Quo Vadis?

Capítulo XXVIII

Capítulo XXVIII

Petronio a Vinicio:

«Por favor, , no imites en tus cartas ni a los lacedemonios ni a Julio César. Si al menos hubieras podido escribir como éste: , comprendería tu laconismo. Pero tu carta no significa otra cosa que Como una conclusión semejante es absolutamente contraria a tu naturaleza, dado que has sido herido y te han pasado cosas extraordinarias, necesito más aclaraciones. No pude dar crédito a mis ojos al leer que ese ligio estranguló a Crotón tan fácilmente como un perro caledonio estrangula a un lobo en los desfiladeros de Hibernia. Ese hombre vale en oro lo que pesa, y sólo de él dependería convertirse en el favorito del César. A mi regreso a la ciudad, tendré que trabar mayor conocimiento con él: lo haré fundir en bronce. Barba de Bronce reventará de curiosidad cuando le diga que es una estatua del natural. Los bellos cuerpos de atletas son cada vez más raros en Italia, y lo mismo ocurre en Grecia. Del Oriente, no hablemos. En cuanto a los germanos, aunque sean de gran estatura, sus músculos están llenos de grasa: más tamaño que fuerza. Infórmame si ese ligio es único en su género, o si en su país se encuentran otros de su tipo. Si a ti o a mí nos encargaran un día organizar unos juegos, convendría saber dónde ir a buscar los cuerpos mejor hechos.

»En fin, gracias a los dioses de Oriente y Occidente, has salido salvo de tales manos. Si aún estás vivo, lo debes sin duda a tu calidad de patricio, hijo de un personaje consular. Pero todas estas aventuras me sorprenden mucho: ese cementerio al que fuiste entre los cristianos, esos cristianos mismos, su conducta contigo, la nueva huida de Ligia, finalmente esa tristeza y esa inquietud que exhala tu breve misiva. Explícame todo esto, porque hay muchas cosas que no comprendo; y, si quieres la verdad, te diré que no comprendo a los cristianos, ni a ti, ni a Ligia. No te asombres de que, no interesándome por regla general en nada salvo en mi persona, te haga preguntas tan preocupado. He contribuido a lo que te ha sucedido y, a decir verdad, me afecta. Escribe pronto, porque no puedo prever exactamente cuándo volveremos a vernos. Los vientos primaverales no son más variables que los proyectos en la cabeza de Barba de Bronce. Nos hallamos hoy en Benevento, pero tiene la intención de ir directamente a Grecia y no volver a Roma. Sin embargo, Tigelino le aconseja que vuelva, al menos por algún tiempo, no vaya a ser que el pueblo, echando en falta su persona (debes leer: pan y juegos), termine por enfadarse. Pero no sé qué decidirá. Si termina ganando Acaya, tal vez vayamos a Egipto. De buena gana insistiría en que vengas a unirte a nosotros porque, en el estado de ánimo en que te encuentras, el viaje y nuestras distracciones serían, en mi opinión, un remedio excelente: pero corres el riesgo de no encontrarnos ya aquí. En ese caso, tal vez prefieras ir a descansar a tus propiedades de Sicilia que permanecer en Roma. Háblame largo y tendido de ti en la carta. No te envío ningún otro deseo que el de que tengas buena salud, porque, ¡por Pólux!, no sé qué desearte».

Al principio Vinicio no tuvo la menor gana de responder. Una respuesta no serviría a nada ni a nadie. Resultaba indiferente; la vida le parecía vana. Además, suponía que Petronio no podría comprenderle. Había ocurrido algo que los separaba. No veía claro todavía, ni siquiera en él mismo.

Muy débil, agotado, había abandonado el Transtíber para volver a su deliciosa de las Carenas, y los primeros días había sentido cierta voluptuosidad por encontrarse en aquel ambiente de bienestar y de lujo. Pero pronto se dio cuenta de que todo cuanto hasta aquel día había constituido el interés de su vida, o no existía ya para él, o había quedado reducido a proporciones ínfimas. Asimismo, sentía que las cuerdas que hasta entonces habían unido su alma a la vida se habían roto, sin que se hubieran tensado otras nuevas. La idea de que podría ir a Benevento y luego a Acaya, para unir con esfuerzo las locuras a las extravagancias, le pareció miserable. «¿Para qué hacerlo? ¿Qué puedo sacar?», se preguntaba. Por primera vez se le ocurrió que la conversación de Petronio, su ingenio, su elegancia, sus brillantes ideas, sus palabras selectas, no tendrían más resultado que cansarle. Pero, por otro lado, empezaba a pesar en él la soledad. Todos sus amigos estaban en Benevento, con el César, mientras él se veía obligado a permanecer solo en su casa, con la cabeza atiborrada de reflexiones, el corazón lleno de sentimientos entre los que no lograba encontrarse a sí mismo. Imaginaba a veces que si conseguía hablar con alguien de lo que le pasaba, tal vez podría captar el conjunto, coordinarlo, comprenderlo. Con esta esperanza, y después de haber vacilado durante algunos días, se decidió a responder a Petronio, sin estar muy seguro, no obstante, de enviarle la carta, que redactó en estos términos:

«¿Quieres que te dé detalles? De acuerdo, te los daré; pero ¿lograré ser más claro? Lo ignoro, porque hay muchos nudos que no puedo deshacer ni yo mismo. Te hablé de mi estancia entre los cristianos, de su forma de actuar con sus enemigos, en cuyo número tenían derecho a contarnos tanto a mí como a Quilón; de la bondad con que me cuidaron, y, por último, de la nueva desaparición de Ligia. No, querido, no me han perdonado por ser hijo de un personaje consular. Para ellos ese tipo de consideraciones no existen; también han perdonado a Quilón, aunque yo mismo los incitase a enterrarlo en el jardín. El mundo no ha visto nunca gentes como éstas, ni ha oído una doctrina semejante. Sólo puedo decirte que quien pretenda medirlos por nuestro rasero se equivoca. En cambio puedo afirmarte que si estuviera acostado con el brazo roto en mi propia casa, en medio de mis gentes, incluso de mi familia, habría tenido mayores comodidades, desde luego, pero ni la mitad siquiera de los cuidados que ellos me han prodigado.

»Debes saber también que Ligia es un ser absolutamente aparte. Si hubiera sido mi hermana o mi mujer, no habría podido cuidarme con mayor ternura de lo que lo ha hecho. A menudo he pensado que sólo el amor podía inspirar tanta solicitud. Muchas veces he leído ese amor en su rostro y en sus ojos, y además, ¿puedes creerlo?, en medio de esas gentes sencillas, en esa habitación miserable, a la vez cocina y , me he sentido más feliz que nunca. ¡No!, yo no le era indiferente, y mi opinión sobre este punto no ha variado. Sin embargo, esa misma Ligia ha dejado contra mi voluntad la morada de Myriam. He pasado jornadas enteras con la cabeza entre las manos preguntándome por qué ha obrado así. Creo haberte escrito que le propuse devolverla a casa de Aulo. Me respondió que era imposible, no sólo porque los Aulo se habían ido a Sicilia sino por las comidillas de los esclavos que, yendo de casa en casa, pronto habrían de llevar al Palatino la noticia de su regreso. César podría volver a raptarla. Y era cierto. Sabía, sin embargo, que yo no la perseguiría, que renunciaba a la violencia y que, no pudiendo dejar de amarla ni vivir sin ella, la introduciría en mi casa por la puerta adornada de guirnaldas y la haría sentarse en mi hogar sobre la piel sagrada. Y sin embargo, ¡huyó! ¿Por qué? Ya no la amenazaba nada. Si no me amaba, era libre de rechazarme.

»La víspera conocí a un extranjero, un tal Pablo de Tarso, con el que estuve hablando de Cristo y su doctrina; su palabra era tan poderosa que cada uno de sus términos destruía, en mi opinión, los cimientos de nuestro mundo. Este hombre me visitó después de la partida de Ligia y me dijo: “Cuando Dios haya abierto tus ojos a la luz, cuando haya hecho caer la venda como hizo caer la venda de los míos, entonces comprenderás que ha obrado razonablemente, y tal vez la recuperes”. Ésas son las palabras que me torturan el cerebro como si las hubiera oído de la boca de la Pitia de Delfos. Por momentos creo comprender algo. Aunque aman a los hombres, son enemigos de nuestra forma de vivir, de nuestros dioses y… de nuestros crímenes. Por eso ha huido ella. Ligia ha rechazado en mí al hombre que pertenece a otro mundo, que debía imponerle una vida criminal a ojos de los cristianos.

»Me dirás que, aunque podía rechazarme, nada la obligaba a alejarse. ¿Y si también me amaba? En tal caso, deseaba huir de su propio amor. Cuando lo pienso, siento ganas de enviar esclavos a todas las callejas de Roma con orden de gritar en el umbral de cada casa: “¡Ligia, vuelve!”. Sin embargo, no la habría impedido creer en su Cristo, a quien incluso yo habría elevado un altar en el . ¿Qué me importa un dios más, y por qué no iba a creer en él alguien como yo que cree tan poco en los antiguos dioses? Sé con absoluta seguridad que los cristianos nunca mienten, y dicen que resucitó: ¡y un hombre no resucita!

»Ese Pablo de Tarso, ciudadano romano pero de raza judía, y que conoce los antiguos libros hebreos, me ha dicho que hace más de mil años los profetas predijeron el advenimiento de Cristo. Son cosas extraordinarias, ¿pero no nos rodea por todas partes lo extraordinario? ¿Ha dejado de hablar la gente de Apolonio de Tiana? Pablo afirma que no hay una tropa de dioses, sino uno sólo, y me parece razonable. También Séneca es de esa opinión, como muchos otros antes que él. Cristo existió, se dejó crucificar por la salvación del mundo y resucitó. Todo esto no ofrece dudas. No veo, pues, motivo para obstinarme en la opinión contraria; ¿por qué no iba a elevarle un altar, cuando estoy dispuesto a erigir uno a Sérapis, por ejemplo? No me sería difícil tampoco renegar de los demás dioses, dado que las gentes de espíritu razonable ya no creen en ellos. Pero esto, al parecer, no les basta a los cristianos. No basta con venerar a Cristo, hay que practicar además su doctrina; lo cual equivale a encontrarse a orillas de un mar que os ordenan pasar a pie. Incluso aunque les prometa practicar su doctrina, comprenderían que sólo se trataba de palabras vacías. Pablo no me lo ha ocultado.

»Tú sabes cuánto amo a Ligia y que no hay nada que yo no hiciera por ella. Pero aunque me lo pidiese no podría levantar en mis brazos el Soracte o el Vesubio, ni sostener en la palma de mi mano el lago Trasimeno, ni cambiar mis ojos negros en ojos azules como los de los ligios. Lo que ella desee, lo desearía yo también, pero sería impotente para hacerlo. No soy un filósofo; sin embargo no soy un necio aunque te lo haya parecido a menudo. Debo decirte lo siguiente: no sé cómo se las arreglan para vivir los cristianos; pero lo que sí sé, y muy bien, es que donde comienza su doctrina acaba la supremacía romana, acaba Roma, acaba la vida, no existe ya diferencia entre vencedor y vencido, rico y pobre, amo y esclavo, acaba el gobierno, acaban el César, la ley y todo orden establecido, y en lugar de todo eso no hay más que Cristo y una misericordia que nosotros ignoramos, una bondad contraria a todos nuestros instintos y concepciones romanas. Te confieso que Ligia me interesa más que Roma entera y su dominación, y perezca el mundo con tal de que yo la tenga en mi casa. Pero la cuestión no es ésa. A los cristianos no les basta con estar de acuerdo con ellos en las palabras. Hay que sentir también lo que es el bien y no tener nada más en el alma. Los dioses me son testigos: eso es imposible. ¿Comprendes lo que quiero decir? Algo en mi naturaleza rechaza su doctrina, y aunque mi boca la glorificase, aunque yo conformara mi conducta a sus enseñanzas, mi razón y mi alma me demostrarían que es por amor a Ligia y que, sin ella, no habría nada en el mundo más antipático para mí. Cosa extraña, ese Pablo de Tarso lo adivina, y también, a pesar de su aire de patán y su baja extracción. Pedro, ese viejo teúrgo, el más importante entre ellos, y que fue discípulo de Cristo. ¿Y sabes lo que hacen? Rezan, piden para mí una cosa que llaman la gracia; pero a mí sólo me viene inquietud, y cada vez crece más la nostalgia de Ligia.

»Te he escrito que huyó contra mi voluntad. Pero al irse me dejó una cruz hecha por ella misma con remitas de boj. Al despertarme encontré esa cruz junto a mi cama. La guardo en mi y, sin saber bien por qué, me acerco a ella con temor y respeto como si tuviera algo de divino. Amo esa cruz porque las manos de ella han unido sus brazos, y al mismo tiempo la odio porque es lo que nos separa. Creo ver en ella sortilegios y que el teúrgo Pedro, por más que se diga simple pescador, es más grande que Apolonio y todos sus precursores, y que ha echado un maleficio sobre Ligia, sobre Pomponia y sobre mí mismo.

»Me dices que en mi carta anterior se trasparentan la inquietud y la tristeza. Estoy triste porque he perdido a Ligia otra vez, y estoy inquieto porque algo ha cambiado en mí. Te hablo con toda franqueza: no hay nada menos conforme a mi naturaleza que esa doctrina y, sin embargo, desde que he chocado con ella, ya no me reconozco. ¿Es brujería, es amor? Circe transformaba, con sólo tocarlos, los cuerpos de los hombres; de igual modo han transformado mi alma. ¿Habría podido hacerlo Ligia, o, mejor dicho, Ligia ayudada por la extraña doctrina que profesa?

»Cuando dejé a los cristianos para volver a mi casa, nadie me esperaba. Me creían en Benevento y que no volvería tan pronto. Encontré, pues, mi casa en desorden y mis esclavos ebrios reunidos en un festín que se daban en mi . Antes que a mí esperaban la muerte, y desde luego la muerte los hubiera asustado menos. Ya conoces el rigor con que los gobierno. Todos cayeron de rodillas y varios se desvanecieron de terror. Y yo, ¿sabes lo que hice? Mi primer impulso fue ordenar traer hierros candentes y vergas; pero al punto me dio vergüenza, y, ¿podrás creerlo?, sentí cierta piedad por aquellos miserables. Todavía hay entre ellos viejos esclavos que, en la época de Augusto, mi abuelo Marco Vinicio trajo de las orillas del Rin. Me encerré en mi biblioteca y allí me asaltaron las ideas más singulares, por ejemplo, que, según lo que había visto y oído entre los cristianos, no debía obrar respecto a los esclavos como hasta entonces lo había hecho, y que también ellos eran hombres. Durante dos días vivieron aterrorizados, pensando que posponía el castigo con objeto de que fuera más terrible; pero yo no los castigué, y no los he castigado, porque no podía. Al tercer día, los reuní y les dije: “Os perdono, tratad de reparar vuestra falta con el cumplimiento exacto de vuestras tareas”. Al oír estas palabras cayeron de rodillas derramando lágrimas, con los brazos tendidos hacia mí y llamándome su amo y su padre; yo también estaba emocionado, y te lo confieso para mi confusión. Me pareció que en ese momento veía el dulce rostro de Ligia y sus ojos bañados de lágrimas dándome las gracias. , sentí mis cejas mojarse también… ¿Qué puedo decirte? No puedo estar sin ella. Sólo sufro, soy muy desgraciado, y mi dolor es mucho mayor todavía de lo que supones…

»En cuanto a mis esclavos, no sólo no los ha corrompido el perdón que les otorgué ni ha relajado entre ellos la disciplina, sino que la amenaza del castigo nunca estimuló su celo como lo hizo la gratitud. No sólo me sirven, sino que me parece que tratan de adivinar mis deseos. Si te hablo de ello es sólo porque la víspera del día en que dejé a los cristianos, cuando objetaba a Pablo que la secuela de su doctrina sería hacer estallar el mundo como un tonel sin sus aros, él me respondió: “El amor es un vínculo más sólido que el tenor”. Y ahora reconozco que en ciertas circunstancias esta máxima puede ser justa. Asimismo la he comprobado en mis relaciones con mis clientes, que, en cuanto les llegó la nueva de mi regreso, acudieron a saludarme. Como sabes, nunca me he mostrado demasiado avaro con ellos; pero mi padre ya los trataba con altivez, y me enseñó a hacer lo mismo. Pues bien, ahora, a la vista de sus mantos raídos y sus rostros famélicos, sentí de nuevo piedad. Les hice dar de comer; es más, estuve hablando con ellos, llamé a muchos por su nombre, les pregunté a otros por sus mujeres y sus hijos y también vi lágrimas en sus ojos, y me pareció que de nuevo Ligia veía aquello, se alegraba y me animaba… ¿Es mi espíritu el que se ha vuelto loco, o el amor el que turba mis sentidos? No lo sé; sólo sé que sin cesar tengo la sensación de sus miradas fijas sobre mí de lejos y que no me atrevo a hacer nada que pueda entristecerla u ofenderla.

»Sí, Gayo, han transformado mi alma. En algunos casos me encuentro bien, en otros me atormenta el pensamiento de que me han quitado todo mi antiguo valor, toda mi energía de otro tiempo y que, tal vez, me han vuelto inepto no sólo para los consejos, el tribunal y los festines, sino también para la guerra. A buen seguro, se trata de sortilegios.

»También te diré lo que se me ocurrió durante mi enfermedad: si Ligia se hubiera parecido a Nigidia, a Popea, a Crispinila, y a tantas otras de nuestras divorciadas, si hubiera sito tan impúdica, tan despiadada y tan desenfrenada como ellas, no la habría amado como la amo. Pero dado que la amo por lo que me separa de ella, puedes juzgar el caos que hay en mi alma, hacia qué tinieblas avanzo, hasta qué punto mi ruta es insegura y cuánto ignoro lo que debo hacer. Si se pudiera comparar la vida a una fuente, diría que por la mía fluye la inquietud y no el agua. Vivo en la esperanza de volver a verla, y a veces me parece que ese día ha de venir. ¿Será dentro de un año, de dos? No sé nada ni puedo preverlo.

»No saldré de Roma. No podría soportar la compañía de los augustanos; en medio de mi pena y mi inquietud, sólo hay un pensamiento que me reconforta: que estoy cerca de Ligia; que, por medio del médico Glauco, que ha prometido venir a verme, o por Pablo de Tarso, tal vez vuelva a oír hablar de ella. No, no saldré de Roma, ni aunque me ofrecieran el gobierno de Egipto. Debes saber también que he encargado a un escultor una piedra tumbal para Gulón, al que maté en un momento de furor. Recordé demasiado tarde que me había llevado en sus brazos y que fue el primero que me enseñó a manejar el arco. No sé por qué, ahora su recuerdo se despierta en mí semejante a una nostalgia, a un remordimiento… Si lo que escribo te sorprende, he de confesarte que no menos sorprendido estoy yo mismo, pero te escribo la verdad. Adiós».

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