Capítulo XXVII
Capítulo XXVII
A partir de ese momento, Ligia sólo apareció en raras ocasiones en la sala común y se acercó con menos frecuencia al enfermo. Pero no recuperaba la serenidad de su alma. Veía que Vinicio la seguía con ojos suplicantes, que esperaba de ella una palabra como una gracia, que sufría sin atreverse a quejarse, por miedo a alejarla de su lado, y que ella sola era para él la salud y la alegría. Ya no había calma para ella. A veces pensaba que su deber era precisamente permanecer siempre a su lado, primero porque la doctrina divina le ordenaba devolver bien por mal, y luego porque, mediante conversaciones con él, podría ganarle para esa doctrina. Pero al mismo tiempo su conciencia le respondía que trataba de engañarse, y que se sentía atraída por otra cosa, su amor por él y la seducción que sobre ella ejercía.
En ella se libraba una lucha interior que se hacía más penosa cada día. Por momentos se sentía cogida en una red que se enredaba más cuanto más trataba de liberarse. Hubo de confesarse que la presencia de Vinicio se le volvía indispensable, que su voz seguía siendo querida y que debía reunir todas sus fuerzas para resistir al deseo que tenía de permanecer junto a su lecho. Cuando se acercaba a él y lo veía radiante ante su presencia, su corazón se llenaba de gozo. Un día vio rastros de lágrimas en sus pestañas y por primera vez se le ocurrió que podría secárselas a besos. Asustada y llena de desprecio por sí misma, pasó llorando toda la noche siguiente.
Vinicio se había vuelto tan paciente como si hubiera hecho voto de paciencia. Cuando sus ojos se encendían de irritación, de revuelta y de cólera, se esforzaba por apagar cuanto antes el destello y miraba a Ligia inquieto, como pidiéndole perdón. Entonces, los sentimientos de la joven hacia él cobraban nueva fuerza. Ella jamás habría sospechado que la pudieran amar así, y cuando pensaba en ello se sentía al mismo tiempo culpable y feliz.
En realidad Vinicio se había transformado. Sus conversaciones con Glauco ya no respiraban el mismo orgullo. Ahora se le ocurría la idea de que aquel pobre esclavo médico, y la anciana Myriam que le llenaba de cuidados, y Crispo, que siempre estaba rezando, también eran seres humanos. Estas ideas le sorprendían, pero no por ello dejaban de existir. Terminó por amar a Urso, con quien pasaba conversando días enteros. Porque podía hablarle de Ligia: el gigante era inagotable en ese punto, y mientras cuidaba al enfermo empezaba a testimoniarle una especie de cariño. Ligia había sido siempre para Vinicio un ser de otra esencia, incomparablemente superior a quienes la rodeaban. Ahora empezaba a estudiar con más atención a los simples y a los humildes —cosa que antes no había hecho—, y también descubría en ellos cualidades dignas de estima, cuya existencia hasta entonces ni siquiera había sospechado.
Sólo Nazario le resultaba insoportable, porque suponía en el muchacho la audacia de estar enamorado de Ligia. Durante mucho tiempo resistió el deseo que tenía de testimoniarle su aversión. Pero cierto día en que el joven había traído a la muchacha dos codornices, pagadas con un dinero que le había costado mucho ganar, el descendiente de los Quirites se despertó en Vinicio, para quien el hijo de un pueblo extranjero valía menos que el más miserable de los mendigos. Al oír a Ligia darle las gracias palideció, y mientras Nazario iba en busca de agua para los pájaros, él dijo:
—Ligia, ¿cómo puedes soportar que te ofrezca regalos? ¿Ignoras que los griegos llaman a los de su nación perros judíos?
—No sé cómo los llaman los griegos, sólo sé que Nazario es cristiano y que es mi hermano.
Ella lo miró con tristeza y sorprendida, porque se había desacostumbrado a ver en él aquellos excesos de violencia. Él apretó los dientes para no gritar que haría morir a aquel hermano a palos, o que lo enviaría como a cavar la tierra a sus viñedos de Sicilia… No obstante se contuvo, ahogó su cólera y dijo:
—Perdóname, Ligia, es que para mí tú eres hija de rey y la hija adoptiva de Plaucio.
Supo dominarse tan bien que, cuando Nazario entró en el cuarto, le prometió regalarle, cuando volviera a su villa, una pareja de pavos reales o flamencos, que abundaban en sus jardines.
Ligia comprendía cuánto le costaban aquellas victorias sobre sí mismo, y a medida que se volvían más frecuentes más se inclinaba su corazón hacia él. Pero en lo que respecta a Nazario, había menos mérito de lo que ella suponía. Podía haber tenido durante un instante algún resentimiento contra él, pero no celos. En realidad, a sus ojos el hijo de Myriam no valía más que un perro: además era un chiquillo, incapaz de amar a Ligia de otra forma que con un amor inconsciente y sumiso. La verdadera lucha que debía sostener el joven tribuno era para ponerse de acuerdo, incluso tácitamente, con la veneración con que aquellas gentes rodeaban el nombre de Cristo y su doctrina. Por eso Vinicio experimentaba extraños sentimientos. Aquella doctrina, la que fuese, era la que profesaba Ligia y que, por eso mismo, estaba dispuesto a reconocer. A medida que recuperaba sus fuerzas, recordaba mejor la serie de acontecimientos que se habían desarrollado desde aquella noche del Ostriano, los pensamientos, las reflexiones que desde entonces habían cruzado su cerebro, y más se asombraba del poder sobrenatural de aquella religión que transformaba de modo tan radical el alma humana. Comprendía que aquella doctrina era algo insólito, aún ignorada de todos, y se decía que si conseguía abarcar el mundo entero, infundirle su amor y su misericordia, entonces comenzaría una era semejante a aquella en que reinaba sobre el Universo no Zeus sino Saturno. No se atrevía a dudar del origen milagroso de Cristo, ni de su resurrección, ni de los demás milagros. Los testigos que hablaban de ellos le inspiraban demasiada confianza, tenían demasiada buena fe y rehuían la mentira demasiado para que pudiera sospecharse de sus relatos. Por último, aunque se negara a creer en los dioses, el escepticismo romano creía en los milagros.
Vinicio se encontraba, pues, en presencia de un extraño enigma que se veía impotente para resolver.
Por otro lado, aquella doctrina le parecía más opuesta que cualquier otra al orden de cosas existente, impracticable en la vida e insensata. Según él, en Roma y en toda la tierra los hombres podían ser malos, pero en todas partes la organización social era buena. Si, por ejemplo, el César hubiera sido digno, si el Senado no estuviera compuesto por innobles corruptos, sino por gentes como Trásea, ¿qué más se hubiera podido desear? El mundo romano, el poder romano ¿no eran cosas excelentes? La división en castas ¿no era sensata y justa? Y sin embargo —pensaba Vinicio—, la doctrina cristiana debía perturbar todo aquel orden, destruir la omnipotencia y nivelar las desigualdades humanas. ¿Qué sería entonces de la supremacía y de la grandeza de Roma? ¿Podría Roma renunciar al imperio del mundo, tratar de igual a igual con aquel rebaño de pueblos vencidos? Ninguna de estas cosas podía caber en la cabeza de un patricio.
Además, aquella doctrina era contraria a sus gustos, a sus hábitos, a su carácter, a su concepción de la vida. En caso de que la adoptara, no podía imaginar una simplificación tal de su existencia. Le intimidaba, le sorprendía, y toda su naturaleza se revolvía contra ella. Sentía también que sólo ella le separaba de Ligia, y este pensamiento le hacía odiar aquella doctrina con toda su alma.
No obstante, podía comprender que era ella la que había marcado a Ligia con aquella belleza extraordinaria, inexplicable; ella la que había hecho nacer en su corazón, además del amor, el respeto; además del deseo, la adoración; ella la que había hecho que la joven fuese la cosa más querida en el mundo para él. Y entonces se sentía inclinado a amar a Cristo, diciéndose que había que amarle u odiarle, pero no permanecer indiferente. Se sentía como golpeado por dos olas contrarias: vacilaba en sus ideas, en sus sentimientos, sin poder detenerse en su elección; y terminaba por inclinar la cabeza para honrar en silencio a aquel Dios al que no comprendía, por venerarlo, sólo porque era el Dios de Ligia.
Ésta veía lo que pasaba en él. Se daba cuenta de aquella lucha interior y de la repulsión de su naturaleza por aquella doctrina. La entristecía mortalmente, pero, por otro lado, el respeto tácito que él consagraba a Cristo despertaba su compasión, su piedad y su reconocimiento, y la empujaba hacia él. Se acordaba de Pomponia Grecina y de Aulo. El pensamiento de que más allá de la tumba no volvería a encontrar a Aulo era para Pomponia una causa perpetua de tristeza. Ahora comprendía mejor Ligia aquella amargura y aquel dolor. También ella había encontrado un ser querido; y la separación eterna los amenazaba. A veces, sin embargo, se dejaba acunar por la esperanza de que el alma de Vinicio terminaría abriéndose a las verdades cristianas. Pero eran cortas esas ilusiones. Lo sabía y lo comprendía: ¡Vinicio cristiano! Estas dos palabras no podían conciliarse, ni siquiera en su cabeza falta de experiencia. Si Aulo, prudente y ponderado como era, no podía convertirse al cristianismo bajo la influencia de la inteligente y virtuosa Pomponia, ¿cómo podría hacerlo Vinicio? No había respuesta, o mejor dicho, no había más que una respuesta: ¡ni esperanza, ni salvación!
Ligia reconoció con espanto que la condena suspendida sobre él, lejos de provocar en ella aversión, le inspiraba una piedad que se lo hacía más querido todavía. Y por momentos, a él le entraban deseos de hablarle francamente de su tenebroso pasado.
Y un día en que, sentada a su lado, le decía que al margen de la doctrina cristiana no había vida, él, que comenzaba a recuperar sus fuerzas, se levantó sobre su brazo sano, puso su cabeza sobre las rodillas de la muchacha, y le dijo:
—¡La vida eres tú!
Entonces Ligia se quedó sin aliento; la abandonó su presencia de ánimo y una especie de estremecimiento de placer recorrió todo su cuerpo. Le cogió las sienes con sus manos, trató de alzarle la cabeza, pero en ese esfuerzo se inclinó tanto hacia él que sus labios rozaron los cabellos de Vinicio. Fue un instante de embriaguez y de lucha contra ellos mismos y contra un amor que empujaba a uno en brazos del otro. Por fin, sintiendo que su cabeza daba vueltas y una llama le recorría las venas, Ligia se levantó y escapó. Era la última gota que iba a hacer desbordarse el vaso.
Vinicio no sospechaba el precio que iba a pagar por aquel minuto de dicha, pero Ligia había comprendido que, en adelante, era ella la que necesitaba ayuda. Pasó la noche siguiente sin poder dormir, en medio de las lágrimas y la plegaria, convencida de que era indigna de rezar e incluso de ser escuchada. Al día siguiente salió temprano del cubículo, llamó a Crispo al jardín, y bajo la glorieta cubierta de hiedra y sarmientos secos le abrió su alma suplicándole que le permitiese abandonar la casa de Myriam: porque ya no tenía confianza en sí misma y no podía arrancar del corazón su amor por Vinicio.
Crispo era un hombre mayor, rudo, que vivía en constante éxtasis; aprobó el proyecto de partida, pero no tuvo una palabra de perdón hacia aquel amor en el que no veía más que pecado. Su corazón se llenó de indignación nada más pensar que aquella Ligia, aquella fugitiva que él protegía, que amaba, a la que había fortalecido en la fe, que hasta entonces tenía por un lirio inmaculado, crecido sobre el suelo de la doctrina cristiana y que aún no había manchado ningún aliento terreno, pudiera dar cabida en su alma a un amor distinto al divino. Hasta entonces había creído que, en todo el mundo, ningún corazón más puro había latido por Cristo; se proponía ofrecérselo como una perla, como un tesoro, como una obra preciosa trabajada por sus manos, y su decepción le colmaba de asombro y de amargura.
—Ve y pide perdón a Dios por tus faltas —le dijo con severidad—. Huye antes de que el espíritu maligno que te ha embrujado te haga caer y reniegues del Salvador. Dios murió en la cruz para redimir tu alma con su sangre, y tú has preferido amar a aquel que quiso hacer de ti su concubina. Dios te sacó, obrando un milagro, de sus manos, y tú has abierto tu corazón a una pasión impura, has amado al hijo de las tinieblas. ¿Y quién es ese hombre? El amigo y servidor del Anticristo, su compañero de crímenes y de desenfrenos. ¿A dónde te llevará sino a ese abismo y a esa Sodoma donde él mismo vive y que la llama de la cólera divina aniquilará? Te lo repito: ¡más te valdría que estuvieras muerta, que las paredes de esta casa se hubieran derrumbado sobre tu cabeza antes de que esa serpiente se hubiera deslizado en tu pecho para esparcir en él el veneno de su iniquidad!
Se exaltaba cada vez más. La falta de Ligia no excitaba sólo su cólera sino también su desprecio por toda la naturaleza humana, sobre todo por la de la mujer, que la doctrina cristiana misma no podía garantizar contra las debilidades de Eva. Le importaba poco que la joven hubiera permanecido pura, que quisiera huir de aquel amor y que se arrepintiese de él. Había querido hacer de ella un ángel, elevarla hasta la cima donde no sobrevolaba más que el amor a Cristo. Y ella se enamoraba de un augustano. Aquel pensamiento llenaba su corazón de cólera mezclada a desilusión. No, no podía perdonarla. Palabras abrasadoras como carbones ardientes le quemaban los labios. Luchaba sin embargo para no pronunciarlas y se contentaba blandiendo sus brazos descarnados ante la muchacha asustada. Ésta se sentía culpable, pero su falta no le parecía tan grande. Creía incluso que su salida de casa de Myriam sería una victoria sobre la tentación y redimiría su falta. Pero Crispo la abrumaba: le mostraba la miseria y ruindad de su alma, que ella no había sospechado siquiera. Había creído incluso que el viejo pastor, tan paternal con ella desde su fuga del Palatino, le testimoniaría alguna piedad, la consolaría, le daría fuerza y valor.
—Yo ofrezco a Dios mi decepción y mi dolor —clamaba—, pero tú, tú has decepcionado al Salvador mismo descendiendo a un pantano de emanaciones fétidas que han emponzoñado tu alma. Podías haberle ofrecido a Cristo esa alma como un vaso precioso y decirle: «Señor, llénalo de tu gracia», y has preferido ofrecérselo a quien sirve al maligno. Que Dios te perdone, que él se apiade de ti porque yo…, mientras no hayas arrojado de tu corazón esa serpiente…, yo, que te consideraba una elegida…
De pronto se detuvo al darse cuenta de que no estaban solos.
A través de los pámpanos resecos y la hiedra siempre verde veía acercarse dos hombres, uno de los cuales era el apóstol Pedro. Al principio no pudo reconocer al segundo, cuyo rostro estaba oculto en parte por un manto tejido de pelos, llamado , y por un momento creyó que era Quilón.
Al oír los gritos de Crispo, los recién llegados habían entrado en la glorieta y se habían sentado en un banco. Cuando el compañero de Pedro dejó ver su cara de asceta y su cabeza calva, sólo adornada en las sienes por unos pequeños bucles, sus párpados rojos, su nariz corva, todo su rostro feo pero al mismo tiempo inspirado, Crispo reconoció a Pablo de Tarso.
Ligia había caído de rodillas e, incapaz de pronunciar una palabra, ocultaba su atormentada cabecita entre los pliegues del manto del apóstol.
Y Pedro dijo:
—¡Paz a vuestras almas!
Viendo a la joven a sus pies preguntó qué pasaba. Crispo le repitió entonces la confesión de Ligia, le dijo su amor culpable, su intención de huir de la casa de Myriam, y también su propio dolor al ver aquella alma, que él quería ofrecer a Cristo pura como una lágrima, manchada ahora por un sentimiento terreno hacia un habitual de aquellos crímenes en que se hundía el mundo pagano y que exigían el castigo divino.
Durante su relato, Ligia permanecía prosternada a los pies del apóstol, como para implorar ayuda, o al menos un poco de piedad.
Después de haber escuchado hasta el final, Pedro se agachó, puso su mano arrugada en la cabeza de Ligia, y luego, levantando los ojos hacia el viejo presbítero, dijo:
—Crispo, ¿no has oído decir que en las bodas de Caná nuestro Divino Maestro bendijo el amor de la esposa y del esposo?
Crispo dejó caer los brazos y, sorprendido, mudo, miró al apóstol.
Tras un momento de silencio, éste volvió a preguntar:
—Crispo, ¿puedes creer que Cristo, que permitió a María de Magdala prosternarse a sus pies y que perdonó a la pecadora, apartaría su cara de esta niña pura como un lirio de los campos?
Ligia se apretó con más fuerza a los pies del apóstol mientras seguía llorando; comprendió que no había buscado en vano protección junto a él, que alzó la cara, bañada en lágrimas, de la virgen, diciéndole:
—Mientras los ojos de aquel que amas no se hayan abierto a la luz de la verdad, evítalo, por temor a que te induzca a pecar, pero ruega por él y sabe que tu amor no es culpable. Y tu voluntad de huir de la tentación te será contada como un mérito. No te apenes y no llores más, porque, yo te lo digo, la gracia del Salvador no te abandona; tus plegarias serán escuchadas, y después de la aflicción vendrán los días de gozo.
Impuso las manos sobre los cabellos de Ligia y alzando los ojos al cielo la bendijo. Su rostro estaba iluminado por una bondad celeste.
Crispo, desconcertado, trataba ahora de justificarse:
—He pecado contra la misericordia —dijo—; pero creí que al dejar que un amor terreno invadiese su corazón había renegado de Cristo…
Pedro respondió:
—Yo le negué tres veces, y sin embargo me perdonó y me hizo el pastor de su rebaño.
—… Además —siguió diciendo Crispo—, Vinicio es un augustano…
—Cristo ha ablandado corazones más duros —replicó Pedro.
Entonces, Pablo de Tarso, que hasta entonces había permanecido callado, puso el dedo sobre su pecho y declaró:
—Yo soy quien perseguía y condenaba a muerte a los servidores de Cristo. Fui yo quien durante el suplicio de Esteban guardó las ropas de quienes lo lapidaban. Yo quería desterrar la Verdad en todas partes donde hubiera hombres, y sin embargo el Señor me destinó a predicarla por toda la tierra. La he difundido por Judea, por Grecia, por las Islas, y en esta ciudad impía cuando vine a ella como prisionero la primera vez. Y ahora que Pedro, mi superior, me ha llamado a su lado, vengo a esta casa para inclinar mi orgullosa cabeza a los pies de Cristo y echar la buena semilla en terreno pedregoso, que el Señor hará fértil para que produzca una abundante cosecha.
Se levantó, y aquel hombrecillo encorvado le pareció a Crispo en ese momento lo que en realidad era: un gigante que sacudiría el mundo desde sus cimientos, tornándose en el amo de pueblos y continentes.