Capítulo LXIX
Capítulo LXIX
La noticia de la milagrosa liberación de Ligia se había difundido rápidamente entre los supervivientes de la comunidad cristiana. Los fieles acudieron para ver a aquella a quien la gracia de Cristo había favorecido de forma tan evidente: fueron primero el joven Nazario y Myriam, en cuya casa se escondía todavía el apóstol. Luego vinieron más. Vinicio, Ligia, los esclavos cristianos de Petronio, y los visitantes, todos escuchaban con fervor el relato de Urso sobre la voz que se había elevado en su alma y le había ordenado combatir a la fiera. Y los fieles volvían a sus refugios con la esperanza de que Cristo no permitiría su exterminio completo antes de que Él mismo llegase para el juicio final. Esta esperanza fortalecía sus corazones, porque las persecuciones no cesaban. Cuando la voz popular señalaba a un cristiano, era detenido y encarcelado inmediatamente. Las víctimas eran menos numerosas, cierto, porque los fieles de Cristo ya habían sido prendidos y martirizados en su mayoría. Muchos otros habían abandonado Roma para esperar en provincias el fin de la tormenta; los que se habían quedado permanecían cuidadosamente escondidos, y no se atrevían a reunirse para el rezo común más que en los , fuera de la ciudad. No obstante, seguían vigilándolos, y aunque los actuales juegos hubieran terminado, los reservaban para los próximos. El pueblo no creía ya que fueran los incendiarios, pero el edicto que los declaraba enemigos del género humano y del imperio no por ello dejaba de tener fuerza de ley.
Durante mucho tiempo el apóstol Pedro no se había atrevido a aparecer por casa de Petronio; pero una noche Nazario anunció su llegada. Ligia, que comenzaba a poder caminar, fue a su encuentro con Vinicio, y los dos se arrojaron a sus pies. Él volvía a verlos con una emoción mayor porque del rebaño que Cristo le había confiado quedaban muy pocas ovejas, y su gran corazón lloraba sobre su destino. Cuando Vinicio le dijo: «¡Señor, gracias a ti el Redentor me la ha devuelto!», el apóstol respondió: «Te la ha devuelto por tu fe, y también para que no quedaran mudos para siempre los labios que confesaban su nombre». Y al decir esto pensaba en los millares de hijos suyos desgarrados por las fieras, en las cruces que habían llenado la arena, en los postes incendiados en los jardines de la «Bestia», como llamaba al César con inmensa piedad.
Vinicio y Ligia observaron que sus cabellos se habían vuelto completamente canos, que su cuerpo estaba curvado y que sus rasgos reflejaban tanta aflicción y sufrimiento que también él parecía haber atravesado todos los suplicios y todos los martirios que Nerón había infligido a los millares de víctimas de su furor y de su locura. Ambos comprendían que, puesto que Cristo mismo se había sometido al suplicio y a la muerte, nadie podía sustraerse a ella. Pero su corazón se desgarraba al ver al apóstol, curvado bajo el peso de los años, de la pena y del dolor. Por eso Vinicio, que pensaba llevar dentro de pocos días a Ligia a Nápoles, donde debían encontrarse con Pomponia para dirigirse juntos a Sicilia, le rogó que se fuera con ellos.
El apóstol puso la mano sobre la cabeza del tribuno y respondió:
—Todavía resuenan en mis oídos las palabras que me dijo el Señor a orillas del lago Tiberíades: «Cuando eras joven, tú mismo te ponías tu cinturón e ibas donde te placía; cuando envejezcas, levantarás los brazos, y otros te pondrán el cinturón y te llevarán donde no quieras». Por eso debo seguir a mi rebaño.
Ellos callaban sin comprender sus palabras. Entonces, él continuó:
—Mi tarea toca a su fin; pero no encontraré la hospitalidad y el reposo más que en la casa del Señor.
Luego, dirigiéndose a ambos:
—Acordaos de mí, porque os he amado como un padre ama a sus hijos, y todo lo que hagáis en la vida, hacedlo para gloria del Señor.
Y extendiendo sobre sus cabezas sus temblorosas manos, los bendijo. Ellos se apretaban contra él, pensando que sin duda era la última bendición que debían recibir de aquellas manos.
Pero todavía debían verle. Algunos días más tarde, Petronio trajo del Palatino noticias alarmantes. Habían descubierto que uno de los libertos del César era cristiano, y en su casa habían cogido cartas de los apóstoles Pedro y Pablo de Tarso, así como de Santiago, de Judas y de Juan. Tigelino se había enterado de la estancia de Pedro en Roma, pero había imaginado que el apóstol había perecido con los millares de cristianos muertos. Y ahora sabía no sólo que los dos jefes de la nueva religión vivían, sino que estaban en la ciudad misma. Por eso había decidido cogerlos a cualquier precio; con ellos se extirparían las raíces de la secta maldita. Petronio había sabido por Vestino que el César en persona había lanzado un edicto ordenando detener a Pedro y Pablo en tres días y encerrarlos en la cárcel Mamertina. Con ese motivo habían enviado destacamentos enteros de pretorianos a registrar todas las casas del Transtíber.
Vinicio decidió ir inmediatamente a avisar al apóstol. Aquella misma noche, él y Urso, vestidos con unos mantos galos que les tapaban el rostro, se dirigieron a casa de Myriam, donde vivía Pedro. Era al final del Transtíber, al pie de la colina del Janículo. En el camino vieron otras casas rodeadas por los soldados, guiadas por personas desconocidas. Toda aquella parte de la ciudad estaba revuelta y aquí y allá se arremolinaban grupos de curiosos. Los centuriones prendían a algunas personas y las interrogaban sobre Simón y Pedro y sobre Pablo de Tarso.
Urso y Vinicio, adelantándose a los soldados, llegaron sin problemas a la casa de Myriam, donde encontraron a Pedro rodeado de un puñado de fieles. Timoteo, el compañero de Pablo, y Lino, estaban sentados al lado del apóstol.
Al enterarse del peligro que los amenazaba, Nazario los condujo al punto a las canteras abandonadas, situadas a varios centenares de pasos de la puerta del Janículo. Urso llevaba a Lino, a quien los torturadores le habían machacado los huesos. En las catacumbas se sintieron por fin a salvo, y a la luz de una antorcha encendida por Nazario, comenzaron a meditar en los medios de salvar al apóstol, cuya vida era la más preciosa de todas.
—Señor —le decía Vinicio—, que Nazario te lleve mañana, al alba, hacia los montes Albanos. Nosotros saldremos a tu encuentro y te llevaremos a Ancio donde está el navío en que Ligia y yo debemos ir a Nápoles primero y luego a Sicilia. ¡Bendito sea el día y la hora en que pases el umbral de mi casa y tomes asiento en mi hogar!
Los demás le escuchaban con alegría y presionaban al apóstol para que aceptase.
—Escóndete, maestro, porque no puedes seguir en Roma. Conservarás viva la verdad, para que no perezca contigo y con nosotros. Te lo pedimos como a nuestro padre.
—¡Hazlo en nombre de Cristo! —suplicaban otros agarrándose a sus ropas.
Él respondió:
—Hijos míos, ¿quién de nosotros sabe cuándo ha fijado el límite de su vida el Señor?
Pero no decía que no abandonaría Roma porque, desde hace algún tiempo, en su alma se habían deslizado la incertidumbre y la ansiedad. Su rebaño se había dispersado, su obra estaba aniquilada y la Iglesia, que antes del incendio se desarrollaba como un árbol espléndido, había sido reducida a polvo por la fuerza de la «Bestia». No quedaba otra cosa que lágrimas y recuerdos de tortura y de muerte. La semilla había dado un fruto abundante, pero Satán había pisoteado la cosecha. Las legiones celestes no habían acudido en ayuda de los que perecían, y Nerón reinaba en medio de su gloria, espantoso, más poderoso que nunca, amo de todos los mares y de todos los continentes.
A menudo, el pescador del Señor había tendido los brazos al cielo en la soledad diciéndose: «¡Señor!, ¿qué debo hacer? ¿Cómo me mantendré aquí? ¿Cómo, débil viejo, lucharé contra el inagotable poder del mal al que Tú has permitido reinar y vencer?». Y desde el fondo de su dolor le invocaba: «Los corderos que me habías confiado han perecido. Tu Iglesia ya no existe. La soledad y el luto reinan en tu ciudad. ¿Qué mandas Tú en este día? ¿Tengo que seguir aquí, o bien llevar los desechos de tu rebaño al otro lado de los mares, a fin de que allí podamos glorificar tu nombre?».
Y vacilaba. Tenía fe en que la verdad viva no perecería y que debía vencer. Pero a veces pensaba que la hora de la victoria no llegaría sino el día en que el Señor descendiese sobre la tierra, el día del juicio, en su gloria y en todo su poder. Con frecuencia le parecía que si él dejaba Roma, los fieles le seguirían; entonces los llevaría lejos, muy lejos, hacia los bosques sombreados de Galilea, hacia el calmo espejo del lago Tiberíades, hacia los pastores, dulces como las palomas, mansos como sus corderos, que allí los apacientan, en medio de ajedreas y nardos. Y cada vez aspiraba más al reposo y a la paz; con todo su corazón de pescador sencillo, pensaba nostálgico en el lago y en Galilea, y las lágrimas velaban sus ojos a menudo.
Pero cuando tenía que tomar una decisión, la angustia se apoderaba de él. ¿Cómo abandonar aquella ciudad cuyo suelo estaba impregnado por la sangre de tantos mártires, donde tantos labios agonizantes habían dado testimonio de la verdad? ¿Debía alejar él solo aquel cáliz de sus labios? ¿Y qué respondería al Señor cuando oyera estas palabras: «¡Ésos murieron por su fe, y tú huiste!»?
La ansiedad devoraba sus días y sus noches. Los otros, los que habían sido desgarrados por los leones, clavados a las cruces, quemados en los jardines del César, dormían después de su suplicio en el seno del Señor. Él no podía dormir, y su tormento era más terrible que todos los inventados por los verdugos. A menudo la aurora blanqueaba los tejados mientras él todavía clamaba desde el fondo de su corazón entristecido:
—Señor, ¿por qué me ordenaste venir a esta ciudad y fundar tu ciudad en la camada de la «Bestia»?
Desde hacía treinta y cuatro años, desde la muerte del Maestro, no había conocido el reposo. Con el bastón de peregrino en la mano había recorrido el mundo para anunciar «la buena nueva». Sus fuerzas se habían agotado en los viajes y en la tarea; y cuando por fin, en aquella ciudad que era la cabeza del mundo, había edificado la obra del Maestro, el aliento abrasado del mal había consumido su cosecha. A un lado, el César, el Senado, el pueblo, las legiones rodeando con un anillo de hierro el mundo entero, ciudades innumerables, innumerables territorios, un poder tal como nunca la vista humana había contemplado otro semejante; y al otro, él, tan curvado por la edad y por la tarea que sus manos temblorosas apenas si podían levantar su bastón de viajero.
Y se decía que no le correspondía a él medirse con el César de Roma, y que sólo Cristo podía realizar tal obra.
Todos estos pensamientos chocaban en su cabeza, mientras él escuchaba las exhortaciones del último puñado de fieles. Y ellos, rodeándole en un círculo cada vez más estrecho, le repetían con voz suplicante:
—Escóndete, maestro, y sálvenos del poder de la «Bestia».
Finalmente, Lino inclinó ante él su cabeza torturada:
—Maestro —observó—, el Salvador te dijo: «¡Apacienta mis corderos!». Pero ya no hay corderos, o serán exterminados mañana. Vuelve allí donde puedas encontrarlos. La palabra divina todavía está viva en Jerusalén, en Antioquia, en Éfeso y en las demás ciudades. ¿Por qué seguir en Roma? Si mueres, no harás otra cosa que aumentar el triunfo de la «Bestia». A Juan, el Señor no le señaló límite de vida; Pablo es ciudadano romano y no pueden matarlo sin juicio. Pero si la fuerza infernal se abate sobre ti, maestro, entonces aquellos cuyo corazón ya se ha conmovido, dirán: «¿Quién está por encima de Nerón?». Tú eres la piedra sobre la que está edificada la Iglesia de Dios. Déjanos morir, pero no permitas al Anticristo que venza al Vicario de Dios y no vuelvas antes de que Dios haya aniquilado al que ha hecho correr la sangre de las víctimas.
—Miras nuestras lágrimas —dijeron todos.
También las lágrimas bañaban el rostro de Pedro. Se levantó, extendió las manos sobre los fieles arrodillados y dijo:
—¡Sea glorificado el nombre del Señor! ¡Hágase su voluntad!