Quo Vadis?

Capítulo XLIII

Capítulo XLIII

A medida que Vinicio se aproximaba a las murallas de la ciudad, se daba cuenta de que le había resultado más fácil llegar hasta Roma que lo que le iba a costar entrar. Había tal muchedumbre en la Vía Apia que no podía avanzar. A ambos lados, las casas, los campos, los cementerios, los jardines y los templos se habían transformado en campamentos. El templo de Marte, pegado a la Puerta Apia, había sido forzado por la multitud que buscaba un refugio para la noche. En los cementerios había una lucha sangrienta por la posesión de los grandes mausoleos. Todo el desorden de Ustrino no era sino pálida imagen de lo que pasaba en la ciudad.

No quedaba ningún respeto por el derecho, la ley, las funciones públicas, los lazos de familia y la distinción de clases. Los esclavos apaleaban a los ciudadanos; gladiadores ebrios del vino robado en el Emporio recorrían en bandadas y con gritos salvajes los campamentos, zarandeando a las gentes, pisándolas, despojándolas. Muchos bárbaros en venta en la ciudad habían huido de sus barracones. El incendio y la ruina de Roma eran para ellos el fin de la esclavitud y la hora de la venganza; y mientras la población autóctona tendía desolada los brazos hacia los dioses, ellos se lanzaban sobre ella, desvalijaban a los hombres y molestaban a las muchachas. Se les habían unido esclavos con muchos años de servicio, miserables vestidos únicamente con un cinturón de lana en las caderas, población invisible de día por las calles y cuya existencia era casi desconocida en Roma. Aquellas reuniones de asiáticos, de africanos, de griegos, de tracios, de germanos y de britanos farfullando en todas las lenguas, salvajes y sin cadenas, creían llegado el instante de tomarse la revancha de tantos años de sufrimientos y miserias.

En medio de aquella muchedumbre agitada, a la luz del día y del incendio, se veían los cascos de los pretorianos bajo cuya protección se ponían los ciudadanos pacíficos; ellos mismos tenían que atacar a la canalla en delirio. Vinicio había visto ciudades forzadas, pero nunca había asistido a semejante caos, donde se mezclaban la desesperación, las lágrimas, los gemidos, la alegría salvaje, el furor y la licencia. Por encima de esta multitud enloquecida mugía el incendio, y la ciudad más poderosa del mundo ardía por sus colinas, envuelta en un soplo de llamas y nubes de humo que oscurecía completamente el cielo.

Tras inauditos esfuerzos, y arriesgando en todo momento su vida, el joven tribuno pudo alcanzar sin embargo la Puerta Apia; allí se dio cuenta de que no podría penetrar en la ciudad por el barrio de la Puerta Capena, no sólo debido a la multitud, sino también al calor tórrido que, antes de llegar a la puerta, ya hacía vibrar el aire. El puente junto a la Puerta Trigémina, frente al templo de la , no existía y para cruzar el Tíber había que llegar al Puente Sublicio, es decir, cortar una parte de la ciudad, el Aventino, completamente incendiado. Era materialmente imposible.

Vinicio comprendió que tenía que retroceder hacia Ustrino, dejar la Vía Apia, franquear el río más abajo de la ciudad y ganar la Vía del Puerto que lleva directamente al Transtíber. No era fácil, dado el desorden creciente que reinaba en la Vía Apia. Habría sido preciso abrirse paso espada en mano, y, sorprendido por el anuncio del incendio, Vinicio no había cogido ningún arma.

Pero junto a la fuente de Mercurio divisó a un centurión que conocía y que, a la cabeza de algunas decenas de pretorianos, defendía el acceso al recinto del templo. Le ordenó seguirle, y el centurión, reconociendo al tribuno y al augustano, no se atrevió a desobedecer la orden.

Vinicio tomó entonces el mando de aquella tropa y olvidándose de los preceptos de Pablo sobre el amor al prójimo, se lanzó violentamente con un ardor fatal para quienes no lograron apartarse a tiempo. Era perseguido por maldiciones y piedras, pero no le importaba nada, queriendo llegar cuanto antes a un lugar libre. Sin embargo, avanzaba a costa de grandes esfuerzos. Los que acampaban se negaban a dejar paso y maldecían en voz alta al César y a los pretorianos. Había momentos en que la multitud se mostraba hostil. A los oídos de Vinicio llegaban voces que acusaban a Nerón de ser el incendiario. Se le amenazaba abiertamente de muerte, y también a Popea: gritos como «, , » sonaban por todas partes. Unos proponían arrojarle al agua del Tíber; otros gritaban que Roma ya había tenido demasiada paciencia. Era evidente que aquellas amenazas podían degenerar fácilmente en abierta revuelta y que para ello la multitud no tenía más que encontrar un jefe. Entre tanto, su furor y su exasperación se volvían contra los pretorianos que no podían librarse del barullo, dado que la vía estaba atestada también de bultos y cajas llenas de provisiones, de cunas, de camas, de carretas y de literas arrancadas a las llamas. Aquí y allá había peleas; pero los pretorianos daban cuenta pronto de la multitud sin armas. Con ellos Vinicio había cruzado, no sin esfuerzo, las vías Latina, Numicia, Ardeatina, Lavinia y Ostiana, contorneando las villas, los jardines, los cementerios y los templos. Por fin llegó al , barrio tras el que pasaba el Tíber: allí había menos gente y menos humo. Supo por los fugitivos que sólo algunas callejas del Transtíber habían sido alcanzadas por el fuego, pero que sin duda nada escaparía, porque había individuos que lo propagaban adrede e impedían apagarlo, declarando que tenían esas órdenes. El joven tribuno no dudaba ya que el César había ordenado incendiar Roma, y la venganza que reclamaban las muchedumbres le pareció justa. ¿Qué más habría hecho Mitrídates o cualquiera otro de los enemigos más encarnizados de Roma? El vaso se había desbordado, la locura se había vuelto demasiado monstruosa y la existencia absolutamente intolerable; Vinicio estaba convencido de que había llegado la hora fatal para Nerón, que al derrumbarse la ciudad debía aplastar y aplastaría al monstruoso bufón cargado con todos los crímenes. Que un hombre lo bastante audaz se pusiese a la cabeza de la población exasperada, y en unas pocas horas sería cosa hecha. Por su cabeza pasaron pensamientos osados, ideas de venganza. ¿Por qué no él? La familia de Vinicio, que contaba con toda una raza de cónsules, era conocida por todos los romanos. A la muchedumbre le bastaba un nombre. Ya en cierta ocasión, cuando cuatrocientos esclavos del prefecto Pedanio Segundo fueron condenados a muerte, habían estado a un paso de la revuelta y la guerra civil. ¿Qué ocurriría hoy, frente a la horrible calamidad que superaba todas las que Roma había visto desde hacía ocho siglos?

«Quien llame a las armas a los —pensaba Vinicio—, destronará a Nerón y se vestirá de púrpura». ¿Y por qué no había de ser él, Vinicio, quien lo hiciera? Era más enérgico, más valiente, más joven que los demás augustanos… Cierto que Nerón tenía bajo sus órdenes treinta legiones acampadas en las fronteras del imperio, pero esas legiones, con sus jefes al frente, ¿no se rebelarían al enterarse del incendio de Roma y de sus templos? Entonces él, Vinicio, podría convertirse en César. En secreto, entre los augustanos corría el rumor de que un profeta había predicho la púrpura a Otón. ¿No valía él más que Otón? ¿Vendrían en su ayuda Cristo y su poder? ¿No podía ser acaso quien le inspiraba en ese momento? «¡Oh, si así fuera!», exclamaba Vinicio para sus adentros. Entonces se vengaría en Nerón de los peligros que corría Ligia y de sus terrores; haría reinar la justicia y la verdad, difundiría la doctrina de Cristo desde el Éufrates hasta las orillas brumosas de Britania y, al mismo tiempo, vestiría de púrpura a Ligia y la haría soberana del universo.

Pero tales pensamientos, que brotaron de su cabeza como un haz de chispas brota de una casa en llamas, volaron como chispas. Ante todo tenía que salvar a Ligia. Veía de cerca el azote; por eso, el miedo se apoderó nuevamente de él, y frente a aquel océano de fuego y humo, frente a aquella terrible realidad, la convicción de que el apóstol Pedro salvaría a Ligia le abandonó. Se vio invadido otra vez por la desesperación y se adentró por la Vía del Puerto que lleva directamente al Transtíber, para no calmarse sino en la Puerta, donde le repitieron todo lo que ya le habían dicho los fugitivos, a saber, que la mayor parte del barrio estaba todavía indemne, pero que, sin embargo, en varios lugares el fuego ya había cruzado el río.

El Transtíber estaba lleno de humo y de un gentío entre el que resultaba más difícil todavía abrirse paso, porque los fugitivos, disponiendo de poco tiempo, se llevaban y salvaban más cosas. La vía principal, la del Puerto, estaba atestada a trechos, y junto a la Naumaquia de Augusto había amontonados objetos de toda clase, en los que el humo se detenía y adensaba. Las estrechas callejas eran totalmente infranqueables. Sus habitantes huían a millares y Vinicio asistía a escenas horribles. A veces dos corrientes humanas chocaban en un pasaje estrecho y era una lucha a muerte. Los hombres se golpeaban y pisoteaban. Las familias se veían separadas en la revuelta, las madres llamaban a sus hijos con gritos de desesperación. Vinicio se estremeció ante la idea de lo que debía ocurrir cerca de las llamas. En medio de los gritos y del tumulto no se podía conseguir ninguna información ni comprender la respuesta. Por momentos, de la orilla opuesta bajaban lentamente nuevos torbellinos de humo, tan negros y pesados que rodaban a ras del suelo envolviendo las casas, los hombres y todas las cosas en tinieblas. Pero el viento que acompañaba al incendio las disipaba, y entonces Vinicio podía avanzar hacia la calleja donde se hallaba la casa de Lino. La pesadez de aquel día de julio, aumentada por el calor que llegaba de la parte incendiada de la ciudad, se había vuelto insoportable. El humo cocía los ojos y cortaba la respiración. Los habitantes que con la esperanza de que las llamas no atravesarían el río se habían quedado en sus casas, comenzaban a abandonarlas y la barahúnda seguía creciendo. Los pretorianos que acompañaban a Vinicio se habían quedado atrás. En aquella confusión, su caballo, herido en la cabeza por un golpe de martillo, se encabritaba y se negaba a obedecer. Reconocieron al augustano por su rica túnica e inmediatamente estallaron los gritos: «¡Muerte a Nerón y a sus incendiarios!». A Vinicio le amenazaba un peligro inminente. Ya habían empezado a levantarse algunos brazos contra él. Pero el caballo, asustado, le arrastró fuera de la muchedumbre, pisoteando a los asaltantes, y un nuevo torbellino de humo negro oscureció la calle. Comprendiendo que no podría pasar con el caballo, Vinicio echó pie a tierra, corrió. Se deslizaba pegado a las paredes y a veces esperaba a que la masa de fugitivos pasase. En el fondo de sí mismo se decía que sus esfuerzos eran vanos. Tal vez Ligia no estaba ya en la ciudad y había logrado huir; además, hubiera sido más fácil encontrar una aguja en un pajar que a cualquiera en aquel caos. Sin embargo, aunque fuese al precio de su vida, quería llegar a la casa de Lino. De vez en cuando se detenía y se frotaba los ojos. Tras arrancar un faldón de su túnica, se tapó con él la nariz y la boca y prosiguió su carrera. A medida que se acercaba al río el calor se volvía más terrible. Sabiendo que el incendio había estallado junto al gran Circo, creyó al principio que aquel calor provenía de sus escombros y de los del Foro Boario y del Velabrio, situados en los alrededores, y sin duda destruidos por las llamas. Vinicio topó con un último fugitivo, un viejo con muletas, que le gritó: «¡No te acerques al Puente Cestio, la isla entera está ardiendo!». En efecto, no podía tener ilusiones. Al girar hacia el , donde se alzaba la casa de Lino, el joven tribuno vio las llamas en medio de una nube de fuego; no sólo estaba ardiendo la isla, sino también el Transtíber, y probablemente la extremidad de la calleja donde vivía Ligia.

Vinicio recordó que la casa de Lino estaba rodeada por un jardín tras el cual, del lado del Tíber, había un terreno sin edificaciones. Esta idea le devolvió el ánimo. Las llamas podían haberse detenido ante aquel espacio vacío. Con esa esperanza echó a correr, aunque cada soplo de viento aportaba no sólo humo, sino millares de chispas que podían llevar el fuego al otro lado de la calleja y cortarle la retirada.

Finalmente, a través de la cortina de humo, divisó los cipreses del jardín de Lino. Las casas situadas detrás del terreno yermo despedían llamas como montañas de madera, pero la pequeña de Lino aún estaba intacta. Vinicio lanzó al cielo una mirada de agradecimiento, y, aunque el aire mismo se hubiera vuelto incandescente, saltó hacia la puerta. Estaba entreabierta. La empujó y se precipitó en el interior.

En el jardincillo no había un alma y la casa parecía completamente desierta.

«Tal vez el humo y el calor les hayan hecho perder el conocimiento», pensó Vinicio.

Y se puso a gritar:

—¡Ligia! ¡Ligia!

Nadie respondió. En aquel silencio sólo se oía el rugido lejano del incendio.

—¡Ligia!

De pronto llegó a sus oídos aquella voz siniestra que ya había oído una vez en aquel jardín. En la isla vecina, el fuego se había declarado sin duda alguna en el próximo al templo de Esculapio, y los animales, entre ellos los leones, empezaban a rugir de terror. Vinicio se estremeció de la cabeza a los pies. Por segunda vez, mientras todos sus pensamientos estaban concentrados en Ligia, resonaban aquellas voces espantosas, presagio de desgracia.

Pero fue una impresión breve; el estrépito del incendio, más terrible aún que los rugidos de las fieras, le obligó bien pronto a pensar en otra cosa. Cierto que Ligia no había respondido a sus llamadas, pero tal vez yacía en alguna parte, desvanecida o ahogada por el humo. Vinicio se lanzó al interior de la casa. El pequeño estaba desierto e invadido por el humo. Buscando a tientas la puerta que llevaba a los cubículos, distinguió la claridad vacilante de una antorcha, y al acercarse vio el donde, en lugar de los dioses, había una cruz: bajo aquella cruz ardía una lamparilla. Rápida como el relámpago, por la mente del joven catecúmeno cruzó una idea: la cruz le enviaba aquella luz que le ayudaría a encontrar a Ligia. Cogió pues la antorcha e inspeccionó el primer cubículo.

Tampoco había nadie. Sin embargo, Vinicio estaba seguro de haber hallado el cubículo de Ligia, porque sus ropas colgaban de unos clavos del muro y en el lecho estaba el vestido ajustado que las mujeres llevan directamente sobre la piel. Vinicio lo cogió, apoyó en él sus labios y, echándoselo al hombro, prosiguió su búsqueda.

La casa era pequeña y pronto hubo inspeccionado todas las piezas, hasta la bodega. No había nadie en ninguna parte. Era evidente que Ligia, Lino y Urso habían huido en busca de la salvación con los demás habitantes del barrio.

«Hay que buscarlos entre la muchedumbre, fuera de las puertas de la ciudad», se dijo Vinicio.

No se había sorprendido demasiado de no encontrarlos en la Vía del Puerto, porque habían podido salir de la ciudad por el lado opuesto, en dirección a la Colina Vaticana. De cualquier forma estaban al abrigo de las llamas. Sintió que se libraba de un gran peso. Conocía, desde luego, el gran peligro que presentaba la fuga, pero pensando en la fuerza sobrehumana de Urso, recuperó la esperanza.

«Hay que huir de aquí —se decía—, y por los jardines de Domicia llegar a los jardines de Agripina. Allí los encontraré: el humo no es sofocante, porque el viento viene de los montes Sabinos».

Había llegado el momento supremo en que se veía obligado a pensar en su propia salvación, porque las olas de llamas se acercaban, procedentes de la isla, y torbellinos de humo obstruían casi por completo la calleja. Una corriente de aire apagó la antorcha que había utilizado en la casa. Vinicio ganó la calle deprisa y se puso a correr con todas sus fuerzas hacia la Vía del Puerto, por donde había venido. El incendio parecía perseguirle con su aliento abrasador, envolviéndolo unas veces con nubes de humo, cubriéndolo otras de chispas que caían sobre sus cabellos, el cuello y la ropa. Su túnica empezaba a quemarse por distintos puntos; pero no se preocupaba y seguía su carrera con el temor de morir asfixiado. En la boca tenía un sabor a quemado y a hollín; la garganta y los pulmones ardían. La sangre afluía de tal modo a su cabeza que por instantes, todo, hasta el humo mismo, le parecía rojo. Entonces se decía: «Es un fuego que corre: ¡más vale dejarse caer y morir!…». La carrera le había agotado. Su cabeza, su cuello y sus hombros estaban inundados de un sudor que le quemaba como agua hirviendo. Sin el nombre de Ligia, que repetía mentalmente, y sin el con que se cubría la boca, habría caído. Pocos instantes después, era incapaz de reconocer las callejas que recorría. Poco a poco iba perdiendo la consciencia; recordaba sólo que tenía que huir porque allá, en el campo raso, le esperaba Ligia, prometida a él por el apóstol Pedro. Y de pronto le invadió una certeza extraña, nacida de una especie de delirio que se parecía a una visión de agonía, la certeza de que vería a Ligia, que la desposaría y que moriría inmediatamente después.

Entonces corrió como un hombre ebrio, vacilando de un lado a otro de la calle. De repente, en el gigantesco brasero que sepultaba la ciudad entera se produjo un cambio. Allí donde hasta entonces no había más que un conato de fuego, estalló de pronto un mar de llamas, porque el viento había dejado de llevar nuevos torbellinos de humo, y los que se habían amontonado en las callejas habían sido dispersados por el soplo furioso del aire abrasado. Aquel soplo proyectaba delante de él millares de chispas, hasta el punto de que Vinicio corría en medio de una nube de fuego. A cambio podía ver mejor y, a punto de caer, logró ver la salida de la calle, lo que le devolvió las fuerzas. Torciendo la esquina se encontró en una calle que llevaba a la Vía del Puerto y al Campo Codetano. Las chispas ya no lo perseguían. Comprendió que si podía alcanzar la Vía del Puerto, se salvaría aun cuando cayera allí desmayado.

Una nube tapaba la salida de la calle: «Si es humo —pensó—, entonces no podré salir». Trató de agotar sus últimas fuerzas. Arrojó la túnica, que comenzaba a quemarle como una túnica de Neso, y prosiguió su carrera, completamente desnudo, con el de Ligia únicamente sobre la cabeza y la boca. Cuando estuvo cerca vio que lo que había tomado por humo era una nube de polvo de la que salían voces y gritos humanos.

«El populacho saquea las casas», pensó.

No obstante corrió hacia el lado de las voces. Por lo menos allí había hombres que podían acudir en su ayuda. Con esta esperanza se puso a gritar con todas sus fuerzas, pidiendo socorro. Era el esfuerzo supremo: el velo se volvió más rojo todavía ante sus ojos, sus pulmones se quedaron sin aire, sus fuerzas lo abandonaron y se desplomó.

Sin embargo le habían oído, o más bien visto, y dos hombres acudieron con cantimploras. Vinicio cogió una con sus manos y vació la mitad.

—Gracias —dijo—, levantadme, podré seguir solo.

Uno de ellos le echó agua por la cabeza y entre los dos lo llevaron hacia sus compañeros. Le rodearon, preguntándole si no había recibido algún golpe demasiado grave. Aquella solicitud asombró a Vinicio.

—Hombres, ¿quiénes sois? —preguntó.

—Demolemos las casas para que el incendio no pueda llegar a la Vía del Puerto —respondió uno de los trabajadores.

—Me habéis socorrido. Os lo agradezco.

—No podemos negar ayuda a nuestro prójimo —dijeron las voces.

Entonces Vinicio, que desde el amanecer no veía más que hordas feroces, peleas y pillaje, miró con atención los rostros que le rodeaban y dijo:

—¡Que Cristo os recompense!

—¡Gloria a su nombre! —exclamaron a coro.

—¿Y Lino?… —preguntó Vinicio.

Pero no oyó la respuesta porque, agotado por los esfuerzos que había hecho, se desvaneció de emoción. Al volver en sí, se encontró en un jardín del Campo Codetano, rodeado de mujeres y de hombres, y sus primeras palabras fueron:

—¿Dónde está Lino?

Al principio no halló respuesta; luego una voz conocida de Vinicio dijo:

—Está fuera de la Puerta Nomentana, ha salido hacia el Ostriano… hace dos días. ¡La paz sea contigo, rey de los Persas!

Vinicio se levantó, luego se tranquilizó sorprendido de ver a Quilón. El griego continuó:

—Sin duda tu casa está en cenizas, señor, porque las Carenas están ardiendo; pero siempre serás rico como Midas. ¡Qué desgracia! Los cristianos, oh hijo de Sérapis, profetizaban hace mucho tiempo que el fuego destruiría esta ciudad… Y Lino está en el Ostriano con la hija de Júpiter… ¡Qué gran desgracia para esta ciudad!

Vinicio se sintió desfallecer de nuevo.

—¿Tú los has visto? —preguntó.

—Los he visto, señor… Gracias sean dadas a Cristo y a todos los dioses si he podido pagar tus beneficios con una buena noticia. Pero, divino Osiris, he de pagártelo mejor aún, te lo juro por esta Roma en llamas.

La noche iba bajando sobre la tierra; pero en el jardín había tanta luz como si fuera de día porque el incendio había aumentado. Se hubiera dicho que ardían no barrios aislados, sino la ciudad entera cuan ancha y larga era. Todo el cielo que la mirada podía abarcar estaba rojo y sobre el mundo se extendía una noche roja.

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