Quo Vadis?

Capítulo XX

Capítulo XX

Tomaron por el , a lo largo del Viminal, hasta la antigua puerta Viminal que se abría al espacio donde más tarde Diocleciano hizo construir unos lujosos baños. Pasaron las ruinas de la muralla de Servio Tulio, y por caminos más desiertos todavía llegaron a la vía Nomentana. Luego, tras torcer a la izquierda hacia Salaria, se encontraron en medio de colinas agujereadas por canteras de arena y salpicadas de cementerios. La noche era espesa y la luna aún no había salido; mucho les hubiera costado encontrar el camino si, según las previsiones de Quilón, los cristianos no se lo hubiesen mostrado. A la derecha, a la izquierda, por delante, se distinguían siluetas negras que se deslizaban en dirección a los barrancos de arena. Algunos transeúntes llevaban linternas que trataban de disimular bajo sus mantos. Otros, más familiarizados con la ruta, avanzaban en la oscuridad. Su vista de soldado, acostumbrada a las tinieblas, permitía a Vinicio distinguir, por sus gestos, a los jóvenes de los viejos que se apoyaban en bastones y a los hombres de las mujeres cuidadosamente envueltas en largas . Los raros transeúntes y los campesinos que volvían de la ciudad tomaban sin duda a los peregrinos por obreros que se dirigían hacia las , o por miembros de alguna asociación funeraria en camino hacia ágapes nocturnos. Cuanto más avanzaban el joven patricio y sus jóvenes compañeros, más numerosas se volvían las linternas y las siluetas. Algunos cantaban con voz apagada himnos que a Vinicio le parecieron llenos de melancolía. A veces su oído percibía trozos de frases o de cantos, como: «¡Levántate, tú que duermes!», «¡Resucita de entre los muertos!». A veces, hombres y mujeres repetían el nombre de Cristo. Pero Vinicio prestaba poca atención a las palabras, porque se le había ocurrido que tal vez entre las figuras sombrías que pasaban se hallase Ligia. Cuando los pasaban, algunas cristianas pronunciaban la fórmula: «La paz sea con vosotros» o «Gloria a Cristo». Entonces se inquietaba y su corazón latía más deprisa: le parecía oír la voz de Ligia. En una silueta, en un gesto, creía sin cesar reconocerla y terminó por no fiarse del testimonio de sus ojos después de darse cuenta de que le habían engañado varias veces.

La ruta le parecía interminable. Conocía bien los alrededores de Roma, pero en la oscuridad ya no sabía dónde estaba. A cada instante chocaban con pasajes estrechos, trozos de murallas, de construcciones, y no recordaba haberlos visto nunca. Por fin, la luna comenzó a salir de las nubes e iluminó toda la comarca mejor que la débil luz de las linternas. Un punto luminoso, brasero o antorcha, se vio en la lejanía. Vinicio se inclinó hacia Quilón y le preguntó si aquello era el Ostriano.

Quilón, sobre quien la oscuridad, la lejanía de la ciudad y todos aquellos fantasmas errantes producían una impresión más bien desagradable, respondió con voz llena de incertidumbre:

—No lo sé, señor, nunca he estado en el Ostriano. Pero deberían alabar a Cristo más cerca de la ciudad.

Sintiendo la necesidad de hablar y de afirmar su valor, añadió:

—Se deslizan como bandidos, y sin embargo les está prohibido matar, si es que ese ligio no me ha engañado.

Aunque no cesara de pensar en Ligia, Vinicio quedó sorprendido por la prudencia y el misterio de que se rodeaban los cristianos para ir a escuchar la enseñanza de su pontífice supremo. Dijo:

—Esta religión, como las demás, cuenta entre nosotros con muchos adeptos: pero los cristianos son una secta de los judíos. ¿Por qué, sin embargo, se reúnen aquí, si en el Transtíber hay templos donde los judíos pueden hacer sus sacrificios a plena luz?

—No, señor, precisamente los judíos son sus enemigos más encarnizados. Me han dicho que antes ya del reinado de nuestro César, había estado a punto de estallar la guerra entre ellos. El César Claudio se hartó tanto de aquellas disputas que hizo expulsar a todos los judíos; pero en la actualidad ese edicto ha sido derogado. Sin embargo, los cristianos se esconden de los judíos y del pueblo, que, como no ignoras, los odia, imputándoles diversos crímenes.

Tras un silencio, Quilón, cuyo terror aumentaba a medida que se alejaban de las puertas, continuó:

—Al volver de casa de Euricio, he conseguido una peluca en una barbería y me he metido dos habas en la nariz. Así nadie podrá reconocerme: e incluso si me reconocen no me matarán. ¡No son malas estas gentes! Incluso podría decirse que son muy honradas, que las amo y las estimo.

—No trates de ganártelos con alabanzas prematuras —replicó Vinicio.

Se habían adentrado por un estrecho barranco cerrado a cada lado por una zanja: por encima pasaba un acueducto. La Luna acababa de salir de las nubes; en el extremo del desfiladero, a plena luz plateada de la luna, vieron un muro abundantemente cubierto de hiedra. Era el Ostriano.

El corazón de Vinicio dio un vuelco.

En la puerta, dos enterradores recogían las insignias. Un momento después, Vinicio y sus acompañantes se encontraron en un lugar bastante amplio rodeado de muros. Aquí y allá se alzaban monumentos funerarios; la cripta misma ocupaba el centro y su parte inferior se hundía bajo el suelo. A la entrada de aquella cripta fluía una fuente. Era fácil darse cuenta de que el subterráneo no podía contener una multitud numerosa. Vinicio comprendió que los cristianos se verían obligados a reunirse a cielo cubierto, en el recinto en que ya se apretaban numerosos fieles. Por donde la mirada alcanzaba a ver, se vislumbraban linternas y más linternas, aunque muchos de los que llegaban no las trajesen Aparte de algunos cristianos que llevaban la cabeza descubierta, todos los demás, por temor bien a la traición, bien al frío, seguían encapuchados. El joven patricio pensó con terror que, si seguían cubiertos, no le sería posible reconocer a Ligia en medio de aquella multitud y con la débil claridad que había.

De pronto, junto a la cripta se encendieron algunas antorchas de resina que fueron colocadas en forma de pequeña hoguera. Se vio mejor. Los asistentes empezaron a cantar, al principio en voz baja, luego elevando el tono, un himno extraño. Vinicio no había oído nunca un canto como aquél. El sentimiento de tristeza que ya le había sorprendido durante el trayecto hacia el cementerio, cuando le llegaban las modulaciones discretas de algunos peregrinos aislados, se reflejaba ahora en aquel himno, pero con una fuerza y una nitidez mucho más emotivas: aquella tristeza se difundía cada vez más, envolviendo, por así decir, al mismo tiempo que a los hombres, el cementerio, las colinas, el barranco y todos los alrededores. Aquel canto parecía una especie de llamada hacia la salvación, una invocación brotada de labios de gentes que vagaban en medio de las tinieblas. Las cabezas alzadas al cielo parecían ver a alguien allá arriba, muy arriba, y los brazos tendidos parecían implorarle para que descendiese. Cuando el canto se interrumpía, se producía un momento de espera tan impresionante que Vinicio y sus compañeros elevaban a pesar suyo los ojos hacia la bóveda estrellada, con la vaga esperanza de que algo extraordinario iba a ocurrir y que un protector invisible iba a descender realmente a la tierra. En Asia Menor, en Egipto, en Roma mismo, Vinicio había visitado los templos más diversos, había conocido muchas religiones y oído muchos cánticos, pero aquella era la primera vez que veía a unos hombres invocando a la divinidad con himnos, no para observar un ritual establecido, sino con toda la pureza de su corazón y con esa pena punzante que sólo pueden sentir los niños alejados de su padre o de su madre. Hubiera habido que estar ciego para no ver que aquellas gentes no sólo honraban a su dios, sino que le amaban con toda la fuerza de su alma. Y esto Vinicio no lo había visto en ningún país, en ninguna ceremonia, en ningún templo: en Roma, en Grecia, los que todavía veneraban a sus dioses lo hacían por temor, o para conseguir alguna ayuda; pero nadie pensaba siquiera en amarlos.

Aunque Vinicio estuviera completamente ocupado de Ligia y su atención concentrada en buscarla entre la multitud, le resultaba sin embargo imposible no ver las cosas extrañas y extraordinarias que pasaban a su alrededor.

Mientras tanto, habían lanzado algunas antorchas más al fuego, que proyectó sobre todo el cementerio una claridad rojiza e hizo palidecer la luz de las linternas; en ese instante, saliendo del apareció un anciano vestido con un manto de capucha, pero con la cabeza descubierta, que subió a una piedra próxima a la hoguera.

Entre la multitud se produjo un movimiento. Muy cerca de Vinicio las voces empezaron a murmurar: «¡Pedro! ¡Pedro!…». Unos se arrodillaron, otros tendieron las manos hacia él. Luego se hizo un silencio tan profundo que podía oírse cada tizón consumido caer al brasero, el ruido lejano de las ruedas en la Vía Nomentana y el silbido del viento en los pinos pegados al cementerio.

Quilón se inclinó para susurrarle a Vinicio:

—¡Es él, el primer discípulo de , el pescador!

El anciano alzó la mano para bendecir con una señal de cruz a los asistentes, que se arrodillaron. Por miedo a traicionarse, Vinicio y sus compañeros siguieron el ejemplo. La figura que tenía delante le pareció al joven, a un tiempo, bastante vulgar y, sin embargo, extraordinaria, sobre todo porque lo que había de extraordinario emanaba de su sencillez misma. El viejo no tenía mitra, ni corona de hojas de roble en la cabeza, ni palmas en las manos, ni racional dorado sobre el pecho, ni vestidos blancos o sembrados de estrellas, ninguno de esos emblemas que distinguían a los sacerdotes de Oriente, de Egipto, de Grecia o a los de Roma. Y de nuevo Vinicio observó ese mismo contraste que ya había notado al escuchar el canto de los cristianos: aquel pescador le parecía no un arcipreste experto en la práctica de ceremonias rituales, sino un simple testigo, anciano y profundamente venerable, venido de lejos para proclamar una gran verdad que había visto, tocado, en la que había creído como se cree en la evidencia, que había amado porque había creído en ella y que, luego, ponía en todos sus rasgos el reflejo de ese poder de convicción que sólo la verdad puede dar. Y Vinicio, por más escéptico que fuese, no podía impedir que lo invadiera una curiosidad febril: esperaba impaciente lo que iba a salir de la boca de aquel compañero del misterioso , a fin de saber cuál era la doctrina adoptada por Ligia y por Pomponia Grecina.

Pedro empezó. Habló primero como un padre que da consejos a sus hijos y les enseña cómo hay que vivir. Les recomendó desterrar los excesos y el lujo, amar la pobreza, la pureza de costumbres y la verdad, soportar con paciencia las injusticias, las persecuciones, obedecer a sus superiores y a las autoridades, evitar el crimen de traición, la hipocresía, la calumnia, a fin de dar buen ejemplo, no solamente entre ellos, sino incluso a los paganos. Vinicio, para quien el bien era aquello que podía devolverle a Ligia, y el mal todo lo que obstaculizara su encuentro, sacó de estos consejos irritación y despecho; porque le parecía que, al predicar la castidad y la lucha contra las pasiones, el viejo no sólo condenaba su amor, sino que alejaba de él a Ligia y la confirmaba en su obstinación. Comprendió que, al formar parte de aquellos asistentes, escuchando estas enseñanzas y adoptándolas con fervor, en aquel momento la joven no podía considerarle sino como un adversario de su doctrina y un hombre vil. Y al pensarlo, la cólera se apoderó de Vinicio: «¿Qué novedad hay en lo que dice? —se preguntó—. ¿Es ésa la doctrina desconocida? Eso todo el mundo lo sabe. Los cínicos alaban la pobreza y la limitación de las necesidades. Sócrates ha predicado que la virtud, por antigua que sea, es buena. El primer estoico que uno se encuentra, incluso un Séneca, que tiene quinientas mesas de madera de limonero, ensalza la moderación, predica la verdad, la paciencia ante las dificultades, la firmeza ante la desgracia. Todo esto se parece al trigo olvidado en un rincón, que los ratones comen pero que los hombres no quieren porque está mohoso». Su cólera aumentaba con la decepción: había creído que iban a serle revelados misterios turbadores; cuando menos había esperado oír a un rétor elocuente; las palabras que llegaban a sus oídos eran de una sencillez inaudita, y se sorprendía del silencio y del recogimiento con que la multitud las escuchaba.

Mientras tanto, el anciano exhortaba a sus oyentes a ser buenos, pacíficos, justos, pobres y castos, no para gozar de la tranquilidad en esta vida, sino para vivir después de la muerte, y eternamente en Cristo, en una alegría, una gloria y Un esplendor que nadie había podido alcanzar aún. Por prevenido que estuviese Vinicio, esta vez no pudo dejar de captar la diferencia que había entre la doctrina del viejo y las de los cínicos, estoicos y demás filósofos; éstos no recomendaban en el bien y en la virtud más que una cosa razonable, únicamente aplicable a esta vida; aquél, por el contrario, prometía la inmortalidad, y no esa miserable inmortalidad subterránea, en el aburrimiento, el vacío y la soledad, sino resplandeciente y casi igual a la de los dioses. Además hablaba de la inmortalidad como de algo absolutamente seguro, y gracias a esa creencia la virtud se volvía infinitamente preciosa, mientras las miserias terrestres eran infinitamente fútiles; porque sufrir momentáneamente por una felicidad eterna no podría compararse con el sufrimiento que provenía simplemente de que así es la ley de la naturaleza. Y el anciano decía aún que había que amar la virtud y la verdad por sí mismas, porque la virtud suprema y el bien eterno es Dios; quien las ama, ama a Dios, y por tanto se convierte en su hijo predilecto.

Vinicio no comprendía completamente el sentido de estas palabras; pero, por lo que Pomponia Grecina le había dicho a Petronio, él ya sabía que, según las creencias cristianas, ese Dios era único y omnipotente. Ahora sabía que aquel Dios era el bien y la verdad supremas; e involuntariamente pensó que, frente a semejante demiurgo, Júpiter, Saturno, Apolo, Juno, Vesta y Venus parecían más bien una pandilla de atolondrados que hacían farsas, unas veces todos juntos, otras cada cual por separado. Pero su asombro no tuvo límites cuando oyó al anciano proclamar que Dios era también el supremo amor y que, por tanto, quien ama a los hombres cumple su principal mandamiento. Y no basta con amar a los de su propia raza, porque el Hombre-Dios derramó su sangre por todos; encontró, incluso entre los paganos, elegidos como el centurión Cornelio; y no basta amar a los que nos hacen bien: Cristo perdonó incluso a los judíos que lo condenaron a muerte, y a los soldados romanos que lo crucificaron; no sólo hay que perdonar a los que nos han ofendido, sino también amarlos y devolverles bien por mal; no sólo hay que amar a los buenos sino también a los malos, porque sólo por amor puede destruirse en ellos la maldad.

Estas palabras hicieron comprender a Quilón que se había tomado muchas molestias para nada, y que, ni aquella noche ni otra, Urso jamás se decidiría a matar a Glauco. Pero la enseñanza misma del anciano llevó a Quilón a otra conclusión que lo consoló inmediatamente: que Glauco nunca lo mataría a él, si llegaba a reconocerle.

Vinicio ya no reprochaba al sermón del anciano no contener nada nuevo; pero se preguntaba con asombro: «¿Quién es ese Dios? ¿Cuál es esa doctrina y quiénes son estas gentes?».

Decididamente, todo lo que acababa de oír no encontraba cabida en su cabeza. Aquella concepción de la vida, tan nueva y tan inaudita, le dejaba estupefacto. Sentía que si, por ejemplo, quería seguir aquella doctrina, tendría que arrojar todo a la hoguera: pensamientos, hábitos, carácter, toda su antigua naturaleza, quemar todo aquello y dispersar sus cenizas para reemplazarlo por una vida absolutamente diferente, regida por un alma nueva. Una doctrina que le mandaba amar a los partos, a los sirios, a los griegos, a los egipcios, a los galos, a los britanos, perdonar a los enemigos, devolverles bien por mal, le parecía pura locura; pero, al mismo tiempo le parecía que, en aquella locura, había algo más poderoso que en todos los sistemas filosóficos conocidos hasta entonces. Le parecía que su insania misma volvía aquella doctrina irrealizable, y que precisamente era divina por la imposibilidad que había de ponerla en práctica. En su fuero interno la negaba; y sin embargo, en su conciencia, resultaba evidente que era semejante a una pradera sembrada de nardos, de la que brota un perfume embriagador que quien lo respira —como ocurre en el país de los lotófagos— debe olvidar todo lo demás y no pensar en ninguna otra cosa. Le parecía que en aquella religión todo era irreal y al mismo tiempo que, comparada con ella, la realidad era tan ínfima que no valía la pena pararse a pensarla. Horizontes hasta entonces insospechados se abrían ante él, espacios infinitos, vastas nubes. Aquel cementerio le pareció un refugio de locos, y al mismo tiempo un lugar misterioso y temible donde, sobre una capa mística, nace algo nuevo, ignorado hasta entonces por el universo. Recordó todo lo que el viejo había dicho de la vida, de la verdad, del amor de Dios; y sus pensamientos quedaron deslumbrados, lo mismo que la mirada queda herida por relámpagos ininterrumpidos. Como los hombres que han concentrado toda su vida en una pasión única, él miraba todo a través de su amor por Ligia, y a la luz de esos relámpagos entreveía que, si, como era lo más probable, se encontraba en aquella cripta, profesaba aquella doctrina, escuchaba y comprendía las palabras del anciano, ella nunca se convertiría en su amante.

Por primera vez desde que la conociera en casa de los Aulos comprendió que, incluso aunque la encontrase, ella no dejaría de estar perdida para él. Hasta entonces no se le había ocurrido nada semejante; incluso en ese momento no se daba cuenta de ello con toda exactitud; no tenía una noción precisa, sino una especie de vago presentimiento de alguna pérdida irremediable, de una desgracia. Le invadió la inquietud, que inmediatamente dejó paso a una cólera tumultuosa contra los cristianos en general y contra el viejo en particular. El pescador, que al principio le había parecido tan simple, le inspiraba ahora casi temor y le parecía un misterioso que decidía implacable y trágicamente sobre su destino.

Uno de los enterradores había echado nuevas antorchas a la hoguera; el rumor del viento en los pinos se había callado; la llama subía recta hacia los astros que resplandecían en el cielo sereno, y el viejo, tras haber recordado la muerte de Cristo, no habló más que de Él. Todos contuvieron la respiración en el pecho, y el silencio se hizo tan profundo que casi podía oírse el latido de los corazones. ¡Aquel hombre había visto! Contaba como testigo cuya memoria guarda tan bien grabado cada minuto del acontecimiento que le basta cerrar los ojos para volver a ver todo. Contaba cómo Juan y él, después de haber dejado la Cruz, habían pasado dos días y dos noches sin dormir, sin comer, en medio de la postración, la pena, el temor y la duda, con la cabeza entre las manos, repitiéndose que Él estaba muerto. ¡Ay, qué doloroso, qué terrible era aquello! Amaneció el tercer día: la luz había iluminado ya las paredes, y los dos seguían allí, sin ayuda y sin esperanza. El sueño se apoderaba de ellos (porque también habían pasado sin dormir la noche que había precedido al suplicio) y cuando se despertaban era para lamentarse de nuevo. Pero cuando el sol hubo aparecido, María de Magdala, jadeante, con el pelo revuelto, había acudido a ellos gritando: «¡Se han llevado al Señor!». Tras estas palabras se habían precipitado hacia el lugar de la sepultura. Juan, más joven, había llegado el primero. El sepulcro estaba vacío y no se habían atrevido a entrar. Sólo cuando los tres estuvieron reunidos, él, quien les hablaba, había entrado en la tumba y sobre la piedra había encontrado el sudario y la mortaja, pero el cuerpo no estaba.

Entonces, atemorizados, supusieron que los sacerdotes se habían llevado a Cristo, y los dos, más apesadumbrados, habían vuelto a la casa. Luego habían ido llegando los demás discípulos y habían comenzado a lamentarse, todos a la vez, para que el Todopoderoso Defensor los oyera más fácilmente, o unos tras otros. Sus almas estaban llenas de turbación. Habían esperado que el Maestro redimiese Israel, y ahora que había pasado el tercer día de su muerte ya no tenían esperanza. Y no comprendían por qué el Padre había abandonado a su Hijo. Se hallaban tan angustiados que hubieran preferido morir.

Al recordar aquellos horribles momentos, dos lágrimas brotaron de los ojos del anciano, y a la luz de la hoguera se las vio caer a lo largo de su barba gris. Su venerable cabeza calva temblaba sobre sus hombros y su voz se extinguía en el pecho. Vinicio pensó: «Este hombre dice la verdad y la llora». Un dolor profundo dominaba también a los asistentes; todos habían oído contar más de una vez la pasión de Cristo, y sabían que la tristeza daría paso a la alegría; pero como quien les hablaba era el apóstol que «había visto», la impresión era más viva; se retorcían las manos mientras sollozaban, o se daban golpes de pecho. Poco a poco se calmaron, deseosos de oír la continuación. El anciano cerró los ojos, como para ver mejor en el fondo de su alma el pasado lejano, y prosiguió:

—Cuando estaban lamentándose de este modo. María de Magdala volvió corriendo y gritando que había visto al Señor. Como la claridad le impedía al principio distinguirle, pensó que era el jardinero; pero Él había dicho: «¡María!». Entonces ella exclamó: «», y había caído a sus pies; Él le había ordenado ir en busca de los discípulos, luego se había vuelto invisible. Pero ellos, los discípulos, no quisieron creerla, y como ella lloraba de alegría, algunos la censuraban mientras que otros pensaban que el dolor la había vuelto loca, porque también decía que había visto ángeles de pie junto a la tumba, y ellos habían vuelto allí y habían encontrado la tumba vacía. Luego, por la noche, había llegado Cleofás, de regreso de Emaús, a donde había ido con otro y de donde habían vuelto a toda prisa diciendo: «¡Es cierto que el Señor ha resucitado!». Y todos empezaron a discutir después de haber cerrado la puerta por miedo a los judíos. Entonces, y aunque la puerta no había rechinado, Él se había alzado en medio de ellos, y como tenían miedo les había dicho: «Que la paz sea con vosotros».

»Y yo le vi como le vieron todos. Estaba resplandeciente de luz, y nuestros corazones se llenaron de felicidad porque creímos que había resucitado, que los mares iban a secarse, las montañas a derrumbarse convertidas en polvo y que su gloria sería eterna.

»Ocho días más tarde Tomás Dídimo metió sus dedos en las llagas del Maestro, tocó su costado y luego cayó a sus pies gritando: “¡Señor mío y Dios mío!”. Y Jesús le respondió: “Tomás, has creído porque has visto. Bienaventurados los que no han visto y han creído”. Y nosotros oímos esas palabras y nuestros ojos Le miraron, porque Él estaba entre nosotros.

Vinicio escuchaba y en él ocurría algo extraño. Olvidaba dónde estaba, empezaba a perder la noción de la realidad, de la medida, y la facultad de razonar. Se hallaba en presencia de dos extremos: no podía creer lo que el anciano había dicho, y sin embargo se daba cuenta de que había que estar ciego o renegar de la propia razón para pensar que aquel hombre mentía al decir: «¡Yo vi!». En su emoción, en sus lágrimas, en toda su apariencia y en los detalles de los acontecimientos que contaba, había algo que alejaba cualquier sospecha. Por instantes Vinicio creía estar soñando; pero veía a su alrededor la multitud sumida en el silencio; el olor de las linternas que humeaban subía hasta su nariz; un poco más lejos ardían las antorchas y junto a la hoguera, de pie sobre una piedra, estaba un hombre mayor, en los umbrales de la muerte, de cabeza temblorosa, que daba testimonio y decía: «¡Yo vi!».

Y éste prosiguió su relato, contando todo, hasta la Ascensión. A veces se detenía para respirar porque narraba todos los detalles; se notaba que cada uno de aquellos detalles se había grabado en su memoria como sobre una piedra. Sus oyentes se embriagaban con sus palabras y todos se quitaron las capuchas para oír mejor y no perderse una sola de aquellas palabras, más preciosas para ellos que todo lo demás; les parecía que una fuerza sobrehumana los transportaba a Galilea, que escoltaban a los discípulos por los bosques de aquella comarca, a lo largo de los ríos, que el cementerio en que se encontraban se convertía en el lago Tiberíades y que en la orilla, en medio de la bruma matinal, Cristo estaba de pie tal como estaba cuando Juan, viéndole desde su barca, había exclamado: «¡Ahí está el Señor!», y cuando Pedro se había lanzado al agua para llegar antes a sus pies adorados. Se podía leer en los semblantes un éxtasis sin límites, el olvido de la existencia, la felicidad y un amor infinito. Desde luego, durante el largo relato de Pedro algunos habían tenido visiones; y cuando se puso a contar cómo las nubes se habían deslizado bajo los pies del Salvador el día de la Ascensión, cómo lo habían envuelto para esconderlo a los ojos de los apóstoles, todas las cabezas se alzaron involuntariamente hacia el cielo y hubo un momento de espera, como si aquellos hombres aguardaran verlo aparecer descendiendo de las praderas celestes, a fin de comprobar cómo el anciano apóstol apacentaba las ovejas que le habían sido confiadas, y para bendecirle a él y a su rebaño.

En aquel instante no existía nada más para toda aquella gente: ni Roma, ni el César en delirio, ni templos, ni dioses, ni paganos, únicamente Cristo, que llenaba la tierra, el mar, el cielo, el universo entero.

En las lejanas casas que bordeaban la Vía Nomentana, los gallos comenzaban a anunciar la medianoche. En aquel momento, Quilón tiró del manto de Vinicio y murmuró:

—Señor, allí, no lejos del anciano, veo a Urbano y a su lado a una joven.

Como sacado de un sueño, Vinicio se despertó y, mirando en la dirección indicada por el griego, reconoció a Ligia.

Download Newt

Take Quo Vadis? with you