Quo Vadis?

Capítulo XLI

Capítulo XLI

Nerón jugaba y cantaba, en honor de la «Diosa de Chipre», un himno cuyos versos y música había compuesto él. Aquel día estaba en voz, sentía que su música encantaba realmente a sus oyentes: esa convicción añadía tanta fuerza a su canto y removía tanto su alma que parecía inspirado. Al final, una sincera emoción le hizo palidecer. Por primera vez en su vida rehuyó los elogios de los asistentes. Se sentó un momento con las manos apoyadas en la cítara, la cabeza inclinada, luego se levantó de pronto y dijo:

—Estoy cansado y necesito aire. Mientras, que acuerden las cítaras.

Y se puso un pañuelo de seda al cuello.

—Venid conmigo —les dijo a Petronio y a Vinicio sentados en un rincón de la sala—. Tú, Vinicio, dame el brazo, que las fuerzas me fallan; Petronio va a hablarme de música.

Salieron a la terraza del palacio, sobre cuyas losas de mármol habían esparcido azafrán.

—Aquí se respira mejor —dijo Nerón—. Mi alma está confusa y triste, aunque estoy convencido de que con lo que os he cantado como ensayo, podría presentarme en público y obtener un triunfo que nadie ha conocido en Roma.

—Puedes presentarte aquí, en Roma y en Acaya. Te he admirado con todo mi corazón y con toda mi razón, divino —afirmó Petronio.

—Lo sé. Eres demasiado perezoso para forzarte a los elogios. Eres sincero, como Tulio Senecio; pero tú entiendes más que él. Dime, ¿qué piensas de la música?

—Cuando oigo una poesía, cuando miro una cuadriga conducida por ti en el circo, o una hermosa estatua, un templo magnífico o un cuadro, siento que abarco en su conjunto lo que veo, y mi admiración encierra todos los goces que tales cosas pueden proporcionar. Pero cuando oigo la música, sobre todo la tuya, entonces se abren para mí nuevas bellezas y nuevos goces. Los persigo, los cojo; pero antes de que pueda poseerlos, llegan otros y otros, como las olas del mar llegando del infinito. Compararía la música con el mar. Estamos en una orilla y distinguimos a lo lejos, aunque nos sea imposible verla, la otra orilla.

—¡Ah, qué conocedor tan profundo eres! —dijo Nerón.

Callaron y por un momento el roce leve del azafrán bajo sus pasos fue lo único que turbó el silencio del paseo.

—Has traducido mi propio pensamiento —dijo por fin Nerón—, y es porque en toda Roma tú eres el único que sabe comprenderme. Sí, así es como también yo pienso en la música. Cuando toco y canto, vislumbro cosas cuya existencia ignoraba en mi imperio y en el universo. Soy el César y el mundo me pertenece: lo puedo todo. Y sin embargo la música me hace descubrir nuevos reinos, montañas y mares nuevos y goces nunca experimentados. No sé ni nombrarlos, ni definirlos, pero los siento. Siento a los dioses, veo el Olimpo. Un soplo del más allá me acaricia. A través de una bruma distingo masas incomensurables y, al mismo tiempo, luminosas como la salida del sol… Todo el vibra a mi alrededor, y te diré… (y en este punto la voz de Nerón tembló, sorprendido), que yo, César y dios, me encuentro en ese instante más ínfimo que un grano de polvo. ¿Puedes creerlo?

—Sí, sólo los grandes artistas pueden sentirse pequeños ante el Arte…

—Es la noche de las confidencias, te abro, pues, mi alma como a un amigo, y te diré más… ¿Me crees ciego o privado de razón? ¿Crees que ignoro las inscripciones que me injurian sobre las paredes de Roma llamándome asesino de mi madre, asesino de mi mujer…, calificándome de monstruo y de verdugo, porque Tigelino ha obtenido de mí algunas condenas a muerte contra mis enemigos?… Sí, querido, me tienen por un monstruo, ya lo sé… Se ha difundido la fábula de la crueldad hasta el punto de que yo mismo llego a preguntarme si no soy cruel… Pero no comprenden que a veces los actos de un hombre son crueles cuando él no lo es. Nadie creerá, tal vez ni tú siquiera, querido, que, en los instantes en que la música acuna mi alma, me siento tan bien como un niño en su cuna. Te lo juro por las estrellas que resplandecen sobre nuestras cabezas, te digo la pura verdad: los hombres ignoran la bondad que hay en el fondo de este corazón y los tesoros que descubro en él cuando la música me abre sus puertas.

No dudando que en aquel instante Nerón era sincero y que la música podía provocar realmente la manifestación de sentimientos nobles en él, ahogados bajo una montaña de egoísmo, de desenfreno y de crímenes, Petronio respondió:

—Hay que conocerte tanto como yo te conozco. Roma no ha sabido apreciarte.

El César, apoyándose más en el hombro de Vinicio, y como si se plegara bajo el peso de la injusticia, continuó:

—Según Tigelino, en el Senado dicen que Diodoro y Terpnos tocan la cítara mejor que yo. ¡Hasta eso quieren negarme! Pero tú, que siempre dices la verdad, responde con franqueza: ¿tocan mejor o tan bien como yo?

—De ningún modo. Tú tocas con más delicadeza y al mismo tiempo con más vigor. En ti se ve al artista, en ellos a hábiles artesanos. ¡Es evidente! Su música pone de relieve el valor de la tuya.

—¡Si es así, que vivan! Jamás sospecharán el favor que acabas de hacerles. Además, si los condeno, tendría que sustituirlos.

—Y luego dirían que por amor a la música exterminas la música en el imperio. ¡Nunca hagas perecer el arte por el arte, oh divino!

—¡Qué poco te pareces a Tigelino! —observó Nerón—. Pero, mira, soy un artista en todo, y de la misma manera que la música me abre horizontes al infinito que ni siquiera sospechaba, comarcas que no poseo, goces y dichas que no sentía, tampoco puedo vivir con una vida ordinaria. La música me dice que lo sobrenatural existe, y entonces lo busco, desplegando todo el poder que los dioses me han dado. A veces me parece que, para alcanzar esas regiones olímpicas, tengo que realizar cosas que nunca hombre alguno ha realizado, elevarme por encima del nivel humano, en el bien o en el mal. Sé que me acusan de cometer locuras. No cometo locuras, me limito a buscar, e incluso cuando deliro es de hastío y rabia por no encontrar. Yo busco, ¿comprendes? Por eso quiero ser más que un hombre, y como artista seré más que un hombre.

Bajó la voz para que Vinicio no pudiera oírle, y acercando sus labios al oído de Petronio, murmuró:

—Para hablarte con franqueza, ¿sabes por qué condené a muerte a mi madre y a mi mujer? En los umbrales del mundo ignorado, quise hacer el mayor sacrificio que hombre alguno puede hacer. Creí que algo insólito se produciría, que se abriría para mí alguna puerta a lo desconocido, que eso asombraría o aterrorizaría a la razón humana a condición de que fuera grande y extraordinario… Pero tal sacrificio no ha bastado. Para que se abran las puertas del empíreo, sería preciso algo más grande todavía. ¡Que venga lo que el destino quiera!

—¿Qué quieres hacer?

—Ya lo verás, ya lo verás, antes de lo que te imaginas. Mientras, debes saber que hay dos Nerones: el que conocen los hombres; el otro, el artista, únicamente lo conoces tú; es el que mata como la Muerte y delira como Baco, pero porque le repugnan la trivialidad y la nulidad de la vida vulgar, y porque querría hacerlas desaparecer aunque tuviera que recurrir al acero y la llama… ¡Oh, cuán sosa será la vida cuando yo desaparezca!… Nadie, ni siquiera tú, amigo, sabe qué artista hay en mí. Por eso sufro, y te lo digo sinceramente, porque a veces mi alma está tan triste como esos cipreses que se perfilan ante nosotros. ¡Qué gran peso para un hombre soportar a la vez el peso del poder supremo y el peso del talento supremo!…

—Compadezco tus penas con todo mi corazón, César, y conmigo se compadecen las tierras y los mares, y también Vinicio, que te rinde culto en el fondo de su alma.

—Siempre le he apreciado yo también —respondió Nerón—, aunque sirva a Marte y no a las Musas.

—Es ante todo servidor de Afrodita —replicó Petronio.

Y bruscamente decidió resolver el asunto de su sobrino, al mismo tiempo que alejaba de su cabeza los peligros que pudieran amenazarlo.

—Está enamorado —dijo—, tanto como Troilo lo estuvo de Criseida. Permítele, señor, volver a Roma: si no, se nos morirá. ¿Sabes que la rehén ligia que le diste ha sido encontrada, y que Vinicio, al venir a Ancio, la ha dejado bajo la protección de un tal Lino? No te he hablado antes de ello porque estabas componiendo tu himno, que importaba más que cualquier otra cosa. Vinicio quería hacer de ella su amante; pero como ella se ha mostrado tan virtuosa como Lucrecia, él se ha enamorado de su virtud y desea desposarla. Como es hija de rey, el enlace no es desigual. Pero como verdadero guerrero, suspira, languidece, gime, y espera la autorización de su emperador.

—El emperador no escoge las esposas de sus soldados. ¿Para qué necesita mi autorización?

—Ya te he dicho, señor, que te rinde culto.

—Por tanto puede estar completamente seguro de la autorización. Es una muchacha hermosa, aunque de caderas estrechas. Augusta Popea se quejó de ella, acusándola de haber echado un maleficio sobre nuestra hija en los jardines del Palatino…

—Pero ya le demostré yo a Tigelino que los sortilegios no pueden alcanzar a las divinidades. Recuerda, divino, que tú mismo gritaste

—Lo recuerdo.

Y volviéndose hacia Vinicio, le preguntó:

—¿La amas tanto como dice Petronio?

—La amo, señor.

—Pues bien, te ordeno que mañana vayas a Roma, la desposes y no reaparezcas ante mí si no es con el anillo nupcial.

—Gracias, señor, desde el fondo de mi corazón y de mi alma, gracias.

—¡Qué dulce es hacer felices a las personas! —dijo el César—. ¡Ay, si pudiera no hacer otra cosa en toda mi vida!

—Concédenos otra gracia más, divino —dijo Petronio—, y expresa tu voluntad ante la Augusta. Vinicio no osaría desposar a una mujer que resulta antipática a la Augusta; pero tú, señor, disiparás con una palabra toda prevención, declarando que es por orden tuya.

—De acuerdo. No podría negaros nada a ti o a Vinicio —dijo el César.

Y volvió a la villa, donde ambos le siguieron contentos por el éxito. Vinicio debía contenerse para no saltar al cuello de Petronio. Le parecía que ahora quedaban apartados para siempre todos los peligros y obstáculos.

En el , el joven Nerva y Tulio Senecio hablaban con la Augusta. Terpnos y Diodoro acordaban las cítaras. Al volver, Nerón se sentó en un sillón incrustado de carey, murmuró algunas palabras al oído de un joven efebo, y esperó.

El efebo regresó al punto con un cofrecillo de oro. Nerón sacó de él un collar de gruesos ópalos y dijo:

—¡Joyas dignas de esta noche!

—El alba se refleja en ellas —aprobó Popea, convencida de que el collar le estaba destinado.

Durante un momento el César jugó con las piedras rosáceas.

—Vinicio —dijo luego—, ofrecerás de mi parte este collar a la princesa ligia, a la que te ordeno que desposes.

La mirada de Popea, furiosa y estupefacta, fue del César a Vinicio, para posarse finalmente en Petronio. Pero éste, inclinado y sin prestar atención a lo que ocurría, parecía estudiar concienzudamente, acariciando la madera con la mano, la curvatura de un arpa.

Cuando Vinicio dio las gracias por el regalo, se acercó a Petronio:

—¿Cómo probarte mi agradecimiento por lo que has hecho hoy por mí?

—Ofrécele a Euterpe una pareja de cisnes, prodiga tus alabanzas al canto del César, y ríete de los presagios. Espero que el rugido de los leones no turbe más tu sueño, ni el de tu lirio ligio.

—No, ahora ya estoy tranquilo —respondió Vinicio.

—Que la Fortuna os sea favorable. Pero atiende: el César vuelve a coger la forminga. Suspende tu respiración, escucha y derrama lágrimas.

En efecto, Nerón se había levantado con la forminga en la mano y los ojos clavados en el cielo. Las conversaciones habían cesado; todos los oyentes permanecían inmóviles, como petrificados. Únicamente Terpnos y Diodoro, que debían acompañar al César, se miraban o miraban sus labios, esperando las primeras notas del canto.

De pronto, en el vestíbulo se oyó barullo, gritos; cuando se alzó la colgadura apareció Faón, el liberto del emperador, seguido del cónsul Lecanio.

Nerón frunció el ceño.

—Perdón, divino emperador —dijo Faón jadeando—. Roma arde. La mayor parte de la ciudad está ardiendo…

Todos los reunidos se levantaron inmediatamente. Nerón dejó la forminga y exclamó:

—¡Dioses!… Así veré una ciudad ardiendo y acabaré mi .

Luego, dirigiéndose al cónsul:

—¿Crees que saliendo ahora mismo puedo llegar a tiempo de ver el incendio?

—Señor —respondió el cónsul, pálido como una sábana—, la ciudad no es más que un mar de fuego, los habitantes se ahogan de humo, caen asfixiados, o enloquecidos se arrojan a las llamas. Roma está perdida, señor.

Se hizo un silencio, que cortó la exclamación de Vinicio:

Y el joven, arrojando la toga a un lado, salió corriendo de palacio.

Alzando los brazos al cielo, Nerón exclamó:

—¡Ay de ti, sagrada ciudad de Príamo!…

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