Capítulo XIII
Capítulo XIII
Al día siguiente, cuando Petronio acababa apenas de vestirse en el , llegó Vinicio, citado por Tiresias. El joven tribuno ya sabía que nada nuevo había ocurrido en las puertas; lejos de alegrarse por la certeza de que Ligia todavía se hallaba en Roma, se mostraba más inquieto. En efecto, podía suponer que Urso había hecho salir a Ligia de la ciudad inmediatamente después de haberla raptado y antes que los esclavos de Petronio se apostaran ante las puertas. Cierto que en otoño, cuando los días comenzaban a acortarse, las puertas se cerraban muy temprano. Pero se abrían para los que se iban, que a veces eran bastante numerosos. También se podía franquear las murallas por otras vías, perfectamente conocidas, sobre todo por los esclavos que querían huir de la ciudad.
Vinicio había enviado a sus criados a todos los caminos que iban a las provincias y a todos los puestos de vigilancia con la orden de dar a los jefes de la guardia las señas de Urso y de Ligia, esclavos fugitivos, y prometer una recompensa si los detenían. Pero era poco probable que diera fruto; porque, suponiendo que los encontraran, las autoridades locales se negarían sin duda a detenerlos con una orden privada de Vinicio, no sellada por el pretor. Y ya era tarde para conseguir esa orden. Durante toda la víspera, vestido de esclavo, Vinicio había buscado a Ligia por todos los rincones de la ciudad, sin llegar a descubrir ni una huella ni el menor indicio. Había encontrado a los esclavos de Aulo, pero también ellos parecían buscar algo, nueva prueba de que los Aulo ignoraban qué había sido de la joven.
Como Tiresias le comunicó que un hombre estaba seguro de encontrarla, Vinicio había acudido a casa de Petronio donde, sin saludar casi, había empezado a preguntar.
—Ahora mismo vamos a verlo —le dijo Petronio—. Es un amigo de Eunice; ella ha de venir a disponer los pliegues de mi toga y nos informará sobre este hombre.
—¿Es la esclava que quisiste darme ayer?
—Y que tú rechazaste, por lo que te estoy muy agradecido: es la mejor de toda Roma.
Apenas había terminado de hablar cuando entró la , cogió una toga puesta sobre una silla con incrustaciones de marfil y la desplegó para ponerla sobre los hombros de Petronio. Su dulce rostro estaba radiante y la alegría brillaba en sus ojos.
Petronio la miró y le pareció muy hermosa. Una vez puesta la toga en su sitio, Eunice comenzó a colocársela; mientras se agachaba para disponer los pliegues, él pudo comprobar que sus brazos eran de una maravillosa encarnadura rosa pálido, que su pecho y sus hombros tenían una transparencia de nácar y alabastro.
—Eunice —le dijo—, ¿ha llegado el hombre de quien ayer hablaste a Tiresias?
—Sí, señor.
—¿Cómo le llaman?
—Quilón Quilónides, señor.
—¿Quién es?
—Es un médico, un sabio y un decidor de la buena ventura, que sabe leer el destino de los hombres y predecir.
—¿Y también a ti te ha dicho el futuro?
Eunice se puso roja hasta las orejas y el cuello.
—Sí, señor.
—¿Y qué te ha predicho?
—Que me esperaban un dolor y una dicha.
—El dolor ya te llegó de mano de Tiresias; la predicción de dicha también debe cumplirse.
—Ya se ha cumplido, señor.
—¿Cómo?
Ella murmuró:
—Me he quedado.
Petronio puso su mano sobre la rubia cabeza de Eunice.
—Has puesto muy bien hoy los pliegues, y estoy contento contigo, Eunice.
Cuando la mano de Petronio la tocó, sus ojos se vieron cubiertos de una niebla de felicidad y su pecho se agitaba.
Petronio y Vinicio pasaron al donde los esperaba Quilón Quilónides, que cuando los vio les hizo un profundo saludo. Pensando en su hipótesis de la víspera, según la cual podía ser el amante de Eunice, Petronio sonrió. El hombre que estaba ante ellos no podía ser amante de nadie. En aquel singular personaje había algo de repulsivo y de ridículo. No era viejo: en su barba sucia y su cabellera crespa apenas aparecían algunas canas. Su vientre estaba hundido, sus hombros arqueados, tanto que a primera vista parecía jiboso; de aquella jiba salía una cabeza enorme, con una cara que, para una vista aguda, tenía tanto de mono como de zorro. Su piel amarillenta estaba salpicada de pústulas, y su nariz, totalmente cubierta de ellas, testimoniaba su amor por el ánfora. Sus ropas estaban descuidadas: túnica oscura, tejida de pelo de cabra, y manto semejante, muy agujereado, dejaban ver una miseria verdadera o simulada. Al verlo, Petronio pensó inmediatamente en el Tersites de Homero, y respondiendo a su saludo con un gesto, le dijo:
—Salud, divino Tersites. ¿Qué tal van los chichones que te hizo Ulises bajo las murallas de Troya, y qué tal le va ahora en los Campos Elíseos?
—Noble señor —replicó Quilón Quilónides— el más sabio de entre los muertos, Ulises, envía por mi mediación a Petronio, el más sabio de entre los vivos, un saludo y el ruego de cubrir mis chichones con un manto nuevo.
—¡Por Hécate Triforme! —exclamó Petronio—. La respuesta bien merece un manto…
Pero el impaciente Vinicio interrumpió la conversación preguntando a quemarropa:
—¿Sabes con seguridad de qué quieres encargarte?
—Cuando dos , en dos nobles casas, no hablan más que de una cosa que repite media Roma, no es difícil saberlo —replicó Quilón—. Anteanoche raptaron a una muchacha llamada Ligia, o más bien Calina, hija adoptiva de Aulo Plaucio. Tus esclavos, señor, la trasladaban del palacio del César a tu . Yo me comprometo a descubrirla en Roma, o bien, si ha salido de la ciudad, cosa muy dudosa, indicarte, noble tribuno, su refugio.
—Muy bien —dijo Vinicio, a quien había agradado la concisión de la respuesta—. ¿Y con qué medios cuentas?
Quilón sonrió con malicia.
—Los medios están en tu poder, señor; yo sólo tengo la inteligencia.
Petronio puso de manifiesto con una sonrisa que le placía su huésped.
«Este hombre podrá encontrarla», se dijo.
Pero Vinicio había fruncido el ceño:
—Miserable, si me engañas para sacarme dinero, te haré reventar a palos.
—Soy un filósofo, señor, y el filósofo no codicia las ganancias, sobre todo cuando están representadas por lo que acabas de dejarme entrever con tanta magnanimidad.
—¿Así que eres filósofo? —preguntó Petronio—. Eunice decía: médico y adivino. ¿De qué conoces a Eunice?
—Vino a pedirme un remedio, porque mi fama ha llegado a sus oídos.
—¿Un remedio para qué?
—Un remedio de amor, señor. Quería librarse de un amor no compartido.
—¿Y la has curado?
—He hecho algo mejor, señor, le he dado un amuleto que asegura el amor recíproco. En Pafos, en la isla de Chipre, existe un templo donde se halla el cinturón de Venus. Le he dado dos hilos de ese cinturón en una cáscara de almendra.
—¿Y te hiciste pagar un buen precio?
—Nunca se puede pagar bastante un amor recíproco. Me faltan dos dedos de la mano derecha, y quiero ahorrar algún dinero para comprarme un escriba que anote mis pensamientos y los transmita a las generaciones futuras.
—¿De qué escuela eres, divino sabio?
—Soy un cínico, señor, dado que llevo el manto lleno de agujeros; un estoico, dado que soporto con paciencia la miseria, y un peripatético, puesto que, como no tengo litera, deambulo de forma pedestre de taberna en taberna, haciendo que por el camino aprovechen mis lecciones los que prometan pagar una jarra.
—¿Y delante de una jarra te transformas en ?
—Heráclito dijo: «Todo fluye». No negarás, señor, que el vino también fluye.
—También Heráclito dijo que el fuego es una divinidad, y la divinidad irradia en tu nariz.
—Pero el divino Diógenes de Apolonia enseñó que el aire es la esencia misma de las cosas, que cuanto más caliente es el aire mayor es la perfección en los seres que crea, y que el aire más caliente procrea las almas de los sabios. Como empieza a hacer fresco en otoño, el verdadero sabio debe calentar su alma con el vino… Porque no podrás negar, señor, que una jarra, aunque sea de ese peleón de Capua o de Telesia, lleva el calor por todos los huesos de nuestra perecedera envoltura.
—Quilón Quilónides, ¿cuál es tu patria?
—Nací en Mesembria, en el Ponto Euxino.
—¡Eres grande, Quilón!
—¡Y desconocido! —añadió el sabio en tono melancólico.
Vinicio perdió de nuevo la paciencia. Tenía alguna esperanza y hubiera querido que Quilón comenzase inmediatamente sus búsquedas. Aquel tiempo de charla perdido le llenaba de ira contra Petronio.
—¿Cuándo empiezas tus investigaciones? —dijo volviéndose hacia el griego.
—Ya han comenzado. Y mientras respondo a tus benévolas preguntas, las prosigo desde aquí. Confía en mí, noble tribuno; has de saber que si pierdes los cordones de tu calzado, yo conseguiría encontrarlos, o encontrar a quien los haya recogido en la calle.
—¿Te han contratado otras veces para tareas semejantes? —preguntó Petronio.
El griego alzó los ojos al cielo:
—La virtud y la sabiduría gozan de tan poca honra en nuestros tiempos que un filósofo se ve obligado a buscarse otros medios de subsistencia.
—¿A cuáles has recurrido?
—Trato de saber todo lo que pasa y ofrezco mis informes a quien los necesita.
—¿Te los pagan?
—¡Ah, señor!, tengo que conseguir un escriba. En caso contrario mi sabiduría perecerá conmigo.
—Si hasta ahora no has podido encontrar el dinero necesario para un manto nuevo, tus méritos no deben ser muy apreciados.
—Mi modestia me impide mostrarlos. Pero dígnate pensar, señor, que los benefactores, que en otro tiempo eran multitud y que consideraban tan agradable cubrir de oro a un hombre de mérito como tragar una ostra de Puzol, ya no existen ahora. No son mis méritos los ínfimos, sino la gratitud de los hombres. Cuando se escapa un esclavo valioso, ¿quién lo encuentra sino el hijo único de mi padre? Cuando aparecen en los muros inscripciones contra la divina Popea, ¿quién señala a los culpables? ¿Quién descubre en las librerías versos contra el César? ¿Quién cuenta lo que se dice en las casas de los senadores y caballeros? ¿Quién lleva las cartas que no se quieren confiar a un esclavo, quién presta oído a los chismes de los barberos, quién recoge las confidencias de taberneros y marmitones, quién capta la confianza de los esclavos, quién sabe ver a través de una casa, desde el al jardín? ¿Quién conoce todas las calles, callejuelas y escondites? ¿Quién sabe lo que se dice en las termas, en el circo, en los mercados, en las escuelas de los lanistas, en las barracas de los mercaderes de esclavos, e incluso en los ?…
—¡Por todos los dioses! ¡Basta, noble sabio! —exclamó Petronio—, porque vamos a quedar sumergidos por las oleadas de tu mérito, de tu virtud, de tu sabiduría y de tu elocuencia. ¡Basta! ¡Queríamos saber quién eres, ya lo sabemos!
Vinicio estaba contento; se decía que, como un sabueso, una vez que estuviera sobre la pista, aquel hombre no se detendría antes de haber descubierto el escondite.
—Está bien —dijo—, ¿necesitas alguna indicación?
—Necesito armas.
—¿Qué clase de armas? —preguntó Vinicio asombrado.
El griego tendió una mano y con la otra hizo el gesto de contar dinero.
—Los tiempos son así, señor —dijo lanzando un suspiro.
—Entonces eres el asno que toma al asalto la fortaleza mediante sacos de oro —observó Petronio.
—No soy más que un pobre filósofo —respondió humildemente el otro—; vosotros sois los que tenéis el oro.
Vinicio le lanzó una bolsa; él la cogió al vuelo con rapidez, pese a faltarle dos dedos de la mano derecha.
Luego alzó la cabeza y dijo:
—Señor, sé más de lo que te imaginas. No he venido aquí con las manos vacías. Sé que la muchacha no ha sido raptada por los Aulo, porque ya he hablado con sus esclavos. Sé que no está en el Palatino, donde todos andan ocupados con la pequeña Augusta enferma, y creo incluso sospechar las razones que hacen que me prefiráis, para buscar a la fugitiva, a los vigilantes y soldados de César. Sé que su fuga ha sido obra de un servidor oriundo del mismo país que ella. No ha podido encontrar ayuda entre los esclavos, porque los esclavos se apoyan y no se habrían lanzado contra tus esclavos. No ha podido ser ayudado más que por sus correligionarios.
—¡Lo oyes, Vinicio! —le interrumpió Petronio—. ¿No te lo había dicho yo, palabra por palabra?
—Es un gran honor para mí —dijo Quilón—. La muchacha, señor, —continuó dirigiéndose a Vinicio— adora desde luego a la misma divinidad que Pomponia, la más virtuosa de las romanas, la verdadera matrona . Asimismo he oído decir que se había juzgado en secreto a Pomponia por el culto que habría consagrado a divinidades extranjeras, pero no he logrado saber por sus esclavos ni cuál era esa divinidad ni cómo se llamaba a sus fieles. Si lo supiera me dirigiría a ellos y me convertiría en el más ferviente de los adeptos. Ganaría su confianza. Pero tú, señor, tú, que por lo que sé has pasado quince días en casa del noble Aulo, ¿no podrías proporcionarme algunos indicios sobre este punto?
—No puedo —respondió Vinicio.
—Me habéis interrogado largo y tendido sobre muchas cosas, nobles señores, y yo he respondido a vuestras preguntas. Permitid ahora que os las haga a mi vez. Digno tribuno, ¿no observaste alguna estatuilla, alguna ofrenda? ¿No llevaba Pomponia, o tu divina Ligia, algún amuleto? ¿No trazaron ante ti signos que sólo ellas podían comprender?
—¿Signos?… Espera… Sí, un día vi a Ligia dibujar un pez en la arena.
—¿Un pez? ¡Aaah! ¿Sólo una vez o varias?
—Una vez.
—¿Y estás seguro de que dibujó un pez?
—Sí… —dijo Vinicio ganado por la curiosidad—. ¿Adivinas lo que significa?
—¡Vaya que si lo adivino! —exclamó Quilón.
Y haciendo un saludo como para despedirse, dijo:
—¡Que la Fortuna os colme de todos sus dones a ambos, mis dignos señores!
—¡Que te den un manto! —le dijo Petronio cuando se retiraba.
—¡Que Ulises te lo agradezca en nombre de Tersites! —respondió el griego.
Y tras un nuevo saludo, se fue.
—¿Qué piensas de este noble sabio? —preguntó Petronio.
—¡Creo que encontrará a Ligia! —exclamó Vinicio encantado—; pero también creo que si en alguna parte existiera un reino de picaros, éste sería su rey.
—No puedo decirte que no. Habré de intimar más con este estoico; mientras tanto, mandaré quemar incienso en el .
Quilón Quilónides, vestido con su nuevo manto, hacía sonar debajo de los pliegues la bolsa de oro que le había dado Vinicio y cuyo peso y agradable tintineo comprobaba encantado. Caminaba despacio y se volvía para asegurarse de que no le observaban desde la casa de Petronio. Pasó el pórtico de Livia y en una esquina del torció hacia Suburra.
«Tengo que ir a casa de Esporo —se dijo— para rociar con algunas gotas de vino el advenimiento de la Fortuna. Por fin he encontrado lo que buscaba hace tanto tiempo. Es joven, fogoso, generoso como las minas de Chipre, y por esa curruca ligia daría la mitad de sus bienes. Sí, es el hombre que buscaba hace tanto tiempo. Lo cual no supone que no haya que tener cuidado con él, porque su forma de fruncir el ceño no presagia nada bueno. ¡Ay, los lobeznos gobiernan hoy el universo!… Ese Petronio me daría menos miedo. ¡Dioses inmortales! ¿Por qué está mejor pagado en nuestros días el oficio de alcahuete que la virtud? ¡Ah! ¿Conque dibujó un pez en la arena? ¡Si sé lo que significa que me ahogue con un trozo de queso de cabra! Pero lo sabré. Y como los peces viven en el agua y las búsquedas acuáticas ofrecen mayor dificultad que en tierra firme, , él me pagará ese pez aparte. Una bolsa más como ésta y, libre de las alforjas de mendigo, podré comprarme un esclavo… ¿Y qué dirías, Quilón, si en lugar de un esclavo, te aconsejase comprarte una esclava?… Te conozco, apuesto que aceptarías… Si, por ejemplo, tuviera la hermosura de Eunice, rejuvenecerías a su lado, e incluso sería para ti una fuente de honestos beneficios, sin ningún riesgo. He vendido a esa pobre Eunice dos hilos de mi viejo manto… Es una estúpida, pero si Petronio me la diese, no la rechazaría… Sí, sí, Quilón, hijo de Quilón… has perdido padre y madre…, eres huérfano; ofrécete al menos el consuelo de una esclava. Cierto que tendrá que vivir en alguna parte; Vinicio le alquilará una vivienda que será un refugio para ti. Tiene que vestirse; por tanto Vinicio le pagará la ropa. Tendrá que comer; por tanto él la alimentará. ¡Ah, qué dura es la vida! ¿Qué ha sido de aquellos tiempos en que, por un óbolo, se podían tener las dos manos llenas de tocino con habas, o un trozo, tan largo como el brazo de un muchacho de doce años, de tripa de cabra lleno de sangre?… Pero ya estoy llegando a casa de ese pillo de Esporo. Todavía sigue siendo la taberna donde se entera uno de las cosas con mayor facilidad».
Entró en ella y se hizo servir una jarra de vino tinto. Ante una mirada incrédula del patrón, sacó de su bolsa una moneda de oro que puso sobre la mesa diciendo:
—Esporo, hoy, desde la aurora hasta mediodía he trabajado con Séneca, y ahí tienes lo que mi amigo me ha dado para el camino.
Los ojos redondos de Esporo se pusieron como platos y, sin más demora, ante Quilón apareció el vino. Éste metió en él un dedo, dibujó un pez encima de la mesa y dijo:
—¿Sabes qué significa?
—¿Un pez? ¡Un pez siempre es un pez!
—Y tú un imbécil, aunque en tu vino echas agua suficiente para que puedan encontrarse peces. Has de saber que es un símbolo que, en lenguaje filosófico, quiere decir: «Sonrisa de la Fortuna». Si hubieras adivinado, tal vez habrías hecho fortuna. Honra a la filosofía, te lo repito, porque si no cambiaré de taberna, como me aconseja desde hace tiempo mi viejo amigo Petronio.