron a un trueno de aclamaciones generales y prolongadas. De arriba abajo, todo eran rostros encendidos, manos que aplaudían, bocas abiertas y aullantes. Los gladiadores dieron la vuelta a la arena con paso cadencioso y elástico, luego se detuvieron ante el imperial, altivos, tranquilos y soberbios. El son desgarrador del cuerno hizo callar los aplausos. Los combatientes tendieron entonces la mano derecha y, con la cabeza alzada y los ojos dirigidos hacia el César, salmodiaron con voz lenta:
Ave, Caesar imperator!
Morituri te salutant!
Luego se dispersaron y se colocaron separados en el perímetro de la arena. Debían atacarse por destacamentos enteros; pero los lidiadores más famosos tenían derecho a una serie de combates singulares, donde la fuerza, la astucia y el valor de los adversarios podían exhibirse mejor. Del grupo de galos salió entonces un gladiador, muy conocido de los asiduos del anfiteatro, que recibía el nombre de (El Carnicero), vencedor en muchos combates. Con su voluminoso casco y la coraza que rodeaba su poderoso torso, en la claridad que bañaba la arena parecía un enorme escarabajo resplandeciente. A su encuentro avanzaba el no menos famoso Calendio.
Los espectadores empezaron las apuestas:
—Quinientos sestercios a favor del galo.
—Quinientos por Calendio.
—¡Por Hércules! ¡Mil!
—¡Dos mil!
Mientras tanto, el galo, que había llegado al centro de la arena, empezó a retroceder, blandiendo la espada y bajando la cabeza para observar atentamente a su adversario a través de las aberturas de la visera; Calendio, ágil, escultural y completamente desnudo salvo un taparrabo, daba vueltas alrededor de su robusto adversario, movía su red con movimientos elegantes, alzaba o bajaba su tridente y cantaba la canción habitual de los :
Non te peto, piscem peto;
Quid me fugis, Galle?
Pero el galo no huía; se detuvo y comenzó a evolucionar sobre el sitio, de modo que siempre veía al enemigo enfrente. Su cuerpo y su cabeza monstruosa tenían ahora un aspecto terrible. Los asistentes comprendían que aquella masa pesada, encerrada en bronce, se preparaba para un ataque fulminante y decisivo.
Pero el acercaba o se apartaba de él con saltos repentinos, haciendo voltear su tridente con movimientos tan raudos que apenas podían seguirse con los ojos. En varias ocasiones resonó el escudo bajo los dientes del tridente, pero el galo no se movió, atestiguando de este modo su fuerza inquebrantable. Toda su atención parecía concentrada no en el tridente, sino en la red, que daba vueltas sobre su cabeza como un pájaro de mal agüero. Conteniendo el aliento, los espectadores seguían el admirable juego de los gladiadores. Lanio escogió por fin el momento propicio y cayó sobre su adversario, que esquivó con una rapidez inaudita la espada y los amenazadores brazos y, enderezándose, lanzó la red. El galo, volviéndose, la paró con el escudo y ambos retrocedieron. El anfiteatro vociferó: Se hicieron nuevas apuestas. El propio César, que hablaba con la vestal Rubria y prestaba muy poca atención al espectáculo, volvió la cabeza hacia la arena.
Los gladiadores volvieron a combatir de nuevo con tanta habilidad y precisión en los gestos que, por instantes, parecía que, para ellos, no era una cuestión de vida o muerte sino una ocasión de mostrar su destreza. Tras haber esquivado dos veces más la red, Lanío empezó a retroceder hacia el perímetro de la arena. Entonces, los que habían apostado contra él, no queriendo que descansase, le gritaron: «¡Ataca!». El galo obedeció y atacó. Repentinamente el brazo del se cubrió de sangre y su red cayó al suelo. Lanio, apoyándose en sus corvas, saltó para darle el golpe final. En ese mismo instante, Calendio, que había fingido que ya no podía sostener la red, se echó a un lado, esquivó la punta, metió su tridente entre las rodillas de su adversario y lo derribó sobre la arena. El otro quiso levantarse pero en un abrir y cerrar de ojos quedó envuelto en la fatal red, enredándose en ella a cada movimiento que hacía con los pies y con las manos, mientras los dientes del tridente le clavaban al suelo. Hizo un esfuerzo supremo, se apoyó en el brazo, aguantó firme, trató en vano de levantarse. Todavía alzó hacia su cabeza una mano inerme que había soltado la espada y luego cayó de espaldas. Con su tridente, Calendio le fijó la nuca al suelo y, apoyándose con las dos manos en el mango, se volvió hacia el palco del César.
El circo entero aplaudía y rugía. Los que habían apostado por Calendio le consideraban en ese momento más grande que el César: y por eso mismo, ya no existía en sus corazones la menor animosidad hacia Lanío, quien, al precio de su sangre, había llenado sus bolsas. Los deseos de los asistentes estaban divididos: se veían tantas señales de gracia como de muerte. Pero el únicamente miraba el palco del César y de las vestales, y esperaba su decisión.
Por desgracia, a Nerón no le gustaba Lanio; en los juegos anteriores al incendio había apostado contra él y perdido una fuerte suma con Licinio. Sacó pues la mano del y volvió el pulgar hacia abajo. Acto seguido, las vestales le imitaron. Entonces Calendio puso una rodilla sobre el pecho del galo, sacó un cuchillo y, entreabriendo la armadura del adversario a la altura del cuello, le hundió hasta la guarda la hoja triangular en la garganta.
— —clamaron muchas voces en el anfiteatro.
Lanio tuvo convulsiones de buey degollado, sus pies escarbaron la arena, luego se puso rígido y quedó inerte.
No fue necesario que Mercurio comprobase con un hierro candente si aún vivía. Rápidamente se lo llevaron, y otras parejas vinieron a ocupar el centro, seguidas de destacamentos enteros que se aprestaron al combate. El pueblo participaba en él con el alma, el corazón y los ojos; gritaba, rugía, silbaba, aplaudía, reía, excitaba a los combatientes, deliraba de alegría. Los gladiadores, en dos grupos, luchaban con encarnizamiento de fieras: los pechos chocaban entre sí, los cuerpos se enlazaban en abrazos mortales, los recios miembros crujían en sus goznes, las espadas se hundían en pechos y vientres, los pálidos labios soltaban torrentes de sangre. Algunos novicios sintieron hacia el final un espanto tan completo que, huyendo de la pelea, echaron a correr; pero los les obligaban inmediatamente a volver con sus látigos rematados por puntas de plomo. La arena estaba cubierta de grandes manchas negras. En todo momento cuerpos desnudos o cubiertos de acero iban a engrosar las filas. Los supervivientes combatían sobre los cadáveres, chocaban contra las armaduras, contra los escudos, se ensangrentaban los pies en las espadas rotas y caían. El populacho exultaba, se embriagaba con aquella orgía de muerte, la aspiraba, saciaba con ella sus ojos y, voluptuosamente, almacenaba aquellas exhalaciones en su pecho.
Pronto casi todos los vencidos tapizaron el suelo; únicamente algunos heridos se arrodillaron vacilantes en medio de la arena y, con las manos tendidas hacia los espectadores, imploraron su gracia. Se distribuyó a los vencedores premios, coronas, ramos de olivo. Luego hubo un momento de descanso que, por orden del todopoderoso César, se transformó en festín. Encendieron los perfumes que había en los vasos. Los vaporizadores derramaron sobre la multitud una fina lluvia de azafrán y violeta. Se ofrecían refrescos, carnes asadas, pastas, vino, olivas y frutos. El pueblo devoraba, hablaba y aclamaba al César, a fin de incitarle a una generosidad mayor todavía. En efecto, cuando se calmaron el hambre y la sed, aparecieron centenares de esclavos con cestas llenas de regalos. Efebos vestidos de amorcillos metían en ellas las dos manos y repartían por los graderíos regalos de todas clases. Cuando se distribuyeron las de lotería, hubo peleas; los espectadores se zarandeaban, se tiraban al suelo, se pisoteaban, pedían ayuda, subían por los graderíos y se apelotonaban en un tumulto espantoso. Quien tenía suerte podía ganar una casa con jardín, un esclavo, un vestido suntuoso, o bien una fiera extraordinaria que luego revendería para los juegos del anfiteatro. El tumulto era tan grande que con frecuencia los pretorianos se veían obligados a poner orden; y después de cada distribución, tenían que llevarse a gentes con una pierna o un brazo rotos, incluso cadáveres.
Los ricos no se mezclaban en esa carrera por las de lotería. En esta ocasión los augustanos se divertían con el espectáculo de Quilón y se burlaban de los vanos esfuerzos del griego para probar al público que era tan capaz como cualquier otro de mirar un combate y ver correr la sangre. En vano el desventurado fruncía las cejas, se mordía los labios y crispaba los puños hasta hundir las uñas en las palmas: su temperamento heleno, a la vez que su propia cobardía, no soportaban semejante espectáculo. Con la cara pálida, la frente sudorosa, los ojos extraviados y los labios lívidos mientras los dientes le castañeteaban, se había hundido en su asiento con el cuerpo recorrido por temblores. Tras el combate de los gladiadores se había serenado. Pero cuando comenzaron a burlarse de él, se enfureció y empezó a responder malhumorado a las pullas.
—¡Eh, griego! ¿Te resulta insoportable ver la piel desgarrada? —le decía Vatinio tirándole de la barba.
En un rictus, Quilón dejó ver los dos dientes amarillentos que le quedaban.
—Mi padre no fue nunca zapatero y no me enseñó a remendarla —replicó.
— —gritaron algunos. Pero otros seguían la burla.
—¡No es culpa suya si tiene un queso por corazón! —dijo Senecio.
—¡Y tampoco es tuya si tienes por cabeza una vejiga! —respondió Quilón.
—Tal vez te conviertas en gladiador. No quedarías mal en la arena con una red.
—Si te cogiese a ti en mi red, cogería a un animal apestoso.
—¿Y cómo van a tratar a los cristianos? —le preguntó Festo de Liguria—. ¿No te gustaría ser perro para morderlos?
—No, no me gustaría ser tu hermano.
—¡Eh, largo de aquí, lepra meocia!
—¡Lárgate tú, mulo de Liguria!
—Se ve que te pica la piel. No te aconsejo que me pidas que yo te rasque.
—Ráscate tú. Si te arrancas los granos que tienes destruirás lo mejor que hay en ti.
Y así se insultaban; él, en medio de la hilaridad general, devolvía invectiva por invectiva. El César, aplaudiendo, repetía: , y excitaba a los burlones. Petronio se acercó al griego y, tocándole el hombro con su frágil varita de marfil esculpido, dijo fríamente:
—Muy bien, filósofo, pero has cometido un gran error: los dioses te hicieron pillo y has querido convertirte en demonio. Por eso no aguantarás hasta el final.
El viejo le miró con ojos enrojecidos, sin hallar en esta ocasión insulto inmediato. Se calló un instante y luego respondió con esfuerzo:
—¡Aguantaré!…
El sonido de las trompetas anunció el fin del intermedio. La multitud desalojó inmediatamente los corredores donde se había reunido para hablar y desentumecer las piernas. Se produjo un movimiento general, seguido pronto de las discusiones habituales sobre los sitios que habían ocupado antes. Los senadores y patricios se apresuraban a llegar a sus plazas. Poco a poco el rumor se apaciguaba y se restablecía el orden. En la arena aparecieron criados que con sus rastrillos igualaban aquí y allá pequeños montones de arena aún aglutinados por la sangre.
Había llegado el turno de los cristianos. Para el público era un espectáculo nuevo; nadie sabía cómo se comportarían y la curiosidad era extrema. Los espectadores, muy atentos, esperaban escenas extraordinarias. Al mismo tiempo, todos los rostros reflejaban hostilidad: quienes iban a salir eran gentes que habían incendiado Roma y sus tesoros seculares. Se alimentaban con sangre de niños, envenenaban las fuentes, execraban al género humano y perpetraban crímenes infames.
El sol estaba ya alto y sus rayos, filtrados por el de púrpura, llenaban ahora el anfiteatro con una luz sangrienta y hacían resplandecer la arena con reflejos rojizos. Algo terrible se desprendía de aquellas claridades, de aquellos rostros, del vacío de aquella arena que dentro de un momento iba a llenarse de tortura humana y de furor bestial. La atmósfera parecía saturada de espanto y de muerte. La muchedumbre, jovial casi siempre, se obstinaba en un silencio de odio. Los rostros tenían una expresión implacable.
A una señal del prefecto, el mismo viejo vestido de Caronte que había llamado a la muerte a los gladiadores apareció en la arena, la cruzó lentamente, y con un sonido sordo golpeó tres veces la puerta con su martillo.
En el anfiteatro se elevó un clamor:
—¡Los cristianos!… ¡Los cristianos!
Las verjas de hierro rechinaron; en los oscuros corredores resonó el grito habitual de los : «¡A la arena!», y en un abrir y cerrar de ojos la arena quedó poblada por una especie de rebaño de faunos velludos. Todos ellos venían corriendo y, al llegar al centro, se arrodillaban unos junto a otros con los brazos levantados. El populacho, creyendo que imploraban su piedad, se enfureció a la vista de tanta cobardía; empezaron a patear, a silbar, a lanzar a la arena recipientes vacíos, huesos roídos, y a gritar: «¡Las fieras! ¡Que suelten las fieras!».
De pronto pasó algo inesperado. Del centro de aquella banda hirsuta comenzaron a subir voces que cantaban; y fue entonces cuando por primera vez se oyó en un circo romano el himno:
Christus regnat!
El pueblo se quedó estupefacto. Los condenados cantaban con los ojos alzados hacia el . Sus rostros estaban pálidos, pero parecían inspirados. Todos comprendieron que aquellas gentes no pedían gracia y que no veían ni el circo, ni al pueblo, ni al Senado, ni al César. Su se elevaba cada vez más sonoro, y de arriba abajo de los graderíos, entre las espesas filas, más de un espectador se preguntaba: «¿Quién es ese Cristo que reina en los labios de estos hombres que van a morir?».
Entretanto se abrió una nueva verja y en la arena irrumpieron, con un impulso salvaje, bandadas enteras de perros: enormes molosos feroces del Peloponeso, perros manchados de los Pirineos, grifos de Hibernia semejantes a lobos, todos expresamente hambrientos, con los flancos enjutos y los ojos rojos de sangre. El anfiteatro se llenó de alaridos, de gruñidos: después de acabar su himno los cristianos seguían de rodillas, inmóviles y como petrificados, gimiendo a coro: Los perros, olfateando hombres bajo las pieles de los animales y asombrados por su inmovilidad, vacilaron en lanzarse sobre ellos. Unos intentaron escalar los muros de los palcos para alcanzar a los espectadores; otros se pusieron a galopar alrededor de la arena, como si persiguieran una pieza invisible. El pueblo se enfadó. Millares de voces se pusieron a gritar; unos imitaban el rugido de las fieras; otros ladraban como perros; otros excitaban a los animales de todas las maneras. Los clamores hicieron temblar el anfiteatro. Los perros irritados saltaban hacia los hombres de rodillas, luego retrocedían haciendo castañetear sus mandíbulas. Por fin, un moloso hundió sus colmillos en el hombro de una mujer arrodillada en primer término y la aplastó con su masa.
Entonces los perros se abalanzaron por decenas al montón como por una brecha. La multitud dejó de rugir para concentrar toda su atención: por entre los aullidos y los estertores seguían subiendo las voces quejumbrosas de hombres y mujeres: , mientras sobre la arena se retorcían unas formas humanas y caninas enlazadas y convulsas. La sangre corría a borbotones de los cuerpos despedazados. Los perros se arrancaban miembros dispersos. El olor de la sangre y de los intestinos destrozados dominaba sobre los perfumes de Arabia y llenaba todo el circo. Finalmente, ya no se vio más que a unos pocos desgraciados de rodillas. Y pronto quedaron inundados bajo aquella masa pululante que aullaba.
En el momento en que los cristianos habían entrado en la arena, Vinicio se había levantado para volverse, como le había prometido al cantero, hacia los criados de Petronio, entre los que estaba escondido el apóstol. Luego había vuelto a sentarse, de espaldas a la arena, con el rostro petrificado, los ojos vidriosos, lanzando de vez en cuando una mirada sobre el espantoso espectáculo. En el primer instante, la idea de que el cantero podía haberse equivocado, que Ligia se hallaba tal vez entre los desgraciados, le había paralizado por completo. Pero cuando oyó las voces , cuando vio el suplicio de víctimas innumerables que al morir confesaban su fe y glorificaban a su Dios, sintió una sensación nueva, tan dolorosa como el más horrible dolor e irresistible: si Cristo mismo había muerto en el suplicio, si hoy miles perecían en su nombre, si la sangre fluía a oleadas, entonces una gota más no era nada, e incluso era pecado pedir gracia. Esta idea subía hacia él de la arena, lo invadía con los estertores de los mártires, con el olor de su sangre. Sin embargo seguía rezando, repitiendo con sus labios secos: «¡Cristo!, ¡Cristo!, ¡tu apóstol también ruega por ella!». Luego perdió conciencia de dónde estaba; le pareció que la sangre, creciendo como la marea, iba a desbordar el circo e inundar Roma entera. Ya no oía ni los ladridos de los perros, ni los alaridos del pueblo, ni las voces de los augustanos que de pronto gritaron:
—¡Quilón se ha desmayado!
—¡Quilón se ha desmayado! —repitió Petronio, mirando hacia el griego.
En efecto, éste se hallaba caído en su asiento, con la cabeza hacia atrás, la boca abierta, lívido como un cadáver.
En aquel momento empujaron a la arena nuevas hornadas de víctimas cubiertas con pieles de animales. Como las anteriores, también se arrodillaron. Pero los perros, en el límite de sus fuerzas, se negaban a desgarrarlos. Sólo algunos se lanzaron sobre los condenados más cercanos; los otros se tumbaron, alzaron unas fauces de las que goteaba sangre y se pusieron a jadear pesadamente, con sobresaltos de los flancos palpitantes.
Entonces el pueblo, inquieto en el fondo del alma, pero enervado por la sangre y arrastrado por la demencia, lanzó gritos estridentes:
—¡Los leones! ¡Los leones! ¡Que suelten los leones!
Los reservaban para el día siguiente; pero en el anfiteatro el pueblo imponía su voluntad a todo el mundo, incluso al César. Sólo Calígula, tan insolente como versátil en sus caprichos, se atrevía a resistir e incluso a veces hacía apalear a la muchedumbre; pero a menudo también cedía. En cuanto a Nerón, necesitaba las aclamaciones más que nadie y nunca se oponía. Esta vez tenía que aplacar, con mayor motivo, a la muchedumbre exasperada por el incendio; se trataba, además, de los cristianos, a quienes quería imputar la responsabilidad del desastre.
Hizo una seña para que abrieran el . Se oyó el chirrido de las rejas tras las que se encontraban los leones. Al verlos, los perros se juntaron en el extremo opuesto, con gañidos ahogados; uno a uno los leones aparecieron en la arena, feroces y enormes, con grandes cabezas enmarañadas. El propio César volvió hacia ellos su rostro aburrido y para verlos mejor acercó la esmeralda a su ojo. Los augustanos los saludaron con aplausos; el pueblo los contaba con los dedos, espiando con mirada ávida la impresión que producían sobre los cristianos arrodillados en el centro, que repetían de nuevo su , incomprensible para muchos y obsesivo para todos.
Pero los leones, aunque estaban hambrientos, no se precipitaron hacia sus víctimas. Los reflejos rojizos que inundaban la arena perturbaban su vista y, deslumbrados, guiñaban los ojos bajando y subiendo los párpados. Algunos distendían con molicie sus miembros amarillos, otros abrían las fauces y bostezaban, como para mostrar sus colmillos. Sin embargo, poco a poco el olor de la sangre y la vista de los cuerpos destripados y amontonados sobre la arena obraron sobre ellos. Enseguida sus movimientos se volvieron nerviosos, sus melenas se erizaron, las fosas nasales empezaron a jadear ruidosamente. De pronto uno de ellos saltó hacia el cadáver de una mujer de cara destrozada, y con las patas delanteras puestas sobre el cuerpo se puso a lamer con su lengua rasposa los coágulos secos de sangre. Otro se acercó a un cristiano que llevaba en brazos un niño cosido en una piel de gamo. El niño, sacudido por sollozos y gritos, se aferraba de modo convulso a su padre que, queriendo conservarle la vida al menos por un instante, trataba de arrancarle de su cuello a fin de pasarlo a los que se hallaban más atrás. Pero aquellos gestos y aquellos gritos irritaron al león, que lanzó un rugido ronco y corto, aplastó al niño de un zarpazo y destrozó entre sus mandíbulas el cráneo del padre.
Entonces las fieras se abalanzaron sobre el montón de cristianos. Algunas espectadoras no pudieron contener gritos de espanto, ahogados por los aplausos del pueblo; pero pronto también predominó en ellas el deseo de verlo todo. Y lo que se vio era horrible: cabezas engullidas en fauces abiertas, pechos rajados de través de un solo mordisco, corazones y pulmones arrancados; y se oía el crujido de los huesos. Cogiendo a sus víctimas por el costado o por la espalda, los leones daban por la arena saltos enloquecidos, como buscando un lugar propicio para devorarlos; otros luchaban, se alzaban sobre sus patas traseras atacándose entre sí como luchadores y llenando el anfiteatro con sus rugidos de trueno. Los asistentes se levantaban de sus asientos, dejaban sus sillas corriendo hacia las gradas inferiores para contemplarlo mejor, aplastándose a veces hasta morir. Parecía que al fin la multitud sobreexcitada iba a invadir la arena y dedicarse a desgarrar cristianos junto con los leones. Por momentos se oían gritos inhumanos, aclamaciones, rugidos, gruñidos, el choque de colmillos y los alaridos de la multitud. En otros momentos sólo se oían gemidos.
El César, con la esmeralda a la altura del ojo, miraba atentamente. En la cara de Petronio se reflejaban la repugnancia y el desprecio. A Quilón ya se lo habían llevado.
Pero el seguía vomitando a la arena sin descanso nuevas víctimas.
Sentado en la última fila del anfiteatro, el apóstol Pedro los observaba. Nadie le miraba porque todas las cabezas estaban vueltas hacia la arena. Se levantó y, lo mismo que antes en la viña de Cornelio bendijo para la muerte y para la eternidad a aquellos a los que iban a encarcelar, hoy bendecía con la señal de la cruz a las víctimas agonizantes bajo los colmillos de las fieras; bendecía su sangre y su suplicio, los cadáveres convertidos en masas informes, y las almas que volaban lejos de la arena ensangrentada. Si algunos alzaban los ojos hacia él, sus caras irradiaban; sonreían viendo sobre sus cabezas, allá arriba, la señal de la cruz. Él sentía desgarrarse su corazón y decía:
«¡Señor, hágase tu voluntad! ¡Por tu gloria, atestiguando tu Verdad, perecen mis ovejas! Tú me dijiste: Apacienta mis ovejas. Y ahora te las devuelvo, Señor. ¡Y Tú, tenlos en cuenta, llévalos a tu lado, cierra sus heridas, aplaca sus sufrimientos, y dales más felicidad todavía que las torturas que aquí han sufrido!».
Y a unos tras otros, grupo por grupo, los bendecía con un amor tan grande como si hubieran sido sus propios hijos y los hubiera puesto directamente entre las manos de Cristo.
De pronto, el César, bien por encarnizamiento, bien por deseo de superar todo lo que hasta entonces se había visto en Roma, susurró algunas palabras al prefecto, que abandonó el y se precipitó hacia el . Ante la estupefacción de la multitud misma, las verjas se abrieron de nuevo. Salieron animales de todas clases: tigres del Éufrates, panteras de Numidia, osos, lobos, hienas, chacales. La arena entera fue inundada por una ola moviente de pelajes manchados o rayados, amarillos, pardos o negros. Aquello fue un caos donde la vista ya no distinguía más que un espantoso y pululante torbellino de lomos animales. El espectáculo sobrepasó cualquier realidad y se transformó en una especie de orgía sangrienta, espantosa pesadilla, monstruoso delirio de un alienado. La medida estaba colmada. Entre los rugidos, los alaridos, los gruñidos, aquí y allá, entre los bancos de los espectadores, estallaron las risas estridentes y espasmódicas de las mujeres cuyas fuerzas habían llegado a su fin. Las gentes tuvieron miedo. Los rostros palidecieron. Numerosas voces gritaron: «¡Basta! ¡Basta!».
Pero era más fácil soltar a las fieras que echarlas de la arena. No obstante, el César había encontrado, para limpiar la pista, un medio que debía ser, al mismo tiempo, diversión para el pueblo. En todos los pasajes, entre los bancos, se situaron grupos de negros de Numidia, con pendientes en las orejas y plumas en los cabellos. El populacho, adivinando lo que iba a venir, los saludó con gritos de alegría. Los númidas se acercaron al perímetro y, colocando flechas en las cuerdas tensadas, empezaron a disparar contra la banda de fieras. En efecto, el espectáculo era nuevo. Los cuerpos de ébano de formas ágiles se doblaban hacia atrás, tendían los arcos sin descanso y lanzaban flecha tras flecha. El ruido de las cuerdas y el silbido de los dardos emplumados se mezclaban al grito de los animales y a los alaridos de admiración de los espectadores. Los lobos, las panteras, los osos, y los hombres vivos que todavía quedaban, caían juntos. Aquí y allá, un león, mordido en el costado por un dardo, giraba bruscamente sus fauces contraídas para coger y morder la madera. Otros gemían de dolor. Los animales pequeños, en medio de un pánico espantoso, galopaban a ciegas por la arena, o bien se rompían la cabeza contra los barrotes. Y las flechas seguían silbando sin tregua, y pronto todo lo que vivía se derrumbó entre los últimos espasmos de la agonía.
La arena fue invadida entonces por centenares de esclavos armados de palas, de azadas, de escobas, de carretillas, de cestas para recoger y llevar los intestinos, así como sacos llenos de arena. Pronto en toda la pista reinó una actividad febril. En un instante se llevaron los cadáveres, limpiaron la sangre y los excrementos, rastrillaron y cubrieron la arena con una espesa capa de arena seca. Luego llegaron unos amorcillos para esparcir pétalos de rosas y lirios. Volvieron a encender los vasos de perfumes y retiraron el porque ya el sol había descendido de forma sensible.
La multitud, sorprendida, se preguntaba qué espectáculo les esperaba aún aquel día.
En efecto, nadie estaba preparado para lo que iba a venir: el César, que desde hacía algún tiempo había abandonado el , apareció de pronto sobre la arena florida, vestido de púrpura y coronado de oro. Doce cantantes con cítaras lo seguían. Él, con un laúd de plata en la mano, avanzó con paso solemne hasta el centro, saludó varias veces y alzó los ojos al cielo. Permaneció así un momento, pareciendo que buscaba la inspiración.
Luego, haciendo vibrar las cuerdas, empezó:
¡Oh radiante hijo de Latona,
rey de Ténedos, de Quío y de Crises,
bajo cuya égida se puso
Ilion, la ciudad sagrada.
¿Por qué consentiste, oh Esminteo
que los altares sacros,
que en tu honor eternamente humeaban,
se humedecieran con la troyana sangre?…
¡Hacia ti alzan sus manos los ancianos,
oh Resplandeciente de arco de plata!
Hacia ti desde el fondo del corazón las madres
envían sus lágrimas y plegarias
para que te apiades de sus hijos.
Su súplica habría conmovido a las piedras,
¡mas tú fuiste más duro que la piedra,
Esminteo, para el dolor humano!
Poco a poco el canto se volvía una quejumbrosa elegía llena de dolor. En el circo reinaba un religioso silencio, y un momento después el César, impresionado, continuó su canto:
Con el son divino de la forminga hubieras podido
cubrir las lágrimas, los gritos;
aun hoy los ojos
se llenan de lágrimas, lo mismo que las flores de rocío,
a los acordes tristes de este canto
que hace renacer las cenizas y el polvo.
En el día del incendio, del desastre y la ruina,
¿dónde estabas, Esminteo?
La voz de Nerón tembló y sus ojos se perlaron de lágrimas. También las pestañas de las vestales se humedecieron; el pueblo, que escuchaba mudo, estalló de repente en una tempestad de aplausos.
Mientras, por los abiertos para airear el anfiteatro, llegaba de fuera el chirrido de los carruajes donde se depositaban los restos ensangrentados de los cristianos, hombres, mujeres y niños, para transportarlos hacia las horribles fosas comunes.
Y el apóstol Pedro, cogiéndose entre las manos la cabeza blanca y temblorosa, exclamó en lo más profundo de su alma:
«¡Señor! ¡Señor! ¿A qué hombre has confiado el imperio del mundo, y por qué quieres crear aquí tu ciudad?».