Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXVIII
Vinicio a Ligia:
«¿Estuviste alguna vez en Ancio, con los Aulo, querida mía? En caso contrario, será para mí una dicha mostrarte algún día esta ciudad. Desde Laurento las villas se suceden a lo largo de la costa y Ancio mismo no es más que una serie ininterrumpida de palacios y de pórticos cuyas columnas se miran en el agua. Junto a la orilla tengo un refugio, con un bosque de olivos y cipreses que se extiende tras la villa; y cuando me digo que algún día esta casa será la tuya, sus mármoles me parecen más hermosos, sus jardines más llenos de sombra, y el mar más azul. ¡Oh, Ligia, cuán bello es vivir y amar! El viejo Menicles, mi intendente, plantó en los prados, bajo los mirtos, matas enteras de iris, y cuando los veo pienso en la de los Aulo, en vuestro , en vuestro jardín, donde yo me sentaba a tu lado. Esos iris te recordarán la casa familiar; por eso estoy seguro de que te gustará Ancio y esta villa.
»Desde nuestra llegada, Pablo y yo hemos hablado largo y tendido mientras comíamos. Hemos hablado de ti, luego ha empezado a instruirme; yo le escuchaba con placer y te diré que, incluso aunque supiera escribir como Petronio, no sabría expresarte ni lo que pensaba mi mente ni lo que sentía mi alma. No imaginaba que sobre la tierra pudiera existir tanta dicha, tanta belleza, tanta calma, ignoradas hasta el día de hoy por los hombres. Pero reservo todo esto para mis conversaciones contigo, en cuando esté libre y pueda ir a Roma.
»Dime cómo pueden existir en esta tierra, al mismo tiempo, hombres como el apóstol Pedro, como Pablo de Tarso y como el César. Te lo pregunto porque, después de haber oído la enseñanza de Pablo, he pasado la tarde en casa de Nerón. Y lo que he oído ha sido esto: ante todo, nos ha leído su poema sobre el incendio de Troya, lamentándose de no haber visto nunca una ciudad incendiada. Envidiaba a Príamo, considerándolo feliz por haber podido asistir al incendio y ruina de su ciudad natal. Y Tigelino le respondió: “Di una palabra, oh divino, y cojo una antorcha y antes de que termine la noche podrás ver Ancio en llamas”. Pero el César lo trató de imbécil. “¿Dónde iré entonces a respirar el aire del mar y a cuidar esta voz que es un don de los dioses y que me piden que cuide para dicha de los humanos? ¿No es Roma la que me perjudica y no derivan mis ronqueras de las emanaciones fétidas del Suburra y del Esquilino? Roma en llamas ¿no ofrecería un espectáculo cien veces más grandioso y más trágico que Ancio?”. Y todos empezaron a evocar la tragedia que presentaría el espectáculo de esta ciudad, dueña del mundo, si no fuera más que un montón de cenizas grises. El César declaró que entonces su poema superaría los cantos de Homero; luego se entretuvo explicando la maravillosa ciudad que reconstruiría y cuánto se asombrarían los siglos futuros de su obra, ante la que palidecerían las demás obras humanas. Ebrios, los invitados aullaban “¡Hazlo! ¡Hazlo!”. Pero él les respondió; “Necesitaría amigos más fieles y solícitos”. Confieso que estas palabras me inquietaron al principio, porque tú estás en Roma, Ahora me río yo mismo de esos temores: César y los augustanos, por locos que estén, no harían nada semejante. Sin embargo, mira cómo se tiembla por lo que se ama: preferiría que la casa de Lino no estuviera en una calleja tan estrecha del Transtíber, es decir, en esa parte de la ciudad habitada por un populacho tan exótico y del que nadie se preocuparía si llegara el caso. Para mi gusto, hasta los palacios del Palatino serían indignos de ti; deseo tanto que no te falte la comodidad a que estás acostumbrada… Ve a vivir pues a casa de los Aulo, Ligia mía. He pensado mucho en ello. Si el César estuviera en Roma, tal vez por los esclavos la noticia de tu regreso llegaría hasta el Palatino, atraería sobre ti la atención y te expondría a persecuciones por haber osado enfrentarte a la voluntad imperial. Pero Nerón se quedará mucho tiempo en Ancio, y cuando vuelva ya nadie hablará de todo esto. Lino y Urso pueden quedarse contigo. Además, vivo de la esperanza de que, antes que el Palatino haya vuelto a ver al César, tú, divina mía, vivirás en la casa que ha de ser tuya, en las Carenas. Benditos sean entonces el día, la hora, el minuto en que pases mis umbrales, y si Cristo, en cuya doctrina me instruyo, me atiende, que su nombre sea también bendito. Le serviré y daré por él mi vida y mi sangre. Me expreso mal: los dos le serviremos mientras el hilo de nuestras vidas no se corte. Te amo y te saludo con toda mi alma».