Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVI
En Roma se sabía que el César visitaría Ostia de pasada, o, mejor dicho, que visitaría en ese puerto el mayor navío del mundo, llegado de Alejandría con un cargamento de trigo, y que, desde allí, por la Vía Litoral, se dirigiría a Ancio. Se habían dado las órdenes días antes: por eso, muy temprano, junto a la puerta de Ostia se apiñaba una muchedumbre: el populacho romano, mezclado con todas las naciones del universo, acudía para llenarse la vista con el espectáculo de la procesión imperial, del que la plebe nunca se saciaba.
El trayecto hasta Ancio no era largo ni penoso; en esta ciudad, donde se veían palacios y villas magníficas, podía encontrarse todo lo que exigían no sólo la comodidad sino el lujo más refinado de la época. No obstante, el César solía llevar de viaje todas aquellas cosas entre las que le gustaba vivir, desde los instrumentos de música y los objetos de uso, hasta estatuas y mosaicos que se colocaban durante los altos, por cortos que fuesen. Por eso, en sus desplazamientos era acompañado por un ejército entero de servidores, además de las escoltas de pretorianos y los augustanos, cada uno de los cuales arrastraba detrás de sí un largo séquito de esclavos.
Ese día, desde el alba, los pastores de la Campania, de rostro atezado y piernas envueltas en pieles de chivo, habían llevado quinientas burras destinadas a proporcionar la leche necesaria para el baño de Popea cuando ella llegase, al día siguiente, a Ancio. Entre risas y gritos de alegría, el populacho miraba, en medio de nubes de polvo, el movimiento de las largas orejas de aquel rebaño, y escuchaba satisfecha el chasquido de los látigos y los gritos estridentes de los pastores.
Tras el paso del rebaño, una nube de jóvenes servidores invadió la ruta para barrerla y sembrarla de flores y de agujas de pino. Entre la muchedumbre se repetía con orgullo que toda la ruta hasta Ancio sería engalanada de flores recogidas en los jardines privados de toda la campiña vecina, e incluso compradas a buen precio a los mercaderes de la Puerta Migiónide. A medida que la mañana avanzaba, la muchedumbre se volvía más densa. Algunos habían traído a su familia y, para matar el tiempo, extendían sus víveres en las piedras destinadas al nuevo santuario de Ceres y almorzaban al aire libre. Aquí y allá se habían formado grupos cuyas primeras filas estaban ocupadas por los que tenían más experiencia. Se hablaba sobre la partida del César, sobre sus pasados viajes y sobre los viajes en general. A este respecto, marinos y veteranos contaban maravillas de países de los que habían oído hablar durante sus lejanas expediciones y que ningún pie romano había hollado todavía. Habitantes de las ciudades, que nunca habían pasado de la Vía Apia, escuchaban con la boca abierta fabulosos relatos sobre la India y Arabia, sobre el islote de un archipiélago britano frecuentado por los espíritus, donde Briareo encadenó a Saturno dormido, sobre las comarcas hiperbóreas, sobre los mares de hielo, sobre la forma en que muge el Océano cuando el sol se sume en sus profundidades. Todos aquellos relatos encontraban credulidad entre la multitud, incluso entre hombres como Plinio y Tácito. También se contaba que el navío que esperaba la visita del César transportaba trigo para dos años, sin contar los cuatrocientos pasajeros, otro tanto de tripulación y gran cantidad de feroces animales destinados al Circo para los juegos de verano. De ahí el entusiasmo por el César, que no solamente alimentaba a su pueblo sino que también lo divertía. Un caluroso recibimiento esperaba a Nerón.
Entretanto apareció el escuadrón de jinetes númidas de la guardia pretoriana, con su uniforme amarillo y cinturón rojo; enormes aretes lanzaban un reflejo dorado sobre sus rostros oscuros y las puntas de sus lanzas de bambú resplandecían al sol como llamas. La muchedumbre se apretujaba para ver más de cerca; pero pretorianos a pie llegaron para formar un muro a cada lado de la puerta, a fin de mantener expedito el camino. Y comenzó el desfile.
Primero los carruajes donde se amontonaban tiendas rojas, violetas, blancas, aquéllas en níveos tejidos bordados con hilos de oro, tapices de Oriente, mesas de ciprés, losas de mosaico, utensilios de cocina, jaulas con pájaros traídos del Oriente, del Sur y del Poniente y cuyos sesos y lenguas debían servirse en la mesa imperial, ánforas de vino, cestas de frutas. Pero los objetos que corrían el peligro de deteriorarse en los carruajes se transportaban a pie: había una tropa de porteadores para los utensilios y estatuillas de bronce corintio, otra para los jarrones etruscos, otra para los jarrones griegos y otra todavía para las jarras de oro, de plata o de cristal de Alejandría. Pequeños destacamentos de pretorianos, a pie o a caballo, separaban los grupos de porteadores y cada grupo era vigilado por guardianes armados de látigos cuyas vergas remataban unas bolas de plomo o hierro. Aquel cortejo de esclavos, que llevaban con cuidado y respeto los objetos preciosos, parecía una solemne procesión religiosa, cuyo carácter se esbozó con mayor nitidez cuando llegaron los instrumentos de música del César y de sus cortesanos: arpas, laúdes griegos, laúdes hebreos o egipcios, liras, formingas, cítaras, flautas, bocinas, címbalos. Al ver aquel número de instrumentos que lanzaban destellos por el oro, el bronce, las pedrerías y el nácar, hubiera podido creerse que eran Apolo o Baco los que se iban a recorrer el mundo. Luego aparecieron en espléndidos carros los acróbatas, los bailarines, las danzarinas, pintorescamente agrupados, con el tirso en la mano. Venían luego los esclavos destinados a los juegos voluptuosos: muchachos y muchachas traídos de Grecia y Asia Menor, de largos cabellos ensortijados recogidos en redecillas de oro, de caras maravillosas, pero cubiertas de una espesa capa de afeites para que su delicada tez no fuera quemada por el viento de la Campania.
Luego venía un nuevo batallón de pretorianos, sicambros gigantes, barbudos, de cabellos rubios o pelirrojos; delante, los portaestandartes, los , levantaban las águilas romanas, las inscripciones conmemorativas, las estatuillas de los dioses de Germania y de Roma y los bustos del César. Bajo sus pieles y sus corazas surgían sus brazos bronceados, verdaderas máquinas de guerra, aptos para soportar las pesadas armas que llevaban. La tierra temblaba bajo sus pasos tranquilos, y, seguros de su fuerza, que hubieran podido volver contra el propio César, miraban desde su altura al populacho, olvidando que muchos de ellos iban vestidos de harapos cuando llegaron a la ciudad. Pero el número era escaso; el grueso de las fuerzas pretorianas había permanecido en sus cuarteles para mantener el orden en la ciudad.
Detrás de los sicambros venían los leones y los tigres de Nerón, enjaezados para ser uncidos a los carros cuando a su dueño le placía imitar a Dioniso. Hindúes y árabes los conducían con cadenas de acero tan recargadas de flores que parecían guirnaldas; las fieras, amansadas por hábiles domadores, miraban a la multitud con sus ojos verdosos y soñolientos, alzando a veces su cabeza enorme para aspirar el olor de los cuerpos humanos y relamerse los labios con su lengua rugosa.
Luego venían las literas y los carros imperiales, pequeños y grandes, dorados o púrpuras, incrustados de marfil, de perlas, o resplandecientes de piedras preciosas, y un destacamento de pretorianos, equipados a la romana, formado únicamente por voluntarios de Italia, un gran número de elegantes esclavos y efebos, y, finalmente, el César, cuya llegada fue saludada de lejos por los gritos de la multitud.
Entre el populacho también se encontraban el apóstol Pedro, que quería ver a Nerón por lo menos una vez en su vida, Ligia, con el rostro oculto bajo un espeso velo, y Urso, cuya fuerza era para la muchacha una garantía en medio de aquella licenciosa muchedumbre.
El ligio fue en busca de un bloque de piedra destinado a la construcción del santuario y se lo trajo al apóstol, para que pudiera ver mejor el desfile. Al principio la multitud murmuró contra Urso, que apartaba sus olas como un navío; pero cuando hubo levantado él solo aquel bloque que cuatro de los asistentes más fuertes no hubieran podido siquiera mover, los murmullos cesaron para dejar paso a la aprobación, y los gritos de sonaron por todas partes.
En ese mismo instante apareció el César en un carro tirado por seis caballos blancos de Idumea, con herraduras de oro. El carro tenía la forma de una tienda con las cortinas alzadas, a fin de que la multitud pudiera contemplar al César. El vehículo hubiera podido contener varias personas, pero Nerón quería que la atención se concentrase sólo en él mientras atravesaba la ciudad, y a su lado no iban más que dos enanos tendidos a sus pies. Vestía una túnica blanca y una toga amatista que daba un tinte azulado a su rostro. En la cabeza llevaba una corona de laurel. Desde su viaje a Nápoles, había engordado bastante. Un doble mentón ensanchaba su cara, aunque sus labios, ya demasiado cerca de la nariz, parecían ahora abrirse junto a las fosas nasales. Su enorme cuello estaba protegido, como de costumbre, por un pañuelo que ajustaba continuamente con su mano blanca y carnosa, cuyas falanges estaban cubiertas de pelos rojos semejantes a manchas de sangre; no se depilaba las manos por temor a que sus dedos —eso le habían dicho— se vieran dominados por un temblor que le habría impedido tocar el laúd. Su rostro expresaba una vanidad inconmensurable, a la que acompañaban el cansancio y el hastío; rostro, en suma, terrible y grotesco a la vez. Volvía la cabeza a derecha e izquierda, con los ojos semicerrados, y prestaba oído atento a las aclamaciones.
Y él sonreía. Sin embargo, a veces su rostro se llenaba de sombras: la plebe romana era burlona y, cuando se sentía numerosa, se permitía amargas burlas hacia sus mayores triunfadores, aunque en el fondo los amase y estimase. Todos sabían, en efecto, que cuando entró Julio César en Roma, los burlones habían gritado: «Ciudadanos, esconded a vuestras mujeres que llega el calvo libertino». Pero el exagerado amor propio de Nerón no podía soportar ni burlas ni pullas, y entre las exclamaciones de alabanza se alzaban otras del seno de la multitud: «¡Barba de Bronce!… ¡Barba de Bronce!… ¿Dónde vas con tu barba llameante? ¿Temes que incendie Roma?».
Quienes gritaban tanto no sospechaban que su broma era una profecía tan terrible. Sin embargo, el César se irritaba mucho por estos insultos, porque hacía tiempo no llevaba ya barba: la había ofrecido en un cofrecillo de oro a Júpiter Capitolino. Pero otros, emboscados detrás de grandes piedras o de los cimientos del templo, aullaban: «¡Matricida! ¡Orestes! ¡Alcmeón!». Y otros decían: «¿Dónde está Octavia? ¡Entrega tu manto de púrpura!». Y como Popea venía inmediatamente detrás, le lanzaban el insulto: , con el que se ultrajaba a las prostituidas. El fino oído de Nerón percibía aquellas injurias y levantaba hasta los ojos la esmeralda pulimentada para tratar de reconocer a quienes lanzaban los gritos y acordarse de ellos. Fue entonces cuando vio al apóstol sobre el bloque de piedra.
Por un instante las miradas de aquellos dos hombres se cruzaron. Y entre el séquito brillante, entre la muchedumbre numerosísima, a nadie se le ocurrió que en aquel minuto se encontraban frente a frente los dos amos del universo; uno que pronto iba a borrarse como un sueño sangriento; otro, aquel viejo vestido de lana ruda, que tomaría posesión, para siempre, de aquella ciudad y del mundo entero.
El César había pasado. Inmediatamente tras él aparecieron ocho africanos llevando una litera magnífica donde iba sentada aquella Popea execrada por el pueblo, vestida, como el César, con una túnica color amatista, y el rostro cubierto con una espesa capa de afeite. Inmóvil, pasiva e indiferente, parecía una divinidad bella y malvada a un tiempo, llevada en una procesión religiosa. Tras ella iba una larga fila de servidores de los dos sexos y carruajes llenos de sus utensilios y sus ropajes.
Hacía tiempo que el sol había dejado el cénit cuando comenzó el desfile de los augustanos, brillante cortejo de abigarrados colores, desarrollándose hasta el infinito como una serpiente. El despreocupado Petronio, acogido con simpatía por la multitud, se hacía llevar en la litera con su esclava favorita, semejante a una diosa. Tigelino avanzaba en su tirada por pequeños caballos con penachos de plumas blancas y rojas; se le veía levantarse constantemente, tender el cuello para ver si el César le hacía alguna seña llamándole. La multitud saludaba con aplausos a Licinio Pisón, con risas a Vitelio, con silbidos a Vatinio. Permanecía indiferente al paso de los cónsules Licinio y Lecanio; pero Tulio Senecio, amado no se sabía por qué, fue acogido con aclamaciones, lo mismo que Vestino.
El séquito era numerosísimo; se hubiera dicho que todo cuanto había en Roma de rico, de distinguido, de eminente, se trasladaba a Ancio. Nerón nunca viajaba con una escolta de menos de mil carros y el número de sus acompañantes pasaba los efectivos de una legión. Luego pudo verse a Domicio Afer y al decrépito Lucio Saturnino; Vespasiano, que aún no había partido para su expedición a Judea y que debía volver para ceñir la corona imperial; sus hijos, y el joven Nerva, y Lucano, y Annio Galón, y Quintiano, y muchas mujeres célebres por su riqueza, su belleza, su lujo y sus costumbres disolutas.
Las miradas de la multitud pasaban de los rostros familiares a los tiros, a los carros, a las libreas de las gentes del séquito, reclutadas en todos los países del mundo. En aquella oleada de fasto y de grandeza no se sabía qué admirar primero: el resplandor del oro, de la púrpura, de la amatista, de las pedrerías, el brillo del nácar y del marfil, no sólo cegaban los ojos sino que deslumbraban incluso el pensamiento. Parecía que la luz misma del sol se fundía ante aquella gama de colores.
Entre la multitud no faltaban miserables de vientres vacíos y ojos famélicos; y sin embargo aquel espectáculo atizaba no sólo su codicia, sino que les daba también el orgulloso sentimiento de la fuerza y la in vulnerabilidad romanas, ante las que se inclinaba el universo. Y de hecho nadie en el mundo hubiera osado creer que aquella fuerza no sobreviviría a todos los siglos y a todos los pueblos, y que alguna cosa en la tierra podría oponerse a ella.
Vinicio iba al final del cortejo. Al divisar al apóstol y a Ligia, a los que no esperaba encontrar, saltó de su carro y con el rostro radiante se puso a hablar deprisa, como quien no tiene tiempo que perder:
—¿Has venido? No sé cómo agradecértelo, ¡oh Ligia!… Dios no podía enviarme presagio mejor. Antes de dejarte, te saludo una vez más, pero no estaremos separados por mucho tiempo. Apostaré en mi ruta relevos de caballos partos y pasaré a tu lado cada día de libertad hasta que me sea permitido volver. ¡Salud!
—Salud, Marco —le respondió Ligia.
Y en voz baja añadió:
—¡Que Cristo te guíe y abra tu alma a las palabras de Pablo!
Vinicio, feliz porque ella desease verlo convertirse cuanto antes en cristiano, respondió:
—, que se haga como dices. Pablo ha preferido caminar entre mis hombres; pero está conmigo y será mi maestro y mi compañero… Alza tu velo, única alegría mía, para que te contemple una vez más antes de partir. ¿Por qué te has ocultado así?
Ella alzó su velo dejando ver su rostro radiante y el destello de sus admirables ojos risueños, y preguntó:
—¿Está mal?
Había en su sonrisa algo de travesura infantil. Vinicio la contempló encantado y le respondió:
—Está mal para mis ojos que quisieran no ver otra cosa que tú hasta la muerte.
Luego, volviéndose hacia Urso, dijo:
—Urso, vela por ella como por las niñas de tus ojos, porque no es sólo tu , sino también la mía.
Tras estas palabras, cogió la mano de la joven y la llevó a sus labios ante la multitud estupefacta al ver a un augustano notable otorgar tal testimonio de respeto a una muchacha vestida casi como una esclava.
—¡Salud!
Y se reunió rápidamente con la escolta del César, que se había adelantado bastante.
El apóstol Pedro lo bendijo con una señal de la cruz imperceptible y el valiente Urso empezó a elogiarlo, feliz de que su joven ama lo escuchase con avidez y lo mirase con gratitud.
El cortejo se alejaba, sumido en una nube de polvo dorado; pero el apóstol Pedro y sus compañeros lo siguieron aún mucho tiempo con los ojos, hasta el momento en que Demas, el molinero, el mismo en cuya casa Urso trabajaba de noche, se acercó a ellos.
Besó la mano del apóstol, rogándole que fuera con sus compañeros a su casa para descansar; añadió que vivía cerca del Emporio y que debían estar cansados y hambrientos, porque habían pasado la mayor parte de la jornada a la puerta de la ciudad.
El apóstol asintió, y en casa de Demas tomaron un poco de alimento y descansaron; luego, llegada la noche, volvieron al Transtíber. Deseando franquear el río por el Puente Emiliano, pasaron por el , que cortaba la colina del Aventino entre el templo de Diana y el de Mercurio. Desde aquella eminencia, el apóstol Pedro contemplaba los edificios vecinos y los que se difuminaban a lo lejos. Y en un profundo silencio pensaba en la inmensidad y en el poder de aquella ciudad, a la que él había ido para enseñar la palabra divina. Hasta aquel día, en los países que había recorrido había encontrado el poderío romano y las legiones, pero no eran sino miembros dispersos de aquella fuerza que, hoy y por primera vez, parecía personificarse ante sus ojos bajo los rasgos del César. Aquella ciudad inmensa, voraz y feroz, licenciosa, podrida hasta la médula y al mismo tiempo inquebrantable en su fuerza extraordinaria, aquel César, asesino de su hermano, de su madre y de su mujer, llevando tras sí toda una cadena de crímenes, cadena tan larga como la de sus cortesanos, aquel libertino y aquel bufón, amo de treinta legiones y por ellas del universo, aquellos cortesanos cubiertos de oro y de púrpura, inciertos del día siguiente y pese a todo más poderosos que reyes, todo aquello le pareció el reino infernal del mal y de la iniquidad. En su corazón sencillo quedó asombrado de que Dios hubiera confiado la tierra a este Satán monstruoso para que pudiera amasarla, revolverla y hollarla, para que pudiera exprimir de ella lágrimas y sangre, para que la desgarrase como un huracán y la quemase como la llama.
Estos pensamientos conmovieron su corazón de apóstol, y, dirigiéndose a su Maestro, murmuró en su fuero interno: «Señor, ¿qué haré yo frente a esta ciudad a la que me has enviado? A ella pertenecen los mares y los continentes, los animales terrestres y las criaturas que pueblan las ondas, y todos los demás reinos con sus ciudades. Treinta legiones la protegen. Y yo, Señor, no soy más que un pescador de las orillas del lago. ¿Qué haré? ¿Y cómo podré triunfar del mal?».
Alzó hacia el cielo su blanca y temblorosa cabeza de pelo cano y rezó desde el fondo de su alma, en medio de su pena y su turbación, al Divino Maestro.
La voz de Ligia interrumpió su rezo:
—¡Se diría que la ciudad entera está ardiendo!…
En efecto, era una extraña puesta de sol. Su enorme disco estaba ya medio oculto tras el monte Janículo y toda la bóveda celeste estaba como abrasada.
Desde el lugar en que se encontraban, descubrieron un vasto espacio. Hacia la derecha se alzaba el Circo Máximo; por detrás se escalonaban los palacios del Palatino, y, frente a ellos, más allá del Foro Boario y el Velabro, la cima del Capitolio coronada por el templo de Júpiter. Los muros, las columnas y los tejados de los templos estaban inundados de oro y púrpura. Las partes visibles del río parecían llevar sangre. Y cuanto más se hundía el sol detrás del monte, más rojo se volvía el cielo que parecía reflejar el resplandor de un incendio. Y aquel resplandor aumentaba, se ensanchaba, envolviendo por fin las siete colinas, esparciéndose por los alrededores.
—Se diría que la ciudad está ardiendo —repitió Ligia.
Y Pedro, cubriéndose los ojos con la mano, respondió:
—La cólera de Dios está pendiendo sobre ella.