Quo Vadis?

Capítulo XLIV

Capítulo XLIV

El incendio de la ciudad había abarcado de tal modo el cielo que ya no se distinguían sus límites.

Detrás de las colinas surgió la luna llena, enorme, y que, tomando de pronto los tonos del cobre en fusión, pareció mirar con asombro la ruina de la poderosa ciudad. En los abismos de púrpura del cielo resplandecían unas estrellas también de púrpura, y al revés de lo que ocurría en las noches ordinarias, la tierra tenía más luz que el cielo. Como un inmenso brasero, Roma iluminaba toda la Campania. En la claridad sangrante se recortaban las colinas lejanas, las casas, las villas, los templos y los monumentos; los acueductos, que de todas las alturas circundantes descendían hacia la ciudad, estaban invadidos por gentes que habían acudido a ellos en busca de un refugio o para contemplar el incendio.

Mientras, el terrible elemento sumergía los barrios uno tras otro. No había duda de que manos criminales lo habían propagado, porque seguían estallando nuevos incendios, incluso a gran distancia del foco principal. De las colinas donde estaba edificada la ciudad, las llamas refluían como las olas del mar hacia los valles donde se alzaban abundantes edificios de cinco o seis pisos, en calles bordeadas de barracas y de tiendas, de anfiteatros móviles de planchas edificados al azar de diversos espectáculos, almacenes de madera, de aceite, de trigo, de nueces, de piñas, cuyo grano servía de alimento a los indigentes, y de ropas que en ciertos momentos los Césares distribuían a la plebe que vivía en las callejas estrechas. Y allí el incendio, al haber encontrado alimento en las materias inflamables, se transformaba en una serie de explosiones sucesivas y con rapidez inaudita envolvía calles enteras. Las gentes que acampaban fuera de la ciudad y las que se habían instalado en los acueductos reconocían, por la coloración de las llamas, la naturaleza del combustible. Trombas de aire hacían brotar del abismo millares de cáscaras incandescentes de nueces y de almendras, proyectadas hacia el cielo como si fueran mariposas luminosas y que estallaban crepitando o, empujadas por el viento, caían sobre nuevos barrios, sobre los acueductos o sobre los campos que rodeaban la ciudad. Toda idea de salvación parecía insensata. La confusión crecía por momentos y, mientras la población de Roma huía por todas las puertas, las gentes de los alrededores, habitantes de poblados, campesinos y pastores semisalvajes de la Campania, entraban en la ciudad atraídos por el incendio y seducidos por la esperanza de botín.

El grito: «¡Roma arde!» era repetido sin cesar por la multitud. La ruina de la ciudad parecía ser entonces el fin de su poderío y la desaparición de todos los lazos que agrupaban aquellos pueblos numerosos en una sola nación. La muchedumbre, compuesta en su mayor parte de esclavos y extranjeros, no estaba interesada en la dominación romana: al contrario, la catástrofe podía liberarla de sus cadenas y ya adoptaba, aquí y allá, una actitud amenazadora. Por doquier reinaban el pillaje y la violencia. Parecía que el solo espectáculo de la ciudad ardiendo retardaba la matanza. Centenares de millares de esclavos, olvidando que Roma no poseía sólo templos y muros sino también cerca de cincuenta legiones por el mundo, parecían no esperar más que una señal de un jefe; se cuchicheaba el nombre de Espartaco, pero ningún Espartaco se presentaba. Mientras, los ciudadanos romanos se agrupaban y se armaban con todo lo que encontraban.

Circulaban los rumores más fantásticos. Algunos afirmaban que, por orden de Zeus, Vulcano había desencadenado las llamas subterráneas; otros que Vesta vengaba el ultraje hecho a Rubria; otros, que no se preocupaban de salvar sus bienes, acudían a los templos e invocaban a los dioses. Pero la mayoría decía que había sido el César quien había ordenado incendiar Roma para librarse de los olores fétidos de Suburra y de este modo poder edificar una ciudad nueva que se llamaría Neronia. Ante esta idea, la muchedumbre se ponía furiosa y si, como Vinicio pensaba, hubiera encontrado un jefe para aprovechar tal explosión de cólera, los últimos momentos de Nerón habrían llegado algunos años antes.

Se decía también que el César se había vuelto loco, que había ordenado a los pretorianos y a los gladiadores atacar al pueblo y organizar una matanza general. Algunos juraban por sus grandes dioses que Enobarbo había ordenado soltar las fieras de todos los , que las calles estaban llenas de leones con las crines en llamas, de elefantes enloquecidos de espanto, y de bisontes que aplastaban a los hombres por decenas; rumores que contenían parte de verdad, porque, en muchos lugares, los elefantes, para escapar al incendio, habían demolido los y, libres, se lanzaban como trombas aniquilando todo a su paso.

El rumor público afirmaba que más de diez mil personas habían muerto entre las llamas. Las víctimas eran, en efecto numerosas. Hubo quienes, habiendo perdido sus bienes o sus seres queridos, se precipitaban voluntariamente en el fuego. Otros habían muerto asfixiados por el humo. En medio de la ciudad, entre el Capitolio por un lado, el Quirinal, el Viminal y el Esquilino por el otro, así como entre el Palatino y la Colina de Celio, donde se hallaban las calles más populosas, el incendio había estallado en tantos puntos a la vez que los fugitivos siempre encontraban ante ellos, fuera cual fuere la dirección que tomasen, un muro de llamas y perecían de modo horrible en aquel diluvio de fuego.

En medio del espanto generalizado, ya no sabían dónde huir. Las vías estaban atestadas de muebles y de toda clase de utensilios, e incluso obstruidas en los pasajes estrechos. Los que habían buscado un refugio en los mercados y en las plazas, o en las cercanías del templo de la Tierra, del pórtico de Silvia, y más arriba, junto a los templos de Juno y de Lucina, o incluso entre el y la antigua Puerta Esquilina, se habían encontrado rodeados por el fuego y habían perecido ahogados por el calor. Donde las llamas no habían podido llegar, se encontraron más tarde centenares de cadáveres carbonizados, aunque los desventurados, para protegerse del calor, habían quitado las losas y se habían enterrado en el suelo. El incendio no había respetado a ninguna de las familias que vivían en el centro; por eso se oía en todas las puertas y en todos los caminos los gritos de desesperación de las mujeres llamando a los seres queridos que se habían quedado en aquel brasero o habían perecido aplastados por la multitud.

Mientras unos imploraban misericordia de los dioses, otros vomitaban imprecaciones contra ellos. Viejos decrépitos tendían las manos hacia el templo de Júpiter Liberador diciendo: «¡Si tú eres el Liberador, salva tu altar y tu ciudad!». La cólera se volvía sobre todo contra las antiguas divinidades romanas que, a ojos del pueblo, tenían un deber mayor de velar por la ciudad. Éstas se habían manifestado impotentes y las injuriaban. En cambio, cuando en la Vía Asinaria apareció un cortejo de sacerdotes egipcios que transportaban la estatua de Isis salvada del templo que se hallaba no lejos de la Puerta Celimontana, la muchedumbre se unió al carro, lo llevó hasta la Puerta Apia e instaló la estatua en el templo de Marte, tras maltratar a sus sacerdotes, que trataban de resistirse e impedirlo. Además se invocaba a Sérapis, Baal o Jehovah, cuyos fieles, salidos de las callejas de Suburra y del Transtíber, llenaban con sus clamores la campiña suburbana y celebraban de este modo su triunfo; por eso, cuando algunos ciudadanos se mezclaban a los coros a fin de glorificar al «Amo del Universo», los demás se indignaban por estos gritos de alegría e intentaban hacerlos callar por la fuerza.

Aquí y allá se alzaban salmos cantados por ancianos, hombres adultos, mujeres y niños; himnos desacostumbrados, solemnes, cuyo sentido estaba oscuro, y en los que sin cesar se repetían estas palabras: «He aquí que se acerca el Juicio, el día de la cólera y del desastre». Y como un mar agitado, aquella multitud móvil y siempre en movimiento rodeaba la ciudad abrasada.

Pero ni la desesperación ni las blasfemias ni los himnos conseguían nada. El azote era irresistible, completo, inexorable, como el Destino. Junto al Anfiteatro de Pompeyo ardieron los almacenes de cáñamo y cuerdas, que se consumían en gran cantidad en el circo, en las arenas, y para cantidad de máquinas que se empleaban en los juegos. Al mismo tiempo el incendio prendió en los edificios donde se guardaba la pez que servía para embrear las cuerdas. Durante varias horas, toda aquella parte de la ciudad tras la que se extendía el Campo de Marte fue iluminada por una claridad tan blanca que los espectadores, medio inconscientes de terror, se preguntaban si, en el desastre universal, no se habían confundido los días y las noches, y si sus ojos no contemplaban la luz del sol; pero, luego, un mismo y uniforme resplandor sangrante triunfó sobre las demás coloraciones. Del océano de fuego brotaban hacia el cielo gigantescas fuentes y columnas incandescentes, pronto abiertas en haces y penachos que el viento cogía, desflecaba y arrastraba, dorados de chispas y arrastrados por encima de la campiña, hacia la lejanía, hacia los montes Albanos. La noche se volvía más clara cada vez, el aire parecía saturado no sólo de luz, sino de llama. El Tíber parecía llevar olas de fuego y la desventurada ciudad no era ya más que un infierno. El azote se extendía cada vez más, tomaba por asalto las alturas, se difundía por la llanura, sumergía los valles, furioso, crepitando, atronando como el rayo.

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