Quo Vadis?

Capítulo XXIX

Capítulo XXIX

Vinicio no recibió respuesta a esta carta: Petronio no escribía esperando que de un día para otro el César ordenara regresar a Roma. La noticia había recorrido la ciudad provocando gran alegría entre el populacho, ávido de ver que volvían los juegos y las distribuciones de trigo y aceite, cuyas reservas se amontonaban en Ostia. Helio, liberto de Nerón, había comunicado por fin al Senado el regreso del emperador. Pero Nerón, que se había embarcado con su corte en el cabo Miseno, no tenía prisa, se detenía en las ciudades del litoral, bien para descansar, bien para presentarse en los teatros. En Minturno, donde había cantado de nuevo en público, permaneció quince días, preguntándose incluso si no volvería a Nápoles a esperar la llegada de la primavera, que se anunciaba cálida y temprana.

Mientras tanto, Vinicio seguía encerrado en su casa, pensando únicamente en Ligia y en todas las cosas nuevas que preocupaban su alma y la llenaban de ideas y sentimientos tan poco familiares. No veía a nadie, salvo de tarde en tarde al médico Glauco, cada una de cuyas visitas le llenaba de alegría porque podía hablarle de Ligia. Cierto que Glauco ignoraba el lugar de su refugio, pero afirmaba que se veía rodeada en él de la solicitud de los ancianos.

Cierto día, conmovido por la tristeza de Vinicio, le confesó que el apóstol Pedro había censurado a Crispo por sus reproches a Ligia en torno a su amor terrestre. Ante estas palabras, el joven patricio palideció de emoción. Con frecuencia se había dicho a sí mismo que no le resultaba indiferente a Ligia, pero siempre lo acosaban las dudas y la incertidumbre. Ahora oía por vez primera la confirmación de sus deseos y de sus esperanzas de boca de un extranjero, es más, de un cristiano. En aquel momento quiso ir a darle las gracias a Pedro, pero tras saber que éste predicaba la nueva doctrina en los alrededores de Roma, conminó a Glauco para que le condujera hasta él, prometiendo a cambio hacer donaciones a los pobres de la comunidad. Le parecía que el amor de Ligia debía apartar todos los obstáculos, porque él mismo estaba dispuesto a honrar a Cristo. Pero aunque le persuadía para que recibiese el bautismo, Glauco no se atrevía a asegurarle que Ligia sería suya pronto con ello; le decía que se debía pedir el bautismo por el bautismo mismo y por el amor de Cristo, y no por otros motivos. «Antes hay que tener cristiana el alma», añadió. Y aquel Vinicio, al que cualquier obstáculo irritaba, comenzaba a comprender que Glauco hablaba como debía hablar un cristiano. No tenía una comprensión muy clara de que una modificación radical en su naturaleza residía en el hecho de que antes sólo juzgaba los hombres y las cosas a través de su egoísmo, mientras ahora iba acostumbrándose a la idea de que otros ojos pueden ver de forma distinta, de que otro corazón puede sentir de modo diferente, y de que no es lo mismo la equidad que el interés personal.

Ahora Vinicio experimentaba con frecuencia el deseo de ver a Pablo de Tarso, cuya palabra le intrigaba y confundía. Buscaba argumentos idóneos para refutar su doctrina, se revolvía interiormente contra él, y a pesar de todo su deseo de verle y de oírle aumentaba. Pero Pablo había partido para Aricia y las visitas de Glauco se espaciaban más cada vez: pronto Vinicio se encontró en soledad completa. Entonces volvió a vagar por las callejuelas de Suburra y las vías estrechas del Transtíber, esperando ver allí a Ligia, aunque sólo fuera de lejos; decepcionado en su esperanza, se vio invadido por el hastío y la impaciencia. Luego llegó un momento en que su carácter primitivo volvió a triunfar, con la violencia de la ola cuya resaca vuelve para batir de nuevo la orilla. Se consideró un necio por haberse llenado la cabeza de cosas que sólo le habían aportado tristezas en vez de coger de la vida todo lo que ésta podía darle. Decidió olvidar a Ligia, buscar los placeres y utilizarlos sin volverse a preocupar de ella. Sentía no obstante que ésa sería su última tentativa de liberación.

Con su energía ciega y su fogosidad habitual se lanzó, pues, al torbellino de la vida fácil. Y la vida misma parecía alentarle a ello. Muerta y despoblada durante el invierno, la ciudad volvía a animarse con la esperanza de la próxima llegada del César, a quien preparaban una solemne recepción. La primavera estaba cerca: en la cima de los montes Albanos las nieves se habían fundido al soplo de los vientos de África; las violetas inundaban el césped de los jardines. En los foros y en el Campo de Marte hormigueaba una muchedumbre que se calentaba a un sol cada día más cálido. En la Vía Apia, cita habitual de paseantes, ya circulaban numerosos carruajes ricamente adornados. Se hacían excursiones a los montes Albanos. Las mujeres jóvenes, con el pretexto de honrar a Juno en Lavinio o a Diana en Aricia, desertaban de sus hogares para ir en busca de emociones, de compañía, de encuentros y de placer.

Y cierto día, en medio de los lujosos carruajes, Vinicio vio la magnífica de Crisotemis, la amante de Petronio, precedida por dos molosos y escoltada por jóvenes mezclados con viejos senadores que se habían quedado en la ciudad en el cumplimiento de sus funciones. Crisotemis dirigía en persona el tiro de cuatro pequeños caballos corsos y distribuía a su alrededor sonrisas y ligeros golpes con su fusta dorada. Al divisar a Vinicio, detuvo los caballos, le hizo subir en su y lo llevó a su casa, donde lo retuvo en un festín que duró toda la noche. Vinicio se emborrachó tanto que perdió incluso hasta el recuerdo del momento en que le habían devuelto a su domicilio. Recordaba sin embargo que al preguntarle Crisotemis por Ligia, se había ofendido y, ya borracho, le había vaciado en la cabeza su copa de falerno. Nada más pensar en ello sentía que su cólera crecía. Pero al día siguiente, olvidada la injuria, Crisotemis había ido en su busca para llevarlo de nuevo a la Vía Apia. Luego, ella había vuelto a casa de él, confesándole que desde hacía tiempo estaba cansada, no sólo de Petronio, sino también de su tañedor de laúd, y que su corazón estaba libre. Durante ocho días, se dejaron ver juntos. No importaba que sus relaciones no pudieran durar mucho tiempo. De cualquier modo, aunque desde el incidente del falerno, el nombre de Ligia no se había pronunciado, Vinicio no conseguía desterrarla de sus pensamientos. Seguía experimentando la sensación de sus ojos clavados en él, sensación que le llenaba de inquietud. Y por más que se indignara contra sí mismo, no podía desterrar la idea de que entristecía a Ligia, ni el pesar que le causaba esa idea. A la primera escena de celos provocada por la compra que acababa de hacer de dos jóvenes sirias, cortó con Crisotemis sin contemplaciones. No obstante, no por ello dejó de entregarse al placer y al desenfreno; parecía, por el contrario, hundirse en él por animosidad contra Ligia. Pero seguía dándose cuenta de que no cesaba de pensar en ella, que era la única inspiradora de sus actos, buenos o malos, y que, en realidad, fuera de ella, nada le interesaba. Entonces, cansado y desalentado, sintió repulsión por unos placeres que no le dejaban otra cosa que remordimientos. Se comparó a un indigente, y ello para gran sorpresa suya, porque siempre había considerado bueno todo lo que le agradaba. Había perdido su libertad, su seguridad, y cayó en una postración completa de la que no pudo sacarle siquiera la noticia de la vuelta del César. Ya nada le interesaba, ni siquiera Petronio, al que no fue a ver hasta que éste le envió a buscar en su propia litera.

Acogido con alegría. Vinicio no respondió al principio sino de mala gana a las preguntas de su amigo, pero al final, sus sentimientos y sus pensamientos largo tiempo rechazados se desbordaron en un torrente de palabras. Hizo saber a Petronio todas las pesquisas que había hecho para volver a encontrar a Ligia, su estancia entre los cristianos, todo lo que allí había visto y oído, todo lo que había atormentado su espíritu y su corazón, y terminó lamentándose de haberse hundido en un caos en el que había perdido, junto con la tranquilidad, el don de discernir las cosas y apreciarlas. Ya nada le atraía, no hallaba gusto en nada, no sabía qué decidir ni qué hacer. Estaba dispuesto a un mismo tiempo a honrar y a perseguir a Cristo; comprendía la elevación de su doctrina y a la vez sentía por Él una repulsión invencible. Se daba cuenta de que, incluso si llegaba a poseer a Ligia, no sería por entero, porque tendría que compartirla con Cristo. En suma, vivía como si no hubiera vivido: sin esperanza, sin futuro, sin fe en la felicidad. Se sentía rodeado de tinieblas, buscaba a tientas y vanamente una salida.

Durante el relato de Vinicio, Petronio examinaba sus rasgos alterados, sus manos vacilantes extendidas como para buscar realmente un camino en la oscuridad, y meditaba. De pronto, se acercó a Vinicio y tocándole el pelo detrás de la oreja, le preguntó:

—¿Sabes que tienes algunas canas en las sienes?

—Es posible —continúo Vinicio—; incluso no me extrañaría que se volvieran totalmente blancos.

Se hizo un silencio. Como hombre inteligente, Petronio había meditado a veces sobre el alma humana y sobre la vida. En el mundo que ambos compartían, aquella vida podía parecer, por regla general, feliz o desgraciada en sus apariencias externas: interiormente era siempre tranquila. Igual que el rayo o un terremoto derrumbaban un templo, así podía la desgracia derrumbar una existencia. Pero, considerada en sí misma, esa existencia sólo se componía de líneas puras, armoniosas y exentas de irregularidades. Y las palabras de Vinicio reflejaban algo muy distinto. Petronio se encontraba por vez primera en presencia de una serie de enigmas intelectuales que hasta ese momento nadie había tratado de resolver. Era lo bastante sagaz para percibir su alcance, pero, pese a toda su sutileza, no hallaba ninguna explicación a sus propias dudas. Y sólo tras un largo silencio, dijo:

—No puede tratarse más que de encantamientos.

—También yo lo he creído —respondió Vinicio—. Con frecuencia me ha parecido que nos habían hechizado.

—¿Y si te dirigieses a los sacerdotes de Sérapis? —opinó Petronio—. Entre ellos, como entre todos los sacerdotes, no faltan impostores, pero los hay que han profundizado en los misterios extraños.

Su voz poco segura dejaba transparentar su escasa convicción, porque se daba cuenta de que aquel consejo podía parecer en su boca vano, si no ridículo.

Vinicio se pasó la mano por la frente y dijo:

—¡Hechizos!… He visto magos que sabían utilizar las fuerzas subterráneas y sacar provecho de ellas, he visto otros que las utilizaban para perjudicar a sus enemigos. Pero los cristianos viven en la pobreza, perdonan a sus enemigos, predican la humildad, la virtud y la misericordia. ¿Qué beneficio sacarían de los encantamientos y para qué les servirían?

Petronio empezaba a irritarse porque su inteligencia no encontraba nada como respuesta. No queriendo rendirse y tratando de responder de cualquier modo, dijo:

—Es una secta nueva…

Y pronto añadió:

—¡Por la divina soberana de los bosquecillos de Pafos! ¡Todo esto echa a perder la vida! Admiras la bondad y la virtud de esas gentes, y yo te digo que son malvados porque son enemigos de la vida igual que las enfermedades y la muerte. ¡Tenemos demasiadas ya! Empieza a contar: las enfermedades, el César, Tigelino, los versos del César, los zapateros que condenan a los descendientes de los , los libertos que se sientan en el Senado. ¡Por Cástor! Tenemos de sobra. Ésa es una secta perniciosa y detestable. ¿Has intentado olvidarte de todas esas tristezas y disfrutar de la vida?

—Lo he intentado.

Petronio reía.

—¡Ah, traidor! Las noticias pronto corren por los esclavos: ¡me has soplado a Crisotemis!

Vinicio confesó con ademán indiferente.

—Lo cual no impide que te dé las gracias por ello —continuó Petronio—. Le enviaré un par de chinelas bordadas de perlas. En mi lenguaje amoroso eso quiere decir: «Vete». Te debo quedar reconocido por doble motivo: primero por no haber aceptado a Eunice, luego por haberme librado de Crisotemis. Escúchame atentamente: tienes ante ti un hombre que se levantaba temprano, que tomaba su baño, que se divertía, que poseía a Crisotemis, que escribía versos, que a veces realzaba su prosa con algunos versos incluso, pero que se aburría como el César y a menudo no conseguía liberarse de sus negras ideas. ¿Y sabes por qué era así? Porque iba a buscar lejos lo que tenía al alcance de la mano… Una mujer hermosa vale lo que pesa en oro, pero cuando además te ama no tiene precio. Todos los tesoros de Verres no podrían pagarla. Ahora me digo: llena tu vida de felicidad, así como una copa del mejor vino que produce la tierra, y bebe hasta que tu mano se quede inerte y tus labios palidezcan. Luego, qué importa lo que ocurra mañana: ahí tienes mi nueva filosofía.

—Siempre la has profesado. No hay nada nuevo.

—Ahora tiene el ideal que antes le faltaba.

Llamó a Eunice, que entró vestida de blanco, resplandeciente bajo sus dorados cabellos, y no ya la esclava de antes sino una especie de diosa de amor y de felicidad. Petronio abrió los brazos diciendo:

—Ven.

La mujer acudió, se sentó en sus rodillas, le rodeó con sus brazos y puso la cabeza en su pecho. Vinicio veía las mejillas de Eunice empurpurarse poco a poco y velarse sus ojos. Así unidos formaban un grupo maravilloso de ternura y felicidad. Petronio extendió la mano hacia un jarrón, cogió un puñado de violetas y las esparció por la cabeza, el pecho y la túnica de Eunice; luego, soltó la túnica por los hombros y dijo:

—¡Feliz quien como yo ha encontrado el amor en semejante cuerpo!… A veces me parece que somos dos divinidades… Mira: Praxiteles. Mirón, Escopas, Lisias, ¿imaginaron líneas más puras? ¿Hay en Paros o en el Pentélico un mármol tan cálido, tan rosa, tan voluptuoso? Hay hombres que gastan con sus besos los bordes de un vaso; yo prefiero buscar el placer donde realmente puedo encontrarlo.

Sus labios empezaron a vagar por los hombros y el cuello de Eunice. Ella se estremecía, sus ojos se abrían y cerraban bajo el imperio de una felicidad indecible. Por fin, Petronio, alzando su elegante cabeza y volviéndose a Vinicio, le dijo:

—Y ahora, piensa en lo que valen tus sombríos cristianos y compara. Si no captas la diferencia, vete a unirte a ellos. Pero este espectáculo te habrá curado…

Las aletas de la nariz de Vinicio se inundaron con el perfume de las violetas que flotaba en la sala. Palideció ante el pensamiento de que si pudiera pasear así sus labios por los hombros de Ligia, tras esa felicidad sacrílega le importaría poco ver desmoronarse el mundo. Habituado a darse cuenta rápidamente de lo que pasaba en él, comprendió que en aquel mismo momento estaba pensando en Ligia, sólo en ella.

—Eunice, divina mía —murmuró Petronio—, manda que nos traigan coronas y el almuerzo.

Eunice salió. Él continuó hablando a Vinicio:

—He querido darle la libertad, y ¿sabes lo que me ha respondido? «Antes prefiero ser tu esclava que la esposa del César». Entonces la liberé contra su voluntad. Para complacerme, el pretor me dispensó del trámite de su presencia. No sabe que es libre; también ignora que, si muero, esta casa y todas mis joyas, salvo las gemas, son suyas.

Se levantó y paseó por la sala:

—El amor —prosiguió— transforma a las gentes, más a unas que a otras. A mí también me ha transformado. Antes me gustaba el aroma de la verbena, pero como Eunice prefiere las violetas me he dedicado a amarlas más que a cualquier otra flor, y desde que ha vuelto la primavera no respiramos más que violetas.

Se paró ante Vinicio y le preguntó:

—¿Y tú? ¿Sigues con los nardos?

—Déjame —replicó el joven.

—He querido mostrarte a Eunice y te hablo de ella porque tal vez estés buscando muy lejos lo que está cerca. Un corazón fiel y sencillo puede latir por ti en los cubículos de tus esclavas. Aplica ese bálsamo a tus heridas. Dices que Ligia te ama; es posible, ¿pero qué es un amor que se niega? ¿No es ésa una prueba de que hay algo más fuerte que él? No, querido, Ligia no es Eunice.

Pero Vinicio replicó:

—Todo ello no es más que un mismo tormento para mí. Te he visto cubrir de besos los hombros de Eunice; al punto he pensado que si Ligia me hubiera descubierto los suyos, la tierra habría podido tragarme. Pero ante esa idea una especie de espanto se ha apoderado de mí, como si hubiera ofendido a una vestal, o hubiera querido mancillar a una divinidad… Ligia no es Eunice. Pero su diferencia me parece distinta a la que tú ves. El amor ha modificado tu olfato y hoy prefieres las violetas a la verbena. A mí me ha transformado el alma. Y a pesar de mi miseria y mi pasión, prefiero que Ligia sea la que es y no se parezca a las demás mujeres.

Petronio se encogió de hombros.

—Entonces no tienes motivo para lamentarte. Pero yo no puedo comprenderlo.

Vinicio respondió animado:

—¡Cierto! ¡Eso es! Ya no podemos entendernos.

Hubo un silencio.

—¡Que el Hades se lleve a todos los cristianos! —exclamó Petronio—. Te han llenado de inquietud y han minado en ti el sentido de la vida. ¡Que el Hades se los lleve! Te engañas si crees su doctrina bienhechora: sólo es bienhechor lo que nos da la felicidad, es decir, la belleza, el amor y la fuerza; y ellos las califican de vanidades. Te engañas también creyéndolos justos porque, si devolvemos bien por mal, ¿qué devolveremos por el bien? Y si la recompensa es la misma tanto para un hombre como para otro, ¿por qué habían de ser buenos los hombres?

—No, la recompensa no es la misma; según su doctrina, empieza en la vida futura, que es eterna.

—No entro en tales consideraciones, que sólo pueden verificarse más tarde, si es que más tarde podemos verificar algo… sin ojos. Mientras tanto, son simplemente alucinados. Urso ha estrangulado a Crotón, sólo porque tiene unos músculos de acero. Pero los cristianos en sí son una cantidad despreciable; son gentes obtusas, y el futuro no puede pertenecer a los obtusos.

—Para ellos, la vida sólo comienza con la muerte.

—Es como si alguien dijese: el día comienza con la noche. ¿Tratarás de raptar a Ligia?

—No. No puedo devolverle mal por bien, y he jurado no hacerlo.

—¿Piensas acaso en adoptar la doctrina cristiana?

—Me gustaría, pero todo mi carácter se opone.

—¿Eres capaz de olvidar a Ligia?

—No.

—Entonces, viaja.

En ese momento los esclavos anunciaron que estaba dispuesta la comida; mientras iba hacia el , Petronio continuó:

—Has recorrido una parte de la tierra, pero como soldado que va deprisa y corriendo hacia su destino y no se para en el camino. Ven con nosotros a Acaya. El César todavía no ha renunciado a ese proyecto de viaje. Se detendrá en todas partes, cantará, recogerá coronas, saqueará los templos, y finalmente volverá a Roma como triunfador. Será algo así como la procesión de un Baco y un Apolo en una sola divinidad. ¡Augustanos! ¡Augustanos! ¡Millares de citaristas! ¡Por Cástor!, merece la pena verlo, el mundo todavía no ha visto nada semejante.

Se tendió en el al lado de Eunice. Un esclavo vino a ponerle en la cabeza una corona de anémonas, y continuó:

—¿Que viste al servicio de Corbulón? ¡Nada! ¿Has visto de forma conveniente los templos griegos, como yo hice, durante dos años, pasando de las manos de un guía a las de otro? ¿Has ido a Rodas donde se erguía el coloso? ¿Has visto en Panope, en la Fócida, la arcilla que utilizó Prometeo para crear a los hombres? ¿Has visto en Esparta los huevos puestos por Leda, o en Atenas la famosa coraza sármata hecha de cascos de caballo, o en Eubea la nave de Agamenón, o la copa que fue moldeada por el seno izquierdo de Helena? ¿Has visto Alejandría, Mentis, las Pirámides, el pelo que Isis se arrancó cuando lloraba por Osiris? ¿Has oído los suspiros de Memnón? El mundo es vasto y todo no termina en el Transtíber. Yo acompañaré al César y en el camino de vuelta le abandonaré para irme a Chipre, porque mi divina de cabellos de oro desea que ofrezcamos juntos, en Pafos, dos palomas a Cipris, y debes saber que todo lo que ella desea se hace.

—Yo soy tu esclava —interrumpió Eunice.

Mas él, con la cabeza puesta sobre su seno, dijo sonriendo:

—Entonces yo soy el esclavo de una esclava. Te admiro, divina mía, de los pies a la cabeza.

Luego, dirigiéndose a Vinicio, continuó:

—Ven con nosotros a Chipre. Pero recuerda que antes debes ver al César. Has hecho mal no presentándote a él todavía; Tigelino sería capaz de explotar esa circunstancia para perjudicarte. Cierto que no tiene ningún odio personal hacia ti, pero siendo mi sobrino tampoco podría amarte… Diremos que estabas enfermo. Tendremos que pensar en la respuesta adecuada en caso de que el César te hable de Ligia. Lo mejor sería decir, con ademán de cansancio, que la conservaste hasta hartarte. Eso lo comprenderá. Añadirás que la enfermedad te recluyó en casa, que tu fiebre aumentó por tu pena de no haber podido ir a Nápoles para oírle cantar y que la esperanza de escucharle ha apresurado tu curación. No tengas miedo a exagerar. Tigelino anuncia que prepara algo para el César, no sólo algo grande, sino sublime… Pero olfateo alguna trampa. También desconfío de tu disposición de ánimo.

—¿Sabes —le interrumpió Vinicio— que hay gentes que no temen al César y viven tan tranquilos como si no existiera?

—Sé a quiénes vas a nombrar: a los cristianos.

—Sí. Sólo ellos… Y nuestra vida, ¿qué es sino un continuo espanto?

—Déjame en paz con tus cristianos. No temen al César porque tal vez él no haya oído nunca hablar de ellos. En cualquier caso, no sabe nada sobre ellos y no se interesa por ellos más que por las hojas secas. Te lo repito, son ineptos, y tú también lo sabes, porque si tu carácter se niega a seguir su doctrina es precisamente porque ves su nulidad. Eres un hombre hecho de otra arcilla: no pienses más en ello ni hables del tema. Nosotros sabemos vivir y morir, y ellos ¿qué saben hacer? ¿Se sabe acaso?

Vinicio quedó impresionado por estas palabras. Cuando volvió a su casa, se preguntó si realmente aquella bondad y aquella misericordia no eran una prueba de la debilidad de sus espíritus. Le pareció que unos hombres fuertes y de buen temple no podrían perdonar de aquella manera. De ahí, sin duda, la repugnancia de su alma de romano por su doctrina: «Nosotros sabemos vivir y morir», había dicho Petronio. ¿Y ellos? No saben más que perdonar, pero no comprenden ni el amor verdadero ni el verdadero odio.

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