Quo Vadis?

Capítulo LXVIII

Capítulo LXVIII

Después de la liberación de Ligia, Petronio, no queriendo irritar al César, le siguió al Palatino en compañía de los demás augustanos. Deseaba oír lo que se diría y, ante todo, asegurarse de que Tigelino no idearía algún nuevo medio de perder a la joven. Cierto que ella y Urso habían pasado, por así decir, bajo la protección del pueblo y que nadie habría podido levantar la mano sobre ellos sin provocar una revuelta. Pero Petronio, conociendo el odio que le había declarado el todopoderoso prefecto de los pretorianos, podía temer que, al no poder alcanzarlos de forma directa, se volviese contra Vinicio en su venganza.

Nerón estaba furioso. El espectáculo había terminado de una forma completamente contraria a sus deseos. Al principio no se dignó ni mirar a Petronio; pero éste, sin desconcertarse, se acercó con toda su desenvoltura de árbitro de la elegancia y le dijo:

—Se me ha ocurrido una idea, divino. Escribe un poema sobre la doncella a quien la voluntad del Amo de la tierra libera de los cuernos de un uro salvaje para devolverla al amante. Los griegos tienen el corazón sensible, y estoy convencido de que un poema como ése los encantará.

Por más irritado que estuviera el César, la idea le agradó, e incluso por doble motivo; en primer lugar por el tema, luego como una nueva ocasión de glorificar su magnanimidad. Contempló un instante a Petronio y respondió:

—En efecto, quizá tengas razón. Pero ¿conviene que yo cante mi propia bondad?

—Es inútil dar nombres. Toda la ciudad sabe de quién se trata, y de aquí las noticias se difunden a todo el mundo.

—¿Y estás convencido de que agradará en Acaya?

—¡Por Pólux! —exclamó Petronio.

Y se marchó satisfecho: ahora estaba seguro de que Nerón, cuya vida entera consistía en encerrar la realidad en el marco de sus concepciones literarias, no echaría a perder un motivo tan hermoso y por ello mismo ataría las manos de Tigelino.

No obstante, su intención de alejar a Vinicio en cuanto lo permitiera la salud de Ligia no varió. Y cuando al día siguiente se encontró con él, le dijo:

—Llévala a Sicilia. Gracias a cierto incidente favorable, no tenéis nada que temer de Nerón; pero Tigelino es capaz de recurrir al veneno incluso, si no por odio hacia vosotros, por odio hacia mí.

Vinicio sonrió y replicó:

—Ella estaba en los cuernos del uro y, sin embargo, Cristo la salvó.

—Ofrécele si quieres una hecatombe —replicó Petronio con cierta impaciencia—, pero no le pidas que la salve una segunda vez… Recuerdas de qué forma recibió Eolo a Odiseo cuando éste fue a pedirle una nueva carga de vientos favorables. A los dioses no les gusta repetirse.

—Cuando recupere la salud —respondió Vinicio—, la llevaré a casa de Pomponia Grecina.

—Será muy prudente, sobre todo porque Pomponia está enferma. Lo sé por Antistio, pariente de los Aulo. Durante vuestra ausencia, aquí pasarán probablemente cosas que harán que se olviden de vosotros. Y en estos tiempos, ¡felices son los olvidados! ¡Que la fortuna os dé sol en invierno y sombra en verano!

Y dejando a Vinicio entregado a su dicha, se fue a informarse de labios de Teocles sobre la salud de Ligia.

Todo peligro había desaparecido definitivamente. En el subterráneo, debido a la debilidad provocada por la fiebre de las prisiones, el aire hediondo y la falta de cuidados hubieran podido matarla. Pero ahora se hallaba rodeada de tanta ternura, abundancia e incluso lujo, que estaba seguro de que viviría. Dos días más tarde, por orden de Teocles la trasladaron a los jardines que rodeaban la villa. Pasaba allí largas horas. Vinicio adornaba su litera con anémonas, y sobre todo con iris, a fin de recordarle el de los Aulo. A menudo, a la sombra de las ramas, hablaban cogidos de la mano de sus dolores y de su espanto de antes. Ligia le aseguraba que Cristo le había infligido adrede todas aquellas pruebas a fin de transformar su alma y elevarla hasta Él. Vinicio sentía que la joven decía la verdad y que en él ya no quedaba nada del antiguo patricio que no reconocía otra ley que su propio deseo. Pero a estos recuerdos no se mezclaba ninguna amargura. A los dos les parecía que sobre sus cabezas habían pasado largos años y que aquel horrible pasado estaba ya muy lejos. Sentían una emoción de quietud todavía desconocida por ellos; una existencia nueva, una felicidad sin límites los envolvía.

El César podía seguir delirando en Roma y llenando al mundo de espanto; ellos se sentían bajo una protección cien veces más formidable y no temían ya ni su furia ni su demencia, como si hubiera dejado de tener sobre ellos derecho de vida y de muerte.

En cierta ocasión, a la puesta del sol oyeron rugidos que venían de los lejanos . En otro tiempo estos rugidos helaban a Vinicio de terror como presagios de muerte. Hoy, se miraron con una sonrisa y alzaron los ojos hacia el cielo. A veces Ligia, todavía muy débil e incapaz de caminar sola, se adormecía en la calma del jardín, y Vinicio velaba por ella. Y al contemplar su rostro sereno, pensaba a pesar suyo que no era ya la misma Ligia que él había conocido en casa de los Aulo: a decir verdad, la prisión y la enfermedad habían atenuado en parte su belleza. En otro tiempo, en casa de los Aulo, y más tarde, en casa de Myriam, era tan hermosa como una estatua y tan encantadora como una flor. Ahora su rostro era casi diáfano, sus manos habían enflaquecido, la fiebre había afinado sus formas, sus labios eran pálidos y sus ojos parecían menos azules. Eunice, la de cabellos de oro, que le traía flores y cubría sus pies de tejidos preciosos, parecía a su lado la diosa Cipris. El esteta Petronio se esforzaba en vano por encontrar en ella los pasados encantos, y a veces se decía, encogiéndose de hombros, que aquella sombra de los Campos Elíseos no valía todas aquellas luchas, todos aquellos dolores y todos los suplicios que habían estado a punto de matar a Vinicio. Pero Vinicio no la amaba sino más, porque ahora amaba su alma y cuando velaba su sueño le parecía velar sobre el universo entero.

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