Quo Vadis?

Capítulo LXXIV

Capítulo LXXIV

Petronio no se equivocaba: dos días después, el joven Nerva, que le era adicto, le envió a Cumas, por medio de un liberto, noticias sobre cuanto ocurría en la corte del César.

La perdición de Petronio estaba decidida. Al atardecer del día siguiente debía llegar un centurión para advertirle que no saliera de Cumas, y que esperase órdenes posteriores. Algunos días después, un nuevo mensajero le llevaría la sentencia de muerte.

Petronio escuchó al liberto con una calma perfecta. Luego dijo:

—Llevarás a tu amo uno de mis jarrones, que te entregarán cuando te vayas. Dile que le doy las gracias con toda mi alma, porque así podré adelantarme a la sentencia.

Y se echó a reír, como un hombre que acaba de tener una gran idea y se alegra de poder realizarla.

Aquel mismo día sus esclavos recorrieron la ciudad invitando a todos los augustanos y augustanas presentes en Cumas a un banquete en la suntuosa villa del árbitro de la elegancia.

Él pasó la tarde escribiendo en su biblioteca. Luego tomó un baño, se hizo vestir por las y, como un dios espléndido y prestigioso, pasó al a fin de echar una ojeada a los preparativos de la fiesta, y de allí a los jardines, donde unos adolescentes y unas niñitas de Grecia tejían coronas de rosas para la noche.

Su rostro no revelaba la menor preocupación. Sus criados comprendieron que el festín debía ser de una magnificencia excepcional, porque ordenó dar recompensas inusuales a aquellos de quienes estaba satisfecho, y ligeros azotes a los que le habían desagradado. Ordenó pagar por adelantado, y con mucha generosidad, a los citaristas y a los coros. Finalmente, sentándose bajo un roble, cuyo follaje atravesado por los rayos recortaba sobre el suelo manchas luminosas, hizo llamar a Eunice.

Ella apareció vestida de blanco, con un ramo de mirto en los cabellos, tan hermosa como una Cárite. La hizo sentarse a su lado y, rozando sus sienes con la mano, la admiró largo tiempo, con ese arrobo de experto que contempla una estatua divina salida del cincel de un maestro.

—Eunice —dijo—, ¿sabes hace cuánto tiempo dejaste de ser esclava?

Ella alzó hacia él sus ojos de tranquilo azul y movió dulcemente la cabeza.

—Yo siempre soy tu esclava, señor.

—Tal vez también ignores —prosiguió él— que esta villa y estos esclavos ocupados ahí en tejer coronas, que todo lo que hay aquí, los campos y los rebaños, es todo tuyo desde hoy.

Eunice se apartó y con voz temblorosa de ansiedad preguntó:

—¿Por qué me dices eso, señor?

Luego se acercó y empezó a mirarle, con los párpados batiendo de inquietud. Pero un momento después, su rostro palideció mientras Petronio dejaba de sonreír. Finalmente él no dijo más que una palabra:

—¡Sí!

Y hubo silencio. Sólo una ligera brisa hacía temblar el follaje del roble.

Petronio hubiera podido creer que ante él tenía una estatua de mármol.

—Eunice —dijo—, quiero morir tranquilamente.

Ella lo miró con una sonrisa desgarradora y murmuró:

—Lo entiendo, señor.

Por la tarde, los invitados llegaron en tropel. Sabían que, comparados con los festines de Petronio, los de Nerón eran aburridos y bárbaros. A nadie se le había ocurrido la idea de que iba ser el último . Nadie ignoraba, sin embargo, que sobre el elegante árbitro planeaba una nube de descontento; pero había ocurrido a menudo y Petronio siempre había conseguido disipar la tormenta con una maniobra hábil o una frase audaz. Por eso nadie le creía amenazado por un peligro real. Su rostro risueño y despreocupado acabó por confirmar esta opinión. La encantadora Eunice, a quien había dicho que deseaba morir tranquilo y para quien cada palabra suya era un oráculo, conservaba en sus rasgos una placidez completa y en sus pupilas una extraña claridad que se hubiera podido tomar por alegría. A la puerta del , unos adolescentes de cabellos rizados y recogidos en una redecilla de oro coronaban la frente de los que llegaban, advirtiéndoles, según la costumbre, que franqueasen el umbral con el pie derecho. El olía a violetas. Luces multicolores brillaban en lámparas de cristal de Alejandría. Junto a los lechos había unas niñas encargadas de perfumar los pies de los invitados. Junto a la pared, los citaristas y los coros esperaban la señal de su jefe.

El servicio resplandecía de lujo, pero aquel lujo no hería, no abrumaba, y parecía completamente natural. Una alegría sin coacciones flotaba en el aire, mezclándose al aroma de las flores. Al penetrar en aquella casa, los invitados no sentían flotar sobre ellos ninguna coacción ni amenaza, como ocurría en casa del César, cuando elogios poco entusiastas o torpes hacia su canto o hacia sus versos podían costar la vida. Aquí, a la vista de las luces, de los vinos que se reflejaban sobre un lecho de nieve, y de platos refinados, los corazones estaban en total libertad. Las conversaciones zumbaban con entusiasmo como zumba un enjambre de abejas en torno de un manzano en flor. Aquí y allá estallaba una risa jovial, se elevaban aprobaciones, o bien sonaba sobre la blancura de un hombro desnudo un beso.

Los invitados bebían y echaban algunas gotas de vino al suelo, en honor de los dioses inmortales, para que favoreciesen al dueño de la casa. A decir verdad, éste no creía en ellos, pero ésa era la costumbre. Tumbado junto a Eunice, Petronio hablaba. Las últimas noticias de Roma, los últimos divorcios, los amores, los líos, las carreras, Espículo, gladiador vuelto famoso hacía poco por sus hazañas en las arenas, y los últimos libros de Atracto y de Sosio eran los temas de la conversación. Arrojando vino sobre las losas, Petronio anunció que su libación sólo iba dirigida a la reina de Chipre, la más antigua y grande de todas las divinidades, la única eterna e inmutable.

Sus palabras, semejantes al rayo de sol que ilumina sucesivamente diversos objetos, o al céfiro que hace balancearse las flores en los jardines, rozaban muchos temas. Finalmente hizo un gesto y las cítaras resonaron mientras unas voces frescas se elevaban al unísono. Luego unos danzarines de Cos, patria de Eunice, hicieron espejear sus cuerpos rosados que resplandecían a través de gasas transparentes. Luego, un adivino de Egipto tomó en su mano un vaso de cristal donde se movían los colores del arco iris e hizo sus predicciones a los invitados.

Cuando éstos se cansaron de aquellos espectáculos, Petronio se levantó de su almohada siria y dijo con acento despreocupado:

—¡Amigos míos!, perdonadme que os pida un favor durante este festín: querría que cada uno de vosotros se dignase aceptar la copa que sirve a sus libaciones en homenaje a los dioses y a mi propia felicidad.

Las copas de Petronio resplandecían de oro y de pedrerías y de trabajos artísticos, y como ese tipo de regalos tenía bastante de extraordinario en Roma, la alegría de los invitados fue grande. Unos se lo agradecieron glorificándole; otros hicieron observar que el mismo Júpiter era menos generoso con los dioses del Olimpo; finalmente hubo quienes vacilaban en aceptar, porque la riqueza del regalo superaba el límite admitido.

Pero él alzó su copa de Mirrene, copa de valor incalculable donde brillaban todos los colores del arco iris y dijo:

—Ésta es la copa de mi ofrenda a la reina de Chipre. Que desde ahora ningún labio la roce y ninguna mano se sirva de ella en honor de otra divinidad.

Y la copa fue a estrellarse sobre el suelo sembrado de azafrán color lila. Luego, viendo el estupor en las miradas, añadió:

—Amigos, en lugar de asombraros, alegraos. La vejez y la impotencia son los tristes acompañantes de nuestros últimos años. Os doy un buen ejemplo y un buen consejo; veis que no se los puede esperar e irse, antes de que vengan, por propia voluntad, como yo hago.

—¿Qué quieres hacer? —preguntaron varias voces inquietas.

—Quiero alegrarme, beber vino, escuchar música, contemplar estas formas divinas que reposan a mi lado, y después dormirme coronado de rosas. Ya me he despedido del César. Escuchad lo que le he escrito a modo de despedida.

Sacó una carta bajo la almohada de púrpura y leyó.

«Sé, oh César, que me esperas con impaciencia, y que, en la fidelidad de tu corazón, me echas de menos noche y día. Sé que me cubrirías de favores, que me ofrecerías ser prefecto de tus pretorianos y que ordenarías a Tigelino volverse lo que los dioses han querido hacerle: guardián de mulos en las tierras que heredaste cuando envenenaste a Domicio. Pero ¡ay!, habrás de excusarme. ¡Por el Hades!, es decir, por los manes de tu madre, de tu mujer, de tu hermano y de Séneca, te juro que me es completamente imposible ir a tu lado. La vida es un tesoro, querido, y me jacto de haber sabido extraer de ese tesoro las joyas más preciosas. Pero en la vida hay cosas que me confieso incapaz de soportar mucho tiempo. ¡Oh, no creas, por favor, que estoy indignado porque has matado a tu madre, a tu mujer, a tu hermano, porque has incendiado Roma y enviado al Erebo a todas las gentes honradas de tu imperio! ¡No, nieto de Cronos! La muerte es el destino del hombre, y, además, de ti no se podían esperar otros actos. Pero dejarme destrozar los oídos durante muchos años todavía por tu canto, ver tu tripón domicio sobre tus piernas flacas tambalearse en la danza pírrica, oír tus declamaciones, tus poemas, pobre poeta de barrio, ¡eso es lo que está por encima de mis fuerzas y me haces desear la muerte! Roma se tapa los oídos, el universo entero te cubre de burlas. Y yo, no quiero, no puedo seguir avergonzándome de ti. El ladrido de Cerbero, aunque semejante a tu canto, me afligiría menos, porque jamás he sido amigo de Cerbero, y no tengo el deber de sentir vergüenza por su voz. Ten buena salud, pero deja el canto; mata, pero no hagas más versos; envenena, pero deja de danzar; incendia ciudades, pero abandona la cítara. Ése es el último deseo y el amistoso consejo que te envía el árbitro de la elegancia».

Los comensales se quedaron aterrorizados, porque sabían que la pérdida del imperio hubiera sido menos penosa para Nerón que recibir aquella carta. Comprendieron también que el hombre que la había escrito debía morir. Y el espanto se apoderó de ellos por haberla oído.

Pero Petronio se rió con tono sincero y jovial, como si se tratara de una broma inocente. Y paseando por los comensales una mirada circular, dijo:

—¡Amigos, desechad todo temor! Nadie tiene necesidad de jactarse de haber oído esta carta. En cuanto a mí, podré decírselo únicamente a Caronte al irme al otro mundo.

Hizo una seña al médico y le tendió su brazo. El hábil griego lo rodeó en un abrir y cerrar de ojos con un cerco de oro, y abrió la arteria en la muñeca. La sangre saltó sobre la almohada e inundó a Eunice, que sostenía la cabeza de Petronio. Ella se inclinó hacia él.

—Señor —murmuró—, ¿creías que iba a abandonarte? Aunque los dioses me ofrecieran la inmortalidad, aunque el César me regalase el imperio, no dejaría de seguirte.

Petronio sonrió, se irguió y rozó sus labios.

—Ven conmigo.

Y añadió:

—¡Divina mía, tú sí que me has amado realmente!…

Ella tendió al médico su brazo rosado. Un momento después la sangre de los dos se desposaba y se confundía una en otra.

Él hizo una señal a los músicos, y de nuevo sonaron las cítaras y resonaron las voces. Se cantó el . Luego vino el himno de Anacreonte en que el poeta se queja de haber encontrado a su puerta al hijo transido y aterido de Afrodita. Después de haberlo calentado y secado las alas, el ingrato le había atravesado el corazón con una de sus flechas. Y desde entonces, la calma había huido de su espíritu…

Sosteniéndose mutuamente, divinamente hermosos, sonriendo y palideciendo, ambos escuchaban.

Acabado el himno, Petronio mandó ofrecer de nuevo vinos y platos. Luego empezó a hablar con sus vecinos de las mil naderías pueriles y encantadoras que se suelen comentar en los festines. Finalmente, llamó al griego para que le vendara la arteria un momento, diciendo que sentía sueño y quería todavía abandonarse a Hipnos antes de que Thánatos le hiciera dormir para siempre.

Se adormeció. Cuando despertó, la cabeza de Eunice descansaba en su pecho, como una flor blanca. La depositó en la almohada para contemplarla una vez más. Y de nuevo se hizo abrir las venas.

Los cantores entonaron otro himno de Anacreonte, mientras las cítaras lo acompañaban en sordina, a fin de no cubrir las palabras Petronio palidecía cada vez más. Cuando se hubo desvanecido la última armonía, se volvió hacia los invitados:

—Amigos, confesad que con nosotros perece…

No pudo acabar. Con un gesto supremo, su brazo enlazó a Eunice, y su cabeza rodó sobre la almohada. Había muerto.

Pero los invitados, ante aquellas dos formas blancas, semejantes a dos estatuas ideales, sintieron que perecía el único patrimonio del mundo romano: su poesía y su belleza.

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