Quo Vadis?

Capítulo LIII

Capítulo LIII

No sirvió de nada. Vinicio se había rebajado hasta buscar el apoyo de los libertos y los esclavos del César y de Popea, pagando con magníficos regalos sus vanas palabras y sus promesas falaces.

Buscó al primer marido de la emperatriz, Rufio Crispino, y obtuvo de él una carta de recomendación; dio una villa de Ancio al hijo que Popea había tenido de su primer matrimonio. Y todo ello no tuvo otro resultado que indisponer más al César, que odiaba a su hijastro. El joven tribuno envió urgentemente a Hispania un correo con cartas para el segundo marido de Popea, Otón, prometiendo entregarle todos sus bienes y ofreciendo incluso venderse a él. Sólo entonces se dio cuenta de que era juguete de toda aquella gente, y que, simulando indiferencia respecto al peligro que amenazaba a Ligia, hubiera sido liberada con mayor facilidad. Petronio también lo comprobó.

Mientras tanto pasaban los días. Los anfiteatros estaban preparados. Empezaban a distribuir las para el . Pero los juegos matinales, debido a la abundancia inaudita de víctimas, habrían de durar en esta ocasión días, semanas, meses. Ya no sabían dónde encerrar a los cristianos. En las prisiones demasiado atestadas reinaban las fiebres; los , o fosas comunes, en que se enterraba a los esclavos, estaban llenas hasta el tope. Temiendo que las enfermedades se difundiesen por la ciudad, decidieron actuar deprisa.

A medida que estas noticias llegaban a Vinicio, le privaban de los últimos restos de esperanza. Mientras tuvo tiempo por delante, había podido hacerse ilusiones con la posibilidad de intervenir. Ahora, las horas estaban contadas. Los juegos debían comenzar. Cada día Ligia podía ser arrojada en el (galería subterránea) del circo, que sólo tenía una salida: la arena. Ignorando a dónde la había llevado el destino, Vinicio decidió recorrer todos los circos, sobornando a los guardas y a los , pidiéndoles lo que no podían hacer. A veces él mismo comprendía que todos sus pasos no tenían más que un objeto: hacer menos espantosa la muerte de la joven. Y su cerebro ardía bajo su cráneo como un brasero encendido.

Además esperaba no sobreviviría y decidió morir con ella. Al mismo tiempo sentía que la violencia de su dolor podría agotar en él las últimas fuentes de la vida antes incluso de que hubiera llegado el terrible instante. Y sus amigos, incluido Petronio, también temían que dentro de poco se abriera ante él el reino de las sombras. Su rostro se había vuelto terroso y parecía una máscara de cera de las que decoran los . Sobre sus rasaos estaba grabado el estupor y parecía no comprender lo que le había pasado ni lo que todavía podía pasarle. Cuando se le dirigía la palabra, se cogía maquinalmente la cabeza, oprimía las sienes entre sus dos manos y miraba con ojos asustados e inquisitivos a quien le hablaba. Pasaba sus noches con Urso a la puerta de la celda de Ligia y cuando ella le decía que fuera a descansar, volvía a casa de Petronio donde, hasta el alba, deambulaba por el . A menudo los esclavos le encontraban de rodillas, con las manos alzadas hacia el cielo, o bien prosternado con el rostro contra la tierra Imploraba a Cristo, su última esperanza. ¡Todo le había fallado! ¡Ligia no podía ser salvada más que por un milagro! Se daba con la cabeza contra las losas y exigía ese milagro.

No obstante, a veces todavía tenía lucidez suficiente para esperar que la plegaria del apóstol Pedro fuera más eficaz que la suya. Pedro le había prometido a Ligia, Pedro le había bautizado, Pedro hacía milagros; ¡que Pedro acudiese en su ayuda a socorrerla!

Una noche salió en su busca. Los cristianos, que ya no eran tan numerosos, lo ocultaban ahora con cuidado, incluso entre sí, por temor a que alguno, por debilidad, pudiera traicionarle voluntariamente o sin querer. En medio de la angustia general y completamente preocupado por la salvación de Ligia, Vinicio había perdido el rastro del apóstol, al que sólo había visto una vez después de su bautismo, antes del inicio de las persecuciones.

Se dirigió a la choza del cantero, a la misma en la que había sido bautizado, y supo por aquel hombre que en las viñas de Cornelio Pudente, detrás de la Puerta Salaria, iba a celebrarse una asamblea de cristianos. El cantero le propuso llevarlo a ella, asegurándole que encontrarían allí a Pedro.

Salieron pues a la caída de la noche, pasaron las murallas y, después de haber bordeado barrancos erizados de matorrales, llegaron a las viñas situadas en un lugar apartado.

La reunión se celebraba en un cobertizo que servía de lagar. Antes de entrar Vinicio oyó el murmullo de los rezos y desde el umbral distinguió, a la pálida claridad de las linternas, algunas decenas de personas arrodilladas y rezando. Recitaban una letanía y el coro de voces masculinas y femeninas repetía a cada momento: «¡Cristo, ten piedad de nosotros!». Y las voces se estremecían de esperanza.

Pedro estaba allí, arrodillado delante de todos, ante una cruz de madera clavada en la pared, y rezaba. Vinicio reconoció desde lejos su blanca cabellera y sus manos tendidas. Su primera idea fue atravesar los grupos e ir a arrojarse a los pies del apóstol gritándole: «¡Sálvanos!». Pero ¿era la solemnidad de la plegaria o su propia debilidad? Lo cierto es que sus rodillas se doblaron y permaneció allí, en la entrada, gimiendo con las manos juntas mientras repetía: «¡Cristo, ten piedad de nosotros!».

Si hubiera gozado de toda su conciencia, habría comprendido que sus gemidos no eran los únicos que suplicaban, que no era el único que llevaba allí sus sufrimientos, su dolor y su ansiedad. En aquellos grupos no había alma humana que no hubiera perdido seres queridos: y cuando los más animosos y los más activos de los adoradores de Cristo estaban encarcelados, cuando cada hora señalaba para los prisioneros nuevos sufrimientos y nuevas vergüenzas, cuando ya no quedaba más que un puñado de cristianos, no había entre ellos un solo corazón que no vacilase en su fe y no preguntase con ansiedad: «¿Dónde está Cristo? ¿Por qué permite al mal ser más poderoso que Dios?».

Pero, a pesar de todo, Le suplicaban con desesperación que pusiera de manifiesto su misericordia. En cada alma anidaba aún la chispa de una esperanza: la de que Él vendría, que aplastaría el mal, que precipitaría a Nerón en el abismo y reinaría sobre el universo. Todavía miraban hacia los cielos, todavía tendían el oído, suplicaban todavía temblando. A medida que repetía: «¡Cristo, ten piedad de nosotros!», Vinicio se sintió poseído por la misma exaltación que en otro tiempo le había dominado en la cabaña del cantero. Los cristianos Le llamaban desde el fondo de su dolor, desde el fondo del abismo. Pedro Le invocó: dentro de un momento el cielo se abriría, la tierra temblaría sobre sus cimientos, y en medio de una irradiación inmensa, con las estrellas a sus pies, Cristo descendería, misericordioso y terrible…, alzaría a los fieles y ordenaría a los abismos engullir a los perseguidores.

Vinicio se cubrió el rostro con las manos y se prosternó.

De pronto se hizo un gran silencio, como si el terror hubiera sellado todos los labios.

Y sintió la inminencia del milagro. Estaba seguro de que al levantarse y abrir los ojos vería la claridad que ciega las pupilas humanas, oiría la voz que hace desfallecer los corazones. Pero nada turbaba el silencio.

Sólo al oír el rumor de los sollozos de las mujeres se levantó Vinicio y miró ante sí, asustado. En el cobertizo, en lugar de milagrosas claridades vacilaban las débiles luces de las linternas y por una hendija del techo la luna difundía capas argentadas de luz.

Las gentes que a su lado estaban arrodilladas alzaban hacia la cruz sus ojos bañados en lágrimas; aquí y allá estallaban sollozos y de fuera llegaban los silbidos prudentes de los hombres que vigilaban. Entonces, volviéndose hacia la asamblea, Pedro dijo:

—Hermanos míos, alzad vuestras almas hacia el Salvador y ofrecedle vuestras lágrimas.

Y se calló.

Del seno de la comunidad subió una voz de mujer, voz de amarga queja y de incomprensible dolor.

—Soy viuda. Tenía un hijo que era para mí la vida… ¡Devuélvemelo, Señor!

Luego sobrevenía de nuevo el silencio. De pie ante el grupo arrodillado, Pedro parecía ahora la imagen de la debilidad y de la impotencia.

Otra voz gimió:

—Los verdugos han ultrajado a mi hija y Cristo lo ha permitido.

Luego otra:

—Me he quedado sola con mis hijos. Si me cogen, ¿quién les dará pan y agua?

Y otra:

—No habían tocado a Lino… Pero acaban de cogerlo y están torturándole.

Y por último otra más:

—Si volvemos, los pretorianos nos cogerán. No sabemos ya dónde escondemos.

—¡Pobres de nosotros!… ¿Quién nos defenderá?

El viejo pescador había cerrado los ojos y sacudía su cabeza cana sobre todo aquel dolor, sobre aquel espanto. De nuevo volvía el silencio, salvo los tímidos silbidos de los centinelas que habían puesto fuera.

Vinicio se levantó de un salto; quería abrirse paso a través de los grupos, alcanzar al apóstol, pedirle ayuda. Pero de pronto creyó ver ante sí un abismo y sus piernas se doblaron. ¿Y si el apóstol confesaba su impotencia, si admitía que el César romano era más formidable que el Cristo de Nazaret? El terror erizó sus cabellos. Entonces el abismo no engulliría sólo la poca esperanza que le quedaba sino también a Ligia, y su amor por Cristo, y la fe, y todo, todo lo que le hacía vivir, y para él no habría otra cosa que la muerte, y la noche infinita, inmensa como el mar.

Mientras tanto Pedro había comenzado a hablar con una voz tan débil al principio que apenas se oía:

—Hijos míos, en el Gólgota los vi clavando a Dios en la cruz. Oí sus martillazos, los vi alzando la cruz para que las multitudes pudieran contemplar la muerte del hijo del hombre.

»Y les vi abrir su costado, y le vi morir a Él. Y al regreso de la crucifixión también yo grité lleno de dolor: “¡Ay, Señor, eres Dios! ¿Por qué has sufrido, por qué has muerto, y por qué has privado de esperanza a nuestro corazón, nosotros que teníamos fe en la venida de tu reino?”.

»Mas Dios, nuestro Señor y nuestro Maestro, resucitó al tercer día, y permaneció entre nosotros hasta el momento en que, en medio de una claridad infinita, entró en su reino.

»Y comprendiendo nuestra poca fe, quedamos reafirmados en nuestros corazones, y desde ese día sembramos la semilla divina.

Se volvió entonces a la mujer que primero había proferido su queja y prosiguió con voz más fuerte:

—¿Por qué os quejáis?… Dios mismo se sometió a la tortura y a la muerte, ¿y queréis que os libre de ellas? Hombres de poca fe, ¿habéis comprendido sus palabras? ¿Os ha prometido sólo esta vida terrestre? He aquí que se acerca y os dice: «Seguid mi camino». ¡He aquí que os eleva hacia Él! Y con las dos manos os aferráis a esta tierra gritando: «¡Ayuda, Señor!». Delante de Dios no soy más que polvo, pero ante vosotros soy su apóstol y su vicario, y os lo declaro en nombre de Cristo: ¡No, lo que tenemos delante de nosotros no es la muerte, sino la vida; no son lágrimas ni gemidos sino la alegría; no es el dolor sino el gozo inalterable; no es la esclavitud sino la realeza! Yo, apóstol de Dios, te lo digo a ti, viuda: tu hijo no morirá, sino que nacerá en la gloria para la vida eterna, ¡y lo encontrarás! A ti, padre cuya hija han mancillado los verdugos, te prometo que la encontrarás más blanca que los lirios de Hebrón. A todos vosotros, que veréis morir a quienes amáis, a todos vosotros, abrumados, desventurados, aterrorizados, y a vosotros que vais a morir, en nombre de Cristo os digo que pasaréis del sueño a un despertar de dicha y de la noche a la aurora de Dios. ¡En nombre de Cristo, que caigan de vuestros ojos las escamas y se inflamen vuestros corazones!

Alzó las manos como para dar una orden. Y sintieron una sangre nueva en sus venas y un estremecimiento en todo su cuerpo. Porque delante de ellos se erguía no ya un viejo encorvado y abrumado, sino un hombre poderoso que levantaba sus almas del polvo y la ansiedad.

Varias voces exclamaron:

—¡Amén!

Los ojos del apóstol resplandecían con unos destellos cada vez más ardientes y de todo su ser emanaban la fuerza, la majestad y la santidad. Las cabezas se inclinaron ante él y, cuando las voces callaron, prosiguió:

—Sembrad en la pena a fin de recoger en la alegría. ¿Por qué temer el poder del Mal? Más alto que la tierra, más alto que Roma, más alto que las ciudades y sus murallas, está el Señor que habita en vosotros. Las piedras se humedecerán con vuestras lágrimas y la arena con vuestra sangre, y las fosas se llenarán con vuestros cadáveres. Y yo os digo: ¡vosotros sois los vencedores! El Señor avanza para asaltar esta ciudad de crimen, de opresión y de orgullo, ¡y vosotros sois su legión! Y así como con su suplicio y su sangre ha redimido los pecados del mundo, ¡así quiere que, con vuestro suplicio y vuestra sangre, redimáis este nido de iniquidad!… ¡Y os lo anuncia por mi boca!

El apóstol tendió los brazos, alzó los ojos al cielo y permaneció inmóvil. Todos sentían que su mirada veía lo que sus ojos perecederos no podían descubrir.

Su rostro irradiaba y sus ojos brillaban de éxtasis. Luego se dejó oír otra vez su voz:

—¡Estás aquí, Señor, y muestras el camino!… Oh, Cristo, no es en Jerusalén, sino en esta ciudad de Satán donde quieres fundar tu capital. ¡Aquí, con estas lágrimas y esta sangre quieres edificar tu Iglesia! ¡Aquí, donde reina Nerón, deberá erigirse tu reino eterno! ¡Oh, Señor, Señor! ¡Y ordenas a estas criaturas aterrorizadas que hagan con sus huesos la base de la Santa Sión! ¡Y ordenas a mi alma que reine sobre tu Iglesia y sobre los pueblos del universo!… Y he aquí que derramas en el corazón de los débiles la fuerza para que se vuelvan poderosos; he aquí que me ordenas apacentar aquí tus ovejas hasta la consumación de los siglos… Sé alabado por tus voluntades, oh Tú, que ordenas vencer.

Y los que estaban inquietos se tranquilizaron; y los que habían dudado recuperaron su fe. Aquí clamaban: … Allí: Pro … Y de nuevo se hizo el silencio.

Los relámpagos estivales iluminaban el cobertizo y los rostros pálidos por la emoción.

Pedro, abismado en su éxtasis, rezó durante mucho rato todavía. Por fin se levantó, volvió hacia la comunidad su cara inspirada y resplandeciente, y dijo:

—¡Lo mismo que el Señor ha vencido en vosotros la duda, iréis y venceréis en su nombre!

Sabía ya que ellos vencerían, sabía lo que nacería de su sangre y de sus llantos, y sin embargo su voz temblaba de emoción cuando empezó a bendecirlos con la señal de la cruz.

—¡Yo os bendigo, hijos míos, para los suplicios, para la muerte, para la eternidad!

Pero todos le rodearon suplicantes:

—Estamos dispuestos; pero tú salva tu sagrada cabeza, porque eres el vicario del Señor.

Y se agarraban a sus ropas mientras él les imponía las manos y los bendecía uno a uno como el padre bendice a sus hijos para un lejano viaje. Luego abandonaron el cobertizo, con prisa por llegar a sus casas, para pasar de ellas a las cárceles y a la arena. Sus pensamientos se habían desvinculado de todos los lazos terrenales; sus almas dirigían el vuelo hacia la eternidad e iban como en un sueño, llenos de entusiasmo, a oponer la fuerza que había en ellos a la fuerza y a la ferocidad de la «Bestia».

Nereo, servidor de Pudente, llevó al apóstol y lo guió a través de la viña, por un sendero secreto, hacia su morada. En la claridad nocturna Vinicio los siguió, y cuando llegaron a la cabaña de Nereo se arrojó a los pies del apóstol.

Pedro, reconociéndole, le preguntó:

—¿Qué quieres, hijo mío?

Pero después de lo que había oído en la asamblea, Vinicio ya no se atrevía a preguntar nada. Abrazó los pies del apóstol, apoyó en ellos su frente sollozando e imploró piedad con su silencio.

El apóstol le dijo:

—Ya sé. Se han llevado a la virgen que amas. Reza por ella.

—Señor —gimió Vinicio estrechando con mayor fuerza los pies del apóstol—, señor, no soy más que un débil gusano. Pero tú, tú que has conocido a Cristo, implórale por ella.

Temblando de dolor, golpeaba su cabeza contra el suelo. Ahora que conocía el poder del apóstol estaba convencido de que sólo él podía devolverle a Ligia.

Pedro quedó conmovido por este sufrimiento. Recordó el día en que Ligia, fulminada por las palabras de Crispo, había caído también a sus pies implorando piedad; recordó que la había levantado y reconfortado. Y levantó a Vinicio.

—Hijo mío, rezaré por ella; pero recuerda lo que he dicho a los que dudaban. Dios mismo sufrió el suplicio de la cruz. Recuerda también que después de esta vida comienza otra eterna.

—¡Lo sé!… Lo he oído —dijo Vinicio, sorbiendo el aire con sus labios pálidos—. Pero, mira, señor, no puedo… Si se necesita sangre, que Él tome mi sangre… Soy un soldado; que duplique, que triplique el suplicio en mí: lo soportaré todo. Pero que la salve a ella. ¡Es todavía una niña, señor! Y Él es más poderoso que el César, lo creo firmemente. Es más poderoso… Tú mismo la querías. Tú nos bendijiste… ¡No es más que una niña inocente!…

De nuevo se inclinó y estrechó su rostro contra las rodillas de Pedro repitiendo:

—Tú conociste a Cristo, señor, tú lo conociste. ¡Él te oirá! ¡Reza por ella!

El apóstol cerró los ojos y se puso a rezar con ardor.

A la luz de los relámpagos que a trechos cruzaban el cielo, Vinicio, esperando la sentencia de vida o de muerte, espiaba los labios de Pedro. En el silencio se oía a las codornices lanzar sus reclamos por la viña y, a lo lejos, gruñir el ruido sordo de los molinos de la Vía Salaria.

—Vinicio —preguntó por fin el apóstol—, ¿tienes fe?

—Señor, ¿habría venido en caso contrario?

—Entonces ten fe hasta el final porque la fe mueve montañas. Y aunque veas a esa niña bajo la espada del verdugo, o en las fauces del león, sigue teniendo fe, porque Cristo puede salvarla. Ten fe e implora, y yo imploraré contigo.

Luego, con el rostro elevado hacia el cielo y en voz alta, dijo:

—¡Cristo de misericordia, lanza una mirada sobre este corazón dolorido y consuélalo! ¡Cristo de misericordia, tú que rogabas a tu padre que apartase de ti el cáliz de amargura, apártalo de los labios de tu esclavo! ¡Amén!

Y Vinicio, con las manos tendidas hacia las estrellas, gemía:

—Cristo, soy tuyo: ¡tómame a mí en su lugar!

Por el oriente, el cielo empezaba a palidecer.

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