Quo Vadis?

Capítulo I

Capítulo I

Petronio no se despertó hasta mediodía, y muy cansado, como de costumbre. La víspera había sido invitado de Nerón, y el banquete se había prolongado hasta bien entrada la noche. Desde hacía algún tiempo su salud empezaba a resentirse. Según confesaba, por las mañanas se despertaba completamente embotado e incapaz de poner en orden sus ideas. Pero el baño matinal y un meticuloso masaje dado por hábiles esclavos estimulaban la circulación de su sangre perezosa, terminaban de despertarlo y le devolvían las fuerzas, hasta tal punto que del es decir, del último compartimento de la sala de baños, salía como rejuvenecido, con los ojos chispeantes de ingenio y de alegría, elegante, y tan superior que el propio Otón no habría podido rivalizar con él. Por eso, con toda justicia le denominaban .

Sólo acudía a los baños públicos en las raras ocasiones en que un rétor que había hecho hablar de él a toda la ciudad iba a ellos a provocar la admiración, o cuando durante las efebías se celebraban juegos de interés. En su tenía sus baños particulares, que el célebre compañero de Severo, Céler, había agrandado y reconstruido para él, adornándolos con un gusto tan rebuscado que el mismo Nerón los reconocía superiores a los imperiales, aunque éstos fueran más amplios y de un lujo realmente excepcional.

Después del festín de la víspera, en el que, aburrido al principio por las bufonadas de Vatinio, había discutido con Nerón, Lucano y Séneca sobre si la mujer tenía alma, se había levantado tarde y estaba tomando su baño como de costumbre. Dos de estatura hercúlea acababan de depositarlo sobre una ciprés recubierta de un egipcio de nívea blancura, y con las palmas de las manos untadas en aceite perfumado habían comenzado a frotar su cuerpo de formas esculturales. Con los ojos cerrados, Petronio esperaba a que el calor del y de las manos de sus servidores terminara de penetrar en él y acabara con su fatiga.

Al cabo de unos instantes abrió los ojos y habló: se informó del tiempo que hacía y de las gemas que el joyero Idomeneo tenía que presentarle ese día. Le contestaron que hacía buen tiempo, que de los montes Albanos soplaba una ligera brisa y que las gemas aún no habían llegado. Petronio volvió a cerrar los ojos y mandó que le llevaran al . Pero entonces, alzando la cortina, el anunció la visita del joven Marco Vinicio, recién llegado de Asia Menor.

Petronio ordenó que hicieran pasar al visitante al , al que también él se dirigió. Vinicio era pariente suyo, hijo de su hermana mayor, que en otro tiempo se había casado con Marco Vinicio, personaje consular en la época de Tiberio. El joven, que acababa de servir a las órdenes de Corbulón contra los partos, regresaba a casa una vez acabada la guerra. Petronio sentía por él una debilidad muy cercana al cariño, porque Marco era un hermoso joven de cuerpo atlético que, incluso en medio de la depravación, sabía conservar cierto sentido de la estética: y eso era lo que Petronio estimaba más que cualquier otra cosa en el mundo.

—¡Salud, Petronio! —dijo el joven al entrar con paso alerta en el —. Que todos los dioses te sean propicios y en particular Asclepio y Cipris; porque bajo su doble protección no podrá sucederte ningún mal.

—¡Bienvenido a Roma y que el descanso te sea dulce tras la guerra! —respondió Petronio liberando su mano de los pliegues de un sedoso tejido de lino en que estaba envuelto para tendérsela—. ¿Qué hay de nuevo en Armenia? ¿No llegaste hasta Bitinia durante tu estancia en Asia?

Petronio había sido en otro tiempo procónsul en Bitinia; incluso había mostrado energía y justicia durante su gobierno, contraste singular con el carácter de este hombre famoso por sus gustos afeminados y su sed de lujo. Por eso le gustaba recordar aquellos tiempos que proporcionaban la prueba de lo que habría podido y sabido hacer si hubiera sido de su agrado.

—Tuve ocasión de ir a Heraclea —respondió Vinicio—. Corbulón me envió allá para reclutar refuerzos.

—¡Ah, Heraclea! Allí conocí yo a una muchacha de la Cólquide por la que daría todas las divorciadas de aquí, sin exceptuar a Popea. Pero es una vieja historia. Mejor que me des noticias de la frontera de los partos. Lo cual no impide que esté harto de todos esos vologesios, tirídatos, tigranes y demás bárbaros que, según dice el joven Arulano, en su tierra todavía caminan a cuatro patas y sólo imitan a los hombres en presencia nuestra. Pero en este momento en Roma se habla mucho de ellos, tal vez porque resulta peligroso hablar de otra cosa.

—Esta guerra parece que va mal; si no fuera por Corbulón, podría terminar con una derrota.

—¡Corbulón! ¡Por Baco! Es un verdadero diosecillo de la guerra, un verdadero Marte, un jefe ilustre y al mismo tiempo fogoso, leal y necio. Le aprecio, sólo porque Nerón le teme.

—Corbulón no es ningún necio.

—Tal vez tengas razón; además, importa poco. La necedad, como dice Pirrón, no es peor que la sabiduría y no se diferencia en nada de ella.

Vinicio empezó a hablarle de la guerra, pero viendo que Petronio entornaba los párpados, y contemplando su rostro cansado y algo desmejorado, el joven cambió de conversación preguntándole solícito por el estado de su salud.

Petronio abrió de nuevo los ojos.

¡La salud!… No, no era demasiado buena. A decir verdad, aún no le ocurría como al joven Sissena, que había llegado a tal grado de insensibilidad física que cuando lo llevaban al baño por la mañana preguntaba: «¿Estoy sentado?». Sin embargo, no se encontraba bien. Vinicio acababa de ponerle bajo la protección de Asclepio y de Cipris. Pero Petronio no tenía ninguna confianza en Asclepio. Ni siquiera se sabía de quién era hijo el tal Asclepio, si de Arsínoe o de Corónide. Y si no se está seguro de la madre, ¿qué se puede decir del padre? ¿Quién puede, en estos tiempos, responder de su propio padre?

En este punto Petronio sonrió prosiguiendo:

—Cierto que hace dos años mandé a Epidauro tres docenas de pájaros vivos y una copa llena de oro, pero ¿sabes por qué? Me decía a mí mismo: «Si no me hace bien, tampoco me hará mal». Si aún quedan personas que hacen sacrificios a los dioses, pienso que todos razonan como yo. ¡Todos!, salvo, tal vez, los muleros que los viajeros alquilan en la Puerta Capena. Además de Asclepio, también he tenido que vérmelas con sus sacerdotes cuando padecí de la vejiga el año pasado. Practicaron para mí incubaciones. No ignoraba que eran charlatanes, pero me decía: «¿Qué mal puede hacerme?». El mundo descansa sobre la superchería y la vida es una ilusión. También el alma no es más que una ilusión. Sin embargo hay que emplear mucho la razón para discernir las ilusiones agradables de las que no lo son. En mi hago quemar madera de cedro rociada de ámbar, porque en la vida prefiero los aromas a la pestilencia. En cuanto a Cipris, bajo cuya égida también me has puesto, ha manifestado su protección regalándome con unas punzadas en la pierna derecha. Por lo demás, es una buena diosa. Supongo que tarde o temprano también tú llevarás a su altar unas palomas blancas…

—Sí —respondió Vinicio—. He sido invulnerable a las flechas de los partos, pero el dardo del Amor me ha herido… de forma imprevista, a unos pocos estadios de las puertas de la ciudad.

—¡Por las blancas rodillas de las Gracias! ¡Has de contármelo despacio! —exclamó Petronio.

—Precisamente venía a pedirte consejo —dijo Marco.

En ese momento aparecieron los , que se ocuparon de Petronio. A invitación de éste, Marco se despojó de su túnica y entró en un baño de agua tibia.

—¡Ah, no he de preguntarte si tu amor es compartido! —prosiguió Petronio contemplando a Vinicio, cuyo cuerpo juvenil parecía esculpido en mármol—. Si Lisipo te hubiera visto, ahora adornarías la puerta que lleva al Palatino bajo los rasgos de un joven Hércules.

Vinicio sonrió, halagado, y se sumergió en la bañera salpicando con abundante agua tibia un mosaico que representaba a Mera implorando al Sueño que adormeciera a Zeus. Petronio lo contemplaba con los ojos expertos de un artista.

Cuando, una vez concluido el baño, el joven se ponía a su vez en manos de los , entró el con una caja de bronce llena de rollos de papiros sobre el estómago.

—¿Quieres escucharle? —preguntó Petronio.

—De buena gana si se trata de obras tuyas —respondió Vinicio—. En caso contrario, prefiero hablar. En estos tiempos los poetas te paran en las esquinas de las calles.

—Cierto. No se puede pasar delante de un palacio, de las termas, de una biblioteca o de una tienda de libros sin ver a un poeta gesticulando como un mono. Cuando Agripa volvió de Oriente, los tomó por locos. Pero en nuestros días, el César escribe versos y todos siguen su ejemplo. Con la salvedad de que no se tiene derecho a escribir versos mejores que los del César, y por eso siento cierto temor por Lucano… Pero yo escribo en prosa con la que no regalo a nadie, ni siquiera a mí. Lo que el tenía que leernos eran los de ese pobre Fabricio Veyentón.

—¿Por qué «ese pobre»?

—Porque le han invitado a irse a Odesa y a no volver a sus penates hasta nueva orden. Esa Odisea le resultará más leve dado que su mujer no es una Penélope. Inútil decirte que lo han tratado de manera muy estúpida. Además, aquí nadie ve las cosas sino de modo superficial. Ese libro es bastante mediocre y enojoso, y no ha tenido éxito hasta que su autor ha sido desterrado. Hoy se oye gritar por todas partes: «¡Escándalo, escándalo!». Es posible que Veyentón haya imaginado ciertas cosas, pero yo, que conozco la ciudad, a nuestros y a nuestras mujeres, te aseguro que en su libro no hay más que una imagen muy pálida de la realidad. Lo cual no impide que todos se busquen en el libro: a sí mismos con temor, y a sus amigos con malevolencia. En la librería de Avirano hay cien escribas copiando el libro al dictado: el éxito es seguro.

—¿Y no figuran en él tus hazañas?

—Sí, pero el autor se ha equivocado, porque soy a la vez mucho peor y menos sencillo de como me pinta. Ya ves, hace mucho tiempo que hemos perdido el sentimiento de lo que es digno e indigno, y, personalmente, me parece que tal diferencia no existe, aunque Séneca, Musonio y Trásea se jacten de verla. ¡A mí me da igual! ¡Por Hércules! Yo digo lo que pienso. Por lo menos he conservado la superioridad de discernir lo feo de lo hermoso, cosas que, por ejemplo, nuestro poeta de la barba de bronce, ese carretero, ese cantor, ese bailarín y ese histrión, sería incapaz de comprender.

—Sin embargo, lo lamento por Fabricio. Es un buen compañero.

—La vanidad le ha perdido. Se había vuelto sospechoso a todos, y nadie sabía exactamente a qué atenerse; él mismo no sabía callarse y se dedicó a contar el secreto al primero que pasaba. ¿Has oído contar la historia de Rufino?

—No.

—Bueno, pasemos a refrescarnos al y te la contaré. Pasaron al cuyo centro brotaba un chorro de agua teñida de rosa claro, del que salía un aroma de violetas. Allí se sentaron para tomar el fresco, en unos nichos tapizados de seda, y permanecieron un instante en silencio. Vinicio contempló con aire pensativo a un fauno de bronce que buscaba con sus labios ávidos los de una ninfa a la que sostenía sobre su brazo; luego dijo:

—Ése tiene razón. Es lo mejor que hay en la vida.

—¡Tal vez! Pero tú, además, amas la guerra, yo no; bajo la tienda de campaña las uñas se rompen y pierden su tinte rosáceo. De hecho, cada cual tiene su placer. A le gusta el canto, sobre todo el suyo, y al viejo Escauro su vaso de Corinto, que por las noches deposita junto a su lecho y al que abraza durante sus insomnios. Los bordes ya están gastados de tanto beso. Y, dime, ¿no escribes versos?

—No, nunca he compuesto un hexámetro completo.

—¿Y no tocas la lira, no cantas?

—No.

—¿No conduces carros?

—Hace tiempo participé en algunas carreras en Antioquia, pero sin ningún éxito.

—Perfecto, ahora ya estoy tranquilo respecto a ti. ¿Y de qué partido eres en el hipódromo?

—De los Verdes.

—Ahora sí que me tranquilizo por completo, sobre todo porque tienes una espléndida fortuna; aunque no eres tan rico como Palas o Séneca. Porque ahora, mira, entre nosotros está bien visto escribir versos, cantar acompañándose de la lira, declamar y correr en el circo; pero es preferible, y sobre todo más seguro, no escribir versos, no jugar, no cantar y no correr en el circo. Lo mejor es saber admirar a Barba de Bronce cuando muestra sus talentos. Eres un joven hermoso; lo malo sería que Popea se enamorase de ti. Pero tiene demasiada experiencia para ello. Con sus dos primeros maridos quedó saciada de amor, y con el tercero actúa por otros motivos. Figúrate que ese imbécil de Otón la ama locamente… Anda vagando por las montañas ibéricas lanzando suspiros, y, aunque ha perdido sus antiguas costumbres, se ha vuelto tan descuidado de su persona que ahora le bastan tres horas para arreglarse los rizos. ¿Quién hubiera podido creerlo de Otón?

—Yo sí lo comprendo —respondió Vinicio—, pero, en su lugar, yo obraría de otro modo.

—¿Cómo?

—Conseguiría legiones fieles entre los montañeses de ese país. Los iberos son soldados muy rudos.

—¡Vinicio, Vinicio! Siento la tentación de decirte que no serías capaz. ¿Sabes por qué? Porque esas cosas se hacen, pero no se dicen ni siquiera como hipótesis. En su lugar, yo me reiría de Popea, me reiría de Barba de Bronce y reclutaría legiones, no de iberos sino de iberas. A lo más escribiría epigramas, teniendo cuidado de no leérselos a nadie…, y no como ese pobre Rufino.

—Ibas a contarme su historia.

—Te la diré en el .

Pero en el la atención de Vinicio quedó absorta en la contemplación de las hermosas esclavas que esperaban a los bañistas. Dos de ellas, negras, semejantes a magníficas estatuas de ébano, comenzaron a ungirle el cuerpo con suaves perfumes de Arabia; otras, frigias, hábiles peinadoras, sostenían en sus manos, delicadas y ágiles como serpientes, unos espejos de acero pulido y peines; otras dos, muchachas griegas de Cos, auténticas diosas, esperaban, en su calidad de , el momento en que debían disponer en pliegues esculturales las togas de sus amos.

—¡Por Zeus formador de nubes! —exclamó Marco Vinicio—. ¡Qué bien elegidas!

—Prefiero la calidad a la cantidad —respondió Petronio—. Toda mi de Roma no pasa de cuatrocientas cabezas; creo que sólo los advenedizos necesitan para su servicio particular un número mayor de criados.

—Ni siquiera en casa de Barba de Bronce se encontrarían cuerpos tan perfectos —dijo Vinicio, con las aletas de la nariz palpitándole.

A estas palabras Petronio respondió con una especie de amistosa indiferencia:

—Eres pariente mío y no soy ni tan poco complaciente como Barso ni tan pedante como Aulo Plaucio.

Al oír este último nombre Vinicio se olvidó de las muchachas de Cos y alzando bruscamente la voz preguntó:

—¿Por qué has pensado en Aulo Plaucio? ¿Sabes que cuando me disloqué el brazo, estando cerca de la ciudad, me quedé varios días en su casa? Plaucio acertó a pasar en el momento del accidente y viendo que sufría mucho me llevó a su casa, donde su esclavo, el médico Merión, me curó. Precisamente de eso quería hablarte.

—¿Por qué? ¿No te habrás enamoriscado por casualidad de Pomponia? En tal caso, lo lamentaría por ti: no es nada joven, y encima, ¡tan virtuosa! No puedo imaginar nada peor que esa mezcla. ¡Brrr!

—¡No, de Pomponia ni hablar! —exclamó Vinicio.

—¿De quién entonces?

—¿De quién? Si lo supiera… Ni siquiera sé con seguridad su nombre: Ligia, o Calina. En la casa la llaman Ligia, porque pertenece al país de los ligios, pero además tiene su nombre bárbaro de Calina. ¡Qué casa tan extraña la de esos Plaucio! Está llena de gente, y, sin embargo, en ella reina un silencio semejante al de los bosquecillos de Subiaco. Durante quince días ignoré que una divinidad residía allí. Pero una mañana, al alba, la vi bañarse en un estanque del jardín. Y, por la espuma de donde nació Afrodita, te juro que los rayos de la aurora jugaban atravesando su cuerpo. Temía verla fundirse ante mis ojos a los rayos del sol naciente como se funde la aurora. Luego volví a verla dos veces más, y desde entonces ya no sé lo que es reposo; no tengo ningún otro deseo, quiero ignorar todo lo que puede darme la ciudad; no quiero mujeres, no quiero oro, no quiero ni bronces de Corinto, ni ámbar, ni nácar, ni vino, ni festines…, sólo quiero a Ligia. Petronio, languidezco por ella como sobre el mosaico de tu el Sueño languidece por Pasítea; la deseo día y noche.

—Si es una esclava, cómprala.

—No es esclava.

—¿Qué es entonces? ¿Una liberta de Plaucio?

—Nunca ha sido esclava, no se la puede liberar.

—¿Entonces?

—No sé. Una princesa, o algo parecido.

—Me intrigas, Vinicio.

—Si quieres escucharme, tu curiosidad quedará satisfecha. No es larga la historia. Tal vez hayas conocido en otro tiempo a Vanio, el rey de los suevos que, expulsado de su país, vivió mucho tiempo en Roma e incluso llegó a ser famoso por su suerte en el juego de las tabas y su forma de conducir el carro. El César Druso lo devolvió a su trono. Vanio, que era en verdad un hombre valiente, gobernó al principio muy bien y dirigió algunas guerras con fortuna; luego, sin embargo, llegó a oprimir demasiado no sólo a sus vecinos sino también a sus propios suevos. Tanto, que Vangio y Sido, sobrinos suyos, hijos de Vibilio, rey de los hermanduros, se entendieron para obligarlo a volver a Roma… a que intentase fortuna con las tabas.

—Ya me acuerdo, fue durante el reinado de Claudio, no hace tanto tiempo.

—Sí… Estalló la guerra. Entonces Vanio pidió ayuda a los yáciges; por su lado, sus queridos sobrinos llamaron a los ligios, que habían oído hablar de las riquezas de Vanio y que, atraídos por el incentivo del botín, acudieron en tan gran número que César Claudio empezó a temer una invasión de sus fronteras. Aunque poco inclinado a inmiscuirse en las guerras de los bárbaros, escribió no obstante a Atelio Híster, que mandaba la legión del Danubio, para que siguiera atentamente las peripecias de la guerra e impidiera que alguien perturbara nuestra paz. Híster exigió entonces de los ligios la promesa de no franquear nuestra frontera; no sólo la dieron sino que incluso entregaron rehenes, entre ellos la mujer y la hija de su jefe… Porque, como sabes, los bárbaros llevan consigo a la guerra a sus mujeres e hijos… Pues bien, mi Ligia es hija de ese jefe.

—¿Cómo te has enterado de todo eso?

—Me lo contó Aulo Plaucio… Como iba diciéndote, los ligios no cruzaron entonces la frontera. Pero los bárbaros llegan como el huracán y desaparecen lo mismo. Así desaparecieron los ligios de cabezas adornadas con cuernas de uros. Batieron a los suevos y a los yáciges reunidos por Vanio; pero como su rey pereció, se marcharon con el botín dejando los rehenes en manos de Híster. Poco después murió la madre, e Híster, sin saber qué hacer con la niña, la envió al gobernador de Germania, Pomponio. Después de la guerra con los catos, éste volvió a Roma donde, como sabes, Claudio hizo que le rindieran los honores del triunfo. La niñita seguía el carro del vencedor; pero después de la ceremonia, como una rehén no podía considerarse una cautiva y Pomponio no sabía qué hacer con ella, la confió a su hermana, Pomponia Grecina, la mujer de Plaucio. Bajo ese techo donde todo es virtuoso, desde los amos hasta las volátiles del corral, ha crecido virgen, tan virtuosa, por desgracia, como Grecina, y tan hermosa que la misma Popea a su lado parecería un higo de otoño puesto junto a una manzana de las Hespérides.

—Pero ¿habrá algo más?

—Claro que hay algo más; te repito que desde que vi pasar los rayos del sol a través de su cuerpo para jugar en el agua del estanque, la amo hasta la locura.

—¿Es acaso tan transparente como una lamprea o como una cría de sardina?

—No te burles, Petronio; y si te equivocas porque hablo sereno de mi pasión, recuerda que, a menudo, bajo una toga elegante se ocultan heridas profundas. También debo decirte que a mi vuelta de Asia pasé una noche en el templo de Mopso, con la esperanza de un sueño profético, y el mismo Mopso se me apareció para anunciarme que el amor debía provocar un cambio completo en mi vida.

—He oído decir a Plinio que no creía en los dioses, pero sí en los sueños, y tal vez tenga razón. A pesar de mis bromas, muchas veces pienso que, en realidad, no hay más que una sola divinidad, eterna, poderosa, creadora: . Es ella la que funde juntamente las almas, los cuerpos y las cosas. Eros sacó el mundo del caos. ¿Hizo bien? Pero la cuestión no es ésa; ya que las cosas son así, bien podemos reconocer su poder, aunque no lo adoremos…

—¡Ay, Petronio! Es más fácil filosofar que dar un buen consejo.

—En resumidas cuentas, ¿qué es lo que deseas?

—¡Quiero tener a Ligia! Quiero que mis brazos, que ahora estrechan el vacío, la abracen y la estrechen contra mi pecho. Quiero beber su aliento. Si fuera esclava, le daría por ella a Aulo cien muchachas de pies blanqueados con cal, en señal de que jamás fueron puestas en venta. Quiero guardarla en mi casa hasta el día en que mi cabeza sea tan blanca como la cima del Soracte en invierno.

—No es una esclava aunque en realidad pertenezca a la de Plaucio; como una niña abandonada, también se la puede considerar como ; y Plaucio es libre de cederla si quiere.

—Seguro que no conoces a Pomponia Grecina. Además, tanto uno como otro se han encariñado con ella como si fuera su propia hija.

—Conozco a Pomponia: es un verdadero ciprés. Si no fuera mujer de Aulo, se la podría alquilar como plañidera. Desde que murió Julia, no se ha quitado la negra, y, aunque viva, parece caminar por la pradera sembrada de asfódelos. Además, es , lo que resulta verdaderamente un fénix entre nuestras mujeres, cuatro o cinco veces divorciadas… A propósito, ¿sabes que se habla de un fénix que, según dicen, habría renacido en el Alto Egipto, cosa que no ocurre más que cada quinientos años?

—¡Petronio, Petronio! Otro día hablaremos del fénix.

—¿Qué puedo hacer yo, mi querido Marco? Conozco a Aulo Plaucio, quien, a pesar de censurar mi modo de vida, siente cierta debilidad por mí y un poco más de estima que por los demás; porque sabe que nunca he sido un delator como Domicio Afer, Tigelino y toda la banda de familiares de , En fin, sin dármelas de estoico, a menudo he mirado mal ciertos actos de Nerón, ante los que Séneca y Burro cerraban los ojos. Si me crees capaz de conseguir algo intercediendo ante Aulo, estoy a tu servicio.

—Creo que puedes. Tienes influencia sobre él y, además, eres inagotable en punto a recursos. ¿Y si pensaras en ello y hablaras con Plaucio?

—Creo que exageras mi influencia y mi habilidad, pero si sólo se trata de eso, iré a hablar con Plaucio en cuanto vuelvan a la ciudad.

—Hace dos días que volvieron.

—Pasemos entonces al , donde está esperándonos el almuerzo; una vez alimentados, mandaremos que nos lleven a casa de Plaucio.

—Siempre te he apreciado —exclamó Vinicio con entusiasmo—, pero ahora mandaré poner tu estatua en medio de mis lares, una estatua tan hermosa como ésta, y le ofreceré sacrificios.

Al decir esto se había vuelto hacia las estatuas que adornaban todo un lienzo de pared de la perfumada sala, y con el dedo señalaba una que representaba a Petronio en figura de Kermes, con el caduceo en la mano. Luego añadió:

—¡Por la luz de Helios! Si Alejandro el divino se te parecía, no me asombra la conducta de Helena.

En esta exclamación había tanta sinceridad como adulación. Porque Petronio, aunque de más edad y menos atlético, todavía era más hermoso que Vinicio. Las mujeres romanas no admiraban sólo su espíritu refinado y su gusto, que le había valido el título de árbitro de la elegancia, sino también su cuerpo. Esa admiración podía leerse incluso en la cara de las dos jóvenes griegas de Cos que en aquel momento disponían los pliegues de su toga, una de las cuales, Eunice, que lo amaba en secreto, le miraba humilde y arrobada a los ojos.

Mas él no le prestaba ninguna atención y, sonriendo a Vinicio, le respondió con la definición que Séneca hizo de la mujer: «»…

Y, pasándole el brazo por los hombros, lo condujo hacia el .

En el , las dos jóvenes griegas, las frigias y las dos negras se dedicaron a colocar los que contenían los perfumes. Pero en ese momento, entre las colgaduras asomaron las cabezas de los y se oyó un leve «psst»; al oír esa llamada, una de las griegas, las frigias y las etíopes desaparecieron rápidamente tras la cortina. Entonces dio comienzo en las termas una escena de desenfreno a la que el intendente no se opuso: él mismo participaba a menudo en saturnales de este tipo. Petronio sospechaba que debían ocurrir estas cosas, pero, como hombre indulgente y a quien no gusta castigar, cerraba los ojos.

Eunice se había quedado sola en el . Durante un momento prestó oído al rumor de voces y a las risas que se alejaban en dirección al , luego cogió el taburete de ámbar y marfil en que acababa de estar sentado Petronio y lo acercó con mucho cuidado a la estatua.

El sol inundaba el con sus rayos haciendo resplandecer los mármoles multicolores que recubrían las paredes.

Eunice se subió al taburete y, a la misma altura de la estatua, rodeó con los brazos su cuello; luego, echando hacia atrás sus dorados cabellos, acercando su carne sonrosada al mármol blanco, pegó con arrebato su boca a los labios fríos de Petronio.

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