Quo Vadis?

Capítulo XL

Capítulo XL

Mientras tanto Petronio obtenía en Ancio victorias casi diarias sobre los augustanos que trataban de suplantarlo en los favores del César. La influencia de Tigelino había caído por completo. En Roma, cuando se trataba de suprimir a las gentes consideradas peligrosas, de apoderarse de sus bienes, de tratar los asuntos políticos, de dar espectáculos notables por su lujo y mal gusto, y, sobre todo, satisfacer los monstruosos caprichos del César, Tigelino, dispuesto a todo, celoso y activo, parecía indispensable. Pero en Ancio, en medio de palacios que se reflejaban en el azul del mar, el César vivía la vida de los helenos. De la mañana a la noche se recitaban versos y se disertaba sobre su composición; se alababan las expresiones felices; se ocupaban de música, de teatro, en una palabra, de todo lo que el genio griego inventó para embellecer la existencia. En tales condiciones, Petronio, de instrucción muy superior a la de Tigelino y los demás augustanos, ingenioso, elocuente, fecundo en pensamientos sutiles, y de gusto refinado, debía ocupar el primer puesto. El César buscaba su compañía, se preocupaba de sus opiniones, le pedía consejo cuando componía y le testimoniaba una amistad más viva que nunca. Todo el séquito estaba seguro de que su influencia era definitiva y que su amistad con el César se afirmaba para largos años. Los mismos que en otro tiempo mostraban frialdad hacia el elegante epicúreo empezaban a cortejarle y a buscar su benevolencia. Y en el fondo de su alma, muchos se sentían sinceramente contentos de ver que el favor del César iba a alguien que sabía lo que había que pensar de cada uno, y que, con una sonrisa escéptica, acogía las lisonjas de sus enemigos de la víspera, pero bien por indolencia, bien por dignidad, no se vengaba de nadie ni empleaba su influencia para abrumar a quien fuese. En ciertos momentos, hubiera podido provocar la perdición del propio Tigelino; prefería burlarse de él y demostrar hasta la evidencia su ignorancia y su vulgaridad. El Senado respiraba: desde hacía mes y medio no se había decretado ni una pena de muerte. Cierto que en Ancio y en Roma se contaban prodigios sobre el refinamiento del desenfreno que alcanzaban el César y su favorito, pero todos preferían tener encima un César refinado que el César bestial de Tigelino.

Éste enloquecía y se preguntaba si no debía declararse vencido; porque Nerón había dicho en varias ocasiones que en la ciudad y en la corte sólo dos hombres eran capaces de comprenderse, sólo había dos auténticos helenos: él y Petronio.

El tacto sorprendente de este último garantizaba a todos que su influencia sobreviviría a todas las demás. Parecía imposible que el César pudiera prescindir de él. ¿Con quién hablaría de poesía, de música, de los juegos de las arenas? ¿Qué mirada espiaría para juzgar si su obra tenía realmente valor? Pero con su indiferencia habitual Petronio parecía no otorgar ninguna importancia a su situación; seguía despreocupado, doliente, espiritual y escéptico; a menudo producía la impresión de alguien que se burla de los demás, de sí mismo y del universo entero. A veces osaba criticar al César a la cara, y, cuando se juzgaba que ya estaba perdido, daba de pronto tal giro a su apreciación que en última instancia todos estaban convencidos de que no había situación de la que no pudiera salir victorioso.

La semana posterior al regreso de Roma de Vinicio, el César leía a sus íntimos un fragmento de su . Cuando hubo concluido y le saludaban los demás con gritos de entusiasmo, Petronio, interrogado con la mirada, dijo:

—Buenos versos para tirarlos al fuego.

El espanto dejó helados todos los corazones. En toda su vida Nerón nunca había oído a ninguna boca formular tal condena. Sólo Tigelino estaba radiante; Vinicio había palidecido pensando que Petronio, que nunca se emborrachaba, en esta ocasión había bebido en exceso.

Con voz melosa en la que vibraba el rencor de un amor propio herido, Nerón ya estaba preguntando:

—¿Qué encuentras malo en ellos?

Y Petronio, agresivo, replicó señalando a los allí presentes:

—No los creas. No entienden nada. ¿Me preguntas qué tienen de malo esos versos? Si quieres que te diga la verdad, te lo diré: son buenos para Virgilio, buenos para Ovidio, son buenos incluso para Homero, no para ti. Tú no tenías derecho a escribirlos. Ese incendio que describes no llamea lo bastante; tu fuego no quema lo suficiente. No escuches las lisonjas de Lucano. Por esos versos, a él estoy dispuesto a reconocerle genio, pero no a ti. ¿Y por qué? Porque eres más grande que ellos. Tenemos derecho a exigir más de quien ha recibido todo de los dioses. Pero tú te dejas arrastrar por la pereza. Te echas la siesta después del en lugar de trabajar. A ti, que puedes crear una obra como no ha visto otra igual el universo, te digo, pues, cara a cara: «Haz mejores versos».

Hablaba con aire negligente, divirtiéndose y reprendiendo a toda la reunión; pero los ojos del César estaban húmedos de alegría.

—Los dioses me han dado algún talento, pero me han dado algo mejor todavía: un verdadero experto y un amigo, que es el único que sabe decir la verdad a la cara.

Y extendió su mano de pelos rojizos hacia un candelabro de oro, fruto del saqueo de Delfos, para quemar sus versos.

Pero Petronio cogió el papiro antes de que la llama lo tocase:

—No, no —dijo—, aunque sean indignos de ti, estos versos pertenecen a la humanidad. ¡Déjamelos!

—Entonces permíteme que te los envíe en un cofre que yo mismo elegiré —prosiguió el César estrechando a Petronio contra su pecho.

Y añadió:

—Sí, tienes razón. Mi incendio de Troya no llamea bastante. Sin embargo creí que me bastaría con igualar a Homero. Siempre me han perjudicado cierta timidez y la severidad que conmigo tengo. Tú me has abierto los ojos. Pero ¿sabes cuál es la causa de lo que me reprochas? Cuando un escultor quiere crear la estatua de un dios, busca un modelo, y yo no lo tengo: nunca he visto una ciudad ardiendo. Por eso mi poema no está vivido.

—Te aseguro que hay que ser un gran artista para haberlo sentido como tú lo has hecho.

Nerón reflexionó un momento, luego preguntó:

—Responde a mi pregunta, Petronio: ¿Lamentas el incendio de Troya?

—¿Lamentarlo? ¡Por el esposo cojo de Venus, de ningún modo! Y no lo lamento por lo siguiente: Troya no habría sido incendiada si Prometeo no hubiera regalado el fuego a los hombres y si los griegos no hubieran declarado la guerra a Príamo; y si no hubiera habido ese incendio, Esquilo no hubiera escrito su , lo mismo que, sin la guerra, Homero no habría escrito la , y me parece más importante la existencia de y de la que la de una pequeña población probablemente miserable y sucia, donde hoy reinaría todo lo más un insignificante procurador hastiado de las interminables querellas con el areópago local.

—Eso es hablar con ingenio —replicó el César—. A la poesía y al arte tenemos el derecho y el deber de sacrificarles todo. Felices los aqueos que proporcionaron a Homero el tema de la , y feliz Príamo, que vio la ruina de su patria. ¿Y yo? ¡Ay, nunca he visto una ciudad en llamas!

Se hizo un silencio que Tigelino rompió finalmente con estas palabras:

—Ya te lo he dicho, César, ordénamelo y quemo Ancio. O si no quisieras quemar estas villas y estos palacios, incendiaré los navíos de Ostia: o haré construir en la cima de los montes Albanos una ciudad de madera, a la que tú mismo prenderás fuego. ¿Quieres?

Nerón lo miró con desprecio.

—¡Yo contemplando unas barracas de madera incendiadas! Tu cerebro está gastado, Tigelino. Y veo, además, que no estimas demasiado ni mi talento ni mi , puesto que los juzgas indignos de un sacrificio mayor.

Tigelino quedó confundido. Y Nerón, como para cambiar de conversación, añadió:

—Ya ha llegado el verano… ¡Qué mal debe oler Roma ahora!… Y sin embargo tendré que regresar para los juegos estivales.

Tigelino empezó a hablar de nuevo bruscamente:

—César, cuando hayas despedido a los augustanos, permíteme quedarme un momento a solas contigo…

Una hora después, Vinicio volvía con Petronio de la villa imperial.

—¡Qué miedo he pasado por un momento! —dijo el primero—. He creído que estabas borracho y perdido sin remisión. No olvides que juegas con la muerte.

—Ésa es mi arena —respondió Petronio despreocupado—, y me complazco en comprobar que en ella soy un buen gladiador. Mira además el resultado. Mi influencia ha crecido mucho esta noche. Va a enviarme sus versos en un cofre que, puedes estar seguro, será de un lujo fabuloso, y de un mal gusto no menos fabuloso. Le diré a mi médico que guarde en él los purgantes. Lo he hecho también para que a Tigelino, comprobando que me salen bien las cosas, le entren ganas de imitarme, y ya estoy viendo lo que va a ocurrir si se lanza a bromas de ese género, como un oso de los Pirineos al que se le ocurra bailar sobre una cuerda tirante. Me reiré como Demócrito. Si me empeñara en ello, podría perder a Tigelino y ocupar su puesto como prefecto de los pretorianos. Entonces tendría en mi mano al propio Enobarbo. Pero soy demasiado perezoso, y prefiero la existencia que llevo, incluso con los versos del César.

—¡Qué habilidad! ¡De una censura haces un elogio! Pero, en realidad, ¿son malos sus versos? No entiendo nada.

—No son peores que los demás. Cierto que Lucano posee más talento en su dedo meñique; pero también tiene algo Enobarbo, y sobre todo una grandísima pasión por la poesía y la música. Dentro de dos días oiremos en su casa un himno a Afrodita cuya partitura acaba de concluir. Estaremos muy pocos: tú, Tulio, Senecio, el joven Nerva y yo. En cuanto a sus versos, ya te dije que los usaba después de un banquete para el mismo cometido para el que Vitelio usa una pluma de flamenco. Pues bien, ¡no es cierto!… Algunos son elocuentes. Los lamentos de Hécuba son patéticos… Proclaman los dolores del parto, y en ese punto ha sabido encontrar expresiones felices, tal vez porque él mismo pare cada verso con dolor… A veces me da pena. ¡Por Pólux, qué mezcla tan singular! Calígula estaba chiflado, pero era menos monstruoso.

—¿Quién puede decir hasta donde llegará la locura de Enobarbo? —dijo Vinicio.

—Nadie lo sabe. Podrán ocurrir cosas cuyo recuerdo, dentro de muchos siglos, hará erizarse el cabello. Y precisamente eso es lo interesante. A veces me ocurre lo mismo que a Júpiter Amón en el desierto, que me aburro, pero creo que con otro César me aburriría cien veces más. Tu hebreo Pablo es elocuente, lo admito, y si hombres como él enseñan esa doctrina, nuestros dioses tendrán que tomárselo en serio para no ser relegados al granero. No puede negarse que si, por ejemplo, el César fuera cristiano, estaríamos más seguros. Pero tu profeta de Tarso, que aplicaba sus argumentos a mi caso, no había pensado que, para mí, la incertidumbre es el mayor atractivo de la vida. El que no juega a las tabas no perderá su fortuna, lo que no impide jugar a las tabas. Hay cierta voluptuosidad y cierto olvido en jugar. He conocido hijos de caballeros y senadores que se habían hecho voluntariamente gladiadores. Pretendes que me juego la vida, y es cierto, pero porque eso me divierte, mientras que vuestras virtudes cristianas me aburrirían desde el primer día tanto como las disertaciones de Séneca. Por eso la elocuencia de Pablo no ha servido de nada. Debería comprender que hombres de mi clase nunca admitirán su doctrina. Tú eres otra cosa. Con tu temperamento, o debías odiar como la peste el solo nombre de cristiano, o hacerte cristiano. Yo bostezo mientras les doy la razón. Deliramos, marchamos hacia el abismo; el futuro nos reserva algo desconocido, mientras bajo nuestros pasos, a nuestro lado, algo cruje y muere, ¡de acuerdo! Pero sabremos morir, y mientras tanto no queremos hacer pesada nuestra existencia, servir a la muerte antes de que venga a por nosotros. La vida vale por sí misma y no como previsión de la muerte.

—¡Te compadezco, Petronio!

—No me compadeces más de lo que yo mismo me compadezco. Hace algún tiempo estábamos de acuerdo; hace algún tiempo, cuando peleabas en Armenia, ansiabas volver a Roma.

—También ahora quiero volver.

—Sí, porque amas a una vestal cristiana que vive al otro lado del Tíber. No me asombra. Lo que me asombra es que, a pesar de ese amor que pronto será coronado, la tristeza no abandona tu rostro. Pomponia Grecina está eternamente pensativa, y tú, desde que eres cristiano, has dejado de sonreír. No me digas, pues, que es una doctrina alegre. Has vuelto de Roma más melancólico todavía, y si es así como os amáis los cristianos, ¡por la rubia cabellera de Baco!, nunca seguiré vuestras huellas.

—Es por otra cosa —respondió Vinicio—, y te juro, no por los cabellos de Baco, sino por el alma de mi padre, que nunca habría podido imaginar la felicidad que ahora respiro. No obstante, la separación me resulta dolorosa y, cosa más extraña todavía, desde que estoy lejos de Ligia, me parece que hay un peligro colgando sobre su cabeza. No sé cuál, no sé de dónde puede venir, pero lo presiento como se presiente la tormenta.

—Te prometo que dentro de dos días te conseguiré permiso para que abandones Ancio por el tiempo que quieras. Popea está más tranquila, y, por lo que yo sé, nada os amenaza de su parte, ni a ti ni a Ligia.

—Hoy mismo me ha preguntado el motivo de mi viaje a Roma, y sin embargo mi partida fue secreta.

—Tal vez ha mandado que te espíen. Pero a partir de ahora tendrá que contar conmigo.

Vinicio continuó:

—Pablo enseña que Dios da avisos a veces, pero que prohíbe creer en los presagios. Me defiendo de esos presentimientos, pero sin lograr sustraerme a ellos. Para aliviar mi corazón te diré lo que ha pasado. Ligia y yo estábamos sentados uno junto al otro, en una noche serena como ésta, y hacíamos proyectos de futuro. De pronto se pusieron a rugir los leones. Es frecuente en Roma y, sin embargo, desde ese momento, no he tenido un instante de tranquilidad. Me parece que era un presagio de desgracia… Ya sabes que el miedo hace poca mella en mí. Pero en ese momento, la ansiedad me dominó durante toda aquella noche de tinieblas; y ocurrió de una forma tan extraña y tan inesperada que todavía hoy resuenan en mi oído los rugidos y mi corazón está dominado por una continua inquietud como si Ligia necesitara ser defendida contra algo espantoso… Se diría casi que contra esos leones. Y estas ideas me torturan. Consígueme permiso para partir, o me marcharé sin permiso. No puedo quedarme aquí, te lo repito. ¡No puedo!

Petronio se echó a reír:

—Todavía no hemos llegado al punto de que los hijos de los personajes consulares o sus mujeres sean arrojados a los leones en las arenas. Podéis morir de cualquier otra muerte, no de ésa. ¿Quién sabe, además, si eran leones? Los toros salvajes de Germania rugen con la misma fuerza. En cuanto a mí, me burlo de presagios y sortilegios. Ayer la noche era negra y vi caer una lluvia de estrellas. Muchos se turban al verlo; yo me dije: si entre ellas se encuentra la mía, ¡al menos estaré bien acompañado!…

Guardó silencio un momento, reflexionó y luego dijo:

—Además, ya ves, si vuestro Cristo resucitó, también a vosotros puede libraros de la muerte.

—Claro que puede —respondió Vinicio contemplando el cielo tachonado de estrellas.

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