Quo Vadis?

Capítulo XLIX

Capítulo XLIX

La plebe acampaba en los magníficos jardines de César, que antiguamente eran los de Domicia y de Agripina, en el Campo de Marte y en los Jardines de Pompeyo, de Salustio y de Mecenas. Había elegido domicilio bajo los pórticos, en las construcciones anexas al juego de la pelota, en las lujosas villas estivales y en los barracones destinados a las fieras. Los pavos reales, los, flamencos, los cisnes y los avestruces, las gacelas y los antílopes de África, los ciervos y las ciervas que constituían el adorno de los jardines, habían sido degollados y devorados por el populacho. Las provisiones llegaban de Ostia en tan gran cantidad que podía circularse por las balsas y las barcas como sobre un puente de una orilla a otra del Tíber. El trigo se vendía al inaudito precio de tres sestercios y los pobres lo recibían gratis. Se habían requisado inmensas reservas de vino, de aceite y de castañas. Rebaños de bueyes y de corderos bajaban todos los días de los montes. Los indigentes de las callejas de Suburra, que solían morirse de hambre, comían ahora hasta saciarse. La hambruna estaba conjurada; en cambio, no era fácil reprimir el bandidaje, el saqueo y otras violencias. La vida nómada aseguraba perfectamente la impunidad a los ladrones, sobre todo porque se proclamaban admiradores del César y no hacían más que aplaudir en cuanto él se dejaba ver. Además, como las autoridades civiles se hallaban desbordadas y el ejército no bastaba para asegurar el orden en la ciudad donde pululaba la hez del mundo entero, se producían hechos que superaban lo imaginable: cada noche había batallas, asesinatos, raptos de mujeres y de adolescentes. Cerca de la Puerta Migiónide, donde se detenían los rebaños procedentes de la Campania, había escaramuzas en que los hombres morían por centenares. Las orillas del Tíber estaban cubiertas de ahogados que nadie enterraba y que llenaban el aire con emanaciones pestilentes. En los campamentos se declaraban enfermedades; los más timoratos predecían una gran epidemia.

Mientras tanto la ciudad seguía ardiendo. Hasta el sexto día el incendio no alcanzó a los espacios libres del Esquilino; entonces se aplacó. Pero los montones de ceniza resplandecían con una luz tan intensa que el pueblo se negaba a creer que el desastre hubiera concluido. De hecho, durante la séptima noche el incendio estalló con nueva fuerza en los edificios de Tigelino; pero había tan poca cosa para alimentarlo que no duró mucho. Aquí y allá las casas calcinadas se desmoronaban, proyectando serpientes de llamas y torbellinos de chispas. Luego, poco a poco, el hogar empezó a palidecer; el cielo, una vez que el sol se hubo puesto, dejó de abrasarse con un rojo sangrante; sólo por la noche, en el inmenso desierto negro, bailaban aquí y allá llamas azules que escapaban de los montones de carbón.

De los catorce barrios de Roma subsistían cuatro, entre ellos el Transtíber. Y cuando finalmente quedaron calcinados por completo los amasijos de carbón, del Tíber al Esquilino no se vio otra cosa que un espacio inmenso, gris, sin brillo y desolado, donde filas de chimeneas se alzaban en columnas funerarias.

Entre esas columnas, durante el día vagaban grupos sombríos de personas que hurgaban entre los tizones buscando objetos que habían apreciado, o los esqueletos de los seres queridos. Por la noche, los perros aullaban en los campos de ceniza y en los escombros.

La generosidad del César no detuvo las críticas ni la agitación. Sólo estaba contenta la turba de ladrones y vagabundos: podía comer y beber a mandíbula batiente y saquear sin vergüenza; los demás, los que habían perdido a los seres queridos, aquellos cuyas propiedades habían quedado reducidas a cenizas, no se dejaban desarmar ni por el libre acceso a los jardines, ni por la distribución de trigo, ni por la promesa de juegos y liberalidades. La desgracia era demasiado grande, demasiado desmesurada. Los que todavía tenían algún apego por la ciudad natal se desesperaban ante la noticia de que el antiguo nombre de iba a desaparecer de la tierra, y que los Césares reconstruirían sobre sus cenizas otra ciudad que se llamaría Nerópolis. La ola de descontento subía y se ampliaba, y a pesar de las serviles adulaciones de los augustanos, a pesar de las mentiras de Tigelino, Nerón, dándose cuenta, mejor que sus predecesores, de las disposiciones de la multitud, pensaba inquieto que en su lucha sorda y despiadada contra el Senado y los Patricios, en el futuro podría faltarle el apoyo del pueblo.

Los augustanos mismos estaban inquietos: cada mañana podía traer su perdición. Tigelino pensaba en llamar a varias legiones de Asia Menor; Vatinio, que antes se reía incluso cuando lo abofeteaban, había perdido su buen humor; Vitelio ya no tenía apetito.

Los demás buscaban el medio de apartar el peligro de su cabeza, porque no era un secreto para nadie que si la revuelta se llevaba al César, ninguno entre los augustanos, salvo Petronio tal vez, salvaría la vida. Porque se les atribuían todos los crímenes y todas las locuras de Nerón. El pueblo los odiaba quizá más todavía que al César.

También se pensaba en el modo de echar sobre otros la responsabilidad del incendio. Pero para ello había que lavar al César de toda sospecha; de otro modo nadie hubiera querido creer que no habían sido ellos los instigadores del desastre. A este efecto Tigelino celebró consultas con Domicio Afer, e incluso con Séneca, a quien odiaba. Popea, consciente de que la ruina de Nerón sería también su condena a muerte, consultó a sus íntimos y a los sacerdotes hebreos, porque se sabía que desde hacía algunos años profesaba la religión de Jehovah. Por su lado, Nerón imaginaba y proponía expedientes a menudo espantosos, pero más a menudo todavía extravagantes. Unas veces se sentía dominado por el miedo, otras se divertía como un niño. La mayoría de las veces arremetía contra todo el mundo.

Un día se celebró consejo en la casa de Tiberio, que el incendio había respetado. Petronio opinaba que debían olvidarse de todas las preocupaciones e ir a Grecia, luego a Egipto y luego a Asia Menor. El viaje estaba proyectado hacía tiempo, ¿por qué posponerlo si en Roma no había más que preocupaciones y era peligroso quedarse? Tal propuesta sedujo inmediatamente al César. Pero Séneca objetó:

—Irse es fácil. No lo será tanto volver.

—¡Por Hércules! —exclamó Petronio—. ¡Volveremos, si es preciso, al frente de las legiones de Asia!

—Es lo que haré —aprobó Nerón.

Pero Tigelino se opuso. No se le había ocurrido nada, porque si ese medio se le hubiera ocurrido a él no habría dudado en proponerlo como la única forma de salvación. Pero, por segunda vez, Petronio iba a convertirse en el hombre de la situación, aquel que, en un momento difícil, podría salvar de nuevo todo y a todos.

—Escúchame, divino —dijo—, ¡ese consejo es desastroso! Antes de que hayas llegado a Ostia habrá estallado la guerra civil, y en tal caso, ¿quién sabe si algún oscuro descendiente del divino Augusto no se hará proclamar César? ¿Qué haríamos si las legiones se pusieran de su parte?

—¡Bien! —replicó Nerón—, obraremos de forma que no haya descendientes de Augusto. No son tan numerosos que no resulte fácil librarse de ellos.

—En efecto, es fácil; pero no se trata sólo de ellos; ayer mismo mis soldados oían decir a la multitud que debería proclamarse César a un hombre como Trásea.

Nerón se mordió los labios, luego alzó los ojos al cielo.

—¡Pueblo insaciable e ingrato! Tienen trigo de sobra y suficiente ceniza caliente para cocer en ella sus galletas; ¿qué más necesitan todavía?

—La venganza —replicó Tigelino.

Se hizo un silencio. De pronto, el César se levantó, alzó la mano y declamó:

Los corazones tienen sed de venganza

y la venganza sed de víctimas

Luego, olvidando todo, con el rostro resplandeciente, exclamó:

—¡Dadme mis tablillas y un punzón! Quiero anotar ese verso. Lucano nunca hizo uno semejante. ¿Os habéis dado cuenta de que lo he encontrado enseguida?

—¡Oh, incomparable! —aprobaron todos.

Nerón anotó el verso y repitió:

—Sí, la venganza tiene sed de víctimas.

Luego, paseando su mirada por los allí reunidos, dijo:

—¿Y si lanzásemos la noticia de que ha sido Vatinio quien ha incendiado la ciudad y lo sacrificamos a la furia del pueblo?

—¡Oh, divino!, pero ¿quién soy yo? —exclamó Vatinio.

—Es cierto, necesitamos alguien más importante… ¿Vitelio?

Vitelio se puso pálido pero pronto se echó a reír.

—Mis grasas no harían más que avivar el incendio —objetó.

Mientras tanto Nerón seguía buscando una víctima capaz de colmar realmente la cólera del pueblo; y la encontró.

—Tigelino —dijo—, ¡tú has sido quien ha incendiado Roma!

Los asistentes se estremecieron. Comprendían que el César había dejado de bromear y que el instante estaba cargado de acontecimientos.

El rostro de Tigelino se contrajo como la boca de un perro dispuesto a morder.

—He incendiado Roma… por orden tuya —dijo.

Y permanecieron así, mirándose mutuamente como dos demonios. Se hizo tal silencio que se oía a las moscas zumbar en el .

—Tigelino —dijo Nerón articulando cada sílaba—, ¿me amas?

—Tú lo sabes, señor.

—¡Sacrifícate por mí!

—Divino César —respondió Tigelino—, ¿por qué tenderme el dulce brebaje cuando me está prohibido llevarlo a mis labios? El pueblo murmura y se levanta: ¿quieres que también los pretorianos se subleven?

La inquietud encogió el corazón de todos los asistentes. Tigelino era el prefecto de los pretorianos, y sus palabras tenían el alcance de una amenaza. El propio Nerón lo comprendió, y su rostro se puso lívido.

En ese momento entró Epafrodito, liberto del César. Venía para anunciar a Tigelino que la divina Augusta deseaba verlo: tenía en sus habitaciones personas que el prefecto debía oír.

Tigelino se inclinó ante el César y salió, tranquilo y burlón. En el momento en que habían pretendido dañarle, había enseñado los dientes, y el César había retrocedido. Conocía su cobardía y sabía de sobra que el amo del mundo nunca se atrevería a alzar la mano contra él.

Al principio Nerón permaneció en silencio. Luego, viendo que los demás esperaban, dijo:

—He dado vida a una serpiente en mi seno.

Petronio se encogió de hombros, dando a entender que no era muy difícil cortar la cabeza de aquella serpiente.

—¡Vamos, habla! ¡Dame un consejo! —exclamó Nerón, que había observado el movimiento—. Eres el único en quien confío porque tienes más razón que todos ellos juntos, y porque me quieres.

Petronio tenía ya sobre los labios: «Nómbrame prefecto de tu guardia pretoriana; entrego a Tigelino al pueblo y aplaco la ciudad en un día». Pero su natural pereza lo dominó. Ser prefecto significaba llevar sobre los hombros la persona del César y el peso de muchos asuntos públicos. ¿Para qué darse aquella preocupación? ¿No era mejor leer versos en su lujosa biblioteca, admirar jarrones y estatuas, estrechar contra su pecho el cuerpo divino de Eunice, pasar los dedos por sus cabellos de oro y besar sus labios de coral?

Y respondió:

—Mi consejo es salir para Acaya.

—¡Ay! —exclamó Nerón—, esperaba algo más de ti. Si me voy, ¿quién puede garantizarme que el Senado, que me odia, no ha de proclamar otro César? El pueblo me era fiel; pero hoy estaría contra mí. ¡Por el Hades, si Senado y pueblo no tuvieran más que una sola cabeza!…

—Permíteme, divino —dijo Petronio sonriendo—, hacerte observar que si deseas conservar Roma, tendrás que conservar algunos romanos.

Pero Nerón gemía:

—¿Qué me importan Roma y los romanos? ¡También me escucha rían en Acaya! ¡Aquí a mi alrededor todo es traición! Todos me abandonan y vosotros también estáis dispuestos a traicionarme. ¡Lo sé, lo sé!… No pensáis siquiera en la acusación que os echará en cara el futuro: ¡haber abandonado a un artista como yo!

Y se golpeó la frente.

—¡Es cierto!… ¡Entre tantas preocupaciones, hasta yo mismo olvido quién soy!

Y volviendo hacia Petronio un rostro más sereno, dijo:

—Petronio, la plebe murmura; pero si cogiese mi laúd y fuese al Campo de Marte, si le cantase el himno que os he cantado a vosotros durante el incendio, ¿no crees que llegaría a encantarla como en otro tiempo Orfeo encantó a las fieras?

Entonces Tubo Senecio, impaciente por recoger nuevos esclavos que había traído de Ancio, intervino:

—Seguro, César…, si te permitían empezar.

—¡En marcha hacia la Hélade! —concluyó amargamente Nerón.

Cuando estaba diciendo estas palabras, entró Popea seguida de Tigelino. Todos los ojos se volvieron hacia éste: jamás triunfador alguno subió al Capitolio con el orgullo que reflejaban sus rasgos. Se plantó ante el César y habló con voz lenta y clara, que picaba como el acero:

—Escúchame, César, he hallado la solución. El pueblo quiere una venganza y una víctima. No una sola: centenares, millares… ¿Has oído hablar alguna vez, señor, de ese tal al que Poncio Pilato mandó crucificar? ¿Sabes quiénes son los cristianos? ¿No te he hablado yo de sus crímenes y de sus infames ceremonias? ¿De sus profecías anunciando que el mundo perecería por el fuego? El pueblo los odia y sospecha de ellos. Nadie les ha visto nunca en los templos porque pretenden que nuestros dioses son espíritus malos; no acuden al estadio porque desprecian las carreras. Las manos de un cristiano nunca te honran con un aplauso. Jamás ninguno de ellos ha reconocido tu divinidad. Son los enemigos del género humano, los enemigos de la ciudad, tus enemigos. El pueblo murmura contra ti, pero, César, no eres tú quien me ha ordenado incendiar Roma ni yo quien la ha prendido fuego. El pueblo tiene sed de venganza: pues que beba. El pueblo quiere juegos y sangre: que los tenga. El pueblo sospecha de ti: hay que llevar las sospechas a otra parte.

Nerón escuchó al principio sorprendido. Pero, a medida que hablaba Tigelino, su máscara de comicastro reflejó alternativamente la furia, la cólera, la conmiseración, la indignación. Y levantándose de pronto, arrojó su toga, alzó las manos al cielo y permaneció así en silencio.

Por fin, gritó con voz trágica:

—¡Zeus, Apolo, Hera, Atenea, Perséfone, y vosotros todos, dioses inmortales! ¿Por qué no nos habéis socorrido? Para incendiarla, ¿qué les había hecho esta desventurada ciudad a esos energúmenos?

—Son los enemigos del género humano y los tuyos —apoyó Popea. Entonces todos exclamaron:

—¡Haz justicia! ¡Castiga a los incendiarios! ¡Los dioses mismos piden venganza!

Nerón se sentó, inclinó la cabeza y permaneció en silencio, como abrumado por un espectáculo de abominación. Luego clamó gesticulando:

—¿Qué castigos, qué torturas son dignas de ese crimen? Pero los dioses me inspirarán y, con la ayuda de los poderes del Tártaro, daré a mi pobre pueblo un espectáculo tal que durante siglos los romanos se acordarán de mí con gratitud.

La frente de Petronio se ensombreció. Pensó en los peligros que iban a correr Ligia y Vinicio, a quienes amaba, y todos aquellos hombres cuya doctrina él rechazaba pero a los que sabía inocentes. Pensó también que iba a comenzar una de esas orgías sangrientas cuya vista era insoportable para sus ojos de esteta. Pero se decía ante todo: «Hay que salvar a Vinicio, que enloquecerá si esa muchacha muere». Y esta consideración primó sobre todas las demás, aunque Petronio comprendiese que iba a participar en una partida extremadamente peligrosa, como nunca hasta entonces había jugado otra igual.

No obstante, habló con una despreocupación indiferente, como solía hacerlo cuando criticaba o se burlaba de los planes descabellados del César o de los augustanos.

—Entonces ¿habéis encontrado víctimas? ¡Perfecto! Podéis enviarlas a la arena y vestirlas con la túnica dolorosa. ¡Mejor todavía! Pero escuchadme: tenéis la autoridad, tenéis a los pretorianos, tenéis la fuerza. Sin embargo, sed sinceros, aunque sólo sea cuando nadie os oye. Engañad al pueblo, pero no os mintáis a vosotros mismos. Entregad los cristianos al pueblo, supliciadlos, pero tened el valor de deciros que no han sido ellos los que han incendiado Roma… ¡Me llamáis el árbitro de la elegancia! Pues yo os declaro que no puedo soportar unas comedias tan detestables. Todo esto me recuerda los tinglados de faranduleros de los alrededores de la Puerta Asinaria, donde, para alegría de los picaros de los barrios, los actores encarnan a los reyes y a los dioses y una vez acabada la farsa hacen pasar sus cebollas con un trago de vino agrio, o bien reciben una paliza. Sed, pues, dioses y reyes de veras, ya que podéis permitíroslo. Tú, César, nos hablabas del juicio de los siglos futuros; pero medita cuál será su sentencia sobre ti. ¡Por la divina Clío! Nerón, amo del mundo, Nerón-Dios ha incendiado Roma, porque era tan formidable en la tierra como Zeus en el Olimpo. Nerón-poeta amaba la poesía a tal punto que le sacrificó su patria. Desde el comienzo del mundo no lo hizo nadie, nadie se atrevió siquiera a soñar en algo parecido. Yo te conjuro, en nombre de las nueve Libetrices, que no renuncies a esta gloria porque por ella han de cantarte himnos hasta la consumación de los siglos. A tu lado ¿qué serán Príamo, Agamenón, Aquiles? ¿Qué serán los dioses mismos? ¡Poco importa que el incendio de Roma sea una mala obra! ¡Es grande, es insólita! ¡Además, el pueblo no pondrá su mano sobre ti! ¡Te engañan! Ten valor y guárdate de actos indignos, porque tú no tienes que temer más que a la posteridad, que podría decir: «Nerón incendió Roma. ¡Pero, César pusilánime como pusilánime poeta, negó su gran acción y, por cobardía, echó la culpa a los inocentes!».

Por regla general las palabras de Petronio producían fuerte impresión sobre Nerón; pero en esta ocasión, el propio Petronio no se hacía ilusiones sobre las consecuencias que para él entrañaría el fracaso del medio desesperado a que había recurrido, cuyo éxito podía salvar a los cristianos mientras que el fracaso podía perderle, más fácilmente todavía, a él mismo. Sin embargo no vaciló. Se trataba de su querido Vinicio y, además, el juego de la fortuna y del azar siempre le había divertido: «Los dados están tirados, se decía, y vamos a ver lo que prevalece en el alma del mono, el miedo por su pellejo o su amor por la gloria».

En el fondo no dudaba de que el miedo sería más fuerte.

Hubo un silencio. Popea y todos los asistentes miraban fijamente a Nerón. Éste había levantado los labios acercándolos a las aletas de la nariz, que era su mueca de indecisión; luego, en su rostro se pintaron la inquietud y el descontento.

—Señor —exclamó Tigelino—, permíteme salir. Te empujan a arriesgar tu persona en grandes peligros y, además, se te trata de César pusilánime, de pusilánime poeta, de incendiario y de comediante: mis oídos no pueden resistir más.

«He perdido», se dijo Petronio.

Pero volviéndose hacia Tigelino y midiéndole con una mirada en la que se leía todo el desprecio de un elegante patricio por un pillo, dijo:

—Tigelino, es a ti a quien he tratado de comediante, porque en este mismo momento lo eres.

—¿Porque me niego a escuchar tus injurias?

—Porque finges por el César un amor sin límites mientras que hace un momento le amenazabas con los pretorianos, cosa que todos hemos comprendido, y él también.

Tigelino no esperaba que Petronio se atreviese a tirar sobre la mesa dados tan decisivos; por eso palideció y se quedó mudo. Pero debía ser la última victoria del árbitro de las elegancias sobre su rival, porque en ese instante Popea exclamaba:

—Señor, ¿cómo puedes permitir que semejante pensamiento pase por la cabeza de nadie, y mucho menos que se atreva a expresarlo delante de ti?

—¡Castiga al insolente! —dijo Vitelio.

Nerón levantó de nuevo los labios hasta sus narices y volviendo hacia Petronio unos ojos vidriosos y miopes, le dijo:

—¿Así es como respondes a mi amistad?

—Si me he equivocado demuéstrame mi error —respondió Petronio—; pero has de saber que lo que he dicho sólo me lo dictaba el amor que te tengo.

—¡Castiga al insolente! —repitió Vitelio.

—¡Castígale! —dijeron varias voces.

En el se produjo un movimiento y todos se alejaron de Petronio. Hasta Tulio Senecio, su viejo compañero en la corte, y el joven Nerva, que hasta entonces le había testimoniado la más viva amistad, se apartaron de él. Petronio se quedó solo en la parte izquierda del . Con la sonrisa en los labios y con una mano indolente arreglando los pliegues de su toga, esperó lo que el César iba a decir o a hacer.

El César habló:

—Queréis que le castigue, pero es mi compañero y mi amigo. Y aunque haya herido mi corazón, quiero que sepa que este corazón para los amigos sólo tiene perdón.

«He perdido… y estoy perdido», pensó Petronio.

El César se levantó; el Consejo había terminado.

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