Capítulo XXIII
Capítulo XXIII
Vinicio fue despertado por un dolor agudo. Al principio no pudo darse cuenta de dónde estaba ni qué hacía allí. Tenía la cabeza pesada y la vista borrosa. Luego, a medida que volvía en sí, distinguió a través de una especie de bruma tres hombres inclinados sobre él. Reconoció a dos: Urso y el viejo al que había empujado al llevarse a Ligia. El tercero, un desconocido, le tenía agarrado por el brazo izquierdo y, tanteándole desde el codo a la clavícula, le causaba un dolor tan vivo que Vinicio, creyendo que lo estaban torturando, dijo con los dientes apretados:
—¡Matadme!
Pero no parecían prestar ninguna atención a sus palabras, como si no las oyeran o las tomaran por un grito habitual arrancado por el dolor. Urso, con su cara tranquila y a la vez temible de bárbaro, llevaba en la mano un paquete de vendas mientras el viejo decía al hombre que palpaba el hombro de Vinicio:
—Glauco, ¿estás seguro de que esa herida en la cabeza no es mortal?
—Sí, digno Crispo —respondió éste—. Cuando fui esclavo y serví en los navíos, y más tarde en Nápoles, curé muchas heridas: incluso con el dinero que gané curándolas conseguí rescatarme a mí y a los míos. La herida de la cabeza no es grave. Cuando este hombre —y señaló a Urso con el gesto— ha liberado a la muchacha lanzando a su raptor contra el muro, en su caída éste ha debido cubrirse con el brazo; el brazo se fracturó y se dislocó, pero a cambio salvó la cabeza y la vida.
—No has cuidado mal de nuestros hermanos —dijo Crispo— y te tienen por un médico hábil… Por eso te he mandado a buscar por Urso.
—Quien ayer incluso me confesó que estaba dispuesto a matarme.
—Sí, pero antes de hablar contigo me había confiado su proyecto; y como yo te conocía y sé el amor que tienes a Cristo, le hice comprender que no eras tú el traidor sino el desconocido que lo había incitado al crimen.
—Es el espíritu malo y yo lo tomé por un ángel —suspiró Urso.
—Ya me contarás eso algún día —dijo Glauco—; ahora, ocupémonos de nuestro herido.
Y procedió a la reducción de la fractura de Vinicio, que perdía a cada instante el conocimiento a pesar del agua con que Crispo le rociaba la cara. Además, aquella pérdida del sentido era oportuna, porque no sentía ni la reducción, ni el vendaje del brazo fracturado, que Glauco inmovilizó entre dos tablillas cóncavas que luego apretó con fuerza mediante vendas.
Después de la operación, Vinicio recobró el sentido y vio a Ligia inclinada sobre él.
Ella estaba junto a su cama con un barreño de cobre lleno de agua, donde de vez en cuando Glauco mojaba una esponja para refrescar la cabeza del herido.
Vinicio miraba y no se atrevía a creer a sus ojos. Le parecía que aquella aparición del ser querido era un efecto del delirio; y sólo mucho después tuvo fuerzas para murmurar:
—¡Ligia!…
Al sonido de esta voz, el barreño de agua tembló en las manos de la joven, que volvió hacia el herido unos ojos llenos de tristeza.
—¡La paz sea contigo! —dijo ella con dulzura.
Permanecía con el brazo tendido y todo su rostro expresaba dolor y conmiseración.
Él la miraba como si hubiera querido saciar su vista, a fin de conservar su imagen incluso cuando sus ojos estuvieran cerrados. Contemplaba su cara pálida y flaca, los rizos de su oscura cabellera, su humilde ropa de obrera; la observaba con tal insistencia que, bajo aquella mirada, la frente blanca de la joven comenzó a ruborizarse. Entonces Vinicio pensó, primero, que no había dejado de amarla, y luego que aquella palidez y aquella pobreza eran obra suya, que él mismo la había expulsado de la casa en que la querían, en que la rodeaban de opulencia y bienestar, que él la había arrojado a aquella miserable casucha y vestido con aquel manto de lana oscura.
Y él, que hubiera querido adornarla con los más ricos atavíos, con todos los tesoros del universo, sintió su corazón tan dominado por la inquietud, el dolor y la piedad, que si hubiera podido hacer un movimiento hubiera caído a sus pies.
Ella respondió con dulzura.
—¡Que Dios te devuelva la salud!
Para Vinicio, que se daba cuenta del daño que la había hecho antes y del que acababa de intentar hacerle, aquellas palabras fueron semejantes a un bálsamo. En aquel momento olvidó que era la doctrina cristiana la que podía hablar por su boca para no pensar más que en la mujer amada, cuya respuesta revelaba un interés y una bondad sobrehumana que lo emocionaban hasta lo más profundo de su alma. Igual que hacía un momento el dolor le había hecho desmayarse, estuvo a punto de desfallecer de emoción: y su debilidad era infinita y deliciosa. Parecía caer en un abismo, pero al mismo tiempo sentía un indecible bienestar y una inmensa dicha. En aquel momento de desfallecimiento, creía ver a una divinidad planeando sobre él.
Mientras tanto. Glauco había terminado de lavar las llagas de la cabeza y les aplicaba ungüento. Urso cogió el barreño de cobre de las manos de Ligia, mientras ella misma iba a buscar en la mesa una copa preparada de antemano y llena de agua con vino, que acercó a los labios del herido. Vinicio bebió con avidez y sintió un auténtico alivio. Tras el vendaje, su dolor casi había desaparecido y recuperó completa mente el conocimiento.
—Dame otra vez de beber —rogó.
Ligia pasó al otro cuarto para llenar la copa mientras Crispo, tras intercambiar unas palabras con Glauco, se acercó al lecho y dijo:
—Vinicio, Dios no ha permitido que tu mala acción se consumase. Te conserva la vida para que puedas volver sobre tus pasos. Aquel ante quien cualquier hombre no es más que polvo, te ha entregado indefenso en nuestras manos; pero Cristo, en quien creemos, nos ordena amar a nuestros enemigos. Hemos curado tus heridas y, como Ligia te ha dicho, rogamos a Dios que te devuelva la salud; pero no podemos velar sobre ti mucho más tiempo. Queda en paz y piensa si debes seguir persiguiendo a Ligia, privada por tu culpa de sus protectores y de su techo, y a nosotros mismos, que te hemos devuelto bien por mal.
—¿Queréis abandonarme? —preguntó Vinicio.
—Queremos abandonar esta casa, donde podría alcanzarnos la persecución del prefecto de la ciudad. Tu compañero ha muerto y tú, considerado como poderoso entre los tuyos, estás herido. Lo que ha ocurrido no ha sido por culpa nuestra, pero a nosotros nos golpeará el rigor de las leyes…
—No temáis represalias —protestó Vinicio—. Yo os protegeré.
Crispo no quiso responderle que no se trataba sólo del prefecto y de la policía, sino que desconfiaban de él y querían proteger a Ligia contra cualquier intento ulterior de su parte.
—Señor —continuó—, tu mano derecha está bien. Aquí tienes tablillas y un : escribe a tus sirvientes que vengan esta noche con una litera para trasladarte a tu casa, donde estarás mejor que en medio de nuestra pobreza. Aquí estás en casa de una humilde viuda que no ha de tardar en volver con su hijo; éste llevará la carta; nosotros tenemos que buscar otro refugio.
Vinicio palideció. Comprendió que querían separarle de Ligia y que si de nuevo la perdía tal vez no volviese a verla jamás. Veía con claridad que entre ella y él había un obstáculo grave y que, si quería conquistarla, había de buscar otros caminos en los que no había tenido tiempo de pensar. Se daba también cuenta de que cuanto pudiera decir a aquellas gentes —por ejemplo, prometerles entregar Ligia a Pomponia Grecina— sería vano, porque tenían derecho a no creerle, y no le creerían. No, se daba cuenta de que todas aquellas promesas no los retendrían; que un juramento solemne de su parte no sería recibido dado que, no siendo cristiano, podría jurar únicamente por los dioses inmortales en los que él mismo no tenía demasiada fe y que para los cristianos eran malos espíritus.
Deseaba ardientemente reconciliarse con Ligia y ganarse a sus defensores. Pero ¿cómo? Para ello necesitaba tiempo. Tenía que verla, aunque sólo fuera unos días. Igual que en cualquier tabla un náufrago ve la salvación, a Vinicio le parecía que en esos pocos días podría decir a la muchacha las palabras capaces de granjeársela. Tal vez descubriera algo o sucedería algún acontecimiento favorable.
Y reuniendo sus ideas, dijo:
—Escuchadme, cristianos. Ayer estuve entre vosotros en el Ostriano y oí exponer vuestra doctrina; pero aunque la ignorase, vuestros actos solos me probarían que sois honrados y buenos. Decid a la viuda que se quede en su casa, quedaos vosotros también y permitid que yo me quede. Que este hombre —y señaló a Glauco con la vista—, que se dice médico y que, en cualquier caso, sabe curar las heridas, diga si se me puede transportar hoy. Sufro. Mi brazo roto debe estar inmovilizado al menos durante algunos días; os aseguro que no me moveré de aquí a menos que vosotros me saquéis por la fuerza.
Se detuvo sin aliento. Entonces Crispo le dijo:
—Nadie, señor, empleará la fuerza contigo. Pero nosotros nos marcharemos para salvar nuestras cabezas.
Poco acostumbrado a encontrar resistencia, el joven frunció el ceño y dijo:
—Déjame respirar.
Luego, poco después, continuó:
—Nadie se preocupará por Crotón, estrangulado por Urso. Hoy mismo debía salir para Benevento, donde le había llamado Vatinio. Todo el mundo creerá que se ha marchado. Nadie nos ha visto entrar en esta casa, salvo un griego que nos acompañó al Ostriano. Yo os indicaré dónde vive. Que me lo traigan y le ordenaré callarse, porque yo le pago. Escribiré a mi casa diciendo que salgo para Benevento. En caso de que el griego haya avisado al prefecto, declararé que fui yo quien mató a Crotón y que él me rompió el brazo. ¡Eso es lo que haré, por los manes de mi padre y de mi madre! Podéis, pues, quedaros aquí con toda tranquilidad, porque ni un solo cabello caerá de vuestra cabeza. Traedme corriendo al griego: se llama Quilón Quilónides.
—Entonces, señor —dijo Crispo—, Glauco se quedará a tu lado para cuidarte junto con la viuda.
La frente de Vinicio se arrugó más aún:
—Perdón, anciano —dijo—, y atiende bien mis palabras. Te debo gratitud y me pareces bueno y justo; pero me ocultas lo que realmente piensas. Temes que llame a mis esclavos y que les ordene raptar a Ligia, ¿no es eso?
—Sí —declaró Crispo muy serio.
—Observa lo siguiente. Yo hablaré a Quilón en presencia vuestra; delante de vosotros escribiré la carta anunciando mi partida; y no tendré otros mensajeros que vosotros… Reflexiona bien y no me irrites más.
Exasperado, con la cara crispada por la cólera, continuó en tono arrebatado:
—¿Creías que iba a negar el deseo de quedarme aquí para verla?… Cualquier tonto lo hubiera comprendido aunque yo lo negase. Pero ya no quiero tomarla por la fuerza… Añadiré que, si ella no se queda, con esta mano sana me arrancaré las vendas, comeré cualquier cosa, cualquier bebida. ¡Y que mi muerte caiga sobre ti y tus hermanos! ¿Por qué me has curado? ¿Por qué no me has dejado morir?
Palideció de rabia y de debilidad. Ligia, que desde la habitación vecina había oído toda aquella conversión y que no dudaba de que haría lo que decía, se asustó ante las amenazas. No hubiera querido verle morir por nada del mundo. Viviendo desde su fuga en medio de gentes que constantemente se hallaban bajo los efectos del éxtasis religioso, sin pensar en otra cosa que en el sacrificio, en la abnegación, en la misericordia infinita, se había impregnado de estos sentimientos que en ella substituían la casa, la familia y la felicidad desaparecida, y la transformaban en una de las vírgenes cristianas que más tarde debían regenerar el alma gastada del universo. Vinicio había jugado un gran papel en su destino para que ella pudiese olvidarlo. Pensaba en él días enteros y a menudo había suplicado a Dios para que llegase la hora en que, de acuerdo con la doctrina que profesaba, pudiera devolver a Vinicio bien por mal, la simpatía por la persecución, vencerlo, llevarle a Cristo, salvarlo. Y le parecía que había llegado el momento, que su plegaria había sido escuchada.
Mostrando en el rostro la inspiración que tenía, se acercó a Crispo y se puso a hablarle como si otra voz hablara por su boca:
—Crispo, conservémosle entre nosotros, y no le abandonemos mientras Cristo no lo haya curado.
El viejo pastor estaba habituado a ver en todo la inspiración divina; en presencia de aquella exaltación, creyó que el poder supremo podía manifestarse por boca de Ligia; se emocionó e inclinó la cabeza:
—Hágase como dices.
La pronta sumisión de Crispo produjo en Vinicio, que no apartaba los ojos de Ligia, una impresión profunda y singular.
Le pareció que ella era, entre los cristianos, una especie de sibila o sacerdotisa, obedecida y respetada. E involuntariamente sintió el mismo respeto hacia ella. A su amor se mezclaba ahora cierto temor que le hacía considerar aquel amor como una blasfemia. Al mismo tiempo, no podía hacerse a la idea de que algo había cambiado en sus relaciones, que en adelante no era ella quien dependía de su voluntad, sino él de la suya; que él yacía enfermo, magullado, incapaz de ofensiva, como un niño indefenso, bajo su protección. Respecto a cualquier otro, aquella sumisión le hubiera parecido humillante a su naturaleza orgullosa y obstinada. Pero para Ligia no tenía más que el reconocimiento que se otorga a alguien superior. Estos sentimientos eran tan nuevos para él que la víspera no hubiera podido imaginarlos siquiera. Incluso hoy le habrían sorprendido si no hubiera tenido una percepción clara. Pero en aquel momento no se preguntaba por qué era así; para él era algo completamente natural y toda su felicidad consistía en quedarse junto a ella.
Hubiera querido darle las gracias, expresarle un sentimiento tan poco conocido por él hasta entonces que no habría podido nombrarlo siquiera, porque simplemente era sumisión. Pero las emociones que acababa de sufrir habían agotado hasta tal punto sus fuerzas que su gratitud hacia Ligia sólo podía expresarse por miradas resplandecientes de alegría ante el pensamiento de que permanecería a su lado, que podría contemplarla mañana, pasado mañana, tal vez largo tiempo. Verdad es que a esta alegría se mezclaba el temor de perder a la que había encontrado, temor tan vivo que cuando Ligia le llevó de nuevo la bebida, aunque tenía un deseo ardiente de cogerle la mano, no se atrevió, él, Vinicio, que en el festín del César la había besado por la fuerza en los labios, él que, cuando ella había huido, se había prometido arrastrarla por el pelo al cubículo o hacer que sus esclavos la azotasen.