Quo Vadis?

Capítulo XVII

Capítulo XVII

Quilón tenía auténtico interés en apartar a Glauco, que, aunque mayor, no era en modo alguno un viejo decrépito. En el relato que había hecho a Vinicio, había buena parte de verdad. En otro tiempo había conocido a Glauco, le había traicionado, entregado a los bandidos, separado de su familia, despojado, siendo él mismo instigador y cómplice del ataque. Sin embargo, el recuerdo de tales hechos era ligero para él, porque había abandonado a Glauco agonizando no en un albergue sino en pleno campo, cerca de Minturno. Lo había previsto todo, salvo que Glauco curaría de sus heridas e iría a Roma. Por eso, al verlo en la casa de rezos, aterrorizado ante aquel encuentro, había sentido un primer impulso de abandonar la búsqueda de Ligia. Pero, por otra parte, Vinicio le inspiraba un terror mayor aún. Comprendió que no tenía más salida que escoger entre el miedo que tenía a Glauco o la venganza del poderoso patricio secundado por otro más poderoso todavía, Petronio. Después de habérselo pensado, se decidió. Creyó que más valía tener por enemigos a los pequeños que a los grandes y aunque por ser de natural pusilánime temblase ante la idea de recurrir a métodos sanguinarios, creyó indispensable hacer matar a Glauco. Por eso ya no había más problema que elegir a los hombres que consentirían en encargarse de la tarea; y era ese proyecto el que había propuesto a Vinicio.

Habitual de los figones donde pasaba la mayor parte de sus noches en compañía de gentes sin casa, sin honor y sin fe, le resultaba fácil encontrar hombres que estuvieran dispuestos para la tarea, pero corría el riesgo de topar con algunos que, olfateando el dinero, comenzaran el trabajo por él, y después de haberse embolsado una cantidad, quisieran quedarse con todo amenazándole con entregarlo a los vigilantes. Además, desde hacía algún tiempo sentía aversión por la canalla, por las caras innobles y espantosas que se escondían en las guaridas del Suburra y del Transtíber. Midiendo todo por su rasero y no habiendo profundizado sino de modo imperfecto en los cristianos y su doctrina, los creía capaces de volverse instrumentos dóciles a sus deseos; juzgándolos también más concienzudos, había decidido dirigirse a ellos presentándoles el problema de forma que se encargasen de Glauco tanto por celo como por afán de lucro.

Con este propósito se dirigió aquella noche a casa de Euricio, al que sabía adicto en cuerpo y alma a su persona y dispuesto a hacer por él cuanto le fuera útil. Pero, prudente por naturaleza, no pensaba en descubrirle sus verdaderas intenciones, en oposición completa, además, con la confianza que el viejo profesaba por la virtud y la piedad de su bienhechor. Lo que necesitaba eran hombres dispuestos a todo, con los que se entendería de tal forma que, en interés propio, se vieran obligados a guardar sobre el caso un silencio eterno.

Después de haber rescatado a su hijo, Euricio había alquilado uno de esos frágiles tenderetes que abundan en los alrededores del , donde se vendía a los espectadores de las carreras olivas, habas, pan sin levadura y agua con miel. Quilón lo encontró ocupado en ordenar sus mercancías; lo saludó en nombre de Cristo e inició la conversación sobre el asunto que allí le llevaba. Puesto que les había prestado un gran favor, tanto a él como a su hijo, contaba con su gratitud. Necesitaba dos o tres hombres fuertes y valerosos para alejar un peligro amenazador no para él sino para todos los cristianos. Cierto que era pobre, porque había dado a Euricio casi todo lo que tenía; sin embargo, pagaría aquel favor siempre que los hombres confiaran en él y cumpliesen fielmente sus órdenes.

Tras haber escuchado casi de rodillas a su bienhechor, Euricio y su hijo Quarto declararon que ellos mismos estaban dispuestos a ejecutar cuanto quisiera, seguros de que un santo varón como él no les exigiría nada que fuera contrario a las enseñanzas de Cristo.

Quilón les aseguró que así era; y tras alzar los ojos al cielo, fingió rezar; pero en realidad reflexionaba sobre la oportunidad de aceptar su proposición y ahorrarse los mil sestercios. Sin embargo, tras un instante de meditación, renunció. Euricio era viejo y, si no estaba gastado por la edad, al menos las penas y la enfermedad habían mermado sus fuerzas. Quarto tenía dieciséis años: lo que Quilón necesitaba eran hombres expertos y sobre todo fuertes. En cuanto a los mil sestercios esperaba que, gracias a un plan que había tramado, se quedaría con una buena parte.

Ellos insistieron, pero ante la negativa de Quilón, Quarto dijo:

—Conozco al panadero Demas, señor; en su casa trabajan en la molienda esclavos y asalariados. Uno de éstos es tan fuerte que podría reemplazar no a dos, sino a cuatro. Yo mismo le he visto levantar piedras que cuatro hombres juntos no conseguirían desplazar.

—Si es un fiel que teme a Dios y que es capaz de sacrificarse por sus hermanos, preséntamelo —dijo Quilón.

—Es cristiano, señor —respondió Quarto—, como la mayoría de los que trabajan en casa de Demas. Hay obreros de día y obreros de noche: es uno de estos últimos. Yendo ahora llegaremos durante la comida de la noche y podrás hablar con él con toda libertad. Demas vive cerca del Emporio.

Quilón aceptó la propuesta. El Emporio estaba situado al pie del monte Aventino, no muy lejos del Gran Circo. Sin rodear las colinas, se podía ir siguiendo el río y, pasando por el , cortar camino.

—Me hago viejo —dijo Quilón, cuando entraban bajo la columnata— y a veces me falla la memoria. Sí, nuestro Cristo fue entregado por uno de sus discípulos; pero en este momento no puedo acordarme del nombre del traidor…

—Judas, señor; se ahorcó —respondió Quarto, muy sorprendido de que se pudiera olvidar ese nombre.

—¡Ah, sí, Judas! Gracias —dijo Quilón.

Luego caminaron algún tiempo sin hablar. Cuando llegaron al Emporio, que ya estaba cerrado, lo pasaron, rodearon los graneros donde se hacían las distribuciones de trigo y torcieron a la izquierda, hacia las casas que bordean la ruta de Ostia hasta el monte Testacio y el . Allí se detuvieron ante una construcción de madera de donde subía el ruido de las muelas. Quarto entró en él mientras Quilón, a quien no le gustaba aparecer ante una asistencia numerosa y temía además encontrarse con Glauco, permanecía fuera.

«Siento curiosidad por ver a ese Hércules transformado en molinero —se decía mientras contemplaba la luna que brillaba con fuerza—. Si es un canalla y un malvado, me costará algo caro; por el contrario, si es un cristiano virtuoso y un bobo, hará por nada todo lo que le pida».

Sus reflexiones fueron interrumpidas por el regreso de Quarto, que salió del edificio con otro hombre vestido sólo con una de esas túnicas llamadas , como las que llevan los obreros, y que dejan al desnudo el hombro y la parte derecha del pecho para no entorpecer ningún movimiento. Quilón lanzó un suspiro de alivio: en toda su vida no había visto un brazo ni un pecho como aquél.

—Aquí está, señor, el hermano al que deseas ver —dijo Quarto.

—Que la paz de Cristo sea contigo —dijo Quilón—; Quarto, di a este hermano si merezco su confianza, luego vuelve a tu casa, por amor de Dios, porque no hay que dejar solo a tu padre.

—Es un hombre santo —confirmó Quarto—, sacrificó toda su fortuna para rescatarme de la esclavitud, a mí, a quien ni siquiera conocía. ¡Que Nuestro Señor el Salvador le dé a cambio una recompensa celestial!

Al oír estas palabras, el colosal obrero se inclinó y besó la mano de Quilón.

—¿Cómo te llamas, hermano? —preguntó el griego.

—Padre, en el santo bautismo he recibido el nombre de Urbano.

—Urbano, hermano mío, ¿tienes tiempo de hablar libremente conmigo?

—Nuestro trabajo no empieza hasta media noche, y en este momento están preparándonos la cena.

—Tenemos todo el tiempo que necesitamos. Vamos a orillas del río y allí me oirás.

Fueron a sentarse en una piedra de la orilla, en medio de la calma sólo turbada por el lejano ruido de las muelas y el chapoteo de las olas que rodaban a sus pies.

Quilón examinó la cara del obrero y, a pesar de la expresión algo ruda y triste muy frecuente en los bárbaros que vivían en Roma, le pareció que reflejaba bondad y sinceridad.

«Sí —pensó—, es un hombre bueno y bobo que matará a Glauco gratis».

Y preguntó:

—Urbano, ¿amas a Cristo?

—Lo amo con toda mi alma y todo mi corazón —respondió el obrero.

—¿Y a tus hermanos y hermanas? ¿Y a todos aquellos que te han enseñado la verdad y la fe en Cristo?

—También los amo, padre mío.

—Entonces, que la paz sea contigo.

—Y también contigo, padre.

De nuevo se hizo el silencio, turbado sólo por el ruido de las muelas y el chapoteo del río.

Con los ojos clavados en la clara luna, Quilón empezó a hablar con voz tranquila y grave de la muerte de Cristo. Hablaba como si no se dirigiera a Urbano, como si estuviera contándose a sí mismo aquella muerte o hubiera confiado el secreto a la ciudad dormida. Había algo emocionante y solemne. El obrero lloraba, y cuando Quilón empezó a gemir y a lamentarse de que en el momento de la muerte del Salvador nadie estuviera allí para defenderlo, ya que no del suplicio de la cruz, al menos de los insultos de los soldados y de los judíos, los formidables puños del bárbaro se crisparon de pena y de rabia contenida. La muerte de Cristo le conmovía, pero ante la idea de aquella multitud que había ultrajado al Cordero clavado en la cruz, todo su ser de simple se estremecía y sentía una sed de venganza salvaje.

De pronto, Quilón le preguntó:

—Urbano, ¿sabes quién era Judas?

—Claro que lo sé, lo sé, pero se ahorcó.

El tono de su voz dejaba entrever una especie de lamento porque el traidor se hubiera hecho justicia a sí mismo y no pudiera caer entre sus manos.

Quilón prosiguió:

—Sin embargo, si no se hubiera ahorcado y algún cristiano lo encontrase, bien en la tierra, bien en el mar, ¿no debería vengar el suplicio, la sangre y la muerte del Salvador?

—¿Y quién no los vengaría, padre mío?

—¡Que la paz sea contigo, fiel servidor del Cordero! ¡Sí! Pueden perdonarse las ofensas propias, pero ¿quién tiene derecho a perdonar las ofensas hechas a Dios? Lo mismo que una serpiente nace de una serpiente, la maldad de la maldad y la traición de la traición, así del veneno de Judas ha nacido otro traidor; lo mismo que aquél entregó el Salvador a los judíos y a los soldados romanos, sus ovejas serán entregadas a los lobos por otro que vive entre nosotros; y si nadie previene esa traición, si nadie aplasta a tiempo la cabeza de esa serpiente, todos nosotros desapareceremos, y con nosotros la gloria del Cordero.

Mientras el obrero le miraba con una inquietud inaudita, como si no se diera cuenta de lo que oía, el griego se cubrió la cabeza con el faldón de su manto y repitió con voz sepulcral.

—¡Ay de vosotros, servidores del verdadero Dios! ¡Ay de vosotros, cristianos y cristianas!

De nuevo volvió el silencio: sólo se oía el ruido de las muelas, el canto apagado de los molineros y el chapoteo del río.

—Padre mío —preguntó al fin el obrero—, ¿quién es el traidor?

Quilón agachó la cabeza.

—¿Quién es el traidor? Un hijo de Judas, hijo de su veneno, que se hace pasar por cristiano y frecuenta las casas de rezo con el único fin de acusar a sus hermanos ante el César de no reconocer a éste por dios, de envenenar las fuentes, de inmolar a los niños, y de querer destruir esta ciudad hasta que no quede piedra sobre piedra. Dentro de unos días, los pretorianos recibirán la orden de encadenar a viejos, mujeres y niños y llevarlos al suplicio, como a los esclavos de Pedanio Segundo. Ésa es la obra de este otro Judas. Pero si nadie castigó al primero, si nadie se vengó de él, si nadie defendió a Cristo en la hora de su suplicio, ¿quién querrá castigar a éste, quién matará a esa serpiente antes de que haya hablado con el César, quién la hará desaparecer, quién salvará a los hermanos y a la fe cristiana de la perdición?

Urbano, que hasta entonces había estado sentado en su piedra, se levantó de pronto y dijo:

—Yo lo haré.

Quilón también se levantó, observó un momento la cara del obrero iluminada por los rayos de la luna, y luego, extendiendo los brazos, puso lentamente su mano en la cabeza del coloso:

—Ve entre los cristianos —dijo con voz solemne—, ve a las casas de rezo y pregunta a nuestros hermanos dónde está Glauco, y cuando te lo hayan mostrado, entonces, ¡en nombre de Cristo, mata!

—¿Glauco?… —repitió el obrero como para grabar aquel nombre en su memoria.

—¿Le conoces acaso?

—No, no le conozco. En Roma hay miles de cristianos y no se conocen todos. Pero mañana por la noche todos los hermanos y hermanas, sin exceptuar uno, se reunirán en el Ostriano, porque el gran apóstol de Cristo ha llegado, y es ahí donde va a predicar; los hermanos me mostrarán a Glauco.

—¿En el Ostriano? —preguntó Quilón—. Pero eso está fuera de la ciudad. ¿Todos nuestros hermanos y hermanas? ¿De noche? ¿Fuera de la ciudad? ¿En el Ostriano?

—Sí, padre mío, es nuestro cementerio, entre la Vía Salaria y la Vía Nomentana. ¿No sabes que el gran apóstol ha de predicar allí?

—He estado dos días sin ir a casa, por eso no he recibido su carta; e ignoro donde se encuentra el Ostriano, porque he llegado hace poco de Corinto, donde dirijo la comunidad cristiana… Pero está bien, y ya que Cristo te ha enviado esa inspiración, ve al Ostriano, hijo mío; encontrarás a Glauco entre nuestros hermanos, y le matarás al regresar a la ciudad; en recompensa, todos tus pecados te serán perdonados. Y ahora, que la paz sea contigo…

—Padre mío…

—Te escucho, servidor del Cordero.

Una gran perplejidad se pintó en los rasgos del obrero. Hacía poco había matado a un hombre, tal vez a dos, y la doctrina cristiana prohíbe matar. Cierto que no los había matado en defensa propia, aunque también eso estaba prohibido. No había matado por interés: ¡Cristo lo impide!… El obispo le había dado incluso hermanos para secundarle, pero no la autorización de matar; sin embargo, había matado sin querer, porque Dios le había castigado dándole una fuerza excesiva… y ahora lo expía cruelmente… Los otros cantan junto a las muelas, mientras él, desventurado, no piensa más que en su pecado y en la ofensa hecha al Cordero… ¡Cuántos rezos y cuántas lágrimas derramadas! ¡Cuántas veces no solicitó perdón del Cordero! Y comprende que aún no ha expiado bastante su culpa… Y acaba de prometer de nuevo matar a un traidor… De acuerdo, no hay que perdonar más que las ofensas propias: por tanto lo matará incluso delante de todos los hermanos y hermanas, mañana, en el Ostriano. Pero, antes, Glauco deberá ser condenado por los hermanos superiores, por el obispo o por el apóstol. Eso ya no es matar, e incluso hay placer en matar a un traidor, como si fuera un lobo o un oso; pero si por azar Glauco no fuera culpable… ¿Cómo asumir un nuevo crimen, un nuevo pecado, una nueva ofensa al Cordero?

—No hay tiempo para un juicio, hijo mío —le objetó Quilón—, porque del Ostriano el traidor irá directamente a ver al César a Ancio, o se refugiará en casa de un patricio al que sirve; pero gracias a la señal que voy a darte y que mostrarás cuando hayas matado a Glauco, recibirás por tu buena acción la bendición del obispo y del gran apóstol.

Tras estas palabras, sacó un sestercio, grabó en él una cruz con la punta de su cuchillo y entregó la moneda al obrero:

—Aquí tienes una sentencia contra Glauco y una señal para ti. Una vez que hayas hecho desaparecer a Glauco, presentarás este sestercio al obispo, y también te perdonará el otro crimen que cometiste sin querer.

El obrero vaciló al tender la mano para recoger la moneda; el primer crimen estaba aún demasiado fresco en su memoria y sentía una especie de espanto.

—¡Padre! —dijo con una voz casi suplicante—, ¿carga tu conciencia con esta acción y has oído a Glauco traicionar a sus hermanos, por ti mismo?

Quilón comprendió que tenía que dar pruebas, o citar nombres; si no, la duda podía penetrar en el corazón del gigante. De pronto tuvo una inspiración feliz:

—Escucha, Urbano, yo vivo en Corinto, pero soy oriundo de Cos y aquí en Roma enseño la doctrina de Cristo a una esclava de mi país, llamada Eunice, que sirve como en casa de un tal Petronio, amigo del César. Pues bien, en esa casa he oído a Glauco comprometerse a entregar a todos los cristianos, y afirmar, además, a otro familiar de César, Vinicio, que le encontraría entre los cristianos a una joven virgen…

Se detuvo para mirar, estupefacto, al obrero, cuyos ojos habían chispeado bruscamente como los de una bestia y cuyo rostro había adquirido una expresión de cólera salvaje y de amenaza.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó con cierto espanto.

—Nada, padre mío. ¡Mañana mataré a Glauco!

El griego se calló; un instante después, cogió al obrero por los hombros y le hizo volverse de forma que pudiera observar con atención su rostro, iluminado de lleno por la claridad de la luna. Vacilaba sin saber si tenía que seguir preguntándole y poner todo en claro o bien atenerse a lo que ya sabía.

Venció su innata prudencia. Respiró profundamente en dos veces, luego, con la mano puesta en la cabeza del obrero, le preguntó con voz solemne y enfática:

—¿Urbano es el nombre que has recibido en el santo bautismo?

—Sí, padre mío.

—¡Urbano, que la paz sea contigo!

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