Apéndice
Apéndice
La época de «Quo vadis?»
Roma,
centro del
mundo
La acción de transcurre en Roma, en los últimos años de uno de sus emperadores más conocidos por sus atrocidades. La intención de Henryk Sienkiewicz al elegir ese lugar y esa fecha resultan evidentes: el martirio de Pedro, discípulo de Cristo al que éste había dado las «llaves» de la comunidad de sus adeptos, a quien había convertido en «piedra sobre la que edificaré mi iglesia», se produce en la capital del «mundo», porque en ese momento histórico cuanto no es Roma pertenece al estado semisalvaje, al mundo bárbaro que no tiene carta de naturaleza humana desde el punto de vista de esa élite que fue Roma: élite militar, élite intelectual, élite cultural y élite económica. La muerte de Pedro inicia el desarrollo de la iglesia cristiana, porque, aunque son los esclavos los primeros en aceptarla, ya en el primer siglo de existencia logra infiltrarse en otros estamentos sociales: entre los libertos, entre los ciudadanos y, poco a poco, entre las castas —porque habría que hablar de castas al referirnos a la estructuración social del mundo romano desde Augusto— nobles: pretorianos, patricios y senadores. Además de la labor difusora que la diáspora judía provocó, debe tenerse en cuenta el casi medio millón de legionarios romanos desparramándose por las distintas provincias del imperio, que se asientan, bien en la península itálica, bien en las provincias, desde la Galia a Hispania, desde Hibernia (Irlanda) a Egipto.
Julio César
y su
dinastía
Nerón, que reina a título de Emperador del año 54 al año 68, es el último miembro de la dinastía julio-claudiana inaugurada por Julio César. Después de ser cónsul, dictador y dios —tras la batalla de Munda, probablemente con derecho a ser llamado — se hizo nombrar dictador perpetuo, con toga real y trono. El Senado romano, que se resistía a la restauración de la realeza y que veía cada vez más mermados sus poderes, preparó una conspiración republicana: el 15 de marzo del año 44 a. de C., víspera de la partida de César para Oriente, el Senado debía otorgarle el derecho a usar el título de rey, aunque no en Roma: ese día, en medio de la sesión senatorial, Julio César recibía veintitrés puñaladas; sobre su sangre se inició la terrible lucha por el poder, pues los conjurados, pensando que la obra política y constitucional de César se derrumbaría con su persona, no habían previsto el mecanismo que había de restablecer el régimen legal anterior.
La nueva
dictadura
Pero la estructura militar y administrativa quedaba íntegramente a salvo: los dos jefes militares, lugartenientes de César, Antonio y Lépido, actuaron con presteza mientras Cicerón se desgañitaba ante un Senado indeciso que no vio la amenaza de la dictadura que se avecinaba. Los dos partidos —el republicano dirigido sobre todo por los senadores, el popular que agrupaba a los herederos de César, apoyados por las legiones— pactaron en última instancia, gracias a Cicerón, olvidar el pasado y decretar una amnistía. No podía hacerse otra cosa: el mismo día de los funerales de César resultó evidente para todos que la plebe y los veteranos legionarios repartidos por toda Italia seguían fieles al gran general.
Antonio
La rapidez de maniobra de Antonio hizo que en Roma no se produjera el cambio de Constitución que los senadores pretendían, sino un cambio de dictador. Falsificó los documentos de César, invocó su nombre para todo, hizo concesiones populares, apeló al pueblo, transportó a Italia las legiones de Macedonia para respaldar sus voluntades, traficó con las dignidades y las funciones, puso sobre la mesa provincias enteras como pago a los servicios prestados, logró una fortuna escandalosa…, y leyó el testamento de César, que adoptaba por heredero a un nieto de su hermana, sobrino segundo suyo por tanto, Octavio, joven de dieciocho años que se encontraba en Apofonía donde el dictador le había mandado para concluir sus estudios. Octavio regresó con gestos humildes, sin la pretensión de hacer valer los derechos que su tío le había legado, engañando así al Senado que creyó ver en esos derechos la palanca para continuar la lucha contra la nueva dictadura: con el principio del régimen de Antonio, la legalidad no existía. Cicerón urdió un proyecto que fue un desatino: apoyar al joven para enfrentarlo al nuevo dictador y, una vez obtenida la victoria, volver al sistema republicano.
La reacción
republicana
El «partido pompeyano», sin embargo, estaba minado: a su frente se hallaba Cicerón, pero sus torpezas, unidas a las vacilaciones enfermizas de senadores como M. Junio Bruto, y las intrigas de las grandes damas, provocaron su Pérdida. En el campo militar tenían la fuerza de Sexto Pompeyo, que tras la victoria de Munda había permanecido en España y disponía de una gran flota. Antonio, empeñado en hacerse con la Cisalpina, patria de los mejores legionarios que, teóricamente, aseguraban a su amo la primacía, trata de arrebatársela a Décimo Bruto y descuida Roma, donde Cicerón pronuncia violentas contra él. Despojado del consulado, realmente su situación es la de un faccioso; pero, cuando el 21 de abril resulta derrotado por Décimo Bruto frente a Módena, aunque peligroso para el Senado y declarado enemigo público, sigue teniendo fuerza: Lépido le entrega su ejército.
Octavio en
escena
Mientras, como los dos cónsules han muerto en la guerra, Octavio exige el título; ante la negativa del Senado, en julio del año 43 marcha sobre Roma, se apodera de la ciudad, firma un , que le otorga plenos poderes con los que hace y deshace; como aún no se siente fuerte pacta con Antonio y Lépido en Bolonia a finales de octubre del 43 un triunvirato. Se reparten el imperio romano para su común provecho y decretan la represión contra sus enemigos.
El
Triunvirato
Antes de que llegaran con sus tropas a Roma, ya habían proclamado los edictos de proscripción para el partido pompeyano: la represión tuvo un salvajismo y una furia inaudita: las cabezas de los senadores más significados fueron clavadas en los o tribunas de las arengas, y sus bienes, propiedades, tierras y esclavos confiscados: Cicerón trató de escapar en dirección al puerto de Gaeta para embarcarse: alcanzado en diciembre del 43 por los soldados de Antonio, fue degollado: la cabeza y, significativamente, las manos del gran orador, fueron llevadas a Roma para allí ser arrojadas al desprecio público en la tribuna del foro. Menos de un año más tarde, en el otoño del 42, Antonio y Octavio derrotaban al ejército pompeyano de Oriente. El botín a repartir entre los triunviros era el Imperio: descartado Lépido, Octavio se quedó con España y Numidia; Antonio con la Galia transalpina y África.
El fin de la
guerra civil
Octavio inicia entonces un camino lento, pero constante, hacia el poder: en el 41, ayudado por un excelente general, Agripa, es ya dueño de Italia; al año siguiente se apodera de la Galia, mientras la inquietud de Antonio, instigado por su mujer, crece: un nuevo tratado dejaba Oriente para Antonio; Octavio se queda con Occidente, excepto África, que es cedida a Lépido. En el 36 se apodera de Córcega y Cerdeña, año en que Lépido, abandonado por sus tropas, le entrega Sicilia y África a cambio de la vida y la dignidad de gran pontífice hasta la muerte.
El triunfo
de Octavio
La primera parte del plan de Octavio estaba cumplida: era dueño de todo el occidente romano. Cinco años más tarde, en el 31, tras la derrota naval de Antonio y la reina de Egipto, Cleopatra, en Accio, Octavio era dueño de Oriente: Antonio y Cleopatra se habían dado muerte para no caer en manos del que ya era, de pleno derecho, y por la fuerza hegemónica, el heredero de César. En el año 30 Octavio se ha convertido en el amo supremo del Estado y del Imperio: cierra el templo de Jano permitiendo un período de paz casi inaudito para Roma —cuarenta y cuatro años, la «paz octaviana»— y se entrega a la tarea de asentar y transformar la sociedad romana: los protagonistas de viven, de hecho, en esa sociedad fijada por Octavio.
La nueva
sociedad
Los cuarenta y cuatro años de «paz octaviana» permitieron a Roma no sólo una época de riqueza y esplendor, sino también el asentamiento de las reformas sociales que Augusto introdujo. En el año 30, Octavio es el amo supremo del Estado. A sus pies tenía el imperio mayor del mundo sin nada que se interpusiese entre él, su voluntad y su idea de lo que debía ser el régimen imperial basado en su persona. Poseía todos los títulos: los que ya ostentaba antes de la ruptura con Antonio más los que le concedía su victoria por la fuerza de las armas. Cónsul, e , ampliará una y otra vez los poderes constitucionales.
«Augusto»
En varias ocasiones renuncia a alguno de esos títulos, pero siempre para obtener más poderes y derechos, hasta el punto de ser proclamado el 17 de enero del 27 con el título sagrado de Augusto, que a partir de ese momento se convertirá en su nombre. Asumía, además, el pontificado soberano, para el que se hizo elegir a la muerte de Lépido en el año 12.
Esos tres poderes: el poder tribunicio, el proconsular y el soberano pontificado serán, a partir de Augusto, las bases del Imperio. Por el poder tribunicio la persona del Emperador era inviolable y ejercía los derechos de veto y de convocatoria de los comicios y del Senado, además de ostentar su presidencia. El lo convertía de forma automática en jefe supremo de los ejércitos, administrador del territorio y juez por encima de todos. El título de soberano pontífice le hacía «sumo sacerdote» de la religión nacional. Sus sucesores inmediatos, entre ellos Nerón, tendrán esos mismos poderes a su alcance.
Las bases
de la
sociedad
nueva
Lo primero que hizo Augusto al volver a Roma fue perfilar la nueva sociedad: depuró el Senado, modificó la carrera de honores de los senadores, creó el orden senatorial, de carácter hereditario, que exigía por censo la propiedad de un millón de sestercios. El papel que a partir de ese momento jugó el Senado poco tenía que ver con los sueños de Cicerón: cierto que seguía nombrando a los gobernadores de provincias, a los generales, que sus «senado-consultos» tenían fuerza de ley, pero en la práctica, Augusto, mediante el derecho de recomendación, o el derecho de iniciativa para el voto de las leyes, o el de legislar por decreto en última instancia, o el de nombrar a los gobernadores, interfería constantemente cuando las decisiones senatoriales no concordaban con su voluntad.
Las clases
sociales
Hizo también una recalificación de las clases sociales, sometiéndolas a una minuciosa reglamentación. El orden de los senadores y el de los caballeros constituían la cúpula de la sociedad romana: pero el título de caballero no es hereditario, sino concedido por el príncipe; y se necesitaban además 400.000 sestercios. El tercer lugar de la escala lo ocupan los , los romanos e italianos que poseían el derecho de ciudadanía antes de las guerras sociales. A éstos se unían los ciudadanos italianos de fecha reciente y los hombres libres que poseían el derecho de ciudadanía —cuya concesión restringió— en las distintas provincias. El último censo que Augusto hizo elevó a 4.937.000 el número, en una población que se supone de 80 millones de personas para todo el Imperio.
El último lugar de la escala lo ocupan los esclavos, cuyo número desconocemos. Augusto dictó severas medidas para evitar la manumisión, limitando el número de libertos el año 2 a. de C., dificultando su paso al estado de ciudadano, para, de este modo, no corromper la sangre de los con la de los esclavos: así, entre los ciudadanos y los esclavos se instala una nueva categoría, la de los libertos, que no puede acceder al estadio superior y queda estancada en una condición de villanía que poco tiene que ver con lo que parece indicar su título de «liberto».
Las normas
morales
Para la élite de los elegidos impuso normas morales que afianzaran la institución familiar: de esas leyes, una nos interesa porque a ella alude un capítulo de la novela: la , dada hacia el año 18 a. de C., restableció los tribunales domésticos: la mujer acusada de adulterio es juzgada por el , por el tribunal familiar. A este tribunal parece aludir el novelista polaco —aunque el delito no sea de adulterio— cuando los personajes declaran que Pomponia Grecina no debe ser cristiana, dado que fue absuelta de esa imputación por un tribunal familiar.
El ejército
La jerarquía de clases sociales es trasladada al ejército: al acabar las guerras civiles, Roma posee un ingente número de legiones. Después de Accio se licenciaron no menos de 50 formadas por mercenarios. Las 9 cohortes pretorianas, la élite que jugaba el papel de guardia imperial, se reclutaban en el Lacio y las antiguas colonias romanas; los legionarios procedían en su mayor parte de Italia, mientras los cuerpos auxiliares se sacaban de entre los peregrinos, o súbditos de las provincias, que no tenían el derecho de ciudadanía. Y en el seno de los ejércitos, los generales tenían que ser senadores; sus hijos ocupaban los mandos inmediatos, dejando el cargo de centurión como título máximo que podían alcanzar los soldados italianos. Cuando Augusto muere en el año 14, el ejército lo forman 25 legiones de 6.000 ciudadanos cada una, mientras los cuerpos auxiliares constituidos por no ciudadanos duplican ese número: en total unos 300.000 hombres.
La
administración
del Estado
La gran tarea administrativa de Augusto consistió en redactar normas y reglas de procedimiento para todos los aparatos institucionales, desde el Senado hasta el pretorio. Creó, o revitalizó, servicios claves, como el prefecto de la ciudad, encargado del mantenimiento del orden y de la seguridad urbana, que cumplía con tres cohortes urbanas de tres mil hombres. Esta institución, lo mismo que la del prefecto del pretorio —ésta sí era militar, y se ocupaba de la guardia pretoriana y cuartel general del príncipe—, no cobrarían todo su vigor hasta la época de Tiberio. Si esos dos prefectos eran elegidos entre el orden senatorial, las prefecturas de servicios procedían del orden de los caballeros, del orden ecuestre: las dos fundamentales fueron: el prefecto de la «anona», a quien se encomendaba el servicio de aprovisionamiento de alimentos para la capital, el control de los precios, etc.; la segunda, la prefectura de vigilias, se ocupaba de la policía nocturna de la ciudad y de los incendios, con 1.200 hombres en total.
El suministro de aguas y los servicios públicos dieron lugar a otras dos comisiones o , cuyos directores o jefes salían del orden senatorial y eran nombrados directamente por el emperador; a ellas vino a unirse un servicio de caminos y trabajos públicos, ocupados del estado, renovación y creación de las vías públicas de Italia.
Escaramuzas
bélicas
La paz octaviana fue, desde luego, paz, comparada con los años de César. Ello no es óbice para que durante esos cuarenta y cuatro años, Roma siga, de forma mucho más relajada, sus conquistas; el propio Augusto se encargó de someter regiones como Asturias y Galicia en los años 26-25, en Hispania; se anexionó la Galacia, reprimió las sublevaciones de la Galia, pretendió llevar la frontera romana hasta el Elba, abriendo dos frentes en Germania, el renano y el danubiano: pero mientras Domicio Enobarbo —padre de Nerón— llega hasta el Elba en el segundo frente en el año 3 a. de C., Druso, que en el 9 había llegado a orillas de ese río, muere de regreso. Para consolidar el poder de Roma en el frente renano serán precisos varios años todavía: lo logra Tiberio, en el 9 d. de C., fecha que marca el apogeo de las legiones en Germania.
La religión
Apartado de interés es el religioso: además del derecho a nombrar sacerdotes que ostentaba desde el año 29, en el 12 fue elegido pontífice máximo; y ejerce su título combatiendo la , afirmando los dioses nacionales y discerniendo sobre los libros sibilinos; rechaza los cultos orientales, aunque favorece el de Apolo —cuyo reinado había profetizado Virgilio en el año 41— y de su hermana Ártemis: al lado de éstos, Marte Vengador y Venus Genitrix —también invocada en — son los dioses romanos por excelencia del momento. El propio Augusto fue divinizado: se le dedicaron varios templos —uno de ellos en Tarragona, fundado en el año 25 a. de C.—; su esposa Livia era respetada como diosa.
La sucesión
de Augusto
De la muerte de Augusto (año 14 de la era cristiana) a la de Nerón (año 68) transcurren cincuenta y cuatro años que bastan para minar las bases sociales, políticas y económicas del Estado levantado por Augusto. Éste, que había elaborado unos complicados planes sucesorios, temió más de un momento por el futuro del «monumento» que había levantado. En su descendencia directa no había varones, sólo una hija, Julia, a la que casó con los herederos que pretendía tener; pero su primer elegido, Marcelo, hijo de su hermana Octavia, murió pronto; el segundo, su amigo y victorioso general Agripa, le dio tres nietos: Gayo, Lucio y Agripa: pero los dos primeros murieron prematuramente y la falta de inteligencia del tercero le apartaba por completo de los planes. De su segunda esposa, Livia, Augusto no había tenido descendencia; pero de su matrimonio anterior Livia aportaba dos vástagos: Tiberio y Druso, que murió en el año 9 a. de C. en las guerras de Germania. Por tanto, sólo había un heredero posible: Tiberio, que había demostrado sus talentos militares en diversas campañas y que, asociado por Augusto al ejercicio del poder en los últimos años, demostró su capacidad.
Tiberio
(14-37)
Y los primeros años de su gobierno, con Augusto por modelo, Tiberio jugó con las dos bazas maestras: energía y habilidad. Se hizo cargo del ejército y fingió respetar al Senado: parecía que iban a surgir otra vez dos poderes: pero en esta ocasión, su hijo Germánico, al que había mandado venir del ejército del Rin porque Tiberio no era partidario de proseguir las conquistas, se puso al frente del partido militar que contaba con numerosos apoyos en el Senado: la repentina muerte de Germánico no alivió la tensión: el prefecto del pretorio. Elio Sejano, que había sido colega de su padre en la prefectura del pretorio, era prefecto único. Tiberio, retirado a Campania y a Capri dejó en sus manos las riendas. Pero, molesto por la popularidad de la familia de Germánico, Tiberio había desterrado a Agripina y a Nerón (año 29) y encarcelado a Druso (año 30). Ante este panorama no es de extrañar que Sejano hiciera sus planes de futuro. Después de lograr la confianza de Tiberio —hombre especialmente desconfiado—, Sejano «reinó» casi catorce años (17-31), reuniendo las nueve cohortes pretorianas que estaban dispersas por Italia a las puertas de la capital: para ello construyó el Campo Pretoriano. Los 10.000 legionarios de élite eran una de sus bazas; otra, la escasa afición de Tiberio a Roma, que lo mantuvo los últimos once años de su vida en Capri: los «herederos» habían sido alejados; Tiberio acababa de asociarle al Imperio.
La
conspiración
de Sejano
Pero Sejano se precipitó: la conjura fue denunciada al emperador por la madre de Germánico, Antonia, viuda de Druso y cuñada de Tiberio. Aunque su poder era mucho, Tiberio obró con prudencia: la carta que llegó desde Capri ofrecía el cargo de prefecto del pretorio a Nevio Sertorio Macrón que, después de asegurarse la fidelidad de las cohortes urbanas y las cohortes de las vigilias, detuvo a Sejano cuando abandonaba una sesión senatorial: esa misma tarde era ajusticiado, lo mismo que toda su familia y gran número de sus partidarios.
La tiranía
del último
Tiberio
Más sombrío y fatalista todavía, Tiberio inició un período de tiranía que incluyó la pena de muerte, por vez primera, para todos aquellos de quienes se podía sospechar que atentaban contra la seguridad del Estado o de las autoridades. Las condenas a muerte y a destierro menudearon: ni siquiera la familia imperial quedó a salvo: Druso, hijo segundo de Germánico, murió en la cárcel donde estaba hacía tres años; su madre, Agripina, se dejó morir de hambre. En el 37 muere Tiberio: el único superviviente de los hijos de Germánico y de Agripina.
Calígula
(37-41)
Gayo Calígula heredó el poder: en Roma el recuerdo de su padre gozaba de gran popularidad y el Senado se rindió a sus pies, otorgándole todos los privilegios: pero él rechazó varios poderes dictatoriales; se suprimieron impuestos, se devolvieron a los comicios y las magistraturas sus prerrogativas… pero a los ocho meses, Calígula, cuya razón nunca había sido muy sólida, cayó enfermo: su carácter quedó alterado definitivamente. Uno de sus primeros actos fue ordenar la muerte de Tiberio Gemelo, nieto de Tiberio, a quien éste había asociado a la sucesión. Influido por los servidores egipcios que había traído consigo Antonia (hija de Antonio), a la que había dado el título de Augusta, construyó un templo a Isis e hizo oficial su culto, frente al rechazo de Augusto por las divinidades orientales.
Enfrentado al Senado, sus liberalidades comenzaron a poner en apuros al del estado; se declaró dios viviente y pretendió ser adorado como tal, hubo de hacer extravagantes expediciones para recaudar dinero, quiso continuar las conquistas, y en persona se dirigió a la Galia, la provincia más rica del Imperio; y cuando se preparaba para ir a Egipto, en el año 41, estalló la conjuración: un tribuno de las cohortes pretorianas, Casio Quérea, lo abatió el 24 de enero del 41.
Claudio
(41-54)
De nuevo los pretorianos se hacían con el poder: en el palacio encontraron a un miembro de la casa imperial, Claudio, hermano de Germánico y tío de Calígula, escondido y aterrorizado: fue proclamado emperador por la fuerza, mientras el Senado veía cómo desaparecía una vez más la oportunidad del restablecimiento del régimen republicano.
Casado con una de las cortesanas más disolutas y codiciosas cuyo nombre registra la historia, Mesalina, Claudio era un juguete en sus manos. Pero en el 48, un liberto, Narciso, desbarata una conjura urdida por la emperatriz para matar a Claudio: Mesalina y su cómplice Silio son ejecutados mientras Claudio casa de nuevo con Agripina, hija de Germánico y Agripina, y viuda de Domicio Enobarbo, por el influjo de otro liberto, Palas
Agripina,
emperatriz
Pero Agripina era más ambiciosa todavía que Mesalina: había decidido poner en el trono a su hijo Nerón, que entonces contaba doce años, en detrimento de Británico, hijo de Claudio y Mesalina. Logró que Claudio adoptase a Nerón, al que casó con Octavia —descendiente de Augusto y hermana de Británico—: de este modo Nerón se convertía en hijo y yerno del emperador Claudio. Trajo del destierro a Séneca para que educase al príncipe y, para asegurarse la fuerza, nombró a Burro, de origen galo, prefecto del pretorio; de su parte tenía también a numerosos senadores. Los partidarios de Británico, aunque pocos, provocaron una reacción contra Agripina, dirigidos por el liberto Narciso, que ya había jugado un papel clave en la caída de Mesalina.
La
administración
de los libertos
Aunque Claudio había replicado con el terror a las conjuraciones, seguía fingiendo con el Senado. No obstante, fue convirtiendo la monarquía dictatorial en una monarquía burocrática, cuyo primer paso había dado ya Tiberio. Descargó gran parte de su poder en varios libertos (Polibio, que dirigió los archivos; Narciso, la correspondencia; Palas, el fisco; Calixto, la justicia), a los que muchos atribuyen parte de las reformas operadas frente a las leyes dejadas por Augusto. Construyó vías públicas, organizó el fisco, repudió el absolutismo, eliminó el «divinismo» de su persona prohibiendo que se prosternaran ante él, y dio a los libertos unos privilegios que los elevaron del carácter casi servil a que los sometiera Octavio: los libertos obtienen en ese momento grandes propiedades territoriales. Otorgó los derechos de ciudadanía a los habitantes y oriundos de las provincias, hasta el punto de que, durante su mandato, varios prohombres no italianos acceden al Senado. Reaccionó contra el influjo religioso orientalizante de Calígula, restableciendo los viejos cultos y prohibiendo los extranjeros: expulsó de Roma a los astrólogos y a los judíos, no pareciendo imposible, según el historiador André Piganiol, «que atrajeran su atención los disturbios causados en la comunidad judía de Roma —y quizá también en Egipto— por los comienzos de la propaganda cristiana».
La muerte
de Claudio
Cuando parecía que la reacción de los partidarios de Británico contra la emperatriz comenzaba a tomar auge, Claudio muere de forma súbita en el año 54. Para algunos historiadores, envenenado por orden de Agripina, que aceleraba así la sucesión: apoyándose en Burro y en los pretorianos, la ambiciosa emperatriz hizo subir al trono a Nerón: el Senado, harto del poder de los libertos que rodeaban a Claudio, vio en el nuevo emperador una oportunidad para volver las aguas a un cauce mejor para sus intereses.
Nerón,
emperador
(54-68)
El discurso escrito por Séneca y pronunciado por Nerón ante el Senado aseguraba el respeto más cuidadoso a los privilegios del Senado y de Italia: y el Imperio pareció de nuevo encarrilado.
El reinado
del terror
Pero duró poco el período de paz: en el 55, el envenenamiento de Británico iba a marcar la pauta de los catorce años del reinado: todos los personajes relacionados por sangre o por vínculos parentales con la familia de Augusto fueron muertos o exilados: Julio Silano, Rubelio Plauto, Fausto Sila, y, por último, su propia madre, Agripina, a la que ordenó matar en el 59. Esta ambiciosa mujer no había trabajado sólo para su hijo: también ella tenía sus planes de futuro, hasta el punto de que pretendió asistir a los consejos, a las sesiones del Senado, hizo grabar monedas con su efigie al lado del emperador, y obligó a suicidarse a Narciso, el liberto que había controlado las riendas del poder bajo Claudio. Había otro factor que separaba a la madre y al hijo: amante de Popea, otra mujer ambiciosa, Nerón necesitaba separarse de Octavia, de la que se mostraron partidarios tanto Agripina como Burro y Séneca, que veían un peligro en la omnipotencia que pretendía Nerón y en la ambición de Popea. Al ordenar la muerte de su madre, los dos ministros que dirigían los destinos de Roma, Burro y Séneca, comprendieron que su autoridad era papel mojado: el primero murió en el 62; el segundo se retiró de la vida política activa; Octavia fue repudiada, desterrada a la isla de Pandataria y muerta finalmente el mismo año 62.
El momento
de Quo vadis?
A partir de ese momento Roma se convierte en la sede de la orgía organizada, del terror constante, del asesinato masivo, de la locura, con Nerón y su nueva mujer, Popea, como grandes directores de la tragedia. El prefecto del pretorio, Tigelino, fiel a los más mínimos deseos del emperador, organiza las partidas de «caza», ejecuta las condenas a muerte y controla con mano férrea la guardia pretoriana. Este momento precisamente es el que narra , cuya acción hemos de situar en el año del incendio de Roma, el 64. Si Henryk Sienkiewicz hace alusión a todos estos personajes y detalla las relaciones del poder con los augustanos a través de los protagonistas, Petronio y Vinicio en esa fecha —con alusiones y referencias claras a personas reales pertenecientes al pasado inmediato, los reinados de Claudio, Calígula, Tiberio y Octavio—, a partir del incendio resume de forma somera los cuatro años que todavía quedaban del imperio neroniano en los últimos capítulos.
La
conspiración
de Pisón
Tras la reconstrucción de la incendiada Roma. Nerón seguiría ejerciendo el poder hasta el 68, en medio del descontento popular y del terror de la clase senatorial y ecuestre: una conjura dirigida por Calpurnio Pisón (año 65) fue ahogada en sangre: los conspiradores fueron ejecutados o condenados a muerte: pereció, entre ellos, uno de los personajes episódicos de esta novela, el poeta Lucano. En el año 66 se sublevan los judíos, tratados con dureza desde hacía más de veinte años por los procuradores romanos. Vespasiano sería el enviado de Nerón para someterlos. Mientras el emperador realiza una expedición por Grecia para presentarse en los juegos como actor y como auriga (año 67), la sangre sigue corriendo en Roma: uno tras otro van muriendo Trásea Peto, importante dirigente del Senado; Rufio Crispino, antiguo prefecto del pretorio; el glorioso Corbulón, vencedor de los partos: Anneo Mela, padre del poeta citado; el escritor Petronio, a quien Sienkiewicz ha convertido en el más importante de los hilos conductores de su obra. Las sublevaciones se extienden: Víndex, en la Galia, organiza una rebelión que no fue hecha a título personal, sino en nombre del pueblo y del senado (marzo del 68); a ella se suma el gobernador de la Tarraconense, en España, Sulpicio Galba, y también Clodio Mácer, legado de la legión en África. Aunque el general Virginio derrotó a Víndex con las tropas de la Germania superior, permaneció a la expectativa en una actitud cuando menos ambigua, si no sospechosa.
La muerte
de Nerón:
el fin de la
dinastía
Cuando Galba cruza los Pirineos y marcha sobre Roma con el ejército de España, el prefecto del pretorio, que en ese momento es Ninfidio, traiciona a Nerón, proclamando a Galba el 8 de junio y declarando a Nerón enemigo público. En una villa de la Vía Nomentana, Nerón se hizo matar para no caer en manos de sus perseguidores.
Con la muerte de Nerón desaparecía la dinastía: Galba nada tenía ya que ver con la familia de Augusto; pero lo peor fue la situación de crisis en que quedó sumida la república, debido a la prevalencia del ejército, que se había «regionalizado» a lo largo del imperio. En el espacio de un año, los soldados eligen a tres emperadores, Galba, Otón y Vitelio, que no son sino las cabezas visibles de las fracciones de los ejércitos.
La dinastía
Flavia:
Vespasiano
Uno de los mejores generales de Nerón, Vespasiano, será quien reciba la herencia de los julio-claudianos y quien inaugure otra dinastía: la Flavia, a partir del año 69.
Esos últimos años de sangre son también los del esplendor espectacular, los del lujo desenfrenado, los de la crisis económica hasta el punto de que Nerón hubo de disminuir el peso de las monedas de oro y plata para aliviar los apuros del tesoro público; otro de los métodos empleados fueron las condenas y las confiscaciones de los personajes más ricos: según Plinio el Viejo, seis poseían, ellos solos, la mitad de África: (El príncipe Nerón los mató), comenta el historiador.
La
revolución
plebeya
El odio de Nerón por los nobles se tradujo en constantes condenas de muerte que dejaron diezmada la clase, mientras la vanidad infinita del emperador se contentaba con la aclamación de los plebeyos y los esclavos, que van adquiriendo una fuerza numérica importante: en los escritos de Séneca, por ejemplo, puede percibirse que, al tiempo que habla de tratarlos con humanidad, los teme.
La difusión
de las
religiones
Curiosamente también es entonces cuando entre los esclavos se destacan los primeros predicadores del cristianismo: el politeísmo, y el clima lo refleja bien Sienkiewicz, había perdido todo crédito entre las clases poderosas. A Augusto ya se le acusaba de impío: en los últimos cincuenta años habían penetrado las religiones orientales, la difusión de las filosofías helénicas —cínicos, estoicos, pitagóricos— había alcanzado a todas las clases, también a la plebe; los dioses más reverenciados son ahora semidioses, como Dioniso, o tienen su origen en Oriente: durante el reinado de Calígula había penetrado, como religión oficial, el culto de Isis, aunque durante Claudio, partidario de la diosa Cibeles, se trató de mermar su poder. Nerón, por ejemplo, había sido iniciado en el culto de Mitra por el rey de Armenia.
La religión judía, bastante respetada oficialmente, también estaba inficionada de la influencia oriental, sobre todo por el dualismo de origen iraní y por la astrología, por las religiones griegas de misterios y por la filosofía platónica: Filón, por ejemplo, de familia hebrea helenizada, había intentado conciliar el judaísmo con el platonismo.
Los
cristianos
Pero el fanatismo judío causaba temores y en más de una ocasión fueron perseguidos, acusados de pretender lanzar la peste sobre el universo. En una de esas crisis de fanatismo, en el 44, los judíos persiguieron en Jerusalén a los cristianos: en ese momento concluía la primera fase de la predicación de los cristianos, basada en dos temas claves: el anuncio de que un hombre, venciendo a la muerte, había resucitado, y que había, más allá de esta tierra, otra vida, con un juicio como línea fronteriza de castigo o de premio a lo hecho aquí abajo.
«¿Qué sería necesario para creer en la inmortalidad? Que un hombre resucitara», escribe Séneca. Es precisa mente en ese momento cuando comienza a difundirse el relato de la Resurrección de Cristo que tanto estupor causa a algunos de los oyentes de Pedro en esta novela. Obligados por la persecución a la , los judeocristianos difundieron rápidamente la propaganda cristiana; no desechaban a nadie por motivos de clase o de raza; para ellos no había gentiles, como para los judíos, ni esclavos. Lo cierto es que una de sus amenazas, el fin próximo del mundo, la resurrección, el juicio final, etc., sirvieron a Nerón para acusarles de algo que parecía pretender ese fin del mundo: el incendio de Roma, cuya atribución al emperador es más novelesca que hecho histórico comprobado.
La época del autor
Hasta ahora hemos visto el entorno histórico en que se mueven los personajes de ; poco tenía que ver con ella la experiencia vivida por Henryk Sienkiewicz. Cuando nace el escritor polaco han transcurrido dieciocho siglos desde los hechos narrados.
El siglo
y sus
revoluciones
sociales
Por Europa han pasado poderes y naciones casi tan fuertes como Roma que han dejado una huella imborrable sobre la civilización europea, pero que ya se han derrumbado: los casos del imperio español en los siglos y , o del imperio francés en los siglos y , aunque comparables en algunos aspectos conceptuales, poco tienen que ver con el romano. En 1846, fecha del nacimiento de Sienkiewicz, Europa no es, ni mucho menos, un solo poderío, sino un conjunto inestable de poderes, unos asentados —Francia, Inglaterra, España, Rusia—, otros en vías de formación, especialmente en el centro de Europa. Es también el continente el centro de todas las revoluciones sociales. Desde la Revolución Francesa —1791—, que supone el auge de una clase social, la burguesía, con fuerza tal que se adueñó del siglo y domina el , las luchas sociales abundan incluso en Tos países más estabilizados como naciones: 1830 y 1848 son los momentos más nítidos de esa tromba revolucionaria que sacude las bases de toda la sociedad europea: burguesía y proletariado se unirán para acabar con la antigua división de clases sin más resultado que el afianzamiento de la primera. El proletariado del incipiente desarrollo industrial de la sociedad europea intentará, años más tarde, 1871, la aventura por su cuenta en París: pero la comuna de esa fecha fue derrotada.
A lo largo del siglo, esas dos clases protagonizan el movimiento social, movidas por los resortes intrínsecos de ambas: la burguesía desarrolla el movimiento industrial nacido en la Inglaterra del siglo , logra capitales que pone al servicio del progreso maquinístico, se lanza a la aventura de la transformación de las materias primas para generar objetos y elementos necesarios para una existencia donde abunden los medios que han de transformar las condiciones de vida y de trabajo del continente; por su parte, el proletariado pone su trabajo al servicio de esos capitales y es quien crea con sus manos esos objetos, esas máquinas: el punto crucial en que esas dos clases se encuentran y se enfrentan es la distinta consideración que ambas tienen de los dos «pagos» a sus respectivos cometidos: el beneficio del capital y el salario del trabajo.
El auge de
los
nacionalismos
Como tercera ráfaga que recorre Europa, y que afecta a Sienkiewicz, tenemos el auge de los nacionalismos, consecuencia de casi cien años de guerras sobre suelo europeo: el mapa del continente era producto, a mediados y finales de siglo, de victorias y derrotas, no de razas, lenguas o naciones.
La historia
de Polonia
Las campañas napoleónicas habían dividido el mapa de forma arbitraria, a veces con regla y compás; en otras, lo que para los historiadores latinos resultaba evidente ya en el siglo , el «país» —que comportaba como características más notorias la raza, en segundo lugar la lengua— era un conglomerado de divisiones a mediados del : el caso de Polonia es significativo: desde el siglo , la historia polaca es una tragedia de desposesiones: la realeza, asentada sobre la clase eclesiástica, tiene que enfrentarse con la nobleza: cuando el protestantismo irrumpe en Polonia, la clase noble se adhiere a la nueva doctrina, que le sirve de arma frente a la Iglesia: la anarquía y la división de poderes será contenida por Segismundo II Augusto (1548-1572), quien se encarga de unificar territorialmente el estado polaco y la religión, atacando a la herejía protestante en sus núcleos esenciales mediante la Compañía de Jesús (1569) que crea colegios de jesuitas en Cracovia, Lublin, Vilna y Polock. Pero la , la clase de los caballeros, heroica en los combates, fieramente independiente hasta el punto de perturbar constantemente la vida nacional, tenía el derecho de veto a las medidas legislativas de la corte desde principios de siglo . Segismundo II no pudo controlarla, y a la atribuyen los historiadores, por ejemplo Jaime Vicens Vives, «la responsabilidad del fracaso de Polonia como estado y su ruina en el transcurso de los tres siglos posteriores, ya que, en efecto, arrebató a la nación los órganos que hemos calificado de indispensables para la normal constitución de un Estado moderno: un poder monárquico eficiente, una adecuada administración de justicia y un ejército permanente y bien adiestrado».
La
desaparición
de Polonia
como
nación
A la muerte de Segismundo II en 1572, se extinguió la dinastía de los Jagellones y Polonia se convierte en tierra de nadie donde, menguado y debilitado el poder real, fueron posibles todas las invasiones, intervenciones extranjeras, abdicaciones, rebeliones y desgajamientos territoriales durante tres siglos. El XVII es crucial en este aspecto: el Estado polaco no era viable, como podía comprobarse desde hacía cien años: los enfrentamientos y discrepancias entre la monarquía y la nobleza, su debilidad frente a las agresiones exteriores —campañas de Carlos X y Carlos XII de Suecia en tierra polaca— lo demostraban. Desde 1717, Pedro el Grande de Rusia ejercía un protectorado claro sobre el reino de Polonia; la Dieta de Varsovia así lo había reconocido, mientras el poder de la monarquía menguaba a ojos vistas. Pero Austria también estaba interesada en los asuntos polacos. La muerte de Augusto II en 1733 provocó una guerra por la sucesión de la corona que afectó a toda Europea. Si la nobleza apoyaba a Estanislao Leszczynski —que ya había puesto la corona sobre sus sienes durante un breve período de 1704 apoyado por las tropas suecas—, Rusia, Austria y Prusia se oponían de forma tajante; Francia, en cambio, aduciendo que era suegro de Luis XV, le apoyó. En primera instancia, votado por la Dieta polaca por aplastante mayoría, Leszczynski subió al trono, para huir inmediatamente a Danzig: las bayonetas sajonas y rusas habían invadido el país, para entregar la corona al elector de Sajonia, Augusto III, en octubre de 1733. Frente al protectorado ruso se alzaron algunos intentos de libertad: Estanislao Poniatoski (1754-1805) no satisfacía plena mente los intereses de Catalina II de Rusia y de Federico II, por lo que nuevamente entraron en Cracovia las tropas rusas destruyendo el ejército de los nobles católicos y patriotas. (1768).
El reparto
de Polonia
La intervención de Turquía a favor de estos últimos motivó la desmembración de Polonia entre Prusia, Rusia y Austria en 1773; a ese primer reparto siguieron otros, y en 1795 Polonia había desaparecido del mapa: Rusia se quedaba con la parte del león de su territorio; pero los zares tampoco consiguieron sofocar las aspiraciones y los ímpetus nacionalistas que terminarían por triunfar… gracias al tratado de Versalles, que ponía fin a la primera guerra mundial.
Dominación
extranjera
El período de dominación extranjera duró ciento veinticinco años, y Sienkiewicz no logró ver a su patria libre de prusianos ni de rusos. A lo largo del siglo distintos congresos y pactos habían dejado las cosas como estaban: las intentonas nacionalistas hechas por los patriotas no lograron frenar la rusificación de Polonia: es más, cuando en 1830 fracasa una intentona, la represión del virrey ruso llegó a prohibir la lengua polaca en los colegios privados, y las universidades y centros públicos de enseñanza fueron rusificados en la mayor parte del territorio, que dependía de Rusia; mientras en la zona dependiente de Prusia se producía la misma represión, la que correspondía a Austria siguió manteniendo la lengua y en Cracovia y Lwow se crearon importantes centros intelectuales.
Otras intentonas patrióticas en 1861 y 1863 con las armas en la mano fracasaron, sirviendo sólo para crear mártires, pero también para mantener vivo el espíritu nacionalista y los deseos de independencia: la Iglesia católica había aglutinado desde el siglo estos sentimientos, lo mismo que la clase intelectual, que tiene en Adam Mickiewicz (1789-1855) a su poeta de la libertad, en medio del período romántico. El desastre de las últimas intentonas agría el pensamiento polaco a finales del siglo: tanto los escritores emigrados como los que permanecen en el territorio nacional abandonan el romanticismo exacerbado de los ideales para volver sus ojos hacia la realidad inmediata: nace así una conciencia crítica sobre la situación de la patria sometida de la que no deja de ser un exponente, por «Roma interpuesta». Porque ¿no resulta paradójico que sea un autor polaco quien escriba la más famosa de las novelas sobre los primeros cristianos, centrándose en un suceso apócrifo, la aparición de Cristo al apóstol Pedro cuando éste huía de la Roma incendiada por Nerón, que tiene su exaltación en la iglesia romana de Santa Maria delle Piante, famosa precisamente por esta novela?
Los
exilados
polacos en
Roma
Desde principios del siglo , esa capilla romana había atraído la atención de los románticos que buscaban las excavaciones paleocristianas y exploraban las catacumbas en su afán por revivir el pasado. En 1830 se colocaba en uno de sus muros una placa recordatoria de la aparición a Pedro, mas no por ello dejó de ser lo que era: una capilla más entre las mil y una capillas de la Ciudad Eterna: curiosamente, entre la colina de exilados polacos, muy numerosos en esa época, Santa Maria delle Piante comenzó a cobrar valor de símbolo, en especial en 1841, cuando un grupo de polacos funda la orden de los y adopta la costumbre de reunirse en ella para, entre otras cosas, alimentar sus reflexiones místicas sobre el destino de su patria, la posibilidad de su «resurrección», No fue Sienkiewicz el primero en relacionar paleocristianismo con la situación polaca del momento a través de la leyenda de Santa Maria delle Piante:
Dondequiera que vaya, de todos lados
resuena el terrible: «¿dónde ir?».
Del Salvador a veces oigo la dulce palabra,
A veces de Polonia resuenan los llantos.
Unas veces: «¿Dónde vas, Pedro?».
Y otras: «¿Dónde vas, exilado?».
Pasado y
presente
escribe el poeta Lenartowicz, que había vivido en Roma entre 1856 y 1860, en su poema (¿Dónde está el camino?). Como nuestro autor, la colonia polaca en Roma tenía conciencia de encarnar, bajo el pie del zar, a los cristianos de las persecuciones bajo Nerón. El escultor P. Welonski, por ejemplo, autor de una estatua de gladiador titulada , y guía del futuro premio Nobel por las catacumbas, llamó la atención de Sienkiewicz sobre un grupo escultórico célebre, el «galo» del capitolio, gladiador en quien, pese a su apelativo, los poetas exilados polacos siempre vieron a un eslavo, que serviría de prototipo al gigante ligio, es decir, polaco, Urso, agente salvador en la novela del protagonista.
La situación política de Polonia bajo dominio prusiano y ruso genera en Sienkiewicz la idea del carácter redentor del sufrimiento, y le lleva a la identificación de Nerón con el zar. No era el primero en hacerla: en 1878, cuando el zar ordenó la persecución de los católicos griegos, los uniatas, para que renunciaran a la obediencia de Roma y la prestaran a la ortodoxa, muchos folletos anónimos establecieron el paralelo. La idea germinal de corresponde, además, al período más sombrío de la represión contra los nacionalistas, y coincide en el momento en que la religiosidad alcanza en ese país los momentos más álgidos: sirva de prueba la descripción que otro premio Nobel, W. S. Reymont, hizo en 1894 de los paroxismos místicos que se producen durante la peregrinación al santuario de la Virgen de Chestokowa, patrona de Polonia. Tenemos, por último, las afirmaciones del propio escritor: Sienkiewicz, pese a defender la pureza histórica de su obra, admite en 1912 como irrefutable que «las persecuciones que sufren los polacos bajo el yugo de Prusia y sobre todo bajo el de Rusia han tenido una considerable influencia sobre mis proyectos».
Por fin, la
independencia.
1918
Cuando en junio de 1915, las tropas alemanas intentan la invasión de Rusia, avanzan sobre el territorio polaco dominado por los rusos, se adueñan de Varsovia y pasan la frontera. Rusia había perdido Polonia; Alemania proclama el 5 de noviembre de 1916 la independencia del pueblo polaco, ocupado ahora por las tropas germanas. Cuando poco más tarde los tomen el poder en el imperio de los zares, «licencian» casi la «apisonadora rusa»; no tardaría mucho en ceder, en un tratado firmado por Trotski, a todas las exigencias alemanas —la independencia de Polonia, Ucrania, Lituania, Finlandia, etc.—; a cambio, los nuevos dirigentes podían contar con la libertad de maniobra, sin injerencias alemanas, para poner en práctica dentro de su territorio el programa revolucionario de Lenin y prepararse para la inminente guerra civil. En 1918, Alemania era derrotada; el tratado de Versalles, que ponía fin a la contienda, decretó la independencia de Polonia; el general José Pildsudski, jefe del partido nacionalista socialista, que había dirigido una legión polaca incorporada al ejército austríaco durante la guerra, fue elegido presidente de la nueva República de Polonia. El país era, por fin, libre. Pero Henryk Sienkiewicz no pudo verlo: había muerto dos años antes, en 1916.
Henryk Sienkiewicz
El 5 de mayo de 1846, en las propiedades familiares de Wola Okrzeja, en la región de Podlesia, en el este de Polonia (sometida por tanto a dominio ruso), nace Henryk Sienkiewicz. Pertenecía a la nobleza rural: su padre, un modesto hidalgüelo, no podía atestiguar su nobleza con anterioridad al siglo , y en la región se murmuraba que por sus venas corría sangre tártara. Su madre en cambio, apellidada Cieciszowska, pertenece a un rango noble mucho mayor; en su familia figuraban altas jerarquías eclesiásticas y estaba emparentada con un historiador célebre, Lelewell; de espléndida formación cultural, la mujer siente pasión por la literatura e incluso envía versos a los periódicos.
Los años
jóvenes
Hasta los doce años, el futuro novelista crece en el campo bajo los atentos cuidados de un preceptor impregnado en los grandes clásicos del Renacimiento polaco y, según las costumbres tradicionales de la clase a que pertenece, la nobleza rural: respeto por los antepasados, fuerte conciencia nacional que, además del cultivo de la lengua polaca, supone también la identificación con las enseñanzas de la iglesia católica. En septiembre de 1858 sus padres lo envían a un colegio de Varsovia, sobre cuyo solar se alza ahora la actual universidad urbana. No son brillantes sus estudios. En 1861, la familia vendrá a vivir a su lado: el padre, arruinado, se ha visto obligado a vender sus tierras. La situación económica impulsa al joven, que en 1864 tiene dieciocho años, a abandonar el colegio, aunque seguirá estudiando por su cuenta el bachillerato, para vivir por sus propios medios: acepta un empleo de preceptor cerca de Plonsk, desde donde envía carta tras carta a sus amigos y familiares (durante su vida, llegará a escribir más de quince mil cartas, de gran valor según se desprende de las mil que aproximadamente se han publicado). Uno de sus primos muere en ese año durante la insurrección polaca; su hermano mayor tiene que emigrar a Francia, donde morirá en 1870. Es ahí, en esa soledad de la preceptoría donde escribe su primera novela. , que no se ha conservado. Guandos dos años más tarde, en 1866, acabe sus estudios preuniversitarios, se inscribirá como alumno de medicina (octubre), derecho (diciembre) y por fin, de letras (febrero de 1867). Continúa costeándose los estudios dando clases a un primo lejano, Woroniecki, que vive en los alrededores de Varsovia, y pasa el verano en las montañas del sur, en zona austríaca, donde les acompaña Sienkiewicz.
La prensa:
cronista
Su primera colaboración en un periódico data del 18 de abril de 1869: se trata de una crítica de teatro, en el ; dos años más tarde, a principios de 1871, envía su primer relato, , a un escritor, J. I. Kraszewski, que le alienta a continuar la carrera literaria y que hace gestiones para que aparezca ese relato en un periódico nuevo, (La Corona), en agosto de 1872. Mientras, Sienkiewicz abandona la universidad sin lograr su título debido a los problemas que le planteaba la lengua griega. Poco a poco va convirtiéndose en cronista de diferentes periódicos, sobre todo en la , donde escribe bajo el seudónimo de una sección. Pero en 1874, tras discutir con el redactor de la , compra, en compañía de dos amigos y con dinero prestado, la revista ; no tardará mucho en hacer su primer viaje al extranjero, a Bélgica y Francia. A su regreso, en 1875, la , cuyo redactor ha cambiado, le invita a colaborar: así aparecen cuarenta crónicas tituladas , que ponen de relieve su sentido humorístico y su cultura literaria.
El viaje a
Estados
Unidos
Con cierto nombre literario como articulista, la le envía a Estados Unidos: California dejará sorprendido al escritor, a quien pronto se unen varios artistas de la bohemia varsoviana con la idea de fundar un «falangsterio»; pero no tardará en fracasar ese proyecto, aunque él siga llevando una vida aventurera y bohemia, donde la libertad plena juega un papel importante: una de las escenas que cuenta con mayor fruición en esa época es su participación en una cacería de bisontes en el Wyoming.
En ese momento sobre su vida ejerce gran influencia una actriz. Helena Modrzejewska, que ha triunfado en los Estados Unidos; con ella se instala en París donde traba conocimiento con varios compatriotas, entre ellos el industrial B. Abakanowicz, que ha de ayudarle económicamente cuando, en 1878, la le devuelva varios artículos tachándolos de anticlericales. Su única fuente de ingresos son sus crónicas sobre la exposición universal y varias narraciones breves: , , , Abakanowicz tiene que organizarle en diversas ciudades polacas una serie de conferencias sobre su viaje americano; aunque no tiene mucho éxito, al menos le consiguen un dinero al que se añade enseguida el adelanto que la editora más importante de Varsovia le hace por sus obras completas.
Primer
matrimonio
Nuevamente con dinero, parte en septiembre de 1879 para Venecia donde encontrará a las hermanas Szetkiewicz, que han de ejercer gran influencia en su vida. María será su mujer, y Jadwiga su confidente durante toda la vida. Entre sus publicaciones periodísticas abundan las alusiones a la antigua Roma; pero todavía su orientación es realista: y hablan de la realidad o critican, la última por ejemplo, la situación social de Polonia bajo el imperio ruso. Casado en 1881 con María Szetkiewicz, regresa a Varsovia, donde se convierte primero en redactor de la ; mientras colabora en pasa a ser redactor de un nuevo diario, , que supone una orientación hacia el catolicismo y el conservadurismo en Sienkiewicz. Pero no tardará en dejar esos trabajos: la enfermedad de su esposa —tuberculosis— exige aires marinos y aguas termales: la pareja pasará por San Remo, Menton, Arcachon, Reichenhall… sin otro logro que alargar la vida de María hasta el 19 de octubre de 1885, fecha en la que muere en Francfort. Pero durante estos cuatro años, y para pagar las elevadas sumas que le cuesta la enfermedad de María.
Las novelas
históricas
Sienkiewicz ha comenzado a publicar sus primeras novelas históricas, que aparecen en folletón en varios periódicos polacos: así nacen , y , títulos de su trilogía más importante, que acabará de publicar en 1888. Su firma diaria en el folletín de los principales periódicos difunde su nombre por toda Polonia. Los positivistas no dejan de criticar, sin embargo esa idealización del pasado polaco; mientras comienzan a traducirse al alemán, el escritor viaja constantemente por Turquía, Grecia, Italia, En mayo de 1888, durante una visita a casa de un primo, la hija de éste, María Babska, le declara su amor: Sienkiewicz, para escapar a este nuevo matrimonio, presenta un certificado médico.
Nuevos
viajes
A partir de 1889 amplía sus viajes: recorre Ostende, Sopot, en el litoral Báltico, España, París, Mientras, se defiende con un ensayo titulado de los ataques que recibía por su sentido del género; las críticas no serán vanas, pues pese a todo las tiene en cuenta en su obra futura; incluso se vuelve hacia la problemática contemporánea en («Sin dogma», aunque al castellano fue traducida como «Más allá del misterio»), que presenta a un aristócrata decadente y cosmopolita típico de la época.
En 1891, con un buen contrato de parte para África, que le decepciona: esperaba encontrar aventuras y sólo halla una realidad pintoresca, de las que dejará testimonio en sus . Es en junio de 1892 cuando, alentado por el pintor H. Siemiradzki y el profesor de filología clásica K. Morawsky, lee a Renan y decide consagrar una novela corta al tema de los primeros cristianos: , que puede considerarse como el antecedente de
El fracaso
de su
segundo
matrimonio
A finales de ese año, animado por las cartas de una admiradora de 18 años, Maria Wolodkiewicz, pasa las navidades en Odesa, en la casa familiar de la muchacha; tras el compromiso, vendrá la boda, pero antes, para hacer frente a los gastos de su nueva situación, firma un contrato para escribir una «gran novela», . Se celebra el matrimonio en 1893; no resistirá mucho: durante el viaje de novios, al que les acompaña la suegra, ésta provoca en Venecia la separación de los esposos. Tras el escándalo en la prensa y un proceso penoso el matrimonio será anulado por Roma en 1896.
Quo vadis?
1895-1896
Son esos años de angustia los de la redacción de : en octubre de 1894 lee en público un fragmento sobre la capilla romana que está en el eje de la novela, cuya primera entrega aparece en febrero de 1895 en sus periódicos habituales. Su redacción será concluida el 18 de febrero de 1896, en un hotel de Niza. Sienkiewicz ha logrado convertirse en el escritor vivo más importante de Polonia: sus obras completas se editan en lujosas encuadernaciones, se traduce a diversos idiomas: comienza una nueva narración histórica, , que no terminará hasta 1900. Su vida se limita a la redacción de esa obra, a los constantes viajes que ahora tienen un motivo central: difundir la idea de la independencia polaca. Aunque mediante suscripción nacional, que alcanza los setenta mil rublos, le regalan una gran propiedad en Oglegorek, cerca de Kielce, el escritor residirá poco en ella.
El éxito
Su fama trasciende las fronteras: las ciudades de Polonia le agasajan, las universidades le nombran doctor , el papa León XIII le envía su bendición tras ver varios cuadros escénicos de ; Francia le concede la legión de honor mientras recorre Europa pronunciando conferencias en favor de la causa de su país. En 1904 se casa con María Babska, a la que había rechazado en 1888.
Defensa de
Polonia
Cuando la academia sueca le concede en 1905 el Premio Nobel de Literatura, Sienkiewicz lo aprovecha para dar a conocer al mundo la situación de su país. Comienza, con esa misma idea, otra novela histórica, , consagrada al reinado de Sobieski en el siglo , pero es un fracaso. Su vinculación a Roman Dmowski y el partido Democracia Nacional, de raíz conservadora, se opone a cualquier forma de socialismo; protesta contra la política de germanización de las escuelas polacas por parte de Guillermo II, y contra la burocracia zarista en su . En el plano literario ataca violentamente a los defensores del arte «decadente», que replican denunciando su reaccionarismo No obstante, su burla del nacionalismo ucraniano, que se opone al polaco, habría de valerle alguna multa de las autoridades. Es en ese momento cuando comienza una novela antirrevolucionaria, , cuyas entregas comenzarán a aparecer en los diarios conservadores en 1909 Poco más tarde concluye , que novela sus recuerdos de África.
El 1 de agosto de 1914, fecha en que comienza la primera guerra mundial, concluye la publicación en folletón de una novela histórica que quedará inconclusa, , sobre las legiones polacas que acompañaron a Bonaparte a Italia. Refugiado en ese año en Suiza, en Vevey, donde preside un comité de ayuda a las víctimas polacas de la guerra, morirá de una embolia el 15 de noviembre de 1916. Ocho años más tarde sus cenizas serán trasladadas a Varsovia.
Quo vadis?
La
documentación
histórica
Carente de cualquier valor historicista, pese a que Sienkiewicz se documentara con todo cuidado, fue analizada en el momento de su publicación por los estudiosos tanto de la historia como de la narrativa. Que el historiador Tácito fue su libro de cabecera, lo sabemos por confesión propia. En respuesta a su cuñada Jadwiga Szetkiewicz, que se extrañaba de que pudiera escribir en medio de los disgustos que había ocasionado su segundo matrimonio roto durante el viaje de bodas, y las molestias provocadas por el proceso para la anulación, Sienkiewicz le escribe el 15 de mayo de 1894: «Te asombras de que pueda escribir en esta situación. Te diré que no sólo escribo mucho, sino que hago estudios muy serios para Leo a Tácito por las noches y todo lo que cae en mis manos. Cierto que es un exceso de trabajo, que apenas me encuentro bien de salud y que estoy casi agotado.» Pero esa referencia al historiador latino, no es suficiente: de sus dependen, quizás, el esquema general del relato y algunos de los personajes; en ocasiones, las frases del historiador le sirven de punto de partida para un desarrollo mayor. Cuando Tácito (XIII, 32) dice que Pomponia Grecina se había entregado a «supersticiones extranjeras», nada indica que esa superstición sea la cristiana. La muerte de Petronio es, en Tácito, una escena terrible, porque la carta en que dicta los abusos de Nerón es escrita por el autor del cuando ya se ha abierto las venas y se va desangrando. Si el incendio de Roma sigue los (XV, 38-40), los últimos días del emperador parecen salir de las , de Suetonio.
La
documentación
literaria
También suscitaron polémica las fuentes narrativas: tres fueron los títulos que se ofrecieron pronto a la consideración de los estudiosos como fuentes directas de , de René de Chateaubriand; , de Alejandro Dumas; y , de Renan; pero el novelista polaco afirmó no haber leído los dos primeros títulos: «… no así de Renan. no es ni su reducción, ni su imitación: es un documento histórico capital, y muy tonto sería el novelista que, hablando de la época neroniana, no aprovechara esta obra, además de Tácito, Suetonio, Dión Casio, Además, quienes se ocupan de estas cosas saben de sobra hasta qué punto Renan utilizó los de Tácito. Cierto que al escribir yo aproveché diversas obras francesas de Beulé, de Fustel de Coulanges, de Baudrillart, de Boissiert y de Allard; lo mismo que otras obras alemanas, inglesas y especialmente latinas. Pero creo que estoy en mi derecho, como cualquier otro novelista».
Las
polémicas
Parece evidente que algunos cuadros proceden del escritor francés autor de : Renan, convencido del gusto de Nerón por los valores mitológicos y poéticos, es el primero en situar a Dirce, en el circo, entre los cuernos de un uro, lo mismo que Sienkiewicz hace con Ligia. Pero la documentación clásica del polaco era fuerte: tan pronto le vemos justificar la existencia de Atelio Híster —cuya referencia ha encontrado en la segunda edición de Tácito—, como explicar que figura en la inglesa, aunque puede ser error o variante de ; lo mismo ocurre con otros términos por él empleados, e incluso con su topografía romana: «Sigo sin tener un buen plano de Roma, aunque tengo dos. Los dos son malos, pero indican que del se podía pasar no sólo al templo de Apolo, sino a la y Farrar escribe eso mismo…».
También justifica la presencia de ligios en Roma, aunque en esa afirmación haya más de intentona nacionalista que de rigor histórico: «He elegido a mis ligios porque vivían entre el Oder y el Vístula. Quiero pensar que Ligia era polaca, si no de Lituania, cuando menos de Poznan, que también es una buena posibilidad». Realidad y fantasía se hallan pues mezcladas en la narración: hay errores, o albedríos, que Sienkiewicz se toma con la geografía, aunque en líneas generales su respeto topográfico sea muy notorio: la Puerta Capena no estaba donde se la coloca al final de la novela; el cementerio Ostriano no habría aparecido hasta el siglo , según un periódico italiano, al que Sienkiewicz replicó aduciendo la autoridad de un latinista como Dom Guéranguer, autor de un libro sobre la sociedad romana en los dos primeros siglos.
Durante la polémica en que Sienkiewicz negaba su dependencia de Chateaubriand, afirmaba que sus polemistas parecían «ignorar que existe toda una literatura, historias y novelas, referidas a Nerón en todas las lenguas europeas. Los relatos alemanes e ingleses de los tiempos de Nerón y de los Césares podrían contarse por docenas. En polaco existe: , de Kraszewski; (de la época de Tiberio), del mismo autor, y el soberbio (sobre la época de Heliogábalo), de Krasinski».
La novela
histórica de
los orígenes
del
cristianismo
En efecto, en el primero de estos libros citados por Sienkiewicz tenemos un personaje, Julio Flavio, convertido por una joven cristiana, Sabina, que lo arranca de la corrupción general. También en él el compañero de andanzas y juergas del héroe se convierte después de ver morir a los cristianos, como aquí ocurre con Quilón. Pero además de esos títulos polacos, en el siglo hay en Europa toda una ristra de títulos que novelan los primeros tiempos del cristianismo con afanes dogmáticos, propagan dísticos y estetizantes. Aunque el francés René de Chateaubriand fue el primero, los ingleses, que tenían en Walter Scott el ejemplo más preclaro de novela historicizante, se adentraron con profusión por ese sendero: tenían, además de buenos especialistas en filología clásica que aportaban las bases reales de la vida romana de esos primeros tiempos, un interés religioso edificante, dada la coexistencia, sobre el suelo de ambas islas, de la religión protestante y la católica.
El primero en romper la marcha fue E. G. Bulwer Lytton, autor de (Los últimos días de Pompeya), publicado en 1835, año en que también aparece otra popular novela histórica, , del cardenal N. Wiseman, arzobispo de Westminster, que en 1857 fue traducida a lengua polaca. Tampoco desconocía otro título célebre sobre ese momento romano, que dedica especial atención a los juegos del circo y a las persecuciones cristianas: , de Lewis Wallace, que, editada en 1880, el propio Sienkiewicz recomendó traducir al polaco; fue él mismo quien revisó las pruebas del libro. Y lo mismo puede decirse de (Tinieblas y aurora), del pastor anglicano F. W. Farrar, que aparecía traducido en Cracovia, en 1894, dos años después de su edición original. En ésta puede encontrarse un antecedente claro de Ligia: la joven Claudia, de cabellos dorados, cristiana e hija del rey de los siluros, derrotado por los romanos, vive y se cría en casa de la misma Pomponia Grecina y es amada por un joven que puede parangonarse con Vinicio. También aparece Petronio, aunque con menor relieve novelesco y rodeado de un sin fin de personajes episódicos, lo mismo que el pasaje del regreso de Pedro a Roma tras la aparición y el en una obra italiana de A. della Sala Spada, (El mundo antiguo), editada en 1878. Podrían añadirse otras referencias a las aquí citadas: no nos llevarían a ninguna conclusión: en un momento en que el romanticismo está ya pasado de moda, la novela histórica que ese movimiento había creado en sus inicios sigue viva.
El fin del
romanticismo
histórico
Cierto que ya no contiene la ideología progresista —y blanda, edificante, didáctica— con que Víctor Hugo, por ejemplo, dotara a sus recreaciones; ni el interés por la aventura de recrear unos mundos pasados que aún pueden despertar interés en el presente, como en el caso de Walter Scott. Ahora, esas novelas decimonónicas de carácter religioso parecen ir dirigidas al entorno familiar, como libros educativos que tienen en el mundo pretérito los elementos pintorescos para despertar el interés, mientras la parte narrativa real remacha los puntos más sutiles de la costumbre religiosa —no del dogma, suficientemente arraigado en la conciencia de los lectores—. De ahí, esa insistencia de Sienkiewicz en la contraposición de las disolutas costumbres de los romanos frente a la pureza de Ligia y Pomponia Grecina; la prédica constante del amor cristiano y el perdón frente a la venganza de las ofensas prescritas por los hábitos de un pueblo de guerreros que extendía su dominio prácticamente a todo el mundo conocido.
El
enfrentamiento
con el
realismo
naturalista
Frente al naturalismo que en ese momento domina la literatura europea de fin de siglo, Sienkiewicz le pedía a la narrativa una misión consoladora. Porque Emile Zola, padre del movimiento naturalista, había convertido la novela, según creía el polaco, «en mentira, exceso, complacencia en la descomposición, ésa es la cosecha de estos últimos tiempos… un río de barro y de veneno». Pero hubo un momento en que Sienkiewicz quiso hacer «buena» literatura: con su primera gran trilogía, la formada por , y , incidía en la realidad polaca tratando de galvanizar a sus compatriotas sometidos bajo el yugo ruso y prusiano; en elabora una narración cuyo objetivo claro es denunciar las taras de la sociedad contemporánea.
Contra Zola
Sin embargo, en 1893 publica varios artículos bajo el título de , a raíz de su lectura de , donde, entre denuestos contra Zola, se vuelve contra el objetivo de la novela naturalista, el análisis: «¡El análisis! Se analiza en nombre de la verdad que debe decirse, pero se analiza el mal, la suciedad, la podredumbre humana y la fealdad, y de todo ello no sale más que un estrago del gusto y un escaparate de estiércol y de crímenes». Sienkiewicz denuncia ese naturalismo —y podemos descubrir lo que pretende con su novela— «¡por romper el equilibrio, el sentido común, la tranquilidad del alma!…». Prosiguiendo con su requisitoria, acusará al autor de de una carencia que constituirá el meollo de su propia narración: «Qué falta de caridad presentar de este modo la vida a gentes que sin embargo tienen que vivir. Tienen que vivir y piden un consuelo para el camino. Maestros como Zola no les dan sino descomposición, caos, horror a la vida y desesperación… Los asfixiados tienen hoy necesidad de aire fresco, los que dudan necesitan esperanza, los que la inquietud atormenta, calma… En este campo empobrecido no crece más que la cizaña. La novela debe dar fuerza a la vida y no minarla; ennoblecerla y no ensuciarla; llevar la buena nueva, no la mala».
Camino
hacia
la religión
En estas frases y otras semejantes que pueden espigarse con profusión en su correspondencia de la época de escritura de , Sienkiewicz insiste una y otra vez en que su relato quiere ser consolación de la vida, camino que lleve del racionalismo a la religión: «Mi novela alcanzará, por la fuerza de las cosas, las dimensiones de una epopeya cristiana llena de tipos diversos. Convertiré a Vinicio, que es un violento. Mostraré a Ligia sobre los cuernos de un uro, pero ambos terminarán juntos, una vez convertidos, porque es preciso que al menos en la literatura haya más caridad y dicha que en la realidad. De este modo, los libros pueden ser la consolación de la vida, como lo fue antaño la filosofía…».
Al margen
de las
corrientes
del
modernismo
Para ello escribe una trama que entra de lleno en la apologética cristiana y se sitúa al margen de las corrientes europeas, no sólo de los naturalistas, sino incluso de los intelectuales neocatólicos (Paul Bourget, Henri Bordeaux), de los «místicos» (Dostoyevski, Tolstoi), de los «convertidos» (Verlaine, Claudel, Huysmans), dejando a éstos el análisis del presente, y refugiándose en la antigüedad. En o en ya había intentado esos caminos misticizantes; pero las consideraba fracasos: su imaginación sólo funcionaba bien, según confesión propia, cuanto más se remontaba en el tiempo: «en nuestra época inculta —escribe incluso en 1906— se sienten ganas de huir de la barbarie y viajar a los templos griegos, de trocar los contornos difusos por las líneas rectas y las frases enfáticas y sombrías por una lengua clara y noble».
Nos encontramos en definitiva ante la recreación de un pasado lejano y mítico, de una edad de oro que nada tiene que ver con la existencia cotidiana del lector. Las imágenes de Sienkiewicz llevan tejida sobre su cabeza una especie de aura irreal que es, precisamente, lo que constituye su originalidad y lo que le valió un éxito enorme para la época. Mas este historicismo de colores de pastel ha circunscrito su obra a ámbitos juveniles, pese a su premio Nobel, sin lograr, como consiguió Flaubert con otra novela histórica, , alcanzar el calificativo de «buena» literatura: el mundo antiguo no era sólo, en el autor polaco, un recurso contra la fealdad del mundo real que vivió, sino un refugio contra la mezquindad de los problemas personales que en 1893-1894 sufría a raíz de su segundo matrimonio frustrado.
Elena Fernández
Mauro Armiño