Capítulo LXVII
Capítulo LXVII
Cuatro bitinios transportaban cuidadosamente a Ligia hacia la casa de Petronio. Vinicio y Urso, impacientes por confiarla a un médico griego, caminaban junto a la litera. Iban en silencio, sin fuerzas para hablar después de las emociones de la jornada. Vinicio no se había repuesto aún de su estupefacción. Se repetía que Ligia estaba a salvo, que ya no estaba amenazada ni por la prisión ni por la muerte en la arena, que sus desgracias habían llegado a su término, y que la llevaba hacia su casa para no volver a separarse nunca más de ella. Le parecía que aquello era la aurora de una vida nueva, más que la realidad.
De vez en cuando se inclinaba hacia la litera descubierta para contemplar, a la claridad de la luna, aquel querido rostro como adormecido, y se decía:
—¡Ahí está! ¡Cristo la ha salvado!
Ahora recordaba que, en el donde él y Urso habían llevado a Ligia, habían encontrado un médico que había asegurado que estaba viva y que viviría. Al pensarlo, una alegría tan delirante invadió su pecho, que por momentos le faltaban las fuerzas, era incapaz de caminar y se veía obligado a apoyarse en el brazo de Urso. En cuanto a éste, miraba el cielo sembrado de estrellas y rezaba.
Avanzaban con paso rápido hacia las casas recientemente construidas, cuya blancura resplandecía a la claridad de la luna. La ciudad estaba desierta. Aquí y allá sólo grupos de gentes coronados de hiedra cantaban y bailaban delante de los pórticos al sonido de la flauta, gozando del período festivo que se prolongaba hasta el final de los juegos, y de aquella noche magnífica. Al acercarse a la casa, Urso dejó de rezar y murmuró en voz baja, como si tuviera miedo de despertar a Ligia:
—Señor, ha sido el Salvador el que la ha librado de la muerte. Cuando la he visto en los cuernos del uro, una voz ha gritado dentro de mí: «¡Defiéndela!», y estoy seguro de que era la voz del Cordero. La prisión había mermado mis fuerzas y Él me las ha devuelto para ese instante; también ha sido Él quien ha inspirado a esa muchedumbre cruel la idea de defenderla. ¡Hágase su voluntad!
Y Vinicio respondió:
—¡Sea glorificado su nombre…!
No pudo continuar: violentos sollozos hinchaban su pecho. Se vio dominado por un irresistible deseo de prosternarse en el suelo, de agradecer al Salvador el milagro que su misericordia había realizado.
Mientras, habían llegado a la casa; todos los servidores, avisados por un esclavo, habían salido en tropel a su encuentro. Ya en Ancio, Pablo de Tarso había convertido a la mayoría. Conocían las tribulaciones de Vinicio, y su alegría fue inmensa al ver a las víctimas arrancadas a la crueldad de Nerón. Se acentuó más aún cuando el médico Teocles declaró que Ligia no tenía nada grave; la fiebre de las cárceles la había debilitado, pero pronto recuperaría las fuerzas.
Aquella misma noche recobró el conocimiento. Al despertar en un espléndido cubículo iluminado con lámparas de Corinto y con fragancia de verbena, no podía comprender dónde se encontraba ni lo que le había ocurrido. Había conservado el recuerdo del instante en que los verdugos la habían atado a los cuernos del animal. Al ver inclinado sobre ella, en la dulce luz coloreada, el rostro de Vinicio pensó que ya no se encontraba en este mundo. La turbación de sus ideas le hacía aceptar como algo completamente natural que hubieran hecho un alto a medio camino del cielo, debido a su fatiga y a su debilidad. Al no sentir ningún dolor, sonrió a Vinicio y quiso saber dónde se encontraban; pero sus labios no pudieron emitir más que un murmullo casi ininteligible, en el que Vinicio no oyó otra cosa que su nombre.
Él se arrodilló a su lado y, poniendo con delicadeza su mano sobre aquella frente adorada, dijo:
—¡Cristo te ha salvado y te ha devuelto a mí!
Los labios de Ligia se agitaron de nuevo en un murmullo confuso; sus párpados se cerraron y cayó en un profundo sueño, que Teocles esperaba y que consideraba como un feliz síntoma.
Vinicio permaneció junto al lecho, arrodillado y rezando. Su alma se fundía en un amor sin límites. Se desvaneció. Teocles entró varias veces en el cubículo. En varias ocasiones Eunice levantó la cortina y asomó su cabeza dorada. Finalmente las grullas que criaban en los jardines se pusieron a cantar anunciando el alba.
Él seguía prosternado a los pies de Cristo, sin ver nada, sin oír nada, con el corazón reducido a una sola llama de holocausto; y sumido en el éxtasis, se sentía, aún en la tierra, transportado al cielo.