Capítulo LXX
Capítulo LXX
Al día siguiente, con el alba, dos oscuras siluetas se encaminaban por la Vía Apia hacia los llanos de la Campania.
Uno de ellos era Nazario; el otro, el apóstol Pedro, que abandonaba Roma y sus hijos a los que en ella los martirizaban.
Por el oriente, el cielo revestía ya un matiz verdoso que poco a poco, en la línea del horizonte, iba convirtiéndose en un color azafrán más nítido.
Los árboles de hojas argentadas, las blancas villas de mármol y los arcos de los acueductos que, a través de la llanura bajaban hacia la ciudad, emergían lentamente de la sombra. El matiz verdoso del cielo palidecía poco a poco y se mudaba en oro. Luego, el oriente se hizo rosa e iluminó las montañas Albanas, que de pronto se volvieron lilas y como formadas completamente de claridad. La aurora espejeaba en las gotas de rocío que temblaban sobre las hojas. La bruma se disipaba dejando más al descubierto a cada paso la extensión de la llanura, sembrada de casas, de cementerios, de aldeas y de bosques de árboles donde blanqueaban las columnas de los templos.
La ruta estaba desierta. Los aldeanos que llevaban sus hortalizas hacia la capital aún no habían uncido sus carruajes. En la calzada de piedra que cubría la vía hasta las montañas, y en medio de la calma, sólo resonaban las maderas de las sandalias de los dos peregrinos.
Por fin el sol emergió de la cresta de los montes y un extraño espectáculo sorprendió los ojos del apóstol. Le pareció que la esfera dorada, en lugar de elevarse hacia los cielos, se había deslizado desde lo alto de las montañas y seguía el trazado de la ruta.
Pedro se detuvo y dijo:
—¿Ves esa claridad que avanza hacia nosotros?
—No veo nada —respondió Nazario.
Pero Pedro se llevó la mano encima de los ojos, y tras un momento le contestó:
—Alguien viene hacia nosotros envuelto en los resplandores del cielo.
Pero ningún ruido llegaba a sus oídos. Alrededor, todo era silencio. Nazario sólo veía a lo lejos los árboles que se estremecían como agitados por una mano invisible, y la luz, cada vez mayor, difundiéndose por la llanura.
Y miró al apóstol con sorpresa:
—Maestro, ¿qué te ocurre? —exclamó con voz ansiosa.
De las manos de Pedro había resbalado hasta el camino el bastón; sus ojos miraban fijamente ante sí; su boca estaba entreabierta y su rostro reflejaba el estupor, la alegría, el arrobamiento…
Se echó al suelo de rodillas con los brazos extendidos. Y de sus labios brotó:
—¡Cristo! ¡Cristo!
Y cayó de bruces contra el suelo, como si besase unos pies invisibles.
Durante mucho tiempo reinó el silencio. Luego se alzó la voz del viejo, rota en sollozos:
—…
Nazario no oyó la respuesta; pero a los oídos del apóstol llegó una voz vaga y dulce que decía:
—Cuando tú abandonas a mi pueblo, yo voy a Roma para ser crucificado una vez más…
El apóstol seguía tendido en el camino, con el rostro en el polvo, sin un movimiento, sin una palabra. Nazario creía que había perdido el conocimiento, o que estaba muerto. Pero él se levantó al fin, volvió a coger en sus manos temblorosas su bastón de peregrino y sin hablar, se volvió hacia las siete colinas.
Y cuando el joven le preguntaba como en un eco:
—…
—A Roma —le respondió dulcemente el apóstol.
Y se encaminó hacia Roma.
Pablo, Juan, Lino y todos los fieles le acogieron con sorpresa y con más ansiedad, porque desde su partida los pretorianos, buscando al apóstol, habían rodeado la casa de Myriam. Pero a todas las preguntas de los fieles, Pedro respondía con una alegría serena:
—¡He visto al Señor!…
Aquella misma noche se dirigió al cementerio del Ostriano para enseñar allí la palabra de Dios y bautizar a los que querían ser bañados en el agua de la vida.
A partir de ese momento, fue allí todos los días, seguido por gentíos cada vez más numerosos. Parecía que cada lágrima de mártir había hecho nacer nuevos adeptos, y que cada gemido en la arena había tenido eco en millares de pechos. El César nadaba en sangre; Roma y todo el universo pagano deliraban. Pero los que estaban hartos de crimen y de demencia, aquellos cuya vida estaba hecha de infortunio y de inmolación, todos los oprimidos, todos los afligidos, todos los desheredados, iban a escuchar la extraña historia de aquel Dios que por amor a los hombres se había dejado crucificar, y había redimido sus pecados.
Y al hallar un Dios al que podían amar, encontraban lo que el mundo no había podido darles hasta entonces: la felicidad por el amor.
Y Pedro comprendió que, en adelante, ni el César ni todas sus legiones podrían aplastar la Verdad viva; que no sería sumergida ni por las lágrimas, ni por la sangre, y que ahora empezaba su triunfo. Comprendió por qué el Señor le había hecho volver sobre sus pasos: porque la ciudad de orgullo, de crimen, de desenfreno y de omnipotencia iba volviéndose suya. Se volvía la doble capital desde donde irradiaría su poder sobre los cuerpos y sobre las almas.