Quo Vadis?

Capítulo IV

Capítulo IV

Petronio cumplió su promesa.

Al día siguiente de su visita a Crisotemis durmió durante toda la jornada, cierto, pero por la noche se hizo trasladar al Palatino, y, de una entrevista confidencial que había tenido con Nerón, resultó que, tres días más tarde, un centurión seguido por un pelotón de pretorianos se presentó ante las puertas de Plaucio.

Los tiempos eran duros y llenos de incertidumbre. A menudo esta clase de enviados eran mensajeros de muerte. Por eso, cuando el centurión golpeó con el mazo la puerta de Aulo, y el vigilante del anunció la presencia de soldados en el vestíbulo, el temor se apoderó de toda la casa. Al punto toda la familia rodeó al viejo jefe, porque nadie dudaba que él era el amenazado. Pomponia, con los brazos enlazados al cuello de su marido, se estrechaba contra él, mientras de sus labios amoratados y estremecidos escapaban palabras ininteligibles; Ligia, con el rostro pálido como una sábana, le besaba las manos; el pequeño Aulo se agarraba a su toga. De los corredores, de las cámaras superiores reservadas a los sirvientes, de la cocina, de los baños, del sótano, de la casa entera salían en tropel esclavos de los dos sexos.

— —se oía de todos lados. Las mujeres sollozaban; algunas ya habían empezado a lacerarse la cara o se cubrían la cabeza con el velo.

Acostumbrado hacía muchos años a arrostrar la muerte de frente, sólo el viejo jefe permanecía impasible; su breve cara de águila estaba como petrificada. Un instante después de hacer que cesaran los gritos y ordenar a los servidores dispersarse, dijo:

—Deja, Pomponia; si ha llegado mi fin, ya tendremos tiempo de despedirnos.

Cuando él la apartaba suavemente, Pomponia exclamó:

—¡Ojalá Dios haga que tu destino sea también el mío, Aulo!

Luego, cayendo de rodillas, se puso a rezar con ese fervor que sólo puede dar el temor que se siente por un ser querido.

Aulo se dirigió al , donde le esperaba el centurión. Era el viejo Cayo Hasta, su subalterno de antaño durante las guerras de Britania.

—¡Salud, jefe! —le dijo éste—. Te traigo de parte del César una orden y un saludo; aquí tienes las tablillas y el sello que garantizan que vengo en su nombre.

—Agradezco al César su saludo y cumpliré sus órdenes —respondió Aulo—. Salud, Hasta; dime tu mensaje.

—Aulo Plaucio —dijo Hasta—, el César ha sabido de la presencia en tu casa de la hija del rey de los ligios, entregada por éste, en vida del divino Claudio, a manos de los romanos como prenda de que los ligios nunca franquearían los límites del imperio. El divino Nerón te agradece, oh jefe, la hospitalidad que hace tanto tiempo das a esa joven; pero, no queriendo imponerte por más tiempo esa carga, y considerando que como rehén debe ser tomada bajo la protección del César mismo y del Senado, te ordena que me la entregues.

Aulo era demasiado soldado y su temple demasiado fuerte para oponer a aquella orden las vanas palabras de la pena o de la crítica. Sin embargo, una arruga de cólera y de dolor surcó su frente. En otro tiempo, aquel gesto de ceño hacía temblar a las legiones de Britania; incluso en aquel momento el rostro de Hasta palideció de espanto. Pero Aulo Plaucio estaba desarmado ante la voluntad imperial. Examinó las tablillas, el sello, y luego, mirando al viejo centurión, dijo recuperándose:

—Espera en el , Hasta, donde se te entregará la rehén.

Tras estas palabras se dirigió al otro extremo de la casa, al , donde Pomponia Grecina, Ligia y el pequeño Aulo le esperaban temblando de inquietud y de espanto.

—Nadie está amenazado de muerte, ni de destierro a lejanas islas —dijo—. Ello no impide que el enviado del César sea un mensajero de desgracia. Se trata de ti, Ligia.

—¿De Ligia? —exclamó Pomponia sorprendida.

—¡Sí! —confirmó Aulo.

Y vuelto hacia la joven, le dijo:

—Ligia, has sido educada en nuestra casa como nuestra propia hija, y Pomponia y yo te amamos como si lo fueras. Pero sabes que realmente no lo eres; entregada a Roma por tu nación como rehén, es al César a quien corresponde velar por ti. Y el César te retira de nuestra casa.

El jefe parecía tranquilo, pero hablaba con una voz extraña, no habitual. Batiendo los párpados, Ligia le oía sin parecer comprender sus palabras; las mejillas de Pomponia palidecieron.

De nuevo aparecieron en la puerta del corredor que llevaba al las caras aterrorizadas de los esclavos.

—La voluntad del César debe obedecerse —dijo Aulo.

—¡Aulo! —exclamó Pomponia, estrechando a la muchacha entre sus brazos como para defenderla—. Sabes que más le valdría la muerte.

Ligia, apretándose contra ella, repetía: «¡Madre, madre!», únicas palabras que pudo expresar entre sollozos. Sobre el rostro de Aulo volvió a dibujarse la rabia y el dolor.

—Si estuviera solo en el mundo —dijo con voz sombría—, no la entregaría viva, y mis allegados podrían llevar hoy mismo ofrendas a «Júpiter liberador»… Pero no tengo derecho a causar vuestra perdición, la tuya y la de nuestro hijo, que tal vez vea tiempos mejores algún día. Iré a ver a César, a suplicarle que revoque su orden. ¿Me escuchará? No lo sé. Mientras tanto, adiós, Ligia; has de saber que Pomponia y yo bendecimos el día en que por primera vez te sentaste en nuestro hogar.

Tras estas palabras, le impuso las manos; pero, pese a todos sus esfuerzos por conservar la calma, cuando la vio volver hacia él sus ojos inundados de lágrimas, cuando sintió que le cogía la mano y la besaba con sus labios, su voz empezó a temblar con un dolor inmenso, el dolor de un padre.

—¡Adiós, alegría y luz de nuestros ojos! —murmuró.

Y volvió deprisa al para no dejarse dominar por una emoción indigna de un romano y de un jefe.

Mientras tanto, Pomponia llevaba a Ligia al , y allí se esforzaba por tranquilizarla, por consolarla, por inspirarle ánimo con palabras que sonaban de forma extraña en aquella casa donde, muy cerca, en la habitación contigua, se alzaban el y el altar sobre el que Aulo Plaucio, respetuoso de las costumbres, consagraba ofrendas a los dioses domésticos. Había llegado el tiempo de las pruebas. Antiguamente, Virginio había traspasado el pecho de su propia hija para que no cayese en manos de Apio; en un tiempo más remoto, Lucrecia había hecho sacrificio voluntario de su vida para escapar a la vergüenza. Y la casa del César era el antro del desenfreno, del vicio y del crimen. «Pero a nosotras. Ligia, y sabemos el motivo, no nos está permitido alzar la mano sobre nosotras…». Así era. Aquella ley a la que las dos se sometían era distinta, más grande, más santa. Sin embargo, esa ley permitía defenderse del mal, de la vergüenza, aunque tal defensa hubiera de ser pagada con la vida y entrañar el suplicio. Salir pura del antro de corrupción era adquirir méritos. La tierra era aquel antro; pero, afortunadamente, la vida no duraba más que un abrir y cerrar de ojos y la resurrección comenzaba al salir de la tumba, donde ya no reina Nerón, sino la Misericordia, donde el dolor cede sitio al gozo y los llantos a la alegría.

Luego Pomponia se puso a hablar de sí misma:

Sí, estaba serena, pero en su corazón también había heridas dolorosas. Los ojos de Aulo aún estaban cubiertos por una venda: el chorro de luz no había llegado hasta él. Tampoco podía educar a su hijo en la verdad. Podía ocurrir que todo siguiera igual hasta el fin de su vida, podía llegar la hora de una separación mucho más larga y terrible que la que ambas sufrían en aquel momento, y, cuando pensaba en ello, le resultaba imposible concebir siquiera cómo podría ser feliz sin ellos, aunque fuera en el cielo. Había pasado muchas noches llorando y rezando, implorando la gracia y la misericordia divinas. Pero ofrecía su sufrimiento a Dios y esperaba confiada. Hoy mismo, cuando un nuevo golpe había llegado para herirla, cuando la orden de un tirano le privaba de un ser querido, aquella a la que Aulo llamaba luz de sus ojos seguía confiando a pesar de todo, creía en una fuerza mayor todavía que la de Nerón, en una Misericordia más poderosa que su maldad.

De nuevo estrechó contra su pecho la cabeza de la joven; y ésta, de rodillas, con los ojos ocultos en los pliegues del de Pomponia, permaneció largo tiempo callada; no alzó su rostro sino para mostrarlo más sereno:

—Sufro al dejarte, madre, al dejar a mi padre y a mi hermano; pero sé que resistir no serviría de nada y con ello os perdería a todos. Por lo menos te prometo que nunca olvidaré tus palabras en casa del César.

Rodeó de nuevo con sus brazos el cuello de su madre y ambas entraron en el , donde se despidió del joven Plaucio, del viejo esclavo griego que había sido preceptor de ambos, de la doncella que la había educado, y de todos los esclavos.

Uno de estos últimos, un ligio de hombros poderosos, conocido en la casa por el nombre de Urso y que en otro tiempo había acompañado al campamento de los romanos, junto con otros servidores, a Ligia y a su madre, cayó a sus pies y luego se arrodilló ante Pomponia diciendo:

—¡Oh, ! Permite que siga a mi ama, para servirla y velar por ella en la casa del César.

—Tú eres servidor de Ligia, no nuestro —respondió Pomponia Grecina—; pero ¿te dejarán franquear la puerta del César?… ¿Cómo velarás por ella?

—No lo sé, ; lo que sí sé es que el hierro se rompe entre mis manos como madera…

Volvió Aulo Plaucio y, lejos de oponerse al deseo de Urso, declaró que no tenía derecho alguno a retenerlo. Obligados a enviar a Ligia como un rehén reclamado por el emperador, también debían despachar a todo su séquito, que pasaba, junto con ella, a protección de César. Y en voz baja le dijo a Pomponia que, so pretexto de dar un séquito a la muchacha, podían añadirle tantas esclavas como creyesen conveniente: el centurión no podía negarse a tomarlas.

Para Ligia era un consuelo; por su parte Pomponia estaba contenta de rodearla de servidores elegidos por ella. Por eso, además de Urso, le añadió su antigua camarera, dos hábiles peinadoras de Chipre, y dos muchachas de Germania que servían en los baños.

Limitó de modo estricto su elección a adeptos de la nueva doctrina: el mismo Urso la profesaba desde hacía varios años. Pomponia no sólo podía contar con su fidelidad, sino jactarse de que, de este modo, la buena semilla quedaba plantada en la casa misma del César.

También escribió a Acte, la liberta de Nerón, para poner a Ligia bajo su protección. A decir verdad, Pomponia nunca la había encontrado en las reuniones de adeptos de la nueva doctrina, pero había oído decir que nunca les negaba su apoyo y que leía con avidez las cartas de Pablo de Tarso. Sabía también que la joven liberta vivía en tristeza perpetua, que era de carácter muy distinto al del resto de las mujeres de la casa de Nerón y que, por regla general, era el genio bueno del palacio.

Hasta se encargó de llevar en persona la carta para Acte. Además, le pareció natural que una hija de rey tuviera servidores en su séquito y no puso ninguna dificultad para conducirlos a palacio; se sorprendió incluso de que fueran tan pocos. Sin embargo, aceleró la partida para evitar que le reprocharan falta de celo en la ejecución de las órdenes.

Había llegado el momento de separarse. Los ojos de Pomponia y de Ligia se llenaron de lágrimas. Por última vez Aulo impuso las manos sobre la cabeza de la joven; luego, acompañados por los gritos del pequeño Aulo que quería defender a su hermana y amenazaba al centurión con sus puños de niño, los soldados se llevaron a Ligia hacia la casa del César.

El viejo jefe mandó disponer una litera y, mientras tanto, se encerró con Pomponia en la , contigua al .

—Escúchame, Pomponia —le dijo—, voy a casa del César aunque me parece que la gestión ha de ser inútil. Aunque la palabra de Séneca tenga poco peso para él, iré también a casa de Séneca. En estos momentos toda la influencia depende de Sofonio, Tigelino, Petronio o Vatinio… En cuanto al César, tal vez no haya oído hablar nunca de los ligios; si ha exigido que le entreguen a Ligia como huésped, ha sido por incitación de alguien; y es fácil adivinar de quién se trata.

Pomponia alzó bruscamente los ojos hacia él.

—¿Petronio?

—Sí.

Tras un silencio, Aulo continuó:

—Hay que esperar algo parecido cuando se permite que uno de esos seres sin honor ni conciencia franquee el umbral de tu morada. ¡Maldito sea el instante en que Vinicio entró bajo nuestro techo! Él ha sido quien nos trajo a Petronio. ¡Pobre Ligia, porque lo que ellos quieren no es un rehén, sino una concubina!

La cólera, una rabia impotente, el dolor de verse arrebatar a su hija adoptiva, volvían su palabra más silbante todavía que de costumbre. Y sólo sus puños crispados mostraban la violencia del combate que en él se libraba.

—Hasta el día de hoy he honrado a los dioses —dijo—. Pero en este momento creo que encima de nosotros no hay más que un solo, malvado y furioso monstruo, que se llama Nerón.

—¡Aulo! —exclamó Pomponia—. Ante Dios, Nerón no es más que un puñado de vil polvo.

Aulo se puso a recorrer el mosaico de la pinacoteca a zancadas. Su vida había estado marcada por grandes acciones, pero no por grandes desgracias: no se hallaba fortalecido contra estas últimas. El viejo guerrero se había encariñado con Ligia más de lo que sospechaba y no podía admitir que estuviera perdida para él. Además, se sentía humillado. Una mano que despreciaba había caído sobre su cabeza, y, en presencia de aquella fuerza, sentía su propia impotencia.

Por fin, cuando hubo dominado la cólera que perturbaba sus pensamientos, continuó:

—Me atrevo a creer que Petronio no nos la ha robado para el César porque teme la cólera de Popea. Por lo tanto, la ha tomado para sí, o para Vinicio… Hoy mismo lo sabré.

Un momento después, su litera le transportaba hacia el Palatino.

Cuando se quedó sola, Pomponia fue en busca del pequeño Aulo, que no cesaba de llorar a su hermana y de maldecir al César.

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