Capítulo XXI
Capítulo XXI
Al ver a Ligia la sangre empezó a hervir en las venas del joven patricio. Se olvidó de la muchedumbre, del viejo, de los extraños sucesos cuyo relato acababa de oír, y no vio más que a la muchacha. Por fin, tras tantos esfuerzos, tras larguísimos días de inquietud, de lucha, de pesar, ¡la había encontrado! Por primera vez comprendió que la alegría puede asaltar a un hombre como una bestia feroz, oprimir el pecho hasta ahogarlo. Él, que siempre había pensado que era deber de la Fortuna satisfacer todos sus deseos, apenas podía creer a sus ojos y dudaba de su felicidad. Sin esa duda, su carácter fogoso quizá lo hubiera arrastrado a algún acto temerario; quiso convencerse primero de que no era una secuela de aquellos prodigios que llenaban su cabeza y de que no soñaba. Pero no había posibilidad de error: veía a Ligia y sólo estaba separado de ella por una veintena de pasos. Estaba allí, a plena luz, y podía contemplarla a anchas. Sin capucha, su cabellera estaba suelta; sus labios entreabiertos, sus ojos clavados en el apóstol, su cara toda atención y éxtasis. Bajo su manto de lana oscura tenía el aspecto de una hija del pueblo; pero nunca la había visto Vinicio más hermosa, y, a pesar de su emoción, quedó sorprendido por el contraste ofrecido por aquella ropa de esclava y la nobleza de aquella admirable cabeza patricia. Se vio envuelto como por una llama, por un amor ardiente, invencible, al que se mezclaban la tristeza, la adoración, el respeto y el deseo. Al verla, todo su ser se saciaba como se sacia uno en la fuente vivificante tras una larga sed angustiosa. Al lado del hercúleo ligio le pareció empequeñecida, casi una niña. También le pareció que había adelgazado. Tenía la tez tan transparente que parecía volverla una flor o un alma. Y se acrecentaba su deseo de poseerla, a ella, tan distinta de las mujeres que había visto o poseído en Oriente y en Roma. Sentía que por ella sacrificaba a todas las demás, y con ellas a Roma y al mundo entero.
Habría permanecido sumido en esta contemplación si Quilón no le hubiera tirado del manto temiendo alguna imprudencia. Mientras tanto los cristianos siguieron con sus preces y cantos. Comenzó el himno , luego el gran apóstol bautizó con agua de la fuente a aquellos que los presbíteros le presentaban y estaban preparados para el bautismo. A Vinicio le parecía que aquella noche no terminaría nunca. Deseaba seguir a Ligia y raptarla durante el camino o en su casa.
Por fin, algunos fieles salieron del cementerio. Quilón le susurró:
—Salgamos también, señor, y apostémonos delante de la puerta, porque no nos hemos quitado la capucha y nos miran.
Era cierto. Cuando a las primeras palabras del apóstol todos los asistentes se habían quitado los capuchones para oír mejor, Vinicio y sus compañeros no les habían imitado. El consejo de Quilón era prudente. Apostados en el lugar propicio podrían examinar a todos los que iban a salir y no les sería difícil reconocer a Urso por su estatura.
—Los seguiremos —dijo Quilón—; veremos dónde entran y mañana, o, mejor, hoy mismo, rodearás con esclavos todas las salidas de su casa y te apoderarás de ella.
—No —replicó Vinicio.
—Entonces ¿qué quieres hacer, señor?
—Entraremos tras sus pasos en la casa y nos la llevaremos. ¿Te comprometes a hacerlo, Crotón?
—Sí —respondió el lanista—, y te juro que me hago tu esclavo si no le parto el espinazo a ese búfalo que la custodia.
Quilón juró por todos los dioses que no había que actuar así. Crotón sólo les había acompañado para defenderlos, en caso de ser reconocido, pero no para raptar a la muchacha. Si ellos dos intentaban apoderarse de ella, corrían el peligro de ser muertos y, sobre todo, la joven podía escaparse; se escondería en otro lado e incluso dejaría Roma. Entonces ¿qué harían? ¿Por qué no actuar sobre seguro? ¿Por qué exponerse y comprometer el resultado de la empresa?
Aunque hubo de hacer los mayores esfuerzos para no coger a Ligia en sus brazos en pleno cementerio, Vinicio comprendió que el griego tenía razón, y tal vez habría prestado oído a sus observaciones si Crotón no hubiera tenido tanta impaciencia por cobrar la recompensa prometida.
—Señor, ordena a ese viejo chivo que se calle —dijo—, o permíteme que le ponga el puño encima del cráneo. En Buxento, cierto día que Lucio Saturnio me mandó a los juegos, en una taberna me atacaron siete gladiadores borrachos, y ninguno salió con las espaldas enteras. No quiero decir que haya que apoderarse de la joven ahora mismo, en medio de la multitud, porque podrían apedrearnos; pero en cuanto esté en su casa, me apoderaré de ella y la llevaré donde quieras.
Estimulado por estas palabras, Vinicio lo aprobó:
—¡Por Hércules que así lo haremos! Tal vez mañana podríamos no encontrarla en casa, y si damos la alarma entre los cristianos se apresurarían a esconderla en otra parte.
—Ese ligio me parece demasiado robusto —gimoteó Quilón.
—No eres tú quien le va a poner la mano encima —replicó Crotón.
Sin embargo, tuvieron que esperar bastante tiempo; ya habían cantado los gallos anunciando el alba cuando Urso y Ligia salieron en compañía de varias personas. Entre ellas Quilón creyó reconocer al gran apóstol, escoltado por otro anciano de talla mucho menor, por dos mujeres mayores y por un joven que llevaba una linterna en la mano. Detrás del pequeño grupo caminaba una muchedumbre de unos doscientos cristianos a los que se unieron Vinicio, Crotón y Quilón.
—Sí, señor —dijo Quilón—, tu muchacha está bien protegida. ¡Es el gran apóstol el que va con ella! Mira esas gentes que se arrodillan a su paso.
En efecto, las personas con las que se cruzaban se ponían de rodillas. Pero a Vinicio eso no le preocupaba. Sin perder de vista a Ligia, sólo pensaba en raptarla. Habituado por la guerra a utilizar toda clase de artimañas, elaboraba un plan en su cabeza con toda la decisión de un guerrero. Se daba cuenta de que la empresa era difícil, pero también sabía que a menudo un ataque audaz tiene por corona el éxito.
El camino era largo, había tiempo de pensar en el abismo ahondado entre él y Ligia por aquella extraña religión que ella profesaba. Ahora comprendía el motivo de lo que había ocurrido. Tenía suficiente perspicacia para ello. Hasta entonces no había conocido realmente a Ligia; viendo en ella a la más deliciosa de las jóvenes, se había enardecido de pasión. Ahora se daba cuenta de que aquella religión había hecho de la muchacha un ser distinto a las demás mujeres y que era vano esperar que se enardeciera a su vez y cediera a la seducción de las riquezas y del lujo. Comprendía, por último —cosa que él y Petronio no habían comprendido hasta entonces—, que aquella nueva religión infundía en su alma ese algo que era desconocido en el mundo en que él vivía; que, aun cuando Ligia le amase, no le sacrificaría ninguna de sus verdades cristianas; que, aunque para ella existiese la alegría, no se parecía en nada a la que perseguían él, Petronio, la corte del César y Roma entera. Cualquier mujer de las que él conocía podía convertirse en su amante: aquella cristiana no podía ser más que su víctima.
Estas ideas le provocaban un dolor agudo y cólera, y al mismo tiempo sentía toda la impotencia de aquella cólera. El rapto de Ligia se presentaba a sus ojos como algo natural: estaba casi seguro de que podría apoderarse de ella, pero era no menos cierto que, ante aquella doctrina, su persona, su valor y su poder no significaban nada ni le servirían de nada. Aquel tribuno de la Roma guerrera, convencido de la fuerza de la espada y del brazo que había conquistado el universo y seguía sometiéndolo, se daba cuenta por primera vez de que al margen de ese poder podía existir otro, y asombrado, se preguntaba: «¿Pero cuál?».
No podía hallar una respuesta clara: por su cabeza pasaban sólo el cementerio, la muchedumbre compacta y Ligia escuchando con toda su alma el relato del viejo sobre el suplicio, la muerte y la resurrección del Hombre-Dios, Redentor del mundo, que había prometido a todos la felicidad más allá del Éstige.
Todo aquello chocaba entre sí, como un caos, en la cabeza de Vinicio.
Fue devuelto a la realidad por las lamentaciones de Quilón: le habían encargado encontrar a Ligia y, tras muchos peligros, la había descubierto y mostrado. ¿Qué más podía hacer él? ¿Se había encargado acaso de raptarla? ¿Y quién podía pedir algo semejante a un inválido, privado de dos dedos, viejo, que había consagrado toda su vida a las especulaciones filosóficas, a la ciencia y a la virtud? ¿Qué sería de él si un señor tan poderoso como era Vinicio sufría un fracaso en el momento decisivo? Los dioses deben velar por sus elegidos; pero ¿no ocurre que los dioses juegan a la pelota en lugar de preocuparse por lo que pasa en el universo? Como se sabe, la Fortuna tiene los ojos vendados, de suerte que, al no ver nada de día, menos ha de ver de noche. Y entonces, ¿si ocurría algo? Si aquel oso ligio lanzaba sobre el noble Vinicio una muela de molinero, una gran ánfora llena de vino, si no de agua, lo cual sería todavía peor, ¿quién garantizaba entonces al pobre Quilón que no encontraría un castigo en vez de la recompensa? Y sin embargo, pobre sabio, se había unido al noble Vinicio como Aristóteles a Alejandro de Macedonia. Si al menos el generoso Vinicio le diese la bolsa que había atado a su cinturón al salir de su casa, en caso de desgracia tendría por lo menos la posibilidad de encontrar ayuda y conquistarse a los mismos cristianos. ¡Oh! ¿Por qué despreciar los consejos de un anciano, consejos sugeridos por la razón y la experiencia?
Al oír estas palabras, Vinicio se quitó la bolsa del cinturón y se la arrojó a Quilón:
—¡Toma y cállate!
El griego sintió que su valor se despertaba en igual medida que el peso de la bolsa.
—Toda mi esperanza —dijo— reside en lo siguiente: que Hércules o Teseo hicieron hazañas más grandes todavía. Y ¿qué es nuestro muy íntimo amigo Crotón sino un Hércules? En cuanto a ti, digno señor, no te calificaré de semidiós, sino de dios entero, y no olvidarás a tu humilde y fiel servidor, del que habrás de preocuparte de vez en cuando. Porque una vez metido en sus libros, él mismo se olvida de todo lo demás… Un jardincillo, una casita, incluso con el pórtico más pequeño donde estar al fresco en verano, sería digno de un dispensador como tú. Mientras, admiraré de lejos vuestras hazañas heroicas, apelaré la bendición de Zeus sobre vuestras cabezas y, llegado el caso, haré tanto ruido que la mitad de Roma despertará y volará en vuestra ayuda… ¡Maldito camino! No se puede avanzar. Se me está acabando el aceite de la linterna. Si Crotón, que es tan noble como fuerte, quisiera cogerme en brazos y llevarme hasta la entrada de la ciudad, podríamos ver por adelantado la facilidad con que ha de raptar a la joven; además, haría lo que Eneas hizo, y finalmente se ganaría los favores de todos los dioses buenos, con la certeza absoluta de salir triunfante de su empresa.
—Antes prefiero llevar un chivo muerto de peste hace un mes —respondió el lanista—. Pero si me das la bolsa que acaba de lanzarte el digno tribuno, te llevo.
—Rómpete un dedo del pie —replicó el griego—. ¿Es así como aprovechas las enseñanzas de ese venerable anciano que ha mostrado la pobreza y la piedad como las dos virtudes mayores?… ¿No te ha dicho con toda claridad que tengas amor por mí? Nunca conseguiré hacer de ti ni siquiera un mal cristiano: en verdad, le sería más fácil al sol atravesar los muros de la cárcel Mamertina que entrar en tu cráneo de hipopótamo.
Crotón, dotado de la fuerza de una fiera, carecía de todo sentimiento de humanidad.
—No temas —dijo—, no me haré cristiano; no quiero perder mi pan.
—Conque te fueran familiares los elementos más rudimentarios de la filosofía, sabrías que el oro no es más que vanidad.
—¡A mí con filosofías! Me bastaría un golpe de cabeza en tu tripa para enseñarte quién gana.
—Un buey habría podido decirle lo mismo a Aristóteles —gruñó Quilón.
El alba comenzaba a difundir una luz grisácea y coloreaba con un tinte pálido la cima de las murallas. Los árboles que bordeaban el camino, los edificios y los monumentos funerarios diseminados aquí y allá iban emergiendo de la sombra. La ruta ya no parecía tan desierta. Los hortelanos, con sus asnos y mulos cargados de verduras, se apresuraban para llegar en el momento en que abriesen las puertas: a lo lejos rechinaban los carruajes llenos de carne y de caza. Una ligera bruma, presagio de buen tiempo, flotaba a ambos lados de la ruta, envolviendo a los hombres que parecían fantasmas. Vinicio no perdía de vista la esbelta silueta de Ligia, que se plateaba a medida que aumentaba la luz.
—Señor —dijo Quilón—, sería ofenderte poner límites a tu generosidad; pero ahora que me has pagado ya no puedes suponer que mi opinión es interesada; por eso, te vuelvo a aconsejar que, cuando sepas dónde está la morada de la divina Ligia, vuelvas a tu casa para buscar a tus esclavos y una litera; no escuches a Crotón, a esa trompa de elefante cuya principal preocupación, al querer raptar él solo a la muchacha, es estrujar tu bolsa como se estruja una bolsa de requesón.
—Te prometo un buen puñetazo entre los hombros, lo que equivale a decir que eres hombre muerto —gruñó Crotón.
—Y yo te prometo un odre de vino de Cefalonia, lo que quiere decir que seguiré con buena salud —respondió el griego.
Vinicio no prestaba oído a las palabras de Quilón.
A medida que se acercaban a la puerta, a sus miradas se ofrecía un espectáculo extraño. Cuando el apóstol pasó ante dos soldados, éstos se arrodillaron mientras él imponía las manos sobre sus cascos de hierro, y luego los bendecía con la señal de la cruz. Nunca se le había ocurrido al joven patricio que unos soldados pudieran ser cristianos. Por eso pensó con asombro en aquella doctrina que cada día ganaba nuevas almas, que se extendía de forma insólita, como en una ciudad incendiada la llama devora cada minuto nuevos edificios. Era la prueba de que si Ligia hubiera querido huir de la ciudad, habría encontrado en su camino centinelas que habrían favorecido su huida. Dio gracias a los dioses porque tal eventualidad no se hubiera producido.
Después de haber pasado varios yermos situados bajo los muros de la ciudad, los pequeños grupos de cristianos comenzaron a dispersarse. Ahora había que seguir a Ligia con más precauciones, para no atraer la atención. Quilón comenzaba a quejarse otra vez de sus heridas y de los calambres que tenía en las piernas, e iba reduciendo su marcha. Vinicio le dejaba hacer, sabiendo que el griego, débil y cobarde, no podía servirle de mucho. Le permitió irse incluso si así lo deseaba; pero el honorable sabio vacilaba. Contenido por la prudencia, era impulsado por la curiosidad. Continuó tras ellos y se les unió incluso para avisarles que el viejo que acompañaba al apóstol bien podría ser el propio Glauco, aunque él le habría creído de mayor estatura.
Caminaron así algún tiempo todavía, hasta el Transtíber, y el sol iba a alzarse cuando el grupo de que formaba parte Ligia se dividió. El apóstol, la anciana y el joven siguieron a lo largo del río, mientras el otro anciano, Urso y Ligia se metían por una estrecha calleja para entrar, cien pasos delante, en el vestíbulo de una casa en la que se veían dos tiendas, una de un mercader de olivas, otra de un mercader de aves de corral.
Quilón, que seguía a Vinicio y a Crotón a unos cincuenta pasos, se detuvo en seco, se pegó a la pared y los llamó en voz baja.
Retrocedieron para adoptar una decisión.
—Vete a ver si esa casa tiene salida por la otra calle —le ordenó Vinicio.
Quilón, que hacía un momento se quejaba de dolores en los pies, escapó a toda velocidad como si se hubiera calzado las alas de Mercurio, y regresó enseguida.
—No, no hay ninguna salida —dijo.
Luego, con las manos juntas continuó:
—En nombre de Júpiter, de Apolo, de Vesta, de Cibeles, de Isis, de Osiris, en nombre de Mitra, de Baal y de todos los dioses de Oriente y Occidente, te conjuro, señor, a que abandones este proyecto… Escúchame…
Pero de pronto se detuvo al ver que la cara de Vinicio estaba pálida de emoción y que sus ojos resplandecían como las pupilas de un lobo. Nada más verle se comprendía que ninguna cosa en el mundo le apartaría de su empresa. Crotón empezó a insuflar aire a su pecho hercúleo y a balancear a derecha e izquierda su cráneo rudimentario, como hacen los osos enjaulados. Por lo demás, sus rasgos no dejaban ver ninguna inquietud.
—Yo entraré primero —dijo.
—Tú irás detrás de mí —contestó Vinicio en tono imperativo.
Inmediatamente después desaparecieron en el sombrío vestíbulo.
Quilón se había lanzado hacia la esquina de la calleja más cercana; desde allí acechaba en espera de lo que iba a ocurrir.