Quo Vadis?

Capítulo XXXIX

Capítulo XXXIX

Urso sacaba agua de la cisterna y, mientras arrojaba una doble ánfora atada por una cuerda, canturreaba una melodiosa canción ligia. Con los ojos radiantes de alegría, contemplaba a Ligia y a Vinicio como blancas estatuas entre los cipreses del jardín de Lino. Ninguna brisa iba a agitar sus ropas. Una penumbra dorada y violeta reinaba en el jardín, y en la serenidad del crepúsculo los dos hablaban cogidos de la mano.

—¿No tienes nada que temer, Marco, por haber dejado Ancio sin permiso del César? —preguntó Ligia.

—Nada, querida —respondió Vinicio—. El César ha anunciado que permanecería encerrado durante dos días con Terpnos para componer nuevos cantos. Le ocurre a menudo, y entonces se olvida de todo lo demás. Por otro lado, ¿qué me importa el César si estoy a tu lado y te miro? Te echo mucho de menos, y durante estas últimas noches no he podido dormir siquiera. A veces, me adormilaba de fatiga; pero me despertaba al punto con la sensación de que te amenazaba un peligro, o soñaba que me habían preparado los caballos que debían traerme de Ancio aquí y gracias a los cuales, en efecto, he cubierto esa distancia con una velocidad que no alcanzará nunca ningún correo del César. No habría podido vivir más tiempo sin ti. ¡Te amo tanto, mi querida, adorada mía!

—Sabía que vendrías. Envié dos veces a Urso a las Carenas para tener noticias tuyas. Lino se burló de mí y Urso también.

Podía comprobarse que ella le esperaba porque en vez del ropaje oscuro que solía llevar, se había puesto una blanca de paño fino, de la que emergían sus hombros como unas primaveras saliendo de la nieve. Algunas anémonas rosas adornaban sus cabellos.

Vinicio cogió la mano de la joven y la oprimió contra sus labios; se sentaron en un banco de piedra en medio de espinos blancos y contemplaron en silencio los últimos rayos del sol poniente que se reflejaban en sus ojos.

Y poco a poco también ellos fueron invadidos por la paz del atardecer.

—¡Qué calma! ¡Y qué bello es el mundo! —murmuró Vinicio a media voz—. ¡Qué dulce y magnífica la noche que cae! Me siento feliz como nunca lo he sido. Dime, Ligia, ¿de dónde procede esto? Jamás habría creído que pudiera existir un amor semejante. Donde no veía más que fuego en las venas y una pasión furiosa, ahora comprendo que se puede amar con cada gota de su sangre, con cada aliento, y sentir a la vez una calma inmensa y dulce como si el Sueño y la Muerte acunaran el alma a la vez. Todo es nuevo para mí. Contemplo esos árboles inmóviles y me parece que su calma desciende a mí. Hoy sólo comprendo que puede existir una felicidad insospechada, hoy comprendo por qué tú y Pomponia Grecina parecíais tan serenas… ¡Sí!…, ¡esta felicidad os la da Cristo!

Ella reclinó su cabeza maravillosa en el hombre:

—Marco, querido…

No pudo decir más. La alegría, la gratitud, el pensamiento de que ahora tenía derecho a amarlo, habían apagado su voz y llenado sus ojos de lágrimas. Vinicio, rodeando su esbelta cintura, la estrechó contra él:

—¡Ligia, bendito el instante en que por primera vez oí Su nombre! Ella respondió en voz baja:

—Te quiero, Marco.

Luego guardaron un instante de silencio, demasiado emocionados para hablar. Los últimos reflejos violáceos se apagaron sobre los cipreses; la luna nueva surgió plateando los árboles.

Por fin, Vinicio empezó a hablar.

—Lo sé… Nada más entrar, nada más besar tus queridas manos he leído en tus ojos esta pregunta: «¿Estás ya impregnado de la doctrina divina que yo profeso, estás bautizado?». No, aún no estoy bautizado; y la razón es la siguiente, ¡oh, mi flor! Pablo me ha dicho: «Te he convencido de que Dios había bajado a la tierra y se dejó crucificar por nuestra salvación; pero ha sido Pedro el primero que extendió la mano sobre ti y te bendijo. Que sea él, pues, quien te purifique en la fuente de gracia». Además, querida, quiero que tú asistas a mi bautismo y que Pomponia sea mi madrina. Por eso no me he bautizado todavía, aunque creo en Nuestro Salvador y en su dulce doctrina. Pablo me ha convencido, me ha convertido, ¿cómo podría haber sido de otro modo? ¿Cómo no creer que Cristo bajó a la tierra cuando Pedro lo dice, él, que fue su discípulo, y Pablo, a quien se apareció? ¿Cómo no había de creer yo que Él era Dios, puesto que resucitó de entre los muertos? Se le vio por la ciudad, y en el lago, y en la montaña; y quienes Lo vieron son hombres cuyos labios desconocen la mentira. Y creí todas esas cosas el día en que oí a Pedro en el Ostriano; porque ya entonces me decía: Cualquier otro hombre podría mentir, excepto él, que afirma: «¡He visto!». Pero vuestra doctrina me daba miedo. Me parecía que te arrancaba de mí, que no había en ella ni sabiduría, ni belleza, ni felicidad. Ahora que la conozco, ¿qué hombre sería si no deseara ver reinar en la tierra la verdad y no la mentira, el amor y no el odio, la bondad y no el crimen, la fidelidad y no la traición, la caridad y no la venganza? Y eso es lo que vuestra doctrina quiere. Otras reclaman también la justicia, pero vuestra doctrina es la única que vuelve justo el corazón humano. Lo vuelve puro como el tuyo y el de Pomponia, lo vuelve fiel como el tuyo y el de Pomponia. Estaría ciego si no lo viese. Y si el Cristo-Dios prometió además una vida eterna y una dicha infinita, ¿qué no puede otorgar al hombre el poder divino, qué más puede éste desear? Si preguntase a Séneca por qué recomienda la virtud cuando la perversidad produce más placer, no me respondería nada razonable. Y yo sé ahora por qué hay que ser virtuoso. Porque el amor y la bondad derivan de Cristo y porque, cuando la muerte me haya cerrado los ojos, encontraré la vida, encontraré la felicidad, me encontraré a mí mismo y te encontraré a ti, amada mía… ¿Cómo no amaría ni aceptaría esta doctrina que, al mismo tiempo, enseña la verdad y destruye la muerte? ¿Quién no preferiría el bien al mal? Yo creía que vuestra doctrina se oponía a la felicidad, y Pablo me ha hecho comprender no sólo que no nos la quita, sino que la multiplica. A mi mente le cuesta comprenderlo, pero sé que es la verdad, porque jamás he sido tan feliz y jamás lo habría sido tanto, aunque te hubiera tomado por la fuerza y guardado en mi casa. Acabas de decirme: «¡Te quiero!». Y no habría podido arrancarte esas palabras, ni siquiera con la ayuda de todo el poder romano, ¡oh, Ligia! La razón dice que esta doctrina es divina, y el corazón siente que es la mejor. ¿Quién resistiría esas dos fuerzas?

Ligia escuchaba a Vinicio y lo miraba con sus ojos azules, semejantes, bajo los rayos de la luna, a flores místicas, y lo mismo que flores, húmedos de rocío.

—Sí, Marco. ¡Es verdad! —murmuró ella, apoyando con más fuerza su cabeza contra el hombro de Vinicio.

En aquel momento, ambos saboreaban una felicidad inmensa, porque se sentían ligados por una fuerza distinta al amor, una fuerza a la vez dulce e invencible que vuelve al amor mismo indestructible e invariable, más fuerte que las desilusiones, la traición e incluso que la muerte. Estaban seguros de que, pasara lo que pasase, no dejarían de amarse o de pertenecerse. Vinicio sentía también que aquel amor no sólo era puro y profundo, sino además inaudito. Lo inspiraba tanto Ligia como la doctrina de Cristo, tanto la claridad lunar que bañaba dulcemente los cipreses como aquella noche deliciosa…, hasta el punto de que todo el universo le parecía impregnado de aquel amor.

Y habló con una voz dulce y emocionada:

—Tú serás el alma de mi alma y serás mi bien más preciado. Nuestros corazones latirán al unísono, nuestra plegaria será la misma, el mismo nuestro agradecimiento a Cristo. ¡Oh, amada mía, vivir juntos, adorar juntos al dulce Señor y saber que tras la muerte nuestros ojos se abrirán todavía, como después de un sueño feliz, a una luz nueva! ¿Qué más se puede desear?… Y me asombro únicamente de no haberlo comprendido antes. ¿Sabes lo que pienso hoy? Que nadie resistirá ante esta doctrina. Dentro de doscientos o trescientos años, será aceptada en el mundo entero. Los hombres olvidarán a Júpiter, olvidarán a los demás dioses, y sólo Cristo subsistirá, no habrá más que templos cristianos. Porque ¿quién rechazaría su propia felicidad? Ah, sí, asistí a una entrevista de Pablo con Petronio, y ¿sabes lo que éste terminó diciendo? Respondió: «Todo esto no va conmigo». Y no encontró ninguna otra respuesta.

—Repíteme las palabras de Pablo —dijo Ligia.

—Estábamos una noche en mi casa. Petronio se puso a hablar con negligencia y en broma, como suele, y entonces Pablo le dijo: «¿Cómo tú, sabio Petronio, puedes negar la existencia de Cristo y su resurrección de entre los muertos, si no habías nacido entonces y Pedro y Juan lo vieron, y yo mismo lo encontré en el camino de Damasco? Que tu sabiduría nos demuestre que somos mentirosos, y sólo entonces podrás negar nuestro testimonio». Petronio respondió que no pensaba en replicarle, porque sabía de sobra que ocurren muchas cosas incomprensibles que, sin embargo, son atestiguadas por hombres dignos de fe. «Pero —añadió— la revelación de algún dios extraño es una cosa, y reconocer su doctrina otra. No quiero conocer nada que pueda echar a perder mi vida y destruir su belleza. No se trata de saber si nuestros dioses son verdaderos, sino si son hermosos, y que gracias a ellos podemos vivir alegremente y sin preocupaciones». Entonces Pablo le respondió: «Rechazas la doctrina de amor, de justicia y de misericordia, por temor a las preocupaciones de la vida; pero, piénsalo, Petronio: ¿está exenta realmente vuestra vida de cuidados? Tú, señor, lo mismo que el más rico, lo mismo que el más poderoso, ignoras, al dormirte por la noche, si no serás despertado por una condena a muerte. Dime: si el César profesara una doctrina que enseña el amor y la justicia, ¿no sería más segura tu dicha? Temes por tus alegrías; pero entonces ¿no sería más alegre la existencia? En cuanto a los placeres de la vida y del arte, y dado que habéis edificado tantos templos y estatuas tan magníficas en honor de divinidades perversas, vengadoras, pervertidas y variables, ¿qué no haréis en honor del Dios único de amor y de verdad? Estás satisfecho de tu destino porque eres poderoso y rico; pero habrías podido ser pobre y vivir abandonado, y entonces más te valdría que los nombres reconociesen a Cristo. En vuestra ciudad se ve a padres, incluso con fortuna, desterrar a los hijos del hogar para ahorrarse la molestia de educarlos. A esos niños se los llama , y tú, señor, habrías podido ser uno de ellos. Pero no podría pasarte si tus padres vivieran según nuestra doctrina. Si, llegado a la edad adulta, hubieras desposado a la mujer que amabas, habrías querido que te fuese fiel hasta la muerte. Y ya ves lo que pasa entre vosotros: ¡cuánta vergüenza, cuántos oprobios, cuánto desprecio por la fidelidad conyugal! Vosotros mismos os sorprendéis de encontrar una de esas mujeres que llamáis . Pero no estáis seguros ni de vuestros amores, ni de vuestros padres, ni de vuestros hijos, ni de vuestros servidores. El universo tiembla ante vosotros y vosotros tembláis ante vuestros esclavos, porque sabéis que en cualquier instante pueden vengarse de vuestro yugo de una forma terrible, como ya han hecho más de una vez. Eres rico, e ignoras si mañana no te ordenarán restituir tus riquezas; eres joven, y quizá mañana tengas que morir; amas, pero la traición te acecha; tienes tus villas y tus estatuas, pero mañana podrías ser desterrado a Pandataria; tienes miles de esclavos: mañana podrían degollarte. Siendo así, ¿cómo podéis estar tranquilos, ser felices y vivir contentos? Mientras que yo predico el amor, enseño la doctrina que ordena a los superiores amar a los inferiores, a los amos amar a sus esclavos, a los esclavos servir por cariño; esta doctrina difunde la justicia y la misericordia, y finalmente promete la felicidad, una felicidad tan vasta como el mar. Entonces, ¿cómo tú, Petronio, puedes decirme que echa a perder la vida, si la endereza, y tú mismo serías cien veces más feliz y más tranquilo si se esparciese por el universo como se ha extendido vuestro poder romano?».

»Así hablaba Pablo, y Petronio respondió: “Todo eso no va conmigo”. Y fingiendo tener sueño salió, no sin añadir: “Prefiero mi Eunice a tu doctrina, hebreo, pero sin embargo no querría discutir contigo en público”. En cuanto a mí, escuchaba a Pablo de Tarso con toda mi alma, sobre todo cuando hablaba de nuestras esposas, y yo glorificaba con todo mi corazón la doctrina de la que has nacido, como la primavera hace nacer los lirios. Y pensaba: He ahí a Popea que ha abandonado a dos maridos por Nerón, ahí tenemos a Calvia, a Crispinila, a Nigidia, a casi todas las que conozco, salvo Pomponia, que trafican con su fidelidad y sus deberes. Sólo una, mi única Ligia, no me abandonará, no me traicionará, no dejará apagarse mi hogar, aunque todas mis esperanzas me traicionen y me engañen. Yo te decía desde el fondo de mi alma: ¿Cómo probarte mi gratitud de otro modo que por el amor y el respeto? ¿Sentías que allí, en Ancio, yo hablaba contigo siempre, sin tregua, como si hubieras estado a mi lado? Te amo cien veces más porque me rechazaste en el palacio del César. No quiero nada de sus palacios, ni de su lujo, ni de sus cantos. ¡Sólo te quiero a ti! Di una palabra, y nos marchamos de Roma para asentarnos en alguna parte, lejos, muy lejos.

Y ella, que seguía manteniendo la cabeza sobre el hombro de su prometido, alzó unos ojos soñadores hacia la cima argentada de los cipreses y respondió:

—Bien, Marco. En tu carta me hablaste de Sicilia. Ahí es donde también irán los Aulo para pasar sus últimos días…

Vinicio la interrumpió con alegría:

—Sí, amada. Nuestras tierras son vecinas. Hay una maravillosa ribera donde el clima es más dulce todavía, las noches más serenas y más perfumadas que en Roma… Allí la vida y la felicidad son una.

Y se puso a soñar en el futuro.

—Allí podemos olvidar todos los cuidados. Pasearemos por los bosques de olivos y descansaremos a su sombra, ¡oh, Ligia! ¡Qué vida será la nuestra sintiéndonos tranquilos, amándonos, contemplando el cielo y el mar, venerando a un Dios de misericordia, haciendo el bien a nuestro alrededor y distribuyendo la justicia, y todo en medio de una calma profunda!

Ante esta perspectiva de futuro se callaron. Vinicio estrechaba con más fuerza cada vez a Ligia contra su pecho con su mano, donde a la claridad de la luna brillaba su anillo de caballero. En el barrio habitado por una pobre población de trabajadores, todo dormía y ningún ruido venía a turbar el silencio.

—¿Me permitirás ver a Pomponia? —preguntó Ligia.

—Sí, , los invitaremos a venir a nuestra casa, o iremos a la de ellos. ¿Quieres que llevemos con nosotros al apóstol Pedro? Está abrumado por la edad y las fatigas. También Pablo irá a vernos. Convertirá a Aulo Plaucio, y, como los soldados que fundan colonias en lejanas regiones, nosotros fundaremos una colonia cristiana.

Ligia cogió la mano de Vinicio y quiso llevarla a sus labios. Pero él, en voz baja, como si temiera que su dicha volase, le dijo:

—No, Ligia, no. Soy yo quien debe respetarte y venerarte. Dame tu mano.

—Te quiero —murmuró Ligia.

Sostuvo largo tiempo sus labios sobre la mano blanca como el jazmín. Durante un momento no oyeron más que el latido de su corazón. Ninguna brisa había; y los cipreses callaban, como si también ellos hubieran contenido su respiración…

Pero de pronto aquel silencio fue roto por un gruñido inesperado que parecía salir de la tierra. Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Ligia. Vinicio se levantó y dijo:

—Son los leones que rugen en los …

Prestaron atención. Al primer rugido respondió un segundo, un tercero, un décimo… por todas partes. A veces había en la ciudad varios millares de leones encerrados en las diferentes arenas y por la noche pegaban a menudo sus cabezas lanosas a las rejas y exhalaban su nostalgia del desierto y de la libertad; y las voces contestándose en la noche silenciosa, llenaban la ciudad de bramidos. Había en ello algo de inesperado y melancólico, y, al oír los gruñidos, Ligia sentía desvanecerse sus dulces sueños de futuro. Los escuchaba con el corazón angustiado por una inquietud singular.

Vinicio la rodeó con sus brazos:

—No temas nada, querida. Los juegos del circo serán dentro de poco y por eso todos los están llenos.

Y regresaron a la casita de Lino, acompañados por los rugidos redoblados de los leones.

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