Quo Vadis?

Capítulo XXV

Capítulo XXV

Vinicio no podía darse cuenta, como tampoco Quilón, de lo que había ocurrido y, en el fondo de su alma, se encontraba estupefacto. Que aquellas gentes hubieran obrado con él como habían hecho, y en lugar de vengarse de su agresión hubieran vendado sus llagas, lo atribuía en parte a su doctrina, mucho a Ligia y un poco a la importancia de su persona. Pero su forma de comportarse con Quilón sobrepasaba por completo su concepción de lo que podía perdonar un hombre. Y también él se preguntaba: ¿Por qué no han matado al griego? Podían, sin embargo, hacerlo impunemente. Urso habría enterrado su cuerpo en el jardín, o, a favor de la oscuridad, lo habrían arrojado al Tíber que, en aquella época de crímenes nocturnos imputables al propio César, vomitaba cadáveres humanos con tanta frecuencia que nadie se preocupaba de dónde salían.

Además, según Vinicio, los cristianos no sólo habrían podido sino que incluso hubieran debido matar a Quilón. A decir verdad, el mundo al que pertenecía el joven patricio no era del todo inaccesible a la piedad; incluso los atenienses le habían consagrado un altar y se habían resistido durante mucho tiempo a la introducción en su tierra de los combates de gladiadores. En Roma se había visto otorgar gracia a algunos vencidos, como por ejemplo, a Calícarto, rey de los britanos, prisionero y generosamente regalado por Claudio, que vivía libre en la ciudad. Pero la venganza por una injuria personal, a Vinicio, lo mismo que a todos sus contemporáneos, le parecía justa y legítima; por regla general, en su naturaleza no entraba no vengarse. Había oído en el Ostriano que se debía amar incluso a los enemigos; pero tal teoría le parecía inaplicable en la vida.

E inmediatamente pensó que no habían matado a Quilón por la sola razón de que era fiesta, o porque la luna estaba en una fase en la que los cristianos tenían prohibido derramar sangre. Sabía que, en una época determinada, algunos pueblos no pueden siquiera declarar la guerra. En ese caso, ¿por qué no habían puesto al griego en manos de la justicia? ¿Por qué había dicho el apóstol que si alguien es siete veces culpable hay que perdonarle siete veces? ¿Y por qué Glauco le había dicho a Quilón: «¡Que Dios te perdone como yo te perdono!»? Porque, a fin de cuentas, Quilón le había causado el daño más horrible que un hombre puede hacer a otro. Ante la sola idea de lo que Vinicio haría a alguien que, por ejemplo, matase a Ligia, su sangre se sublevó. No había torturas que no infligiría al asesino. ¡Y Glauco había perdonado! También Urso había perdonado, ese Urso que, en realidad, podía matar impunemente en Roma a quien quisiera, libre como era de matar luego al rey del bosque de Nemora y ocupar su trono. ¿No le sería fácil, a un hombre a quien Crotón no había podido resistirse, vencer al gladiador que se hallaba revestido de esa dignidad, porque podía acceder a ella quien quisiera a condición de matar al rey anterior?

Todas estas preguntas no tenían más que una respuesta: si no mataban, es que llevaban en sí una bondad como nunca la había habido en el mundo, y un amor por la humanidad tan infinito que les ordenaba olvidar las injurias, su propia felicidad, sus miserias, y vivir unos para otros. ¿Y qué recompensa esperaban? Vinicio la había oído en el Ostriano, pero no le cabía en la cabeza. En cambio, estimaba que su vida terrestre, comprendiendo la obligación de renunciar, en provecho de otros, a todo cuanto es bienestar y placer, no podía ser sino enfadoso y miserable. Por eso, en su juicio sobre los cristianos, además de estupefacción había piedad y una pizca de desprecio. Los tenía por ovejas destinadas a servir, antes o después, de pasto a los lobos, y su naturaleza de romano se negaba a admitir que se renunciase a devorar. No obstante, hubo algo que le sorprendió: la alegría que cuando se marchó Quilón iluminó todas las caras. Acercándose a Glauco, el apóstol le impuso las manos y dijo:

—¡En ti ha triunfado Cristo!

Glauco alzó al cielo unos ojos tan llenos de fe y de dicha que parecía inundarle una felicidad inesperada. Vinicio, más apto para comprender la alegría derivada de la venganza satisfecha, lo miraba con los ojos extremadamente abiertos, como habría mirado a un loco. No sin indignación vio a Ligia poner sus labios regios sobre la mano de aquel hombre con apariencia de esclavo, y el mundo le pareció al revés. Luego volvió Urso, que contó cómo al llevar a Quilón hasta la calle, le había pedido perdón por el daño que había hecho a sus huesos, lo que también le valió la bendición del apóstol. Entonces Crispo proclamó que aquel día señalaba una gran victoria. Y al oír esa palabra, los pensamientos de Vinicio quedaron completamente confundidos.

Cuando Ligia le trajo de nuevo una bebida refrescante, le cogió un momento la mano y luego preguntó:

—Entonces ¿también tú me has perdonado?

—A los cristianos nos está prohibido guardar rencor en nuestros corazones.

—Ligia —dijo entonces Vinicio—, sea quien fuere tu Dios, le ofreceré una hecatombe, sólo porque es tu Dios.

Ella respondió:

—Cuando aprendas a amarlo, le harás el sacrificio en tu corazón.

—Sólo porque es tu Dios… —repitió Vinicio con voz débil.

Cerró los párpados y sus fuerzas lo abandonaron de nuevo.

Ligia salió, pero volvió pronto; se acercó a él para cerciorarse de que dormía. Sintiéndola a su lado, Vinicio entreabrió los ojos y sonrió; con la mano, ella le cerró los párpados como para obligarle a dormir. Entonces él se sintió invadido por una beatitud infinita, mientras su debilidad aumentaba. La noche había cerrado, trayendo consigo una fiebre más intensa. Al no poder dormirse, siguió con la vista las idas y venidas de Ligia. Por momentos cedía a un semisueño que le dejaba la facultad de ver y oír todo lo que pasaba a su alrededor, pero en el que se mezclaban las visiones de la realidad y las de la fiebre. Le parecía que, en un viejo cementerio abandonado, se alzaba un templo en forma de torre y que Ligia era la sacerdotisa. No la perdía de vista. La distinguía en la cima de la torre, con un laúd en la mano, bañada de luz, como las sacerdotisas que había visto en Oriente cantando por la noche himnos a la luna. Y él subía penosamente unas escaleras tortuosas con el fin de raptarla; Quilón le seguía haciendo castañetear sus dientes de terror y repitiendo: «No hagas eso, señor, porque es una sacerdotisa, y Él la vengará…». Vinicio ignoraba quién era aquel Él, pero comprendía que iba a cometer un sacrilegio y se sentía lleno de espanto. Cuando llegaba a la balaustrada que rodeaba la cima de la torre, al lado de Ligia surgía el apóstol de la barba de plata diciendo: «No pongas la mano sobre ella, porque me pertenece». Y el apóstol se llevaba a Ligia en los rayos de la luna, como si fueran un camino hacia el cielo, mientras Vinicio, con los brazos tendidos, les suplicaba que lo llevasen con ellos.

Se despertó, recobró el sentido y se puso a mirar a su alrededor. En su alta trébede, el hogar ardía débilmente, pero daba sin embargo luz bastante. A su alrededor estaban sentados los cristianos calentándose porque la noche era fresca y en la habitación hacía bastante frío. Vinicio veía la vaharada que salía de sus bocas. En el centro estaba el apóstol; a sus rodillas, en un taburete, Ligia; más lejos Glauco, Crispo y Myriam; a ambos lados, Urso y Nazario, el hijo de Myriam, joven de rostro agraciado y larga cabellera negra que le caía sobre la espalda.

Ligia escuchaba con los ojos alzados hacia el apóstol; todas las cabezas se hallaban vueltas hacia él. Hablaba en voz baja. Vinicio se dispuso a observarlo con un vago temor supersticioso, semejante al que había sentido en su delirio. Se le ocurrió que, en medio de la fiebre, había visto la verdad y que aquel venerable extranjero, llegado de lejanas tierras, le robaba realmente a Ligia y la llevaba por caminos desconocidos. Estaba convencido de que el anciano hablaba de él, tal vez aconsejaba separarlo de ella, porque le parecía inadmisible que se hablara de otra cosa; concentrando toda su atención, se dispuso a escuchar lo que decía Pedro.

Pero se había engañado. El apóstol hablaba otra vez de Cristo.

«Sólo viven por Él», pensó Vinicio.

El anciano contaba cómo se habían apoderado de Cristo:

—Llegó una tropa de soldados con los servidores de los sacerdotes para prenderlo. Cuando el Salvador les preguntó a quién buscaban, ellos respondieron: «A Jesús de Nazaret». Pero cuando les dijo: «¡Yo soy!», cayeron de bruces contra el suelo, sin ponerle la mano encima. Y sólo cuando le preguntaron por segunda vez, lo detuvieron.

En este punto el apóstol se calló, tendiendo las manos hacia el fuego; luego prosiguió:

—La noche era fría, como ésta, pero mi corazón estaba hirviendo. Saqué mi espada para defenderle y corté la oreja al esclavo del Sumo Sacerdote. Le habría defendido mejor que a mi propia vida, si Él no me hubiera dicho: «Mete tu espada en la vaina; ¿no debo acaso apurar el cáliz que me ha dado mi Padre?…». Entonces, le cogieron y le ataron.

Tras hablar así, el apóstol se llevó las manos a la frente y se calló, sin querer continuar el relato antes de haber hecho memoria.

Entonces Urso, que no podía aguantar, se levantó bruscamente, agitó el fuego con una violencia tal que las chispas brotaron en una lluvia de oro, y exclamó:

—No importa lo que hubiera sucedido…, yo habría…

Ligia le interrumpió poniendo un dedo en sus labios. Se oía jadear al ligio, porque la indignación gruñía en su alma; aunque siempre estaba dispuesto a besar los pies del apóstol, en su fuero interno no podía aprobar aquella conducta. Si en su presencia alguien hubiera puesto la mano sobre el Salvador, o si hubiera estado con Él aquella noche, ¡oh!, habría hecho picadillo a los soldados, a los servidores de los sacerdotes y a toda aquella tropa de criados. Sus ojos estaban llenos de lágrimas provocadas por la pena y por una lucha sorda en su seno; por un lado, habría defendido al Salvador, habría llamado en su ayuda a los ligios, que son muy valientes; pero, por otro lado. Le hubiera desobedecido, impidiendo de ese modo la redención del mundo.

Ése era el motivo de sus lágrimas.

Poco después, Pedro prosiguió su relato. Vinicio, mientras tanto, había vuelto a sumirse en un desmayo febril. Lo que acababa de oír se mezclaba en su mente con lo que el apóstol había contado la noche anterior, en el Ostriano, sobre aquella jornada en que Cristo se le había aparecido a orillas del lago Tiberíades. Veía flotar en una amplia capa de agua una barca de pescador en la que se encontraban Pedro y Ligia. Él mismo nadaba con todas sus fuerzas tras ellos, pero el dolor de su brazo roto le impedía alcanzarlos. Las olas que la tempestad alzaba lo cegaban, iba a ahogarse: con voz suplicante imploraba socorro. Entonces Ligia se arrodillaba ante el apóstol, que hacía virar la barca y le tendía un remo; Vinicio se aferraba a él, y con la ayuda de ambos subía y se dejaba caer en el fondo del bote.

Luego le pareció que se había incorporado y que veía una muchedumbre siguiendo la barca a nado. La espuma de las olas tapaba su cabeza, y sólo se veían las manos de algunos. Pero Pedro salvaba a todos los que iban a ahogarse y los recogía en su barca, que se iba agrandando como por milagro. Al cabo de poco tiempo estaba llena de gente, una multitud tan grande, más grande incluso al final que la que había visto reunida en el Ostriano. Él mismo se preguntaba extrañado cómo podían caber todos, y temía que se fuera a pique. Pero Ligia lo tranquilizaba, y le mostraba una luz en una orilla lejana a la que se dirigían.

Entonces el sueño de Vinicio se confundió de nuevo con lo que había dicho el apóstol en el Ostriano sobre la aparición de Cristo a orillas del lago. Ahora, en aquella luz de la orilla veía dibujarse una figura hacia la que Pedro dirigía la barca. A medida que se acercaban se aplacaba la tempestad, las ondas se calmaban y la luz se volvía más viva. La muchedumbre cantaba un himno muy dulce, la atmósfera se impregnaba de nardo, el agua se irisaba con todos los matices del arco iris como si, desde el fondo, subieran reflejos de lirios y rosas… Por último, los laterales de la barca tocaron suavemente la arena. Ligia cogió entonces a Vinicio de la mano, diciéndole: «¡Ven, yo te guiaré!», y lo llevó hacia la luz.

*

Al despertarse, Vinicio no recobró inmediatamente el sentimiento de la realidad. Durante cierto tiempo se creyó todavía junto al lago, rodeado de muchedumbre entre la que, sin saber por qué, se había puesto a buscar a Petronio, sorprendido de no encontrarle. Una claridad viva, procedente de la chimenea, junto a la que no había nadie, acabó de despertarle. Los tizones de olivo se consumían despacio bajo su ceniza rosa, pero las astillas de pino con que sin duda acababan de reanimar las brasas, chisporroteaban lanzando llamas a cuya claridad Vinicio vio a Ligia sentada no lejos de su lecho.

Al verla se sintió emocionado hasta el fondo del alma. Sabía que la joven había pasado la noche anterior en el Ostriano; durante todo el día se había dedicado a cuidarle; y ahora, mientras los demás descansaban, ella velaba a su cabecera. Se veía que estaba cansada. Inmóvil en su asiento, cerraba los ojos. Vinicio no sabía si dormía o estaba absorta pensando. Contemplaba su perfil con los ojos cerrados, sus manos cruzadas sobre las rodillas, y en el cerebro del pagano empezaba a vislumbrarse una concepción nueva; al lado de la belleza griega o romana, desnuda, vanidosa y segura de sí misma, había en el mundo otra belleza, completamente nueva, sorprendentemente casta, en la que residía un alma también nueva.

No podía decidirse a calificarla de belleza cristiana, pero pensando en Ligia no podía separar la seducción de esa belleza de la nueva doctrina. Comprendía que, si los demás se habían ido a descansar mientras Ligia le velaba sola, era porque su doctrina se lo ordenaba: pero este pensamiento, aunque lo llenase de admiración por la doctrina, se la hacía penosa a la vez. Hubiera preferido que Ligia obrase así por amor hacia él, hacia su cara, sus ojos, sus formas armoniosas, en una palabra, por todas esas razones que habían decidido a tantas griegas y romanas a rodear con sus blancos brazos su cuello.

De pronto se dio cuenta de que si ella hubiera sido semejante a las demás mujeres, la habría encontrado menos seductora.

Este descubrimiento le sorprendió, sin que pudiera darse cuenta de lo que en él pasaba, mientras comprobaba en su fuero interno nuevos sentimientos, nuevas inclinaciones, extrañas al mundo en que hasta entonces había vivido.

Ligia había abierto los ojos y, dándose cuenta de que Vinicio la miraba, se acercó y dijo:

—Estoy a tu lado.

Y él respondió:

—He visto tu alma en mi sueño.

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