Quo Vadis?

Capítulo LXI

Capítulo LXI

Durante tres días, o mejor dicho, tres noches, nada turbó su quietud. Cuando los guardianes habían realizado su tarea cotidiana, que consistía en separar los muertos de los vivos, rotos de cansancio se tumbaban en los corredores. Entonces Vinicio se dirigía al calabozo de Ligia y no salía hasta el momento en que el alba penetraba por los barrotes del tragaluz. Ella ponía su cabeza en el pecho del joven tribuno y en voz baja ambos hablaban de amor y de muerte. Los dos, en sus pensamientos y en sus conversaciones, en sus deseos y sus esperanzas, se alejaban cada vez más de la vida. Eran como navegantes que no divisan ya la tierra dejada tras ellos y se hunden lentamente en el infinito. Los dos se transformaban poco a poco en ángeles de dolor, enamorados uno de otro, enamorados de Cristo y dispuestos a volar. Por momentos, el sufrimiento entraba como una ráfaga de viento en el corazón de Vinicio; en otras ocasiones, la esperanza brotaba en él como un relámpago, esperanza hecha de amor y de fe en la misericordia del Dios crucificado; pero cada día se separaba más de la tierra y se abandonaba a la muerte.

Cuando dejaba la prisión por la mañana, veía el mundo, la ciudad, los amigos y todas las cosas de la vida como en un sueño. Todo le parecía extraño y lejano, vano y efímero. Incluso la inminencia de los suplicios había dejado de espantarle: sentía que se podía pasar por el martirio como absorto en la meditación, con los ojos fijos en otra parte, lejos. Y los dos se creían ya sumidos en la eternidad. En las efusiones de su amor, se decían una y otra vez lo mucho que iban a quererse, cómo iban a vivir juntos allá, más allá de la tumba. Si su pensamiento se detenía alguna vez en las cosas de la tierra, intercambiaban las palabras de los viajeros que, a punto de partir para un gran viaje, hablan de los últimos preparativos. En cuanto a los demás, estaban envueltos en esa calma que envuelve dos estelas solitarias, olvidadas en algún desierto. Su único deseo era que Cristo no los separase. Pero la convicción de que los escucharía se afirmaba cada vez más en ellos, habían comenzado a amarle como el vínculo que iba a unirlos en la felicidad infinita y la paz infinita. En tierra iban despojándose del polvo terrenal, su alma se volvía pura como una lágrima. En vísperas de morir, entre la miseria y el sufrimiento, sobre aquel camastro de la cárcel, el cielo había comenzado para ellos. Ligia, salvada, santificada ya, cogiendo a Vinicio por la mano, le conducía hacia la eterna fuente de vida.

Petronio estaba asombrado al comprobar en el rostro de Vinicio una quietud cada vez mayor y una irradiación que nunca le había visto. Por momentos pensaba que Vinicio había descubierto algún nuevo medio de salvación, y lamentaba que no le hubiera revelado esa esperanza.

Sin poder contenerse más, terminó por preguntarle:

—Ahora estás completamente cambiado; no guardes secretos conmigo, porque quiero y puedo serte útil: ¿se te ha ocurrido algo, has encontrado algún medio?

—Sí, lo he encontrado —respondió Vinicio—, pero no puedes secundarme. Después de su muerte, confesaré mi fe y la seguiré.

—¿Ya no tienes esperanza?

—Al contrario: Cristo me la devolverá, y nunca nos separaremos entonces.

Petronio comenzó a caminar a lo largo del con una expresión de impaciencia y descontento; luego dijo:

—Para eso no hay ninguna necesidad de vuestro Cristo. Nuestro puede haceros ese servicio.

Vinicio sonrió con tristeza y respondió.

—No, querido. Pero tú no puedes comprender.

—No quiero ni puedo comprender —replicó Petronio—. Además, no es hora de hablar. ¿Recuerdas lo que dijiste la noche en que intentamos sacarla del ? Yo había perdido toda esperanza, pero tú cuando volvíamos dijiste: «¡A pesar de todo, creo que Cristo puede devolvérmela!». ¡Que te la devuelva!… Si arrojo una copa preciosa al mar, ninguno de nuestros dioses será capaz de devolvérmela; y si vuestro dios no se muestra solícito para agradaros, no veo por qué he de venerarlo en detrimento de los antiguos dioses.

—Él me la devolverá —dijo Vinicio.

Petronio se encogió de hombros.

—¿Sabes que mañana van a iluminar los jardines del César con los cristianos?

—¿Mañana? —repitió Vinicio.

Su corazón se encogía de angustia y espanto ante la inminencia de aquella horrible realidad. Pensó que tal vez la próxima noche sería la última que había de pasar con Ligia. Se despidió, pues, de Petronio y se dirigió apresuradamente a casa del guardián de los , para pedirle su . Le esperaba una decepción: el guardián se negó a darle su billete.

—Perdóname, señor —dijo—, he hecho por ti cuanto he podido; pero no puedo arriesgar mi vida. Esta noche van a llevar a los cristianos a los jardines del César. La cárcel estará llena de soldados y de funcionarios. Si te reconocieran, yo estaría perdido, y conmigo mis hijos.

Vinicio comprendió la inutilidad de insistir. Pero tuvo una luz de esperanza: los soldados que ya le habían visto antes tal vez le dejaran pasar sin . Llegada la noche se puso, como de costumbre, una túnica sórdida, envolvió su cabeza en una tela y se dirigió a la prisión.

Pero aquel día se comprobaban los billetes con mayor minuciosidad todavía y, para colmo de desgracia, el centurión Escevino, soldado inflexible y adicto en cuerpo y alma al César, reconoció a Vinicio.

Sin embargo, en aquel pecho acorazado de hierro había todavía una chispa de piedad por el infortunio humano, porque, en lugar de dar la alerta con un golpe de lanza sobre su escudo, llevó a Vinicio aparte y le dijo:

—Vuelve a tu casa, señor. Te he reconocido, pero me callaré para no perderte. No puedo dejarte entrar: vuelve a tu casa, y que los dioses te den la paz.

—Si no puedes dejarme entrar —preguntó Vinicio—, permíteme al menos quedarme aquí y ver a los que van a llevarse.

—Mis órdenes no se oponen a ello.

Vinicio se instaló ante la puerta y esperó la salida de los condenados. Hacia medianoche se abrió por fin la puerta para dejar pasar un torrente de hombres, de mujeres y de niños, encuadrados por destacamentos de pretorianos. La noche era muy clara, una noche de luna llena, y podían distinguirse incluso las caras de los infortunados. Avanzaban de dos en dos, en un largo y siniestro cortejo, en medio del silencio turbado únicamente por el ruido de las armaduras. Viendo su número podría creerse que se habían vaciado todos los calabozos.

Al final del cortejo, Vinicio reconoció claramente al médico Glauco, pero ni Ligia ni Urso se hallaban entre los condenados.

Download Newt

Take Quo Vadis? with you