Capítulo LVII
Capítulo LVII
El sol había declinado hacia poniente y parecía disolverse en las irradiaciones del atardecer. El espectáculo había terminado. La multitud abandonaba el anfiteatro y por los salía a la plaza. Sólo los augustanos demoraban su partida para que pasase aquella oleada humana. Dejaron sus asientos y se concentraron alrededor del donde el César reapareció esperando sus elogios. Aunque los espectadores no le hubieran regateado los aplausos, no estaba satisfecho, porque había esperado un entusiasmo indescriptible rayano en la demencia. Ahora en vano lo exaltaban ruidosamente; en vano las vestales besaban sus manos divinas; en vano Rubria inclinaba su cabeza pelirroja hasta rozarle el pecho: no estaba contento y no sabía disimularlo. El silencio de Petronio le inquietaba. Una palabra suya elogiosa, que hubiera puesto de relieve con justicia las bellezas de su himno, habría hecho en ese momento un gran bien a Nerón. Por fin, sin poder contenerse, hizo una seña a Petronio, y, cuando éste se halló en el , Nerón le dijo: —Habla…
—Me callo —respondió fríamente Petronio— porque no consigo encontrar las palabras. Te has superado.
—Eso me parece; sin embargo, este pueblo…
—¿Puedes exigir que estos plebeyos sean expertos en poesía?
—Entonces, ¿también tú te has dado cuenta de que no me lo agradecían como merecía?
—Has escogido mal el momento.
—¿Por qué?
—Cuando el olor de la sangre ahoga a uno, no se puede escuchar con atención.
Nerón crispó sus puños y gritó:
—¡Ah, estos cristianos! ¡Han incendiado Roma y ahora la toman conmigo! ¿Qué torturas podré inventar todavía para ellos?
Petronio se dio cuenta de que no iba por buen camino y que sus palabras producían una impresión contraria a la que quería hacer nacer; y deseoso de recuperar la atención del César, se inclinó hacia él y susurró:
—Tu himno es maravilloso; pero permíteme una observación: en el cuarto verso de la tercera estrofa el ritmo es algo débil.
Como si le hubieran cogido en flagrante delito de infamia, Nerón se ruborizó de vergüenza, lanzó a su alrededor una mirada de terror y replicó balbuciendo:
—¡Lo observas todo! ¡Lo sé!… ¡Lo cambiaré!… Pero nadie más se ha dado cuenta, ¿verdad? En cuanto a ti, te conjuro por los dioses a que no digas nada a nadie… si te importa la vida.
Petronio frunció las cejas y, como si de pronto se dejara ir dominado por su aburrimiento y su cansancio, dijo:
—Divino, puedes condenarme a muerte si te molesto; pero por favor, no me amenaces, que ya saben los dioses si tengo miedo.
Al decir esto, clavó su mirada en los ojos del César.
—¡No te enfades!… Sabes que te amo.
«¡Mala señal!», pensó Petronio.
—Hoy quería invitaros a un banquete —continuó Nerón— pero prefiero encerrarme y cincelar ese verso maldito de la tercera estrofa. Además de ti, alguien más ha podido darse cuenta del error: Séneca, tal vez Segundo Carenas… Pero voy a librarme de ellos ahora mismo.
Llamó a Séneca y le declaró que lo enviaba con Acrato y Segundo Carenas a todas las provincias de Italia para recoger el dinero de las ciudades, las poblaciones y los templos famosos. Pero Séneca, comprendiendo que le confiaban una tarea de saqueo, de sacrilegio y bandidismo, rehusó sin vacilar.
—Debo partir para el campo, señor —dijo—, para esperar allí la muerte; soy viejo y mis nervios están enfermos.
Los nervios ibéricos de Séneca, más resistentes que los de Quilón, tal vez no estaban enfermos; pero su salud era precaria; parecía una sombra y en los últimos tiempos su cabeza había encanecido completamente.
Nerón le lanzó una mirada y pensó que, en efecto, no tendría que esperar mucho tiempo sin duda; luego dijo:
—No quiero exponerte a un viaje si estás enfermo; pero debido al amor que siento por ti quiero tenerte cerca. Por eso, en lugar de salir para el campo, irás a encerrarte en tu casa y no saldrás de ella.
Luego se echó a reír y continuó:
—Enviar a Acrato y a Carenas solos es como enviar lobos a buscarme corderos. ¿A quién podría enviar como jefe?
—A mí, señor —dijo Domicio Afer.
—¡No! No quiero atraer sobre Roma la cólera de Mercurio, que se sentiría celoso de vuestras bribonadas. Necesitaría algún estoico como Séneca, o como mi nuevo amigo, el filósofo Quilón.
Se volvió para preguntar:
—¿Qué ha sido de Quilón?
Éste, que se había recuperado al aire libre, había regresado al anfiteatro para el himno del César. Se acercó:
—¡Heme aquí, oh fruto radiante del Sol y de la Luna! Estaba enfermo, pero tu canto me ha curado.
—Te enviaré a Acaya —le dijo Nerón—. Debes conocer perfectamente los recursos de sus templos.
—¡Hazlo, Zeus! Los dioses te ofrecerán un tributo como nunca han ofrecido a nadie.
—Sí…, pero sin embargo no puedo privarte de la vista de los juegos.
—¡Oh Baal! —dijo Quilón.
Los augustanos, contentos al ver mejorado el humor del César, se echaron a reír.
—No, señor, no prives de la vista de los juegos a este griego tan animoso.
—Dígnate privarme, señor, de la vista de estos bribones, de estos gansos del Capitolio, cuyos cerebros juntos no llenarían la cáscara de una nuez —replicó Quilón—. ¡Oh primogénito de Apolo!, estoy componiendo en tu honor un himno griego, y querría pasar unos días en el templo de las Musas para implorarles inspiración.
—¡De ningún modo! —exclamó César—. Eso no es más que un truco para escapar de los próximos juegos. ¡No, no!
—¡Señor, te juro que estoy escribiendo un himno!
—Entonces lo escribirás por la noche. Pide a Diana que te inspire; en último término, es hermana de Apolo.
Quilón agachó la cabeza lanzando miradas furibundas a los augustanos, que se reían mientras el César, vuelto hacia Senecio y hacia Suilio Nerulino, decía:
—Figuraos que hoy sólo hemos podido despachar la mitad de los cristianos reservados para esta jornada.
El viejo Aquilo Régulo, muy experto en cosas del circo, meditó un momento y dijo:
—Los espectáculos duran casi el mismo tiempo y son menos interesantes.
—Haré que les entreguen armas —dijo Nerón.
Pero el supersticioso Vestino despertó súbitamente de sus reflexiones y dijo con voz misteriosa:
—¿Habéis observado que ven algo en el momento de morir? Miran al cielo y parecen morir sin dolor. Estoy convencido de que ven algo.
Al decir esto alzó los ojos hacia la abertura del anfiteatro donde ya la noche comenzaba a tender su sembrado de estrellas. Pero los otros le respondieron con risas y con extravagantes conjeturas sobre lo que los cristianos podían ver en la hora de la muerte. Mientras, el César hizo una seña a los esclavos portadores de antorchas y dejó el circo seguido de las vestales, de los senadores, de los dignatarios y de los augustanos.
La noche estaba luminosa y tibia. Ante el circo se apiñaba todavía una multitud curiosa por asistir a la salida de Nerón, aunque parecía muda y sombría. Empezaron unos aplausos que se apagaron bruscamente.
Del seguían saliendo carretas rechinantes cargadas con los restos ensangrentados de los cristianos.
Petronio y Vinicio hicieron el trayecto en silencio. Cerca de la villa, Petronio preguntó:
—¿Has pensado en lo que te dije?
—Sí —respondió Vinicio.
—¿Comprendes que ahora para mí también es de la mayor importancia? Tengo que liberarla a pesar del César y Tigelino. Es como una lucha en la que me empeño en vencer. Como un juego que quiero ganar, aunque sea al precio de mi propia vida… Esta jornada no ha hecho sino reafirmar mis intenciones.
—¡Cristo te lo premiará!
—Ya lo verás.
Mientras hablaban, la litera se detuvo delante de la villa; bajaron. Al punto se acercó a ellos una oscura silueta que preguntó:
—¿Eres tú, noble Vinicio?
—Sí —respondió el tribuno—, ¿qué quieres?
—Soy Nazario, el hijo de Myriam. Vengo de la cárcel a traerte noticias de Ligia.
Vinicio se apoyó en su hombro y se puso a mirarle a los ojos, a la luz de las antorchas, sin poder pronunciar una palabra. Pero Nazario adivinó la pregunta que moría en sus labios.
—Está viva. Urso me envía a ti, señor, para decirte que, en medio de su fiebre, ella reza al Señor y repite tu nombre.
—¡Gloria a Cristo! —exclamó Vinicio—. Tiene poder para devolvérmela.
Y llevó a Nazario a la biblioteca, donde se les reunió Petronio para oír lo que decían.
—La enfermedad la ha salvado del ultraje —contaba el joven—, porque los verdugos tienen miedo. Urso y el médico Glauco velan a su lado día y noche.
—¿Siguen siendo los mismos guardianes?
—Sí, señor, y ella está en su cuarto. Nuestros hermanos que estaban en la cárcel subterránea han muerto todos de fiebre o de asfixia.
—¿Tú quién eres? —preguntó Petronio.
—El noble Vinicio me conoce. Soy hijo de la viuda en cuya casa vivía Ligia.
—¿Y eres cristiano?
El joven lanzó hacia Vinicio una mirada comprometida, pero viéndole rezar, alzó la cabeza y respondió:
—¡Sí!
—¿Cómo se puede entrar en la cárcel?
—Trabajo allí retirando los cadáveres; lo he hecho para ayudar a mis hermanos y proporcionarles noticias.
Petronio examinó con mayor atención el hermoso rostro del muchacho, sus ojos azules, sus cabellos negros y crespos, y le preguntó:
—¿De qué país eres, muchacho?
—Soy galileo, señor.
—¿Querrías que Ligia fuera libre?
El joven alzó los ojos al cielo.
—Sí, aunque luego tuviera yo que morir.
Pero Vinicio, que había terminado de rezar, intervino:
—Di a los guardianes que la pongan en un ataúd, como si estuviera muerta. Busca gentes que te ayuden a llevártela durante la noche. Cerca de las Fosas Pútridas encontraréis unos hombres con una litera; les entregaréis el ataúd. En mi nombre prometerás a los guardianes todo el oro que cada uno pueda llevar en su manto.
Mientras hablaba, su rostro había perdido su habitual expresión de embotamiento; en él despertaba el soldado y la esperanza le devolvía su antigua energía.
Nazario enrojeció de alegría, alzó las manos y exclamó:
—¡Que Cristo le devuelva la salud, porque será libre!
—¿Crees que los guardianes consentirán? —preguntó Petronio.
—Desde luego, señor, con tal que estén seguros de no ser castigados.
—Sí —añadió Vinicio—, los guardianes ya consentían en su fuga; admitirán con mayor facilidad que se la lleven como si estuviera muerta.
—Hay un hombre que controla con un hierro candente si los cuerpos que nos llevamos están realmente muertos —dijo Nazario—, pero unos cuantos sestercios bastarán para que no toque con el hierro la cara. Por una moneda de oro, tocará el ataúd, no el cuerpo.
—Dile que tendrá una bolsa de monedas de oro —dijo Petronio—. Pero ¿podrás escoger hombres seguros?
—Lograré encontrar gente que por dinero vendería sus mujeres y sus hijos.
—¿Y dónde los encontrarás?
—En la misma cárcel, o en la ciudad. Una vez corrompidos, los guardianes dejarán entrar a quien quiera.
—En este caso, me llevarás entre tus hombres —dijo Vinicio.
Pero Petronio se opuso. Los pretorianos podrían reconocerle y todo estaría perdido.
—¡Ni en la cárcel ni junto a las Fosas Pútridas! —decía Petronio—. Es preciso que todos, el César y Tigelino especialmente, estén convencidos de que ha muerto; en caso contrario ordenarían buscarla inmediatamente. Sólo podemos alejar las sospechas haciéndola llevar a los montes Albanos, o incluso más lejos, a Sicilia, mientras nosotros permanecemos en Roma. Dentro de una semana o dos, caerás enfermos y mandarás llamar al médico de Nerón, que te prescribirá una temporada en la montaña. Entonces os encontraréis y luego…
Reflexionó un momento, y con un gesto evasivo, concluyó:
—Luego tal vez las cosas hayan cambiado…
—¡Que Cristo se apiade de ella! —dijo Vinicio—. Hablas de Sicilia cuando está enferma y puede morir.
—La esconderemos entonces más cerca. El aire libre la curará. ¿No tienes en alguna parte en las montañas un colono en quien confíes?
—Sí, tengo uno —respondió Vinicio—. En las alturas cercanas a Coriola tengo un hombre seguro que me llevó en brazos siendo niño y que me es fiel.
Petronio le tendió unas tablillas.
—Escríbele que venga mañana. Enviaré un correo ahora mismo.
Al decir esto, Petronio llamó al y le dio las órdenes oportunas. Pocos instantes después, un esclavo a caballo salía para Corio la.
—Quisiera que Urso pudiera acompañarla —dijo Vinicio—; me quedaría más tranquilo.
—Señor —dijo Nazario—, es un hombre de una fuerza sobrehumana; romperá los barrotes y la seguirá. En la pared que hay encima del precipicio existe una ventana en la que no han puesto vigilante. Le llevaré una cuerda a Urso y él se encargará del resto.
—¡Por Hércules! —exclamó Petronio—. Que escape como pueda pero no al mismo tiempo, ni siquiera dos o tres días después, porque le seguirían y se descubriría el escondite de la muchacha. ¡Por Hércules!, ¿queréis perderla? Os prohíbo hablarle de Coriola, o me lavo las manos.
Los dos reconocieron la justicia de tales observaciones, y Nazario se despidió prometiendo volver antes del alba.
Esperaba llegar aquella misma noche a un acuerdo con los guardianes; pero antes tenía que ver a su madre, que en aquellos momentos de peligro estaba constantemente inquieta por su suerte. Pero reflexionó y decidió no buscar hombres en la ciudad, sino escoger y comprar a uno de los que sacaban con él los cadáveres de la cárcel.
En el momento de dejar a Vinicio, Nazario se lo llevó aparte y le dijo en voz baja:
—Señor, no hablaré de nuestros proyectos a nadie, ni siquiera a mi madre; pero el apóstol Pedro ha prometido ir a nuestra casa al salir del anfiteatro, y quiero confiarle todo.
—Aquí puedes hablar en voz alta —respondió Vinicio—. El apóstol Pedro estaba en el anfiteatro entre las gentes de Petronio. Además, te acompaño.
Se hizo dar un manto de esclavo y ambos salieron.
Petronio respiró profundamente.
«Al principio deseé que la joven muriese de las fiebres —pensó—, porque habría sido menos terrible para Vinicio. Ahora estoy dispuesto a sacrificar a Esculapio mi trébede de oro para que sane… ¡Eh, Enobarbo!, ¿quieres saborear el espectáculo de las torturas de un amante? ¡Tú, Augusta, tuviste celos al principio de la belleza de esta muchacha, y ahora estás dispuesta a devorarla cruda porque tu hijo Rufio ha muerto! ¡Y tú, Tigelino, quieres perderla para jugarme una pasada! ¡Lo veremos! Yo os digo que vuestros ojos no la contemplarán en la arena; porque, o bien muere de muerte natural, o la arrancaré de vuestras fauces de perros sin que os deis cuenta. Y más tarde, cada vez que os mire, me diré: ¡Ahí están los imbéciles de quienes Petronio se burló!»…
Muy contento con estas reflexiones pasó al y se sentó a la mesa con Eunice. Durante la cena, el lector le declamó los idilios de Teócrito. Fuera se habían reunido nubes que el viento lanzaba desde el Soracte y una tempestad repentina sucedió a la calma de aquella hermosa noche de estío. De vez en cuando los gruñidos del rayo repercutían sobre las siete colinas mientras ellos, tumbados y juntos, saboreaban al poeta agreste que cantaba el amor de los pastores en el musical dialecto de los dorios. Luego, con el ánimo reposado, se prepararon para gustar un pacífico sueño. Pero anunciaron el regreso de Vinicio y Petronio salió a su encuentro.
—¿Habéis pensado alguna cosa nueva? ¿Nazario ha ido ya a la cárcel?
—Sí —replicó el joven, pasando la mano por sus cabellos mojados por la lluvia—, Nazario ha ido a ponerse de acuerdo con los guardianes, y yo he visto a Pedro, que me ha recomendado rezar y tener confianza.
—Está bien. Si todo sale bien, como espero, podremos quitársela mañana por la noche…
—El colono estará aquí con sus hombres al alba.
—Sí, el trayecto es corto. Ahora, descansa.
Pero Vinicio se arrodilló en su cubículo y se puso a rezar.
Antes de la aurora, el colono Niger llegó de Coriola. Por precaución había dejado en un albergue de Suburra, junto con los mulos y la litera los cuatro esclavos de confianza que había escogido entre los britanos.
Vinicio, que había velado durante la noche, fue a su encuentro. Y Níger se conmovió a la vista de su amo, le besó las manos y los ojos diciendo:
—¿Estás enfermo, amo querido, o las penas te han chupado la sangre de la cara? Me ha costado reconocerte al principio.
Vinicio lo llevó bajo el interior y allí le confió el secreto.
Níger lo escuchaba con recogimiento y en su rostro duro y atezado se pintó una viva emoción, que no trataba de disimular.
—Entonces ¿es cristiana? —exclamó.
Al mismo tiempo, escrutaba a Vinicio con la mirada, y éste, adivinando la pregunta contenida en aquella mirada, respondió:
—También yo soy cristiano.
Las lágrimas brillaron en los ojos de Níger. Tras un silencio, alzó los brazos al cielo y exclamó:
—Gracias, Cristo, por haber quitado el velo de estos ojos que son para mí los más queridos del mundo.
Rodeó con sus brazos la cabeza de Vinicio y llorando de alegría le besó en la frente.
Petronio entró trayendo a Nazario.
—¡Buenas noticias! —gritó de lejos.
En efecto, las noticias eran buenas. Ante todo, el médico Glauco aseguraba la vida de Ligia, aunque estuviese afectada por la misma fiebre de las prisiones que todos los días mataba a centenares de gentes, tanto en el como en otras partes. En cuanto a los guardianes y al hombre que controlaba la muerte con su hierro candente, los habían comprado ya, así como a un hombre llamado Atis.
—Hemos hecho agujeros en el ataúd para que pueda respirar —decía Nazario—. No hay ningún peligro, salvo que ella lance un gemido o diga una palabra cuando pasemos junto a los pretorianos. Pero está muy débil y desde esta mañana permanece con los ojos cerrados. Glauco le dará un soporífero que él mismo preparará con las drogas que le he llevado. La tapa del ataúd no estará clavada. La levantaréis fácilmente y llevaréis a la enferma a vuestra litera, mientras nosotros metemos en el ataúd un saco de arena que tendréis preparado.
Al oír estas palabras, Vinicio se puso blanco como una sábana; pero escuchaba con una atención tan aguda que parecía adivinar de antemano lo que Nazario iba a decir:
—¿Van a sacar más cadáveres de la cárcel? —preguntó Petronio.
—Esta noche han muerto una veintena de personas, y de aquí a la noche morirán varias más —respondió Nazario—. Tendremos que seguir el convoy, pero poco a poco nos iremos retrasando para quedarnos al final. En la primera esquina mi compañero se pondrá a cojear. Así nos distanciaremos. Vosotros debéis esperarnos junto al templo pequeño de Libitina. Dios quiera que la noche esté oscura.
—Dios lo querrá —dijo Niger—. Ayer, la noche era muy clara y de repente estalló una tormenta. Hoy el cielo también está hermoso, pero el aire resulta asfixiante. Ahora todas las noches habrá lluvias y tormentas.
—¿Iréis sin antorchas? —preguntó Vinicio.
—Sólo los que caminan delante las llevan. En cualquier caso, apostaos junto al templo de Libitina en cuanto oscurezca, aunque por regla general no sacamos los cadáveres sino un poco antes de medianoche.
Se callaron. Se oía la respiración jadeante de Vinicio.
Petronio se volvió hacia él:
—Ayer te dije que debíamos quedarnos los dos en casa. Ahora veo que ni yo mismo podré estar parado… Si se hubiera tratado de una evasión, esa norma sería muy prudente; pero dado que deben llevar a Ligia como a una muerta, a nadie se le ha de ocurrir sospechar del engaño.
—¡Sí, sí! —exclamó Vinicio—. Debo estar allí Yo mismo la sacaré del ataúd…
—Una vez en Coriola, yo respondo de ella —dijo Níger.
Quedaron en ello. Níger se dirigió al albergue, al lado de sus hombres. Nazario volvió a la prisión, con una bolsa de oro bajo la túnica. Para Vinicio comenzó un día lleno de inquietud, de ansiedad, de espera y de fiebre.
—Todo debe salir bien —le decía Petronio—. Era imposible combinarlo mejor. Tendrás que fingir desolación y llevar una toga oscura; pero guárdate de faltar al circo. Que te vean… Todo está tan bien preparado que no puede fallar. ¿Estás completamente seguro de tu colono?
—Es cristiano —respondió Vinicio.
Petronio le miró sorprendido, luego se encogió de hombros y dijo, como hablando consigo mismo:
—¡Por Pólux! Pese a todo, cómo se difunde y arraiga en las almas… Si un terror como éste amenazara a otras gentes, renegarían al momento de todos los dioses, romanos, griegos y egipcios. Es extraordinario… ¡Por Pólux! Si creyera que todavía hay algo en el mundo que pueda depender de nuestros dioses, les prometería seis toros blancos a cada uno, y doce a Júpiter Capitolino… Y tú no ahorres promesas con tu Cristo…
—Le he entregado mi alma —respondió Vinicio.
Se despidieron. Petronio volvió a su cubículo mientras Vinicio se dirigía a la falda de la Colina Vaticana, a la cabaña del cantero, donde había recibido el bautismo de manos del apóstol. Le parecía que allí Cristo oiría mejor que en cualquier otra parte; y se arrojó al suelo, poniendo todo el poder de su alma dolorida en la súplica de la clemencia divina. Quedó tan abismado en su plegaria que olvidó dónde se encontraba y lo que ocurría a su alrededor.
Sólo después de mediodía fue despertado por las trompas del Circo de Nerón. Salió y miró como si acabara de dormir. El calor era sofocante. El silencio, perturbado de trecho en trecho por el sonido de los cobres, era acunado por el canto ininterrumpido de las cigarras. El aire estaba cargado. Encima de la ciudad el cielo aún estaba azul, pero hacia los montes Sabinos, muy bajas sobre el horizonte, se iban amontonando unas nubes sombrías.
Vinicio regresó a casa. Petronio le esperaba en el .
—He estado en el Palatino —le dijo éste—. Me he dejado ver adrede e incluso he jugado una partida de tabas. Esta noche hay un banquete en casa de Anicio; he anunciado que iríamos, pero después de medianoche porque antes tenía que dormir un poco. Yo iré, y tú harías bien en dejarte ver por allí.
—¿No hay noticias de Níger o de Nazario? —preguntó Vinicio.
—No, hasta medianoche no los veremos.
—¿Has visto que se avecina una tormenta?
—Sí. Mañana habrá una exhibición de cristianos crucificados. Tal vez lo impida la lluvia.
Luego se acercó a Vinicio y le tocó el brazo:
—No la verás sobre la cruz, sino en Coriola. ¡Por Cástor! Ni a cambio de todas las gemas de Roma me privaría del momento de soltarla. La noche avanza…
En efecto, la noche se acercaba y la oscuridad empezaba, antes de tiempo, a envolver la ciudad debido a las nubes que cubrían todo el cielo. Cuando llegó la noche cayó un fuerte chaparrón que se evaporó sobre las piedras abrasadas por toda una jornada de calor y llenó las calles de barro. Luego hubo alternativas de calma y repentinos aguaceros.
—¡Démonos prisa! —dijo Vinicio—. Podría ocurrir que debido a la tormenta llevasen antes los cadáveres.
—Es la hora —respondió Petronio.
Cogieron unos mantos galos con capucha y salieron por la puerta del jardín. Petronio se había armado con un corto cuchillo romano llamado , que siempre llevaba en sus expediciones nocturnas. La tormenta había despoblado las calles. A ratos, un relámpago iluminaba con una claridad cruda las paredes de las casas recientemente edificadas o en construcción, las losas húmedas que empedraban las vías: con aquella claridad, y tras un trayecto bastante largo, divisaron por fin el cerro rematado por el templo minúsculo de Libitina, y al pie un grupo de mulos y caballos.
—¡Níger! —llamó en voz baja Vinicio.
—Aquí estoy, señor —respondió una voz en medio de la lluvia.
—¿Está todo dispuesto?
—Todo, querido amo. Estamos aquí desde que cayó la noche. Pero refugiaos bajo el terraplén para no mojaros. ¡Qué tormenta! Creo que va a granizar.
No tardó en caer granizo, al principio pequeño, luego cada vez más grueso. La temperatura refrescó pronto.
Cubiertos por el cerro del viento y de la granizada, hablaban apagando sus voces:
—Incluso aunque nos vean —decía Níger— nadie sospecharía, porque parecemos gentes que están esperando el final de la tormenta. Pero temo que pospongan para mañana el traslado de los cadáveres.
—La granizada no durará mucho —dijo Petronio—. Además, si es preciso nos quedaremos hasta el amanecer.
Y esperaron, acechando cualquier ruido lejano de pasos. El granizo había cesado, pero le sucedió un fuerte aguacero. A veces se levantaba viento trayendo de las Fosas Pútridas el horrible olor de los cadáveres en descomposición que se enterraban casi a flor de tierra.
Níger dijo de pronto:
—Veo una luz a través de la bruma… una…, dos…, tres…, son antorchas.
Y se volvió hacia los hombres.
—¡Vigilad para que los mulos no se asusten!
—Ahí llegan —dijo Petronio.
Las luces eran cada vez más vivas. Pudieron distinguir las llamas de las antorchas que vacilaban al soplo del viento.
Níger se santiguó y se puso a rezar. A la altura del templo el lúgubre cortejo se detuvo. Petronio, Vinicio y el colono, inquietos, se pegaron en silencio al cerro. Pero los porteadores sólo se habían detenido para cubrir con una tela el rostro y la boca y librarse así de la hediondez que, cerca del lugar de los enterramientos, era abominable; pronto volvieron a coger las andas y a proseguir su camino.
Un solo ataúd se detuvo frente al pequeño templo.
Vinicio corrió hacia él, seguido de Petronio, de Niger y de dos esclavos britanos con la litera. Pero aún no se habían acercado cuando en la oscuridad sonó la voz doliente de Nazario:
—Señor, la han trasladado junto con Urso a la cárcel Esquilma… ¡Hemos cargado con otro cuerpo! Se la llevaron antes de medianoche.
De vuelta a casa, Petronio estaba sombrío como la tormenta y no intentaba siquiera consolar a Vinicio. Comprendía la inutilidad de pensar en medios para sacar a Ligia de los subterráneos esquilinos. Adivinaba que la habían trasladado para que no muriese de fiebre y no escapase a la arena que le estaba destinada. Esto quería decir también que la vigilaban con más precaución que a los demás.
Petronio se compadecía con todo su corazón de ella y de Vinicio; y también pensaba que, por primera vez, había sido vencido en la lucha por él emprendida.
«La Fortuna me abandona —se decía—. Pero los dioses se engañan si piensan que he de consentir llevar una vida como la suya».
Volvió los ojos hacia Vinicio, que lo miraba con las pupilas dilatadas.
—¿Qué te ocurre? ¿Tienes fiebre? —preguntó Petronio.
Vinicio respondió con una voz extraña, quebrada y lenta, como la de un niño enfermo:
—Yo creo que Él puede devolvérmela.
Sobre la ciudad se aplacaban los últimos gruñidos de la tormenta.