Quo Vadis?

Capítulo XXXII

Capítulo XXXII

Petronio volvió a su casa encogiéndose de hombros y muy descontento. Se daba cuenta de que Vinicio y él habían dejado de hablar la misma lengua. En otro tiempo tenía gran influencia sobre el joven guerrero. Le servía de modelo en todo. A menudo le habían bastado algunas palabras irónicas para contener a Vinicio o lanzarle a la acción. Hoy, esta influencia había desaparecido totalmente y Petronio no trató de probar siquiera sus viejos métodos, seguro de que su ingenio y su ironía resbalarían sin dejar huella sobre la coraza con que el amor y el contacto con aquel mundo cristiano, tan incomprensible, habían envuelto el alma de Vinicio. El escéptico experimentado que era comprendía que había perdido la llave de aquel alma. Esto le desagradaba y le inspiraba temores, que aumentaban todavía más los acontecimientos de la última noche.

«Si de parte de Augusta no es un capricho pasajero, sino una pasión más fuerte —pensaba Petronio—, entonces, o bien Vinicio no podrá resistir, y en tal caso el menor incidente puede perderle, o bien resiste, según lo que en estos momentos podemos esperar de su parte, y entonces está perdido sin remisión, y con él yo mismo tal vez, aunque sólo sea debido a nuestro parentesco, y también porque Augusta, irritada contra toda la familia, pondrá su influencia al servicio de Tigelino…».

En cualquiera de ambos casos, las cosas irían mal. Petronio era valiente y no temía a la muerte; pero como no esperaba nada de ella, no le parecía eficaz provocarla. Hecha esta reflexión, decidió que era mucho más seguro hacer viajar a Vinicio: «¡Ay, si además pudiera darle a Ligia, con qué alegría lo haría!». Sin embargo, incluso sin esto, esperaba convencer a Vinicio. Haría correr por el Palatino el rumor de que el joven tribuno estaba enfermo y así apartaría el peligro que amenazaba a ambos. En suma, Augusta no sabía si Vinicio la había reconocido, y por el momento nada había herido demasiado su amor propio. Pero había que tomar precauciones para el futuro. Petronio quería ganar tiempo ante todo: comprendía que, si el César iba a Acaya, Tigelino, completamente ignorante de las cosas de arte, sería relegado a segundo plano y perdería su prestigio. En Grecia Petronio tenía asegurada la victoria sobre todos sus rivales.

Entretanto, decidió vigilar a Vinicio y convencerle para que se fuese. Incluso durante algún tiempo pensó que si obtenía del César un edicto expulsando a los cristianos de Roma, Ligia abandonaría la ciudad con sus correligionarios, y Vinicio la seguiría sin que hubiera necesidad de empujarle.

Podía lograrlo. No hacía tanto tiempo que, tras los disturbios provocados por el odio de los judíos contra los cristianos, Claudio, que no lograba distinguir unos de otros, había expulsado a los judíos. ¿Por qué Nerón no iba a expulsar hoy a los cristianos? Habría más espacio en Roma.

Desde el famoso , Petronio veía todos los días a Nerón, bien en el Palatino, bien en otras casas. Era fácil insinuarle la idea, porque el César nunca rechazaba consejos de muerte y destrucción. Petronio preparó su plan: daría un banquete en su casa y convencería al César para que publicara el edicto. Tenía además la esperanza justificada de que el César le confiase su ejecución. Entonces enviaría a Ligia, con todos los miramientos debidos a la elegida de Vinicio, a Bayas, por ejemplo, donde no tendrían más que amarse y jugar a los cristianos cuanto les viniera en gana.

Veía con frecuencia a Vinicio, tanto porque, a pesar de todo su egoísmo de romano, no podía separarse de él, como para convencerle de que viajase. Vinicio se decía enfermo y no aparecía por el Palatino, donde cada día un proyecto sustituía a otro.

Finalmente, Petronio oyó al propio César anunciar que dentro de tres días saldría para Ancio. Al día siguiente fue a comunicárselo a Vinicio.

Éste le enseñó la lista, traída aquella misma mañana por un liberto del César, de las personas invitadas a Ancio.

—Mi nombre está en ella —dijo—, y el tuyo también. Cuando vuelvas a casa encontrarás una lista semejante.

—Si no estuviera entre los invitados —respondió Petronio— no tendría que hacer sino esperar mi condena a muerte, y no cuento con ella antes del viaje a Acaya. Allí le seré muy útil a Nerón.

Luego recorrió la lista con los ojos y añadió:

—Apenas hemos llegado cuando ya tenemos que abandonar el hogar y partir para Ancio. Pero ¿qué puede hacerse? No es sólo una invitación, sino una orden.

—¿Y si alguien desobedeciese?

—Recibiría una invitación de otro tipo: la de ponerse en camino para un viaje sensiblemente más largo, del que no se vuelve. ¡Qué pena que, siguiendo mi consejo, no te hayas marchado cuando todavía estabas a tiempo! Ahora estás obligado a ir a Ancio.

—Sí, estoy obligado a ir a Ancio… ¡Ya ves en qué tiempos vivimos y que somos cobardes esclavos!

—¿No te habías dado cuenta hasta hoy?

—No, pero, mira, has intentado probarme que la doctrina cristiana era enemiga de la vida, que encadenaba a los hombres. ¿Hay cadenas más pesadas que las que soportamos? Tú decías que Grecia engendró la sabiduría y la belleza, Roma la fuerza. ¿Dónde está nuestra fuerza?

—Llama a Quilón. Hoy no tengo ninguna gana de filosofar. ¡Por Hércules! No soy yo el que ha creado estos tiempos, y tampoco soy el responsable… Hablemos de Ancio. Has de saber que te aguarda un gran peligro, y que tal vez te fuera mejor luchar contra ese Urso que estranguló a Crotón que irte allí. Sin embargo, no puedes dejar de ir.

Vinicio hizo un ademán despectivo:

—¡Un peligro! Erramos entre las tinieblas de la muerte y a cada minuto una cabeza naufraga en esas tinieblas.

—¿He de enumerarte a todos los que tuvieron un poco de sentido común y que, por ese motivo, a pesar de Tiberio, de Calígula, de Claudio y de Nerón, vivieron hasta los ochenta y los noventa años? Domicio Afer, por ejemplo. Tiene una vejez tranquila, aunque toda su vida fue un pillo y un malvado.

—Tal vez ha sido por eso, tal vez ha sido por eso —replicó Vinicio. Luego volvió a examinar la lista y siguió:

—Tigelino, Vatinio, Sexto Africano, Aquilino Régulo, Suilio Nerulino, Eprio Marcelo, etcétera. ¡Qué colección de sinvergüenzas y bandidos!… ¡Y pensar que son ellos los que gobiernan el mundo!… ¿No les vendría mejor dedicarse a exhibir por los pueblos alguna divinidad egipcia o siríaca, rascar el sistro y ganarse la vida diciendo la buena ventura y como juglares?

—O exhibiendo monos sabios, perros calculadores o burros flautistas —añadió Petronio—. Tienes razón en lo que dices, pero hablemos de cosas más serias. Préstame atención. He dicho en el Palatino que estabas enfermo y que no podías salir de casa; ahora bien, que tu nombre se encuentre en la lista prueba que alguien no me ha creído y ha insistido para que te inscriban en ella. A Nerón le da lo mismo, porque para él eres un soldado con el que todo lo más se puede hablar de carreras y no tiene idea alguna de poesía ni de música. Si tu nombre está en la lista es un honor que debes a Popea, lo que quiere decir que su pasión no es un capricho pasajero: quiere conquistarte.

—Es demasiada audacia la suya.

—Cierto, porque puede perderse sin perjuicio para ella. ¡Ojalá Venus le inspire cuanto antes otro amor! Pero mientras te desee, tendrás que ser muy prudente. Barba de Bronce empieza a cansarse de ella. Hoy prefiere a Rubria o a Pitágoras; pero su amor propio le dictará una venganza contra ti terrible.

—En el bosquecillo no sabía que fuera ella; tú, que estabas escuchando, sabes cuál fue mi respuesta: que yo amaba a otra y que, salvo a esa, no quería a nadie.

—¡Por todos los dioses infernales, te suplico que no pierdas la poca razón que te han dejado los cristianos! ¿Cómo se puede vacilar entre la posibilidad de la perdición o su certeza? ¿No te he dicho que si herías el amor propio de Augusta, no tenías salvación? ¡Por el Hades! Si estás harto de la vida, ábrete ahora mismo las venas, o arrójate sobre tu espada; porque si ofendes a Popea te espera una muerte menos dulce. Antes, al menos, era agradable hablar contigo. En el fondo, ¿de qué se trata? ¿Qué tienes que perder? ¿Amarás menos por ello a Ligia? Recuerda, además, que Popea puso en ella los ojos en el Palatino y que no tardará en adivinar el motivo de tu desprecio hacia favores tan insignes. Entonces ella la encontrará, aunque esté escondida bajo tierra. Y no sólo causarás tu perdición, sino también la de Ligia. ¿Comprendes?

Vinicio escuchaba, pero como si estuviera pensando en otra cosa. Por fin dijo:

—Tengo que verla.

—¿A quién? ¿A Ligia?

—Sí, a Ligia.

—¿Sabes dónde está?

—No.

—¿Entonces vas a ponerte a buscarla por los viejos cementerios y por el Transtíber?

—No sé, pero tengo que verla.

—Bien. Aunque cristiana, tal vez se muestre más razonable que tú; debe hacerlo si no quiere provocar tu caída.

Vinicio se encogió de hombros.

—Ella me libró de las manos de Urso.

—En ese caso, date prisa, porque Barba de Bronce no ha de tardar en partir. Y también en Ancio pueden firmarse las penas de muerte.

Pero Vinicio no le escuchaba: sólo pensaba en el medio de volver a ver a Ligia.

Al día siguiente se produjo una circunstancia que podía eliminar todas las dificultades. Quilón se presentó de improviso en casa de Vinicio.

Llegó delgado, lleno de andrajos, con el hambre pintada en la cara; pero los servidores, que habían recibido en el pasado la orden de dejarle pasar a cualquier hora del día y de la noche, no se atrevieron a impedirle el paso. Entró directamente en el y, plantándose ante Vinicio, dijo:

—¡Que los dioses te concedan la inmortalidad y compartan contigo el imperio del mundo!

En el primer momento a Vinicio le entraron ganas de arrojarlo fuera. Pero el griego podía saber algo sobre Ligia, y la curiosidad predominó sobre la repugnancia.

—¿Eres tú? —preguntó—. ¿Qué es de ti?

—Me van mal las cosas, hijo de Júpiter —respondió Quilón—. La verdadera virtud es una mercancía por la que nadie se preocupa hoy día y el sabio debe considerarse feliz si cada cinco días tiene algo para comprar en la carnicería una cabeza de carnero y roerla en su cobijo rociándola con sus lágrimas. ¡Ay, señor!, todo lo que me diste lo he gastado comprándole libros a Atracto. Además me han robado, me desvalijaron; la mujer que transcribía mis enseñanzas se fugó llevándose el resto de lo que yo debía a tu generosidad. Soy un miserable, pero ¿a quién dirigirme sino a ti, Sérapis, a ti a quien amo, a quien adoro y por quien arriesgo mi vida?

—¿Qué has venido a hacer y qué traes?

—Imploro tu ayuda, Baal, y te traigo mi miseria, mis lágrimas, mi amor, y también noticias que he recogido para ti. Como recordarás, señor, un día te dije que había cedido a una esclava del divino Petronio un hilo del cinturón de la Venus de Pafos… Me ha informado sobre el estado de su salud, y tú, hijo del sol, que sabe todo lo que pasa en esa casa, no ignoras cómo se encuentra Eunice en la actualidad. Todavía me queda otro hilo como aquél. Lo he guardado para ti, señor…

Pero se detuvo al ver irradiar la cólera entre las cejas de Vinicio, y para que no estallase se apresuró a añadir:

—Sé dónde vive ahora la divina Ligia; te mostraré, señor, la casa y la calle…

Vinicio dominó la emoción que en él había provocado aquella noticia y preguntó:

—¿Dónde está?

—En casa de Lino, un anciano de los presbíteros cristianos. Está allí acompañada por Urso que, como antes, sigue yendo a casa de un molinero que se llama igual que tu intendente. Demas…, ¡sí, Demas!… Urso trabaja por la noche; por lo tanto, si rodeas la casa por la noche, no estará allí… Lino es viejo, y además de él, sólo quedan dentro dos mujeres más viejas todavía.

—¿Cómo te has enterado?

—Recordarás, señor, que los cristianos me tuvieron entre sus manos y me perdonaron. Es verdad que Glauco se equivoca acusándome de su desgracia. Pero el pobre creía en ella; todavía sigue creyéndolo, lo cual no le ha impedido perdonarme. No te asombres, por tanto, señor, de que sienta gratitud hacia él. Soy un hombre de los buenos tiempos que ya pasaron. Por eso he pensado: ¿Debo olvidarme de mis amigos y mis bienhechores? ¡Por la Cibeles de Galacia, soy incapaz! Al principio me contuvo el temor de ver a los cristianos interpretar mal mis intenciones; pero el cariño que les he mostrado ha desterrado cualquier temor, y lo que más me ha animado es la facilidad con que perdonan las ofensas. ¿No sería falta de agradecimiento no preocuparme de cómo se encuentran, qué tal van de salud o dónde viven? Pero pensaba sobre todo en ti, señor. Nuestra última expedición fue un desastre: ¿puede un hijo de la Fortuna resignarse a esta idea? Por eso te he preparado la victoria. La casa está aislada. Puedes rodearla de esclavos, de modo que ni una rata escape. ¡Oh, señor!, sólo de ti depende que esta misma noche esa magnánima hija de rey duerma aquí. Pero si las cosas salen bien, no olvides que el pobre y hambriento hijo de mi padre ha contribuido mucho a la victoria.

La sangre afluyó a la cabeza de Vinicio. De nuevo la tentación dominó todo su ser. Sí, era un medio, y en esta ocasión un medio seguro. Una vez Ligia en su casa, ¿quién se la llevaría? Convertida en amante, ¿qué podría hacer Ligia sino seguir siéndolo? ¡Abajo con las doctrinas! ¿Qué habían de importarle a él los cristianos con su misericordiosa y sombría creencia? ¿No había llegado el momento de acabar con todo aquello? ¿No había llegado el momento de ponerse a vivir como todo el mundo? En cuanto al partido que luego adoptase Ligia, ¿cómo podría conciliar ella su nueva situación con su doctrina? Para él era algo secundario, sin importancia real. Ante todo, sería suya aquella misma noche. Y luego, tal vez a pesar de toda su doctrina, ella quedaría seducida por el contacto de un mundo nuevo, hecho de lujo y de placer. Y aquello podía ocurrir aquel mismo día. Bastaba con retener a Quilón y dar las órdenes oportunas cuando llegase la noche. ¡De ello resultaría una felicidad sin fin!

«¿Qué ha sido mi vida? —pensó Vinicio—. Un sufrimiento, una pasión insatisfecha y una serie de preguntas sin respuesta. ¡Así todo quedará roto, todo habrá terminado!». A decir verdad, recordó que había jurado no volver a poner sobre ella la mano. Pero ¿sobre qué había jurado? No sobre los dioses, puesto que no creía en ellos. Ni sobre Cristo, puesto que creía menos todavía en él. Además, si ella se consideraba ofendida, la desposaría y de este modo le daría satisfacción. Sí, se sentía obligado, puesto que era a ella a quien él debía la vida.

Recordó entonces el día en que, con Crotón, penetró en su asilo; recordó el puño de Urso alzado sobre su cabeza y todo lo que había seguido. La vio inclinada sobre la cama donde estaba tendido, vestida como una esclava, bella como una divinidad bienhechora y venerada. A pesar suyo, sus ojos se volvieron hacia el , hacia aquella crucecita que ella le había dejado al irse. ¿La recompensaría por todo esto con un nuevo atentado? ¿La arrastraría del pelo hasta el cubículo, como a una esclava? ¿Cómo podría hacerlo si no tenía sólo el deseo de poseerla, sino que la amaba, y precisamente la amaba así, tal como era? De pronto sintió que no le bastaba tenerla en su casa, como una esclava, y estrecharla en sus brazos; su amor exigía más: su voluntad, su amor, su alma. ¡Bendita aquella casa, si entraba en ella por su voluntad, bendito ese instante, ese día, la vida! Entonces la dicha de ambos sería vasta como un mar sin límites y luminosa como el sol. Pero raptarla por la fuerza sería matar para siempre aquella felicidad y destruir y mancillar todo cuanto hay en la vida de más precioso y amado.

Ahora, el pensamiento sólo de hacerlo por la fuerza le indignaba. Miró a Quilón que, al tiempo que lo observaba, había metido la mano entre sus harapos para rascarse inquieto. Sintió un asco indecible y le entraron ganas de aplastar a su antiguo cómplice como se aplasta a un gusano o a una serpiente venenosa. Había tomado una decisión y como no podía contenerse en los límites de la moderación, siguió el impulso de su despiadada naturaleza romana; volviéndose hacia Quilón, dijo:

—No haré lo que me aconsejas: pero para no dejarte marchar sin la recompensa que mereces, voy a mandar que te den trescientos azotes en mi ergástula.

Quilón se había puesto pálido. El hermoso rostro de Vinicio expresaba una crueldad tan fría que el griego no pudo engañarse más tiempo con la esperanza de que la recompensa prometida sólo era una sencilla broma.

Se echó de rodillas y, doblado, empezó a gemir con voz entrecortada.

—¡Cómo, rey de Persia! ¿Por qué?… ¡Pirámide de perdón! ¡Coloso de misericordia! ¿Por qué?… Soy viejo, tengo hambre, soy miserable… Te he servido… ¿Así me pagas?

—Como tú a los cristianos —replicó Vinicio.

Y llamó a su intendente.

Quilón se arrastró hasta las rodillas de Vinicio, las agarró de forma convulsa y con la cara cubierta por una palidez mortal.

—¡Señor, señor!… Soy viejo, cincuenta, no trescientos… ¡Cincuenta es suficiente!… ¡Cien, no trescientos!… ¡Piedad! ¡Piedad!

Vinicio lo rechazó y dio la orden. En un abrir y cerrar de ojos, dos robustos criados acudieron y cogieron a Quilón por los pocos cabellos que le quedaban, le taparon la cabeza con sus propios harapos y lo arrastraron a la ergástula.

—¡En nombre de Cristo! —gimió Quilón desde la puerta del corredor.

Vinicio se quedó solo. La orden que acababa de dar le había excitado y reanimado. Ahora se esforzaba por reunir y coordinar sus ideas confusas. Se sentía aliviado y la victoria obtenida sobre sí mismo estimulaba su valor. Pensaba haber dado un gran paso para acercarse a Ligia y que le esperaba una recompensa excepcional. Al principio no se daba cuenta de su injusticia con Quilón, azotado ese día por el mismo motivo que en otro tiempo le había valido una recompensa: era demasiado romano todavía para compadecerse del sufrimiento de otro y para atormentarse por un miserable griego. Si hubiera meditado, habría considerado justo castigar aquel pícaro. Pero pensaba en Ligia: «No, no te devolveré mal por bien, y, más tarde, al saber cómo he tratado al que me animaba a apoderarme de ti, me quedarás agradecida». De pronto se preguntó si Ligia aprobaría su comportamiento con Quilón. ¿No ordenaba el perdón la doctrina que ella profesaba? Los cristianos habían perdonado al miserable, y tenían motivos mucho más graves para vengarse de él. Entonces sólo aquel grito: «¡En nombre de Cristo!» resonó en su alma. Recordó que un grito semejante había salvado a Quilón de las manos del ligio, y decidió reducir el castigo.

Iba a llamar a su intendente con este objeto, cuando éste se presentó para anunciarle:

—Señor, el viejo ha perdido el conocimiento y tal vez esté muerto. ¿Hemos de seguir azotándole?

—Que lo hagan volver en sí y que me lo traigan.

El jefe del desapareció tras la portezuela; pero sin duda debía ser difícil reanimar al griego, y Vinicio comenzaba a impacientarse cuando los esclavos entraron con Quilón y, tras una señal, se retiraron.

Quilón estaba blanco como una sábana y a lo largo de sus piernas corrían hilillos de sangre hasta los mosaicos del . Pero había recuperado el sentido y cayendo de rodillas dijo con los brazos tendidos:

—¡Gracias, señor! ¡Eres misericordioso y grande!

—Pero —dijo Vinicio—, has de saber que te he perdonado en nombre de ese Cristo a quien yo mismo debo la vida.

—¡Señor! Yo le serviré a Él, y a ti también.

—Calla y escucha. ¡Levántate! Vendrás conmigo para mostrarme la casa en que vive Ligia.

Quilón se levantó, pero apenas incorporado sobre sus piernas palideció de nuevo y gimió con voz débil:

—Señor, tengo hambre… ¡Iré, señor, iré! Pero no tengo fuerzas… ¡Haz que me den por lo menos las sobras de la escudilla de tu perro e iré!…

Vinicio hizo que le sirvieran de comer y le regaló una moneda de oro y un manto. Pero Quilón, debilitado por los golpes y el hambre no pudo caminar ni siquiera después de aquella comida, y a pesar de su temor a que Vinicio creyese, no en su debilidad, sino en su resistencia, y ordenase castigarlo de nuevo, gemía mientras le castañeteaban los dientes:

—Si me reanimase con un poco de vino, podría caminar enseguida. Iría incluso hasta la Magna Grecia.

Cuando recuperó las fuerzas salieron. La ruta era larga, porque Lino vivía, como la mayoría de los cristianos, en el Transtíber, no lejos de la morada de Myriam. Por fin Quilón señaló a Vinicio una casita aislada, rodeada de un muro completamente tapizado de hiedra.

—Ahí es, señor.

—Bien —respondió Vinicio—; ahora vete, pero escucha antes lo siguiente: Olvídate de que me has servido; olvida dónde viven Myriam, Pedro y Glauco; olvida igualmente esta casa y a todos los cristianos. Todos los meses irás a buscar a mi liberto Demas, que te dará dos monedas de oro. Pero si continúas espiando a los cristianos, te haré azotar hasta la muerte, o te entregaré al prefecto de la ciudad.

Quilón se inclinó y dijo:

—Olvidaré todo.

Pero cuando Vinicio hubo desaparecido por la esquina de la calleja, exclamó con el puño tendido hacia él:

—¡Por Ate y por las Furias que no olvidaré!

Y volvió a desmayarse.

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