Quo Vadis?

Capítulo VII

Capítulo VII

Las cabezas más altaneras de Roma se habían inclinado en el pasado ante Acte, cuando era la amante de Nerón. Ni siquiera entonces se mezclaba para nada en los asuntos del Estado, y si alguna vez utilizaba su influencia sobre el joven emperador, era para pedir gracia para alguien. Dulce y resignada, había logrado la gratitud de muchos y no había provocado contra ella ninguna animosidad. Ni Octavia había podido odiarla. Sus rivales la tenían por insignificante. Se sabía que seguía amando a Nerón con un amor triste y dolorido, sin esperanza, alimentado solamente por el recuerdo del tiempo en que él no sólo había sido más joven y más amante, sino mejor. Se sabía que había permanecido completamente absorbida por el pasado y que no esperaba nada del futuro. Y como no era de temer que César volviese a ella, la consideraban completamente desarmada y la dejaban en paz. Popea veía en ella una sirviente dócil, tan inofensiva que ni siquiera había pedido que la echaran de palacio.

En consideración al amor que Nerón había sentido en otro tiempo por Acte, y dado que se había separado de ella sin odio, casi de forma amistosa, seguía estando rodeada de ciertas consideraciones. Al devolverle la libertad, el César le había reservado en palacio un y servidores particulares. Lo mismo que en otro tiempo Palas y Narciso, también libertos, eran no sólo admitidos a la mesa de Claudio, sino que incluso ocupaban en ella puestos de honor en calidad de ministros poderosos, así también se invitaba a veces a Acte a la mesa del César, donde tal vez su encanto era uno de los adornos del festín.

Además, desde hacía algún tiempo el César se había vuelto poco escrupuloso a la hora de elegir a sus comensales. A menudo asistía a los banquetes un grupo de gentes de lo más mezclado, hombres de toda clase y condición. Se encontraban allí senadores, sobre todo los que consentían en jugar el papel de bufones; patricios, viejos y jóvenes, sedientos de placeres, de lujo y de desenfreno; matronas de grandes apellidos que, llegada la noche, se ponían unas pelucas amarillas para ir a la busca de aventuras por sombrías callejuelas; grandes sacerdotes que, con la copa llena se burlaban de sus propios dioses. Y entre ellos, un amasijo de cantores, de mimos, de músicos, de bailarines y de bailarinas; poetastros que, al declamar sus versos, calculaban los sestercios que cobrarían por sus alabanzas al César; también se veían filósofos famélicos que seguían los platos con mirada de glotones; aurigas de renombre, prestidigitadores, taumaturgos, cuentistas, saltimbanquis, una tropa de charlatanes y vagabundos, dotados por la moda y la necesidad de una fama efímera, cierto número de los cuales ocultaban bajo sus bucles algo largos sus orejas horadadas, señal de esclavitud.

Los más notables se sentaban en la mesa; los de menor importancia entretenían a los otros, acechando el momento en que los sirvientes arrojarían como pasto a su avidez las sobras de los platos y bebidas. Esta categoría de invitados era reclutada por Tigelino. Vatinio y Vitelio, con frecuencia obligados a suministrar a esta gentuza vestidos dignos de figurar en el palacio del César. A éste le gustaba aquella compañía, entre la que se sentía cómodo. El lujo de la corte doraba todo, cubría todo de esplendor. Grandes y pequeños, descendientes de nobles familias y turba de la calle, artistas verdaderos y lamentables escorias del talento, todos afluían a palacio para saciar sus ojos con el lujo deslumbrante que sobrepasaba lo que pudiera pensar la imaginación más desatada, para acercarse a aquel dispensador de todos los beneficios, de todas las riquezas: un capricho suyo podía precipitarlos en el abismo o llevarlos a la cúspide.

En un festín así iba a ocupar un sitio Ligia. El temor, la timidez, tan naturales tras el repentino cambio que acababa de sufrir, luchaban en su corazón con el deseo de rebelión. Tenía miedo del César, miedo de sus hombres, miedo de aquel palacio lleno de ruido, miedo de aquellas fiestas cuya ignominia le había sido revelada por las conversaciones de Aulo, Pomponia Grecina y sus amigos. A pesar de su juventud, no era ninguna ingenua: en aquellos tiempos revueltos, la noción del mal llegaba temprano a los oídos de los niños. No ignoraba, pues, que en aquel palacio buscarían su ruina; Pomponia se lo había advertido en el momento de su separación. Pero el alma juvenil de Ligia aún no había sido mancillada, y, tras acoger la doctrina sublime que le había inculcado su madre adoptiva, juró defenderse, tanto a su madre como a ella misma, y a aquel divino maestro en quien no sólo creía, sino al que amaba con todo su corazón de niña por la dulzura de sus enseñanzas, la amargura de su muerte y la gloria de su resurrección.

Segura ya de que ni Aulo, ni Pomponia Grecina podían ser responsables de sus actos, se preguntaba si no era mejor resistirse y no presentarse en el festín. Por un lado sentía temor e inquietud; por otro, nacía en ella el deseo de mostrar su valor, su firmeza, su desprecio por el dolor y la muerte. El Divino Maestro había ordenado hacerlo así, y él mismo dio ejemplo. Y la propia Pomponia le había dicho que los adeptos más ardientes sentían sed, con toda su alma, de una prueba de este tipo y la pedían en sus plegarias. Viviendo en casa de Aulo ella misma había sentido ese deseo: se imaginaba mártir, con los pies y las manos sangrando por las llagas abiertas, blanca como la nieve, con una hermosura celeste, llevada hacia el azul por ángeles inmaculados. Y aquella visión la seducía entonces. Había en ella mucho de ensueño infantil, pero también una porción de complacencia en sí misma que Pomponia había desaprobado. Ahora que resistirse a la voluntad del César podía provocar algún castigo horrible y que, de imaginarias, las torturas podían volverse reales, a las visiones deliciosas, a la admiración de sí misma se unía una vaga curiosidad mezclada de terror: quería saber cómo la castigarían y qué género de tortura le sería aplicado.

Su alma vacilaba entre las dos opciones a tomar. Pero, cuando hubo confiado su indecisión a Acte, ésta la miró con estupor, como si la joven estuviera delirando. ¿Oponerse a la voluntad del César? ¿Exponerse a su cólera desde el primer día? Para actuar así había que ser una inconsciente. Como se desprendía de sus propias palabras, Ligia no era, en suma, un rehén, sino una niñita olvidada por sus compatriotas, es decir, una persona no protegida por el derecho de gentes. Y aunque hubiera podido reclamar, el César era lo bastante poderoso para no preocuparse por pisotearlo, en un momento de cólera. El César había tenido a bien hacerse cargo de ella; a partir de ese momento, la joven estaba a su disposición, en su poder; y en el mundo no había nada por encima de ese poder.

—Sí —continuó Acte—, también yo he leído las cartas de Pablo de Tarso, y sé que más allá de la tierra está Dios, y el Hijo de Dios, resucitado de entre los muertos. Pero en la tierra sólo hay una cosa: el César. No lo olvides. Ligia. También sé que tu doctrina te prohíbe ser lo que yo fui, y que, como los estoicos de que Epicteto me ha hablado a menudo, entre el deshonor y la muerte puedes escoger la muerte. Pero ¿estás segura de que sólo te espera la muerte, sin que vaya acompañada del deshonor? ¿Ignoras acaso el destino de la hija de Seyano? Apenas era una niñita. Para no violar la ley, que prohíbe castigar con la muerte a las vírgenes, fue violada, por orden expresa de Tiberio, antes de ser ejecutada. ¡Ligia, Ligia, no irrites al César! Cuando llegue el momento decisivo en que te veas obligada a elegir entre el deshonor y la muerte, harás lo que tu Verdad te ordena; pero no provoques tu perdición, ni irrites, por una causa fútil, a un dios que es terrestre, pero despiadado.

Llena de compasión profunda, Acte hablaba con fuego. Algo miope, acercaba su suave rostro al de Ligia para seguir de cerca el efecto de sus palabras.

Con confianza infantil, Ligia le echó los brazos al cuello y le dijo:

—¡Qué buena eres, Acte!

Emocionada por aquel impulso halagüeño y confiado de Ligia, Acte la estrechó contra su pecho y respondió:

—Mi felicidad acabó ya, también mi alegría, pero no soy mala.

Y se puso a recorrer la habitación con rápidos pasos mientras hablaba consigo misma en una especie de desesperación:

—No, tampoco él era malo. Se creía bueno incluso, quería ser bueno. Lo sé mejor que nadie. Cambió más tarde… cuando dejó de amar. Otras han hecho de él lo que es, sí, otras, y también Popea.

Las lágrimas perlaron sus pestañas. Ligia la observó un rato con sus ojos azules y por fin le preguntó:

—¿Todavía le compadeces, Acte?

—Sí, siento lástima por él… —respondió la griega con voz sorda.

Luego, con las manos crispadas y la expresión del rostro tensa, siguió caminando por el cuarto.

Ligia continuó interrogándola con precaución:

—¿Todavía le quieres, Acte?

—Le quiero…

Y un momento más tarde, añadió:

—Nadie le quiere…, salvo yo.

Hubo un silencio durante el que Acte trató de dominar la emoción suscitada en ella por los recuerdos. Por fin su cara recuperó su expresión de dulce melancolía y dijo:

—Pero hablemos de ti. Ligia. No hay que pensar ni por un momento en rebelarse contra la voluntad del César. Si Nerón te hubiera hecho raptar para él, no te habría traído al Palatino. Aquí reina Popea, y, desde que le ha dado una hija, Nerón sufre más que nunca su influencia… No… Ha dado órdenes para que asistas al festín; pero no te ha visto todavía ni ha preguntado a nadie por ti: por tanto no le interesas. Tal vez te haya raptado por animosidad contra Aulo y Pomponia… Petronio me ha mandado una nota para que te tome bajo mi protección; y como Pomponia me ha hecho el mismo ruego, es probable que actúen de común acuerdo. Tal vez haya sido a petición de Pomponia, y si Petronio te toma luego bajo su protección, no debes preocuparte por ninguna amenaza. ¿Quién sabe si no convencerá a Nerón para que te envíe de nuevo a casa de Aulo? No creo que Nerón quiera demasiado a Petronio, pero es raro que se atreva a no ser de su misma opinión.

—¡Ay, Acte! —respondió Ligia—. Petronio vino a nuestra casa antes de que me arrancaran de allí, y mi madre está convencida de que fue él quien impulsó a Nerón a reclamarme.

—Entonces eso sería de mal agüero —dijo Acte.

Y tras un momento de reflexión, prosiguió:

—Tal vez durante alguna cena con Nerón, Petronio contó simplemente que había visto en casa de los Aulo al rehén de los ligios, y Nerón, celoso de sus prerrogativas, te haya reclamado sólo porque los rehenes pertenecen al César. Además, no quiere bien a Aulo ni a Pomponia… No, dudo que Petronio haya empleado un medio semejante si hubiera querido raptarte. No sé si es mejor que el resto de los que rodean al César, pero es diferente… En fin, además de Petronio, tal vez encuentres alguien que quiera tomar tu defensa. ¿No has conocido en casa de los Aulo algún familiar del César?

—Vi allí a Vespasiano y a Tito.

—César no los quiere.

—Y a Séneca.

—Basta que Séneca le aconseje algo bueno para que Nerón haga lo contrario.

El rostro de Ligia adquirió un tinte rosa:

—Y Vinicio…

—No sé quién es.

—Un pariente de Petronio. Acaba de volver de Armenia.

—¿Crees que Nerón le mira con buenos ojos?

—A Vinicio le quiere todo el mundo.

—¿Y estaría dispuesto a interceder en tu favor?

—Sí.

Acte sonrió con ternura y prosiguió:

—Entonces podrás verlo en el festín. Tienes, pues, que asistir a él, ante todo porque estás obligada… Sólo a una niña como tú se le podía ocurrir comportarse de otro modo. Luego, si quieres volver a casa de los Aulo, ese festín te proporcionará ocasión de pedir a Petronio y a Vinicio que empleen su influencia en tu favor. Si estuvieran aquí, te dirían lo mismo que estoy diciéndote: toda resistencia sería pura locura y causaría tu perdición. Evidentemente, podríamos hacer que el César no se diera cuenta de tu ausencia, pero si te echa en falta, si se le ocurre que has tenido la audacia de oponerte a su voluntad, no tendrías salvación. Ven, Ligia… ¿Oyes ese ruido de voces en el palacio? El sol está poniéndose en el horizonte; pronto llegarán los invitados.

—Tienes razón, Acte —respondió Ligia—. Seguiré tu consejo.

¿Qué predominaba en esta resolución? ¿El deseo de ver a Petronio y a Vinicio, o la curiosidad, muy femenina, de contemplar, al menos una vez en la vida, una fiesta como aquélla, de ver en ella al César, a su corte, a la famosa Popea, a otras beldades, y todo aquel esplendor tan celebrado en Roma? Ni la misma Ligia habría podido decirlo. Sólo comprendía que Acte tenía razón. Tenía que ir, y puesto que la necesidad y la razón reforzaban su tentación íntima, la joven dejó de vacilar.

Acte la llevó entonces a su , para ungirla con aromas y adornarla; y aunque no faltasen en casa del César esclavas femeninas y Acte tuviera buen número de ellas a su servicio, conmovida por la belleza y el candor de la joven, decidió vestirla ella. Pronto se pudo ver que, a pesar de su aflicción y de la asidua lectura de las epístolas de Pablo de Tarso, la joven griega había conservado mucho de la antigua alma helena, que venera por encima de todo la belleza del cuerpo. Al ver desnudo el de Ligia, de formas gráciles y llenas que parecían hechas de nácar, de perlas y de rosas, no pudo contener un pequeño grito de admiración y retrocedió unos pasos para contemplar, entusiasmada, aquella deslumbrante encarnación de la primavera.

—¡Ligia! —exclamó por fin—. Eres cien veces más hermosa que Popea.

La joven, educada en casa de la austera Pomponia, donde incluso entre mujeres se observaba el pudor, permanecía allí, espléndida como un sueño maravilloso, armoniosa como un mármol de Praxíteles, como un himno, todo rosa y púdica, con las rodillas juntas, las manos cruzadas sobre el pecho, los párpados bajos. Por fin alzó los brazos con un gesto repentino, se quitó las horquillas que recogían sus cabellos y con un movimiento de cabeza los soltó para cubrirse toda con ellos, como con un .

Acte se acercó y, acariciando las oscuras crenchas, le dijo:

—¡Oh, qué pelo tienes!… No lo empolvaré con oro, porque sus ondas tienen ya reflejos dorados… Tal vez añadiría aquí y allá alguna pizca de polvo de oro, para que irradie como al contacto de un rayo de sol… Tu tierra ligia, donde nacen jóvenes como tú, debe ser encantadora.

—Ya no me acuerdo. Urso me ha dicho que en nuestro país hay bosques, y más bosques, muchos bosques.

—Y en esos bosques, flores… —continuó Acte, mojando sus manos en un jarro lleno de verbena para humedecer los cabellos de Ligia.

Luego le frotó ligeramente el cuerpo con olorosos aceites de Arabia, y le puso una túnica dorada, ligera y sin mangas, sobre la que debía ir el níveo . Pero como antes había que peinarla, envolvió mientras tanto a Ligia con un amplio ropaje llamado , la hizo sentarse y la puso en manos de las esclavas, a las que vigilaba de lejos. Mientras tanto, otras dos esclavas calzaban a Ligia unos coturnos blancos bordados de púrpura y atados con cordones de oro hasta la altura de sus pantorrillas de alabastro. Una vez acabado el peinado, ordenaron sobre su cuerpo los pliegues del . Acte le puso un collar de perlas, roció con un poco de polvo de oro su pelo, y se hizo vestir ella misma por sus mujeres, pero sin dejar de seguir a Ligia con ojos maravillados.

Al cabo de un momento estaba ya arreglada. Cuando las primeras literas aparecieron ante la puerta principal, las dos jóvenes fueron hacia un pórtico interior lateral desde el que se dominaba la entrada, las galerías interiores y el patio, rodeado por una columnata de mármol de Numidia.

La muchedumbre era cada vez mayor a medida que avanzaba bajo la bóveda elevada del peristilo, rematado por una soberbia cuadriga de Lisias que parecía llevar hacia el firmamento a Apolo y Diana. Ligia contemplaba con ojos maravillados aquel espectáculo del que nunca pudo hacerse idea en la austera casa de los Aulo. El sol empezaba a ponerse. Sus últimos rayos acariciaban el mármol amarillo de las columnas, que se encendía con un reflejo dorado y rosa a la vez. Bajo la columnata, junto a las blancas estatuas de las Danaides, de los dioses y los héroes, daba vueltas la ola de hombres y mujeres, todos semejantes a estatuas, vestidos con sus togas, peplos, , que caían con pintorescos pliegues sobre los que iban a morir los últimos rayos. Un Hércules gigantesco, con la cabeza aún iluminada y, a partir del torso, sumido en la sombra que proyectaban las columnas, contemplaba desde su altura la algarabía.

Acte señalaba con el dedo a Ligia los senadores con sus togas de amplio ruedo, sus túnicas de color y sus sandalias adornadas con medialunas; luego a los patricios, a los artistas famosos, a las damas vestidas a la romana o a la griega, o adornadas con extraños trajes orientales, con peinados en forma de torres o de pirámides, o bien, al modo de las estatuas de diosas, aplastados sobre la frente y adornados con guirnaldas de flores; iba diciendo los nombres de muchos de aquellos hombres y mujeres, y a veces añadía breves comentarios sorprendentes, que aterrorizaban a su compañera, la asombraban y la desconcertaban. Ante Ligia se revelaba un mundo extraño, cuya belleza encantaba sus ojos, sin que su joven espíritu pudiera, no obstante, conciliar el contraste. A la luz moribunda del crepúsculo, ante aquellas hileras de mudas columnas que se perdían a lo lejos, entre aquellos hombres semejantes a estatuas, había una calma indecible. Parecía que entre aquellos mármoles de líneas puras tenían que vivir semidioses libres de preocupaciones, serenos y felices, y, sin embargo, la voz de Acte descubría secretos siempre nuevos y cada vez más terribles de aquel palacio y de aquellos hombres. Allí estaba el pórtico cubierto donde aún se verían las huellas de sangre con que fueron salpicadas las blancas columnas cuando Calígula cayó bajo el puñal de Casio Quérea; también allí fue degollada su mujer; un poco más lejos la cabeza de su hijo fue aplastada contra el suelo. En aquel ala del palacio había una mazmorra donde el más joven de los Druso, torturado por el hambre, se roía las muñecas; allí murió envenenado su hermano mayor; aquí rugió de miedo Gemelo; allá se retorció en convulsiones Claudio, y un poco más allá Germánico… Aquellas paredes habían oído los gemidos y estertores de los moribundos; y aquellos hombres, que ahora corrían al festín con túnicas abigarradas adornadas de joyas y flores, tal vez estuvieran en vísperas de ser condenados. Quizás en muchos rostros la sonrisa ocultaba la incertidumbre y el miedo al día de mañana. Tal vez la pasión, la codicia y la envidia estaban royendo el corazón de aquellos semidioses coronados e impávidos.

La asustada mente de Ligia no lograba seguir las palabras de Acte. Y mientras aquel mundo maravilloso fascinaba sus miradas con creciente poder, su corazón se encogió de espanto, su alma se sintió punzada de pronto por la nostalgia infinita de la amadísima Pomponia Grecina y de la tranquila casa de Aulo donde reinaba no el crimen sino el amor.

Mientras tanto, las oleadas constantemente renovadas de invitados afluían del . Detrás de la puerta aumentaban los gritos y las exclamaciones de los clientes que habían escoltado a sus patronos hasta palacio. El patio y las columnatas eran atravesados por numerosos esclavos del César, hombres y mujeres, por niños y pretorianos de la guardia de palacio. Aquí y allá, entre caras blancas o morenas destacaba la cara negra de un númida de casco empenachado, de orejas adornadas con grandes aretes de oro. Se trasportaban laúdes, cítaras, ramos de flores cultivadas artificialmente a pesar de lo avanzado del otoño, y lámparas de plata, de oro y de bronce. El zumbido creciente de las conversaciones se mezclaba con el chapoteo de la fuente, cuyos chorros, rosados por los últimos rayos del sol poniente, caían quebrándose sobre el mármol de las losas con el acento de una queja.

Acte había dejado de hablar. Ligia seguía mirando, como si buscase a alguien entre la multitud. De pronto su cara se tiñó de rosa: entre las columnas acababan de aparecer Petronio y Vinicio, que avanzaban hacia el gran , hermosos y tranquilos en sus togas blancas, igual que dioses.

Cuando Ligia distinguió entre todos aquellos extraños los dos rostros conocidos y amigos, cuando, sobre todo, vio a Vinicio, le pareció que su pecho se aligeraba de un peso enorme. Se sintió menos sola. Su dolorida añoranza de Pomponia y de la casa de Aulo perdió intensidad. El deseo de ver a Vinicio, de hablarle, disipó en ella las demás preocupaciones. En vano recordó los siniestros relatos que le habían hecho sobre la casa del César, las palabras de Acte, y las advertencias de Pomponia; supo que iría al festín, no sólo para obedecer, sino también impelida por un impulso irresistible. Con la idea de que dentro de unos momentos iba a oír de nuevo aquella voz tan querida que le había hablado de amor, de una felicidad digna de dioses, y que todavía resonaba como un canto en sus oídos, se sintió transportada de alegría.

Pero de pronto hasta aquella alegría la asustó. Creyó que traicionaba la nueva doctrina en la que la habían educado, que traicionaba a Pomponia y a sí misma. Una cosa era ceder a la fuerza, y otra alegrarse de la violencia que sobre ella cometían. Se sintió culpable, indigna y perdida. De ella se apoderó una desesperanza inmensa, y de sus ojos brotaron lágrimas. Si hubiera estado sola, habría caído de rodillas y se habría dado golpes de pecho repitiendo:

Cogiéndola de la mano, Acte la llevó, a través de las habitaciones interiores, hacia el gran donde se celebraba el festín. Los ojos de Ligia estaban turbios, sus oídos zumbaban y los latidos del corazón le impedían casi respirar. Como en un sueño, vio sobre las mesas y en las paredes millares de lámparas vacilantes; como en un sueño, percibió las aclamaciones con que saludaban al César; y como a través de una bruma vio al mismo César. Aquellos gritos la ensordecían, se sentía cegada por el resplandor de las luces, embriagada por el aroma de los perfumes. Casi desfallecida, apenas distinguía a Acte que la instalaba en una mesa y se sentaba a su lado.

Poco después, al otro lado una voz conocida le dijo dulcemente:

—¡Salud a la más bella de las vírgenes terrestres, a la más bella de las estrellas del cielo! ¡Salud a la divina Calina!

Volviendo en sí, Ligia torció la cabeza; junto a ella se había tendido Vinicio.

Estaba sin toga, dado que la costumbre era quitársela antes del festín para más comodidad; sólo llevaba una túnica escarlata, sin mangas, bordada con palmas de plata; sus brazos desnudos, con dos anchos brazaletes de oro por encima del codo, a la oriental, estaban más abajo cuidadosamente depilados, lisos, pero tal vez eran demasiado musculosos: auténticos brazos de guerrero, hechos para la espada y el escudo. Iba coronado de rosas. Con sus espesas cejas unidas en un solo arco, sus ojos magníficos y su tez morena, encarnaba la juventud y la fuerza. A Ligia le pareció tan hermoso que, una vez desaparecida su primera turbación, apenas pudo balbucear:

—Salud a ti, Marco.

—¡Felices mis ojos que te contemplan! —dijo él—. ¡Felices mis oídos que escuchan tu voz más dulce que las flautas y las cítaras! ¡Si hubiera tenido que escoger entre Venus o tú como compañera en esta mesa, te habría elegido a ti, oh divina!

La contemplaba como si quisiera saturar su vista con su belleza; con sus ojos la abrasaba, le acariciaba unas veces el rostro, otras el cuello, los brazos desnudos, los deliciosos rasgos; se deleitaba en ella, la envolvía, la devoraba, y se enardecía por ella, no sólo de deseo, sino también de dicha, de ternura y de adoración infinita.

—Sabía que volvería a encontrarte en casa del César —continuó—. Y al verte me ha invadido una alegría tan grande que me ha parecido sentir una felicidad inesperada.

Ligia tuvo la sensación de que, en aquella multitud, en aquel palacio, sólo él estaba a su lado, y se puso a interrogarle sobre todo lo que había para ella de incomprensible y temible en todo aquello. ¿Cómo sabía que había de encontrarla allí? ¿Por qué la habían llevado a palacio? ¿Por qué el César la había sacado de casa de Pomponia? Aquí todo le daba miedo. Quería volver junto a su madre. Sin la esperanza de que Petronio y él, Vinicio, intercederían por ella ante el César, habría muerto de pena y de angustia.

Vinicio le explicó que la noticia de su rapto se la había dado el propio Aulo.

¿Por qué estaba allí? Lo ignoraba, porque el César no suele dar cuenta de ninguna de sus decisiones ni órdenes. Sin embargo, no debía temer nada puesto que él, Vinicio, estaba y seguiría estando a su lado. Habría preferido perder los ojos antes que no volver a verla, sacrificar su vida antes que abandonarla. Ella se había convertido en su alma, él velaría por ella como por su propia alma. Como si se tratara de una divinidad, levantaría en su casa un altar para ella; le llevaría, en ofrenda, mirra y áloe, y en primavera anémonas y flores de manzano… Y si la casa del César la asustaba, podía asegurarle que no permanecería allí mucho tiempo.

Aunque hablara de forma evasiva, o incluso aunque mintiese por momentos, su voz vibraba sin embargo con el acento de la verdad, porque los sentimientos que hacia ella tenía eran auténticos. Una sincera compasión lo dominaba y las palabras de Ligia penetraban hasta su corazón. Por eso, cuando ella le expresaba su agradecimiento, le aseguraba que Pomponia le amaría por su bondad y que ella misma le quedaría eternamente agradecida, él se sintió más profundamente emocionado todavía y pensó que nunca se resignaría a contrariar la voluntad de la joven. Su corazón estaba inundado de felicidad. La gracia de Ligia aumentaba su pasión y, al mismo tiempo, ella se le hacía más querida que cualquier otra cosa en el mundo, y se sentía capaz de adorarla como a una verdadera divinidad. Sentía una necesidad irresistible de hablarle de su belleza, de su amor. Y como el barullo del festín aumentaba, se inclinó hacia ella para murmurarle al oído buenas y dulces palabras que salían del fondo de su alma, armoniosas como una música y embriagadoras como el vino.

Porque ella estaba embriagándose con sus palabras. Rodeada por todas aquellas gentes extrañas, le sentía cada vez más cercano, más querido, más seguro, ¡y tan solícito! Él la tranquilizó, prometió sacarla de la casa del César, no abandonarla sino servirla. En casa de los Aulo le había hablado del amor como de la dicha que se puede dar en general; ahora le decía sin rodeos que la amaba, que era más seductora y más preciosa para él que nada en el mundo. Por primera vez oía ella aquellas palabras salir de la boca de un hombre, y, a medida que las escuchaba con mucha atención, algo despertaba en ella, todo su ser se sentía inundado por una felicidad desconocida, una inmensa alegría se confundía en ella con una angustia inmensa. Sus mejillas se ruborizaron, su corazón latió con precipitación, sus labios sorprendidos se entreabrieron. Tenía miedo a escuchar semejantes confesiones, pero más miedo aún a perderse una sola sílaba. A veces bajaba los ojos, para alzar pronto hacia Vinicio su luminosa mirada, tímida e interrogadora a la vez, como para decirle: «¡Sigue hablando!». El zumbido de las conversaciones, la música, el aroma de las flores y el perfume de los inciensos la embriagaron de nuevo. A su lado estaba tendido Vinicio, dado que en Roma lo habitual era tumbarse junto a la mesa. Hasta entonces Ligia había ocupado un lugar entre Pomponia y el pequeño Aulo; ahora, allí estaba él, joven, atlético, amoroso y todo enardecido de deseo. Hasta ella misma, invadida por el ardor de la pasión que de él se desprendía, sentía a la vez vergüenza y placer, y se dejaba arrastrar por una especie de languidez, perdía fuerzas y parte del conocimiento, como si el sueño la invadiera.

Pero sobre Vinicio también causaba efecto la cercanía de Ligia. Su cara estaba pálida, las aletas de su nariz se hallaban dilatadas como las de un corcel de Arabia. Sin duda alguna, su corazón saltaba bajo su túnica de púrpura, porque su aliento jadeaba y su voz se volvía entrecortada. Nunca había estado tan cerca de ella. Sus ideas se confundían y por sus venas corría un fuego que en vano trataba de apagar con vino.

Lo que más le embriagaba no era el vino sino aquel rostro maravilloso, aquellos brazos desnudos, aquel pecho virginal que agitaba la túnica de oro, y aquel cuerpo que adivinaba bajo los pliegues del níveo peplo. De pronto cogió la mano de Ligia por encima de la muñeca, como ya había hecho en casa de Aulo, y atrayéndola hacia sí murmuró con labios temblorosos:

—¡Te amo, Calina, diosa mía!

—¡Marco, déjame! —balbució Ligia.

Pero él, con los ojos velados por la pasión, continuó:

—¡Diosa mía, ámame!

En aquel momento se dejó oír la voz de Acte:

—El César os está mirando.

De Vinicio se apoderó una repentina cólera contra el César y contra Acte. Aquellas solas palabras habían bastado para romper el encanto. En un momento como ése, incluso una voz amada hubiera desagradado al joven; y pensó que Acte había interrumpido adrede la conversación.

Alzando la cabeza y mirando a la joven liberta por encima de los hombros de Ligia, le dijo furioso:

—Acte, ya pasaron los tiempos en que durante los festines te acostabas al lado del César, y dicen que estás perdiendo la vista: entonces ¿cómo puedes ver al César?

Acte le respondió con voz entristecida:

—Sin embargo, lo distingo. También él es corto de vista, pero os está observando a través de su esmeralda.

Cada uno de los actos de Nerón inspiraba inquietud incluso a su círculo más próximo; por eso Vinicio se inquietó: dominándose inmediatamente, empezó a seguir a hurtadillas los movimientos del César. Ligia, que al principio del festín no le había visto sino a través de una niebla, y luego, absorta en su conversación con Vinicio, no había pensado siquiera en mirarle, volvió hacia él unos ojos asustados y al mismo tiempo curiosos.

Era cierto lo que había dicho Acte. De codos sobre la mesa, con un ojo semicerrado y el otro concentrado en la esmeralda redonda y pulida que solía llevar, el César los examinaba.

Su mirada encontró la de Ligia, y el corazón de ésta quedó helado. En otro tiempo, en la finca que Aulo tenía en Sicilia, cuando era una niña, hacía que una vieja esclava egipcia le contara historias de dragones y habitantes de las cavernas. En aquel momento tuvo la sensación de que era el ojo verdoso de uno de aquellos dragones lo que la miraba. Como un niño temeroso, cogió la mano de Vinicio y por su cabeza cruzaron impresiones fugaces y confusas: ¿aquél era el temible, el todopoderoso? Nunca le había visto antes, y se lo imaginaba de forma muy distinta. Su imaginación diseñaba una cara horrible y unos rasgos en los que se pintaba la maldad. Y ahora veía una enorme cabeza plantada sobre un poderoso cuello, una cabeza terrorífica, cierto, pero casi grotesca, y semejante, de lejos, a una cabeza de niño. Una túnica color amatista, prohibida a los simples mortales, lanzaba un reflejo azul sobre aquella cara ancha y corta. Sus negros cabellos estaban separados, siguiendo la moda lanzada por Otón, en cuatro filas de rizos. No tenía barba, porque recientemente la había ofrecido a Júpiter. Por eso. Roma entera le había tributado homenajes de agradecimiento, aunque en voz baja se atribuía aquel sacrificio a que la tenía roja como todos los de su familia. Sin embargo, en su frente, que se proyectaba por encima de las cejas, había algo de olímpico, y sus cejas fruncidas advertían que estaba completamente convencido de su omnipotencia, pero bajo su frente de semidiós se achataba una cara de mono, de borracho y de comicastro, que sin cesar reflejaba deseos inconstantes, enfermizos, y, aunque todavía joven, estaba abotargado de grasa. A Ligia le pareció siniestro, y sobre todo repulsivo.

Nerón dejó su esmeralda y cesó de mirarlos. Entonces ella distinguió dos ojos azules y saltones que parpadeaban por la crudeza de la luz, dos ojos vidriosos, estúpidos, como los de un cadáver.

El César se dirigió a Petronio para preguntarle:

—¿Es ésa la rehén de que se ha enamorado Vinicio?

—Sí, ella es.

—¿Cuál es el nombre de su pueblo?

—Ligio.

—¿A Vinicio le parece hermosa?

—Viste un tronco de olivo con un peplo de mujer, y Vinicio lo admirará. Pero ya veo en tu cara, ¡oh juez incomparable de la belleza!, cuál es tu opinión. No tienes que pronunciar tu sentencia. Sí, tienes razón, está demasiado delgada y demasiado seca, como una cabeza de adormidera sobre su tallo demasiado débil. Y a ti, divino esteta, lo que te interesa precisamente en la mujer es el talle; tienes una y mil veces razón. Por sí sola, la cara no significa nada. He aprendido mucho en tu compañía, sin que por ello mi mirada haya conseguido la seguridad de la tuya. Y quiero apostarle a Tulio Senecio, con su amante como envite, que, en este banquete donde todo el mundo está tumbado y donde es muy difícil juzgar el cuerpo entero de una mujer, tú ya has dicho: «Caderas demasiado estrechas».

—Caderas demasiado estrechas —repitió Nerón con los ojos entornados.

Una imperceptible sonrisa plegó los labios de Petronio, mientras Tulio Senecio, que hasta entonces había hablado con Vestino, o, más bien, se había burlado de la credulidad de éste en los sueños, se volvía hacia Petronio y, sin saber de qué se trataba, dijo:

—Te equivocas. El César tiene razón.

—De acuerdo —respondió Petronio—. Precisamente yo afirmaba que tienes algún destello de inteligencia, mientras que el César decía que eres un asno completo.

— —dijo Nerón riendo, con el pulgar vuelto hacia el suelo, como en el circo, cuando el gladiador vencido debe ser rematado.

Creyendo que seguían hablando de sueños, intervino Vestino:

—Pues yo sí creo en los sueños, y Séneca también; me lo dijo un día.

—La otra noche yo soñé que era una vestal —dijo Calvia Crispinila inclinándose sobre la mesa.

Nerón empezó a aplaudir y todo el mundo lo secundó porque la desvergüenza de Crispinila, mujer que se había divorciado varias veces, era legendaria en toda Roma. Pero sin desconcertarse, ella añadió:

—¿Por qué no? Todas son viejas y feas. Sólo Rubria tiene rostro humano. Así seríamos dos, aunque en verano a Rubria le salen pecas.

—Tendrás que admitir, purísima Calvia —dijo Petronio—, que te sería difícil ser vestal, salvo en sueños.

—Pero ¿si fuera orden del César?

—Entonces creería que pueden realizarse los sueños más fantásticos.

—Ten por cierto que ocurren —afirmó Vestino—. Comprendo que no se crea en los dioses, pero ¿cómo no creer en los sueños?

—¿Y en las predicciones? —preguntó Nerón—. Hace tiempo me predijeron que Roma dejaría de existir y que yo reinaría en todo Oriente.

—Predicciones y sueños es lo mismo —dijo Vestino—. Cierto día un procónsul de los más escépticos envió al templo de Mopso un esclavo con una carta sellada, con orden de no abrirla para probar si la divinidad podría responder a la pregunta que había dentro. El esclavo pasó la noche en el templo y allí tuvo un sueño profético. Al volver lo contó: «He visto en sueños a un joven resplandeciente como el sol que sólo me ha dicho una palabra: Negro». Al oírlo, el procónsul palideció y volviéndose hacia sus invitados, tan escépticos como él, les dijo: «¿Sabéis qué había en la carta?».

Vestino se detuvo un momento en el relato, alzó su copa y se puso a beber.

—¿Qué contenía aquella carta? —preguntó Senecio.

—La siguiente pregunta: «¿Qué toro debo ofrecer como sacrificio: uno blanco o uno negro?».

Pero el interés que este relato había provocado fue interrumpido por Vitelio, que ya había llegado bebido al festín y que, de pronto, sin motivo alguno, lanzó una carcajada de idiota.

—¿De qué se ríe esa barrica de sebo? —preguntó Nerón.

—La risa distingue a los hombres de los animales —dijo Petronio—. No tiene otro medio para probarnos que no es un jabalí.

Pero Vitelio ya no se reía. Haciendo chascar sus labios relucientes de grasa y salsa, miraba embrutecido a los asistentes como si los viera por primera vez.

Por fin, alzó una mano del grosor de una almohada y dijo con voz ronca:

—He perdido mi anillo de caballero, el anillo que heredé de mi padre…

—Que era zapatero —añadió Nerón.

Vitelio volvió a verse sacudido por una risa absurda, mientras buscaba su anillo en el peplo de Calvia Crispinila.

Esto sirvió de pretexto a Vestino para simular gritos de mujer asustada, mientras la amiga de Calvia, Nigidia, joven viuda de ojos perversos y cara de niña, exclamaba:

—¡No ha perdido lo que busca!

—Y no sería capaz de utilizarlo si lo encuentra —añadió Lucano.

El festín se animaba. La muchedumbre de esclavos traía constantemente nuevos platos. De los laterales de grandes jarrones llenos de nieve y envueltos en hiedra sacaban sin cesar cráteras de vinos variados. Todos bebían mucho. De la bóveda caían pétalos de rosa sobre la mesa y los invitados.

Antes de que todos estuvieran borrachos, Petronio rogó a Nerón que realzara el banquete con su canto, ruego que pronto fue hecho a coro. Nerón se negó al principio. No se trataba sólo de seguridad, que en muchas ocasiones le faltaba… Los dioses sabían cuánto le costaba cada vez que aparecía en público… A pesar de todo, no se negaba porque el arte tiene sus exigencias. Y dado que Apolo le había dado alguna voz, no convenía despreciar el don de los dioses. Se daba cuenta incluso de que era un deber de Estado; pero en esta ocasión se hallaba realmente ronco. Aquella noche se había puesto unos lingotes de estaño sobre el pecho, pero el remedio no había tenido éxito… Por eso pensaba en irse a respirar los aires marinos a Ancio.

Entonces Lucano le suplicó en nombre del arte y de la humanidad. El mundo entero sabía que el poeta, el cantor divino, había compuesto un nuevo himno a Venus; el de Lucrecio, comparado con el de Nerón, no era más que el vagido de un lobezno. ¡Que aquel festín fuera un verdadero festín! Un soberano tan bueno no podía infligir sufrimientos como aquél a sus súbditos: «¡No seas cruel, César!».

—¡No seas cruel! —repitieron los comensales más cercanos.

Nerón extendió las manos para indicar que le obligaban a ceder. En todas las caras se pintó la gratitud; todas las miradas se volvieron hacia él. Entonces ordenó que comunicasen a Popea que iba a cantar, e informó a los comensales que una indisposición había impedido a su mujer presentarse en el festín. Y como ningún remedio le procuraba alivio mayor que su canto, él lamentaría mucho privarla de tan gran beneficio.

Popea se presentó al punto. Todavía reinaba sobre Nerón, tanto como éste sobre sus súbditos; pero no olvidaba, sin embargo, que era peligroso irritar al César en su amor propio de cantor, de poeta o de conductor de cuadrigas. Bella como una diosa, entró vestida también con una túnica amatista, con una hilera de enormes perlas procedentes del botín logrado sobre Masinisa al cuello; tenía los cabellos dorados, sonreía, y, aunque se hubiera divorciado ya dos veces, había conservado la mirada y el rostro de una virgen. Fue saludada con aclamaciones que sin cesar repetían el nombre de «Divina Augusta». Ligia no había visto nunca una beldad semejante. Apenas podía dar crédito a sus ojos, porque sabía que Popea Sabina era la más viciosa de las mujeres. Por Pomponia, había llegado a su conocimiento que el César había mandado asesinar a su madre y a su mujer instigado por Popea. Sabía de lo que era capaz por los relatos de los visitantes y de los esclavos de Aulo. Había oído decir que por la noche, en la ciudad, se derribaban las estatuas de Popea y que todas las mañanas aparecían en las paredes inscripciones cuyos autores eran cruelmente castigados. Y a pesar de ello, a la vista de la famosa Augusta, que a ojos de los adeptos del Cristo encarnaba el mal y el crimen, la joven pensó que sólo los ángeles y los espíritus celestes podían ser tan hermosos. No podía apartar de ella su vista, e involuntariamente exclamó:

—¡Ah, Marco! ¿Es posible…?

Él, animado por el vino, y descontento porque la atención de su vecina se apartaba constantemente de él y de lo que decía, respondió:

—Sí, es hermosa; pero tú lo eres cien veces más. Ignoras tu belleza, porque de saberla, como Narciso, te enamorarías de ti misma… Ella se baña en leche de burra: a ti Venus ha debido bañarte en su propia leche. No te conoces, … ¡No la mires! ¡Vuelve hacia mí tus ojos, !… Toca con tus labios el borde de esta copa, para que yo ponga los míos en el mismo sitio.

Y se acercaba más a ella cada vez, mientras Ligia retrocedía hacia Acte. En este momento se hizo el silencio porque el César acababa de levantarse. El cantor Diodoro le entregó un laúd delta, mientras que, para acompañarle, el cantor Terpnos se proveía de un . Apoyando el delta en la mesa, Nerón levantó los ojos al cielo. El silencio que planeaba en el sólo era turbado por el ruido sedoso de los pétalos de rosa que caían de la bóveda.

Cantó, o más bien declamó, con voz cadenciosa y rítmica, y acompañado por dos laúdes, su himno a Venus. Su voz, aunque algo ronca, no carecía de mérito; tampoco los versos. De nuevo el remordimiento se apoderó de la pobre Ligia: aquel himno a la gloria de la impura y pagana Venus le parecía muy hermoso, y el mismo César, coronado de laureles, con los ojos puestos en el cielo, le parecía más majestuoso, menos terrible y menos repulsivo que al principio del festín.

Sonó un trueno de aplausos. «¡Oh, voz celeste!», repetían en todas partes. Había mujeres que durante el canto habían levantado los brazos y seguían así, extasiadas, cuando hubo terminado. Otras enjugaban lágrimas de sus ojos. En la sala entera se produjo algo así como el zumbido de una colmena. Inclinando su cabeza dorada, Popea pegó sus labios a la mano de Nerón, que mantuvo largo tiempo así, sin hablar. Pitágoras, un joven griego de maravillosa belleza, con quien más tarde, ya medio loco, el César se casaría en una gran ceremonia delante de los , postró a sus pies.

Pero Nerón, sensible sobre todo a los elogios de Petronio, miraba atentamente hacia el lado donde éste se hallaba. Y Petronio le dijo:

—Por lo que se refiere a la música, Orfeo debe estar tan amarillo de envidia como Lucano aquí presente; en cuanto a los versos, los hubiera preferido menos buenos: me habría permitido encontrar un elogio que no fuese indigno de ellos.

Lucano no se molestó por esta frase; al contrario, dirigió a Petronio una mirada de gratitud, y fingiendo mal humor replicó:

—¡Maldito que me ha hecho contemporáneo de un poeta como éste! ¡Podría ocupar un lugar en la memoria de los hombres y en el monte Parnaso si no fuera eclipsado por el César como una lámpara por el sol!

Entre tanto, Petronio, cuya memoria era fiel, empezó a repetir pasajes del himno, a citar versos aislados, mientras examinaba y destacaba las expresiones más afortunadas. Lucano, que fingía olvidar la envidia ante el encanto de semejante poeta, fue partícipe de la admiración de Petronio. La cara de Nerón reflejaba una ebriedad y una vanidad inconmensurables, no sólo rayanas en la necedad, sino que se confundían completamente con ella. Él mismo señaló los versos que consideraba más bellos; luego se esforzó por consolar a Lucano invitándole a no desanimarse: nadie tiene que responder de unas facultades que no se consiguen sino que se tienen al nacer; además, adorar a Júpiter no impide que se pueda rendir culto a los demás dioses.

Se levantó para acompañar a su habitación a Popea, que se encontraba mal realmente y que deseaba retirarse a su habitación. No obstante, rogaba a sus invitados que no abandonaran sus puestos. Momentos después volvía, dispuesto a marearse en el humo de los inciensos y a gozar del espectáculo que él mismo había preparado, de acuerdo con Petronio y Tigelino, para completar el festín.

Se leyeron más versos, se recitaron algunos diálogos en los que la retórica substituía al ingenio. Luego, el célebre mimo Paris interpretó las aventuras de Ío, hija de Ínaco. Los comensales, y sobre todo Ligia que no estaba acostumbrada a aquel espectáculo, creían ver milagros y sortilegios. Con los movimientos de sus brazos y del cuerpo, Paris sabía expresar cosas que parecía imposible hacer con la danza. Sus manos batían el aire creando una especie de nube luminosa y animada que se estremecía de voluptuosidad, envolviendo una forma virginal que se esfumaba en el éxtasis. Era un cuadro, no una danza, un cuadro elocuente que descubría el misterio mismo del amor fascinante y lúbrico. Y luego, cuando entraron los coribantes. que ejecutaron, con unas muchachas sirias, al son de cítaras, flautas, címbalos y tambores, una danza báquica acentuada por gritos salvajes y llenos de un cinismo más salvaje todavía, Ligia creyó que el fuego del cielo iba a consumirla, que el rayo iba a golpear aquella casa y que la bóveda se desmoronaría sobre las cabezas de aquellas gentes entusiasmadas.

Sin embargo, de la red de oro tendida sobre sus cabezas no caían más que pétalos de rosas… Y Vinicio, medio borracho, le decía a Ligia:

—Cuando te vi en casa de Aulo, junto a la fuente, te amé en el acto. Era por la mañana, al alba, tú creías que no te veía nadie, pero yo te vi… Y te vi siempre así, a pesar de ese peplo que te oculta a mi mirada. Déjalo caer como Crispinila. Mira, los dioses y los hombres tienen sed de amor. ¡No hay nada más en este mundo! Reclina tu cabeza en mi pecho y cierra los ojos.

La sangre afluía y batía con violencia en las sienes y las muñecas de Ligia; tuvo miedo, se sintió como precipitada en un abismo; aquel mismo Vinicio que al principio le había parecido tan cercano y tan solícito, en vez de acudir en su ayuda la arrastraba ahora hacia aquel abismo. Sintió malestar y pena por el cambio. De nuevo volvió a tener miedo de aquel festín, de Vinicio y de ella misma. Una voz que le recordaba la de Pomponia se alzaba en su alma: «¡Recupérate, Ligia!». Pero también había algo gritándole que ya era demasiado tarde. Quien había ardido en una llama semejante, quien había asistido a todo lo que ocurría en aquel festín, quien había sentido latir su corazón como latía el de Ligia cuando escuchaba las palabras de Vinicio, quien había sido sacudida con un estremecimiento semejante al que ella había sentido cuando Vinicio se acercó a ella, estaba perdida sin remedio.

Se sentía débil. A veces tenía la sensación de que iba a perder el conocimiento y que de ello resultaría algo terrible. Sabía que, so pena de ganarse la cólera del César, nadie podía levantarse antes que él; además, incluso sin esa prohibición, no hubiera tenido fuerza para marcharse.

Mientras tanto, el festín estaba lejos de terminar. Los esclavos seguían trayendo nuevos platos y llenaban las copas de vino.

Delante de la mesa, dispuesta en forma de herradura, aparecieron dos atletas preparados para ofrecer a los comensales el espectáculo de la lucha.

Comenzaron enseguida. Sus poderosos torsos, brillantes de aceite, se fundieron en un solo bloque vivo, mientras sus huesos crujían bajo el esfuerzo de sus brazos de hierro y de sus mandíbulas salía un rechinamiento siniestro. El pavimento, cubierto de azafrán, resonaba por momentos con el choque sordo de sus pies. Luego, de pronto, quedaron inmóviles, impasibles, y los espectadores creyeron que tenían ante su vista un grupo tallado en piedra. Los romanos seguían con delicia el movimiento de los espinazos tremendamente tensos, de las pantorrillas y los brazos. Pero la lucha duró poco: Crotón, maestro y jefe de la escuela de gladiadores, pasaba con todo merecimiento por ser el hombre más fuerte del Imperio. Pronto el resuello de su adversario se hizo jadeante; empezó a lanzar estertores, su rostro se puso azul, de su boca brotó un hilillo de sangre, y se desplomó sobre el suelo.

El fin de la lucha fue saludado con aplausos. Ahora Crotón, con un pie sobre el hombro del vencido y cruzando sus enormes brazos, paseaba por toda la sala una mirada triunfante.

Luego se sucedieron los imitadores de gritos de animales, los juglares y los bufones. Pero nadie les prestó atención porque el vino ponía bruma en todas las miradas. El festín se transformaba gradualmente en una orgía de embriaguez y desenfreno. Las jóvenes sirias que habían participado en las danzas báquicas se habían mezclado a los comensales. La música había terminado por ser un alboroto discordante de cítaras, de laúdes, de címbalos armenios, de sistros egipcios, de trompas y de cuernos. Pero como algunos invitados pretendían hablar, obligaron a gritos a los músicos a marcharse. La atmósfera del estaba saturada del perfume de las flores, de los aceites que utilizaban efebos de maravillosa belleza para rociar constantemente los pies de los comensales, del olor del azafrán, de los efluvios humanos, y se volvía pesada. Las lámparas ardían con una llama débil, las coronas naufragaban sobre las cabezas, las caras estaban pálidas y llenas de sudor.

Vitelio rodó debajo de la mesa; Nigidia, borracha, con el torso desnudo hasta la cintura, dejó caer su cabeza infantil sobre el pecho de Lucano, que también estaba ebrio y se puso a soplar el polvo de oro con que ella adornaba su pelo y a seguir con extremado interés el vuelo del dorado polvillo. Vestino, con cabezonería de borracho, repetía por enésima vez la respuesta de Mopso a la carta cerrada del procónsul, mientras Tulio se burlaba de los dioses y decía con voz apagada, sacudida por los hipos:

—Si admitimos que el de Jenófanes es un dios completamente redondo, imaginad lo fácil que sería hacer rodar a ese dios delante de uno, a patadas, como si fuera una barrica.

Pero estas palabras indignaron a Domicio Afer, viejo truhan y delator que, de cólera, derramó sobre su túnica un vaso de Falerno. Era creyente a pesar de todo. Se decía que Roma debía perecer. Había quien pretendía que ya estaba pereciendo. ¡No era sorprendente!… Si debía ocurrir, la culpa sería de la juventud, que ya no tenía fe; y sin fe no hay virtud. Se arrinconaban las severas costumbres de antaño y nadie pensaba que los epicúreos fueran capaces de resistir a los bárbaros. Entonces, ¿quién lo haría?… Lamentaba incluso haber vivido en aquellos tiempos y haber tratado de olvidar entre placeres el malestar que sentía.

Mientras hablaba agarró a una de las bailarinas sirias a la que se puso a besar, con su boca desdentada, en el cuello y los hombros. Al verlo, el cónsul Memmio Régulo se echó a reír y con la corona de flores puesta de través sobre su calvicie, exclamó:

—¿Dónde están los que pretenden que Roma va a perecer? ¡Qué tontería!… Yo, cónsul, lo sé mejor que nadie… … ¡Treinta legiones salvaguardan la !…

Y con los puños en las sienes, bramó a voz en cuello:

—¡Treinta legiones! ¡Treinta legiones!… Desde Britania a la frontera de los partos.

De repente, se sumió en meditación y, con el dedo en la frente, concluyó:

—Aunque quizá haya treinta y dos…

Y se desmoronó bajo la mesa, donde inmediatamente se puso a vomitar las lenguas de flamenco, las setas asadas, los champiñones helados, las langostas con miel, los pescados, las carnes, todo lo que había comido o bebido.

Sin embargo, a Domicio no le tranquilizaba el número de legiones que salvaguardaban la : «No, no, Roma debía perecer, ¡porque habían perecido la fe en los dioses y las costumbres austeras! ¡Roma debía perecer!… ¡Qué pena!… Porque la vida era buena, el César magnánimo y el vino excelente. ¡Ay, qué pena!».

Y con la cabeza hundida entre los hombros de la bailarina siria, se puso a lloriquear:

—Además, ¿qué me importa a mí la vida futura?… Aquiles decía, y tenía razón, que más valía ser el último de los boyeros en este mundo sublunar que rey en las regiones cimerias. A saber si existen dioses, aunque la duda sea funesta para la juventud.

Mientras tanto, Lucano había terminado por aventar las últimas pizcas de oro de los cabellos de Nigidia, que dormía completamente borracha. Soltó la hiedra que adornaba un ánfora cercana para ponérsela a la durmiente. Luego, empezó a pasear sobre los asistentes una mirada interrogadora y plácida y, adornándose también con hiedra, declaró en tono de profunda convicción:

—Ya no soy un hombre; soy un fauno.

Petronio no estaba borracho; en cuanto a Nerón, preocupado por su voz celestial había bebido al principio con moderación, pero luego había vaciado una copa tras otra y se hallaba embriagado. Todavía quería cantar sus versos, pero esta vez se trataba de versos griegos, y no acudían a su memoria; por error, entonó un canto de Anacreonte. Pitágoras, Diodoro y Terpnos le acompañaron, pero como no conseguían llevar el compás, renunciaron.

Como esteta y experto, Nerón se extasiaba ahora con la hermosura de Pitágoras y, lleno de admiración, le besaba las manos. Unas manos tan hermosas que él ya había visto antes…, pero ¿en quién?

Llevando la mano a su frente sudorosa, registró entre sus recuerdos. Bruscamente, su rostro reflejó espanto:

—¡Ah, sí, en mi madre, en Agripina!

E inmediatamente se vio acosado por sombrías visiones.

—Según afirman —dijo—, por la noche, a los rayos de la luna, se la ve vagar sobre el mar, junto a Bayas y Baula… Y sola… Vaga, vaga como si buscase algo… A veces se acerca a una barca, la mira y desaparece. Y el pescador en quien ha clavado los ojos muere.

—No es mal tema —dijo Petronio.

Vestino, alargando su cuello de grulla, balbuceó con aire misterioso:

—Yo no creo en los dioses, pero sí en los espectros. ¡Oh!…

Sin prestar ninguna atención a lo que decían, Nerón prosiguió:

—Y sin embargo, yo celebré las Lemuralia. ¡No quiero volver a verla! Hace ya cinco años. Me vi obligado, forzado a condenarla; había pagado a un asesino a sueldo y si no me adelanto esta noche no habríais oído mi poema.

—¡Gracias te sean dadas, César, en nombre de Roma y del universo entero! —exclamó Domicio Afer.

—¡Vino! ¡Que suenen los tímpanos!

De nuevo creció la algarabía. Lucano, con una guirnalda de hiedra, trató de dominarla, se levantó y gritó:

—¡Yo no soy un hombre! Soy un fauno, un habitante de los bosques. ¡Eco, eco, ecoooooo!

El César terminó también borracho; hombres, mujeres, todos estaban borrachos. Y Vinicio lo estaba igual que los demás. Además de su excitación amorosa, en él crecían unas ganas rabiosas de pelea, cosa que siempre le ocurría cuando había bebido más de la cuenta. Su rostro curtido se había vuelto pálido, y con la lengua pastosa ordenaba en voz alta y dominante:

—¡Dame tus labios! Hoy, mañana, ¿qué más da? ¡Ya estoy harto de esperar!… El César te ha sacado de casa de Aulo para entregarte a mí, ¿comprendes? Mañana por la noche quizá te devuelva, ¿entiendes? Antes de reclamarte, el César ya te había prometido… Tienes que ser mía. ¡Dame tus labios! No quiero esperar a mañana… ¡Deprisa, tus labios!

La rodeó con sus brazos. Pero Acte la defendía y ella misma se debatía con las fuerzas que le quedaban, porque se daba cuenta de que estaba a punto de sucumbir. Luchaba en vano para romper con sus dos manos el cerco de aquellos brazos depilados; en vano le suplicaba con una voz que temblaba de espanto y amargura que no se comportara así, que tuviera piedad de ella. El aliento avinado de Vinicio le llegaba cada vez con más fuerza, el rostro del hombre casi tocaba el suyo. Ya no era el Vinicio de antes, bueno y casi querido para su corazón, sino un sátiro malvado, borracho, que no le inspiraba más que terror y repulsión.

Mientras tanto sus fuerzas se debilitaban más cada vez. En vano retrocedía y apartaba la cabeza para escapar a los besos. Vinicio se levantó, la cogió con sus dos brazos, atrajo la cabeza de la joven hacia su pecho y con la boca jadeante se puso a oprimir los labios pálidos de ella.

Pero de repente una fuerza terrible apartó los brazos con tanta facilidad como si fueran los de un niño, e incluso fue arrojado a un lado como una rama o una hoja seca. ¿Qué había pasado? Vinicio se frotó los ojos estupefacto y vio erguirse por encima de él la gigantesca estatura del ligio Urso, al que ya conocía de casa de los Aulo.

El ligio permanecía impasible. Pero sus ojos azules clavaban sobre Vinicio una mirada tan aguda que sintió como si su sangre se helara. Cogiendo entonces a su reina en brazos, Urso salió del con paso firme y seguro.

Acte fue tras él.

Durante un momento Vinicio permaneció como petrificado. Luego se levantó de un salto y se lanzó hacia la salida gritando:

—¡Ligia, Ligia!

Pero la violencia de su pasión, el asombro, la furia y la embriaguez hicieron flaquear sus piernas. Dio un traspiés, se agarró a los hombros desnudos de una bacante y preguntó, con los ojos semicerrados:

—¿Qué ha ocurrido?

Ella, con una sonrisa en su mirada turbia, le tendió una copa.

—Bebe —le dijo.

Vinicio bebió y rodó por tierra.

La mayoría de los invitados habían desaparecido bajo la mesa; algunos caminaban con paso vacilante por el , otros dormían en los lechos de reposo, a lo largo de la mesa, roncando y vomitando, en medio del sueño, la bebida que los saturaba; y sobre los cónsules borrachos, sobre los senadores, los caballeros, los poetas, los filósofos borrachos, sobre las bailarinas y los patricios, sobre aquel mundo todopoderoso aún y ya carente de alma, coronado y licencioso, que naufragaba en su declive, de la dorada red tendida bajo la bóveda seguían cayendo pétalos de rosa sin tregua.

Fuera apuntaba ya el alba.

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