Quo Vadis?

Capítulo XLVI

Capítulo XLVI

La ciudad seguía ardiendo. El gran Circo se había desmoronado; en los barrios que habían empezado a quemarse los primeros, calles y callejas enteras no eran más que cenizas. Sobre cada casa que se desmoronaba subía una columna de fuego que parecía tocar el cielo. El viento había virado y ahora soplaba del mar, con una violencia furiosa, azotando el Celio, el Viminal y el Esquilino con llamas, tizones y brasas ardientes.

Por fin se dispusieron a organizar el salvamento. Por orden de Tigelino, que había llegado de Ando la antevíspera, empezaron a demoler filas de casas en el Esquilino, para que el fuego, privado de alimento, se apagase por sí mismo, medida tardía para conservar lo poco que quedaba de la ciudad. Además, había que tomar medidas preventivas de una nueva explosión del azote. Con Roma perecían incalculables riquezas y todos los bienes de sus habitantes: en esa hora, bajo los muros de la ciudad acampaban centenares de miles de hombres completamente arruinados.

A partir del segundo día habían comenzado a sentir el hambre porque las inmensas reservas de alimento almacenados en la ciudad se habían quemado, y en medio de la angustia general y la inacción de las autoridades a nadie se le había ocurrido hacer venir nuevas provisiones. Sólo después de la llegada de Tigelino se enviaron a Ostia órdenes de reavituallamiento; pero el pueblo ya había adoptado una actitud amenazadora.

La casa cercana al Aqua Apia donde se alojaba provisionalmente Tigelino estaba rodeada por una nube de mujeres que de la mañana a la noche gritaban: «¡Pan y un techo!». Los pretorianos venidos del campamento principal situado entre las Rutas Salaria y Nomentana se esforzaban en vano por mantener el orden de algún modo. En unas partes se resistía abiertamente, con las armas en la mano. En otras, gentes sin armas, mostrando la ciudad que ardía, exclamaban: «¡Matadnos a la luz de esas llamas!». Maldecían al César, maldecían a los augustanos y a los pretorianos; la efervescencia crecía a cada hora que pasaba, y Tigelino, contemplando en la noche los miles de braseros encendidos por aquella población en torno a la ciudad, veía en aquellos fuegos los de un campamento enemigo.

Por orden suya hicieron venir toda la harina y el pan que se pudo encontrar, no sólo en Ostia, sino en todas las ciudades y poblados de las inmediaciones; y cuando por la noche llegaron los primeros suministros, la muchedumbre echó abajo la puerta principal del Emporio que daba al Aventino, y en un abrir y cerrar de ojos se apoderó de las provisiones. A la luz del incendio se disputaban los panes, muchos de los cuales fueron pisoteados; y la harina de los sacos rotos sembró de nieve todo el espacio comprendido entre los graneros y el arco de Druso y Germánico. El escándalo cesó cuando los soldados atacaron a la multitud con flechas después de haber rodeado los almacenes.

Desde la invasión de los galos mandados por Breno, Roma nunca había sufrido un desastre como aquél. Desesperados, los ciudadanos comparaban los dos incendios. Pero al menos en aquella ocasión el Capitolio había salido indemne; hoy estaba rodeado por una espantosa corona de fuego. Y por la noche, cuando el viento apartaba la cortina de llamas, podían verse las filas de columnas del templo consagrado a Júpiter, incandescentes, iluminarse con reflejos rosáceos como carbones ardientes.

Además, durante la invasión de Breno, la población de Roma había mostrado disciplina, unida, vinculada a la ciudad y a sus altares, mientras que hoy, a lo largo de las murallas de la ciudad abrasada, acampaba una multitud cosmopolita compuesta en su mayoría de libertos y de esclavos en desorden y amotinados, empujados por la necesidad, dispuestos a volverse contra las autoridades y los ciudadanos.

Pero las mismas proporciones de la espantosa calamidad desarmaban a la multitud. El fuego podía engendrar otras desgracias: hambres y enfermedades, porque pronto se dejaron sentir los terribles calores de julio. El aire, sobrecalentado por el inmenso brasero y por el sol, se hacía irrespirable. Por la noche, lejos de sentir algún alivio, se hubiera creído que aquello era el infierno. De día, a los ojos se ofrecía un espectáculo siniestro: en el centro, la enorme ciudad transformada en un volcán rugiente; en torno a ella, y hasta los montes Albanos, un solo campamento sin límites, sembrado de tiendas, de chozas, de cobertizos, de carros y carromatos, de literas, de bancos y de hogueras, envuelto en humo y polvo, bañado por los rayos rojizos del sol, lleno de rumores, de gritos, de amenazas, de odio y de miedo; espantosa reunión de hombres, de mujeres, de niños: en medio de los , de los griegos, de las gentes del norte de pelos rizados y ojos claros, de los africanos, de los asiáticos; en medio de los ciudadanos, de los esclavos, de los libertos, de los gladiadores, de los mercaderes, de los artesanos, de los aldeanos y de los soldados, auténtica marea humana que batía con sus olas la isla en fuego.

Y aquel mar era agitado por rumores diversos, como los de las olas que el viento alza. Y esos rumores eran buenos o malos. Se decía que enormes provisiones de pan y ropas debían llegar al Emporio para ser distribuidas gratuitamente. Se decía que por orden del César las provincias de Asia y África serían despojadas de todas sus riquezas, que se repartirían entre los habitantes de Roma, de forma que cada uno pudiera reconstruir una casa. Pero al mismo tiempo circulaba el rumor de que el agua de los acueductos había sido envenenada, que Nerón quería destruir la ciudad y aniquilar hasta el último de sus habitantes para pasar a Grecia o a Egipto y allí reinar sobre el universo. Todos estos rumores se propagaban con la rapidez del relámpago y todos y cada uno encontraban aceptación entre la multitud, provocando indignación, cólera, esperanza, miedo o rabia. Una especie de fiebre se apoderaba de todos. La creencia cristiana en la destrucción del mundo por el fuego se difundió también entre los adeptos de divinidades paganas. La muchedumbre parecía sumida unas veces en una especie de atontamiento general; otras, daba rienda suelta a su furia. En las nubes iluminadas por el incendio creían ver a dioses que contemplaban el aniquilamiento de la tierra, y millares de brazos se tendían hacia ellos para suplicar o maldecir.

Mientras tanto los soldados, ayudados por una parte de los habitantes, seguían demoliendo las casas del Esquilino, del Celio y del Transtíber, gran parte de las cuales pudo salvarse. Pero en la ciudad misma eran presa de las llamas tesoros innumerables, amontonados por siglos de victorias, maravillosos productos del arte, los templos y los recuerdos más preciosos del pasado romano.

Se podía estar seguro de que, de toda la ciudad, no quedarían más que algunos barrios alejados del centro, y que centenares de miles de habitantes no tendrían ni un refugio. Se afirmaba también que los soldados derribaban las casas, no para privar al fuego de alimento, sino para que nada de la ciudad quedase en pie.

Tigelino enviaba a Ando un correo tras otro, suplicando al César que viniese para aplacar con su presencia al pueblo desesperado. Pero Nerón no se puso en camino sino al cuarto día, cuando las llamas habían alcanzado ya la ; y entonces voló para no perderse un minuto del espectáculo del incendio en su mayor intensidad.

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