Quo Vadis?

Capítulo LI

Capítulo LI

Al salir de casa del César, Petronio se hizo llevar a su mansión de las Carenas, que había permanecido indemne gracias a los jardines que rodeaban los muros por tres lados, y al pequeño Foro Cecilio que se encontraba delante. Por eso, los demás augustanos, que habían perdido sus casas, todas sus riquezas y gran cantidad de obras de arte, le trataban de hombre afortunado. Sin embargo, desde hacía mucho tiempo se le llamaba el hijo mayor de la Fortuna, y la amistad, cada vez más viva que le testimoniaba el César, parecía confirmar la exactitud de ese apelativo.

Hoy aquel hijo mayor de la Fortuna podía reflexionar en la inconstancia de semejante madre, o mejor en su parecido con Cronos, el dios que devoró a sus propios hijos.

«Si mi casa hubiera ardido —pensaba—, y con ella mis gemas, mis jarrones etruscos, mis cristales de Alejandría y mis bronces de Corinto, tal vez Nerón olvidase su resentimiento. ¡Por Pólux!, y pensar que ha dependido de mí ser prefecto de los pretorianos. Habría proclamado a Tigelino incendiario, que además lo es; le habría puesto la túnica dolorosa, le habría entregado al pueblo, habría apartado el peligro de los cristianos, y habría reconstruido la ciudad. ¿Quién sabe si las gentes honradas no hubieran vivido mejor? Habría debido asumir esa tarea, aunque sólo fuera en interés de Vinicio. Si el trabajo me hubiera desbordado, le habría cedido las funciones de prefecto y Nerón no se habría opuesto. Si después de esto Vinicio bautiza a todos los pretorianos, y al César mismo, ¿a mí qué podía importarme? Nerón piadoso, Nerón convertido en virtuoso y lleno de misericordia, ¡ah, qué espectáculo más divertido!».

Y su despreocupación era tan grande que sonrió. Un instante después sus pensamientos se dirigían hacia otra parte. Le parecía estar en Ancio y oír las palabras de Pablo de Tarso: «Vosotros nos llamáis los enemigos de la vida; pero, dime, Petronio: si el César fuera cristiano y obrase según nuestros preceptos, ¿vuestra vida misma no sería más tranquila y más segura?». Y al recordar estas palabras pensó: «¡Por Cástor! Aquí van a degollar más cristianos que adeptos encuentre Pablo; porque si el mundo no puede existir teniendo la infamia por base, Pablo tiene razón… Mas ¿quién sabe si el mundo no puede basarse en la infamia, dado que existe? Yo mismo, que he aprendido tantas cosas, no he podido aprender a volverme suficientemente infame, y por eso me obligarán a abrirme las venas… Por lo demás, de una forma o de otra, yo debía terminar así. Y si no hubiera terminado así, habría terminado de otra forma. Lo siento por Eunice y mi jarrón de Mirrene, pero Eunice es libre y mi jardín me seguirá a la tumba: en cualquier caso, Enobarbo no se quedará con él. Lo siento también por Vinicio. Además, aunque en estos últimos tiempos me he aburrido menos que antes, estoy preparado. Hay en esta tierra cosas bellas, pero los hombres son por lo general tan abyectos que no merece la pena lamentar la vida; quien na sabido vivir debe saber morir. Aunque augustano, he sido sin embargo un hombre mucho más libre de lo que ellos se figuran…».

Se encogió de hombros.

«Tal vez se figuren que en estos momentos mis rodillas tiemblan y que se me eriza el cabello sobre mi cabeza. Cuando llegue, voy a tomar un baño de agua de violeta, luego mi belleza de cabellos de oro me ungirá con sus queridas manos, y juntos haremos que nos canten ese himno a Apolo que ha compuesto Antemio. ¿No lo he dicho en alguna parte?: “Inútil es pensar en la muerte, ya piensa ella suficientemente en nosotros para que nosotros la ayudemos”. Sin embargo, sería muy hermoso si realmente existieran los Campos Elíseos, y en esos campos de sombras… Eunice iría de vez en cuando a verme, y juntos podríamos vagar por las praderas sembradas de asfódelos. Sin duda la sociedad está menos mezclada que aquí… ¡Qué picaros! ¡Qué titiriteros, qué plebe inmunda, sin gusto ni lustre! Diez árbitros de la elegancia no conseguirían hacer de esos Trimalciones gentes presentables. ¡Por Perséfone! ¡Estoy harto de ellos!».

Constataba con sorpresa que algo le separaba de ellos. Los conocía de sobra y hacía tiempo que sabía a qué atenerse a su respecto; pero ahora le parecían aún más lejanos y más despreciables que de costumbre. Realmente estaba harto de ellos.

Se puso a analizar su propia situación. Perspicaz, comprendía que el peligro no era inminente. Nerón no había dejado escapar la ocasión de formular algunas hermosas y elevadas sentencias sobre la amistad y el perdón, cosa que, por el instante al menos, le ataba las manos. Tendría que buscar pretextos, y antes de que los encontrase pasaría tiempo.

«Primero —se dijo Petronio—, dará juegos que los cristianos alimentarán; sólo después pensará en mí. Por tanto es inútil atormentarme o cambiar mi género de vida. Más urgente es el peligro que amenaza a Vinicio»…

Entonces se dedicó a pensar en este último, y decidió salvarle. Entre las chimeneas, las ruinas y los montones de cenizas que seguían llenando las Carenas, los cuatro robustos esclavos que llevaban su litera se apresuraban; impaciente, les ordenó correr. Por suerte, Vinicio, que vivía en su casa dado que su había ardido, estaba allí.

—¿Has ido hoy a casa de Ligia? —le preguntó Petronio.

—Acabo de dejarla.

—Escucha lo que voy a decirte, y no pierdas tiempo preguntándome por los detalles. Hoy mismo, en casa del César, se ha decidido imputar a los cristianos el incendio de Roma. Habrá persecuciones y torturas que van a comenzar inmediatamente. Coge a Ligia y huid ahora mismo al otro lado de los Alpes o a África. Y date prisa, porque el Palatino está más cerca que mi casa del Transtíber.

Vinicio era demasiado guerrero para perder su tiempo en preguntas ociosas. Había escuchado, con el ceño fruncido, el rostro concentrado y grave, pero sin espanto. En aquella naturaleza el deseo primero era el de la lucha.

—Voy ahora mismo —dijo.

—Una palabra todavía: llévate una bolsa llena de oro, coge armas y un puñado de tus cristianos. En caso de necesidad, coge a Ligia por la fuerza.

Vinicio estaba ya en el umbral del .

—Envíame noticias por un esclavo —gritó entonces Petronio.

Cuando se hubo quedado solo comenzó a pasear bajo las columnas que sostenían el , reflexionando sobre lo que iba a ocurrir. Sabía que después del incendio, Ligia y Lino habían regresado a su antigua morada, intacta como la mayor parte de aquel barrio; era una circunstancia desfavorable, porque hubiera sido menos fácil encontrarlos entre la multitud, pero no podía suponer que en el Palatino conociesen su refugio; en cualquier caso, Vinicio llegaría antes que los pretorianos. También se le ocurrió la idea de que Tigelino, queriendo coger el mayor número posible de cristianos, se vería obligado a extender su red por toda Roma y fraccionar sus pretorianos en pequeños grupos.

«Si no envían más que una decena de hombres —se decía— el gigante ligio les romperá las costillas. Además, Vinicio acudirá en su ayuda…».

Este pensamiento volvió a darle confianza. A decir verdad, resistir a los pretorianos con las armas en la mano era hacer la guerra al César. Petronio sabía asimismo que si Vinicio escapaba a la venganza de Nerón, esa venganza podía recaer sobre su cabeza; pero le preocupaba poco. Por el contrario, se divertía ante la idea de alterar los planes del César y de Tigelino. Decidió no escatimar ni dinero ni hombres; y dado que Pablo de Tarso ya había convertido en Ando a la mayoría de sus esclavos, estaba seguro de poder contar con su celo para defender a los cristianos.

La entrada de Eunice interrumpió sus reflexiones. Al verla, todas sus inquietudes y sus preocupaciones desaparecieron: se olvidó del César, se olvidó de la desgracia, de los infames augustanos y de las persecuciones que amenazaban a los cristianos. Se olvidó de Vinicio y Ligia para no mirar nada que no fuese Eunice con los ojos del esteta enamorado de formas maravillosas, y del amante para quien el amor respira en esas formas. Vestida con una gasa violeta de Cos que dejaba transparentar su cuerpo sonrosado, estaba divinamente hermosa. Sintiéndose admirada, queriéndole con toda su alma, ávida siempre de sus caricias, se ruborizó de alegría, no como una amante, sino como una niña inocente.

—¿Qué me dirás, Cárite? —le preguntó él con las dos manos tendidas hacia ella.

Inclinando hacia él su dorada cabeza, ella le respondió:

—Ha llegado Antemio con sus cantores, y pregunta si deseas oírle hoy.

—Que espere: nos cantará su himno a Apolo cuando nos sentemos a la mesa. Aunque estemos rodeados de ruinas y cenizas, escucharemos el himno a Apolo. ¡Por los bueyes de Pafos! ¡Cuando te veo así, en esta , me parece que Afrodita se halla ante mí dejándose ver a través de un faldón del cielo!

—¡Oh, dueño mío! —dijo Eunice.

—Ven, Eunice, abrázame y dame tus labios… ¿Me amas?

—No podría amar más a Zeus.

Y estremeciéndose de dicha, le besó en los labios.

—¿Y si tuviéramos que separarnos?… —preguntó Petronio tras un silencio.

Los ojos de Eunice reflejaron angustia.

—¿Cómo, señor?…

—No temas… Tal vez me vea obligado simplemente a hacer un largo viaje…

—Llévame contigo…

Pero Petronio, cambiando de conversación, preguntó:

—Dime: ¿hay asfódelos en los céspedes del jardín?

—En el jardín, desde el incendio, los cipreses y los céspedes están amarillos; los mirtos han perdido las hojas y todo el jardín parece muerto.

—Roma entera parece muerta y pronto será un cementerio. ¿Sabes que se va a decretar un edicto contra los cristianos, que en virtud de ese edicto se los perseguirá y se les hará morir por millares?

—¿Por qué los castigan, señor? Son tan dulces y tan buenos.

—Precisamente por eso.

—Vámonos al mar. Tus ojos divinos no gustan de la vista de la sangre.

—Antes tengo que tomar mi baño. Vendrás al para ungirme los brazos. ¡Por el cinturón de Cipris! Nunca estuviste tan hermosa. Mandaré hacerte una bañera recubierta de concha, donde serás una perla preciosa… ¡Ven, hermosa cabeza de oro!…

Petronio se retiró y, una hora después, coronados los dos de rosas, con los ojos ligeramente velados, se sentaban a la mesa cubierta de una vajilla de oro y servida por adolescentes vestidos de amorcillos. Mientras bebían en las copas festoneadas de hiedra, escuchaban el himno a Apolo que los cantores de Antemio cantaban al sonido de las arpas. ¡Qué les importaban aquellas chimeneas que, en torno de la ciudad, se erguían en medio de los escombros, y el viento que dispersaba a su gusto las cenizas carbonizadas de la urbe incendiada! Eran felices y no pensaban más que en el amor, que transformaba toda su vida en un sueño divino.

Pero antes del final del himno, el esclavo puesto de guardia en el entró en la sala.

—Señor —dijo con una voz en la que apuntaba la inquietud—, delante de la puerta hay una sección de pretorianos, con un centurión que desea hablarte por orden del César.

Los cantos y el sonido de las arpas cesaron. La inquietud se apoderó de los asistentes porque en sus relaciones con sus amigos el César no empleaba a los pretorianos; en aquellos tiempos su llegada no predecía nada bueno. Petronio fue el único en no mostrar la menor emoción y, como hombre hastiado por continuas invitaciones, se limitó a decir:

—Podrían dejarme cenar en paz.

Luego, dirigiéndose al guardián del , le ordenó:

—Hazle entrar.

El esclavo desapareció tras la cortina; un momento después se oyó un paso pesado y cadencioso y en la sala entró, completamente armado y con casco de hierro, el centurión Aper, a quien Petronio conocía.

—Noble señor —dijo—, aquí tienes una misiva del César.

Petronio extendió con negligencia su blanca mano, cogió las tablillas, lanzó una rápida ojeada sobre ellas y muy tranquilo se las entregó a Eunice.

—Esta noche va a leernos un nuevo canto de la y me invita a ir.

—Sólo tengo orden de entregar la misiva —dijo el centurión.

—Está bien, no hay respuesta. Pero tal vez, centurión, puedas quedarte con nosotros el tiempo de beber una crátera.

—Te lo agradezco, noble señor; beberé con agrado una crátera a tu salud; pero no puedo descansar, por estar de servicio.

—¿Por qué te han encargado de esta misiva en lugar de enviármela por un esclavo?

—Lo ignoro, señor. Tal vez porque me mandaban por estos parajes a otro servicio.

—Ya sé —dijo Petronio—, contra los cristianos.

—Sí, señor.

—¿Ha empezado hace mucho la persecución?

—Antes de mediodía algunos destacamentos han salido ya para el Transtíber.

El centurión arrojó en honor de Marte algunas gotas de vino sobre el suelo, vació la copa y dijo:

—Que los dioses te den, señor, cuanto desees.

—Llévate la crátera —dijo Petronio.

E hizo una seña a Antemio para que continuase el himno a Apolo.

«Barba de Bronce empieza a jugar conmigo y con Vinicio —pensaba mientras sonaban las arpas—. Ya veo su intención: pretende meterme miedo enviándome la invitación por un centurión. Esta tarde interrogarán a este hombre sobre la forma en que la he recibido. No, no, no te daré esa alegría, payaso malvado y cruel. Sé que no escaparé a la muerte; pero si esperas que he de mirarte a los ojos con ojos suplicantes, si esperas que en mi cara has de poder leer el miedo y la humildad, te equivocas».

—El César te escribe, señor: «Ven, si lo deseas» —dijo Eunice—. ¿Irás?

—Estoy de muy buen humor, y me siento con ánimo suficiente para escuchar sus versos —replicó Petronio—. Iré, sobre todo porque Vinicio no puede.

Después de la cena, dio su paseo habitual, se puso en mano de las peinadoras y de las plegadoras de togas, y una hora más tarde, hermoso como un dios, se hizo trasladar al Palatino. Era tarde, la noche estaba tranquila y cálida. La luna brillaba con una claridad tan intensa que los que precedían a la litera habían apagado sus antorchas.

Por las calles y los escombros deambulaban gentes borrachas, con ramas de mirto y de laurel en la mano que habían cogido en los jardines del César. La abundancia de trigo y la esperanza de juegos extraordinarios llenaban de alegría el corazón de la multitud. Aquí y allá se alzaban cantos a la gloria de la «noche divina» y del amor; más lejos se danzaba a la claridad de la luna. Los esclavos se vieron obligados muchas veces a pedir paso para la litera del «noble Petronio». La muchedumbre se abría aclamando a su favorito.

Petronio pensaba en Vinicio y se extrañaba de no haber recibido todavía nueva alguna. Por más epicúreo y egoísta que fuese, sus charlas con Pablo de Tarso y con Vinicio, y lo que cada día oía decir de los cristianos, no habían dejado de ejercer, a su pesar, cierta influencia sobre sus ideas. De ahí le llegaba como un soplo ignorado que aportaba a su corazón alguna semilla desconocida. Ya no se interesaba sólo en su persona, sino también en los demás humanos; no obstante, seguía teniendo por Vinicio un cariño especial, porque había amado mucho a su hermana, la madre del joven tribuno, y ahora que había participado en sus aventuras había llegado a interesarse en ellas como en una tragedia.

Seguía esperando que Vinicio, adelantándose a los pretorianos, hubiera logrado huir con Ligia, o, en el peor de los casos, que la hubiera recuperado por la fuerza; pero le habría gustado estar seguro, en previsión de las respuestas que iba a tener que dar a diversas preguntas para las que más le valía ir preparado.

Llegado a la casa de Tiberio, descendió de su litera y penetró en el que ya estaba repleto de augustanos.

Los amigos de ayer, sorprendidos de verlo invitado se mantuvieron apartados; pero él se adelantó, hermoso y despreocupado, con tanta seguridad como si hubiera sido el dispensador de la fortuna. Algunos se inquietaron incluso por haberle demostrado tal vez demasiado pronto su frialdad.

Sin embargo, el César, fingiendo no verle y hablar con animación, no respondió a su saludo.

Por el contrario Tigelino se acercó para decirle:

—¡Buenas noches, árbitro de la elegancia! ¿Sigues afirmando que no han sido los cristianos los que han incendiado Roma?

Petronio se encogió de hombros y golpéandole en la espalda como a un liberto le contestó.

—Sabes tanto como yo sobre este punto.

—Yo no me atrevo a rivalizar con tu sabiduría.

—Pues hazlo; si no, cuando César nos haya leído su nuevo canto de la , te verás obligado, en vez de gritar como un pavo real, a dar tu opinión, que a buen seguro será ridícula.

Tigelino se mordió los labios. No le gustaba nada que el César hubiera decidido declamar ese día aquella nueva parte de su , porque esto abría a Petronio un campo en el que no tenía rival. En efecto, Nerón, por la fuerza de la costumbre, volvía durante su lectura de forma involuntaria los ojos hacia Petronio, buscando adivinar la impresión sobre su rostro.

El otro escuchaba, con las pestañas alzadas, aprobando a veces, concentrando su atención, como para estar seguro de haber oído bien. Luego alababa o criticaba, exigía correcciones, o pedía que ciertos versos fueran más trabajados. El propio Nerón sentía que los otros, con sus elogios desmedidos, no tenían otro interés que el suyo propio. Sólo Petronio se ocupaba de la poesía por sí misma, dado que era el único experto; y cuando el árbitro había aprobado, se podía estar seguro de que los versos eran dignos de elogios. Poco a poco se puso a discutir con él, a contradecirle, y finalmente cuando Petronio negaba la exactitud de ciertos términos, le dijo: —En el último canto verás por qué he utilizado esa expresión.

«¡Ah! —pensó Petronio—, o sea que todavía me queda hasta el último canto».

Al oír las palabras de Nerón, más de un cortesano pensó: «¡Pobre de mí! Petronio tiene tiempo todavía: aún puede recuperar el favor e incluso eliminar a Tigelino». Y de nuevo le asaltaron con sus amabilidades. Pero el final de la velada no fue tan bueno porque en el momento en que Petronio se despedía, el César le preguntó a quemarropa, con una alegría malsana en los ojos:

—Y Vinicio ¿por qué no ha venido?

Si Petronio hubiera estado seguro de que Vinicio y Ligia se encontraban ya fuera de la ciudad, habría respondido: «Se ha casado con tu permiso y se ha marchado». Pero ante la extraña sonrisa de Nerón, se limitó a responder:

—Tu invitación, divino, no le ha encontrado en casa.

—Avísale que me gustaría verle —continuó Nerón— y recomiéndale en mi nombre que no falte a los juegos en los que participarán todos los cristianos.

Petronio se inquietó por estas palabras que, desde luego, concernían a Ligia. Subió a su litera, ordenando que fueran a toda velocidad. Era difícil. Delante de la casa de Tiberio se agolpaba una compacta multitud que gritaba, compuesta por gentes borrachas en su mayoría y que, lejos de cantar y bailar, parecían furiosos. A lo lejos se alzaban gritos que Petronio no comprendió al principio. Pero poco a poco fueron creciendo y terminaron por estallar en un clamor salvaje: —¡Los cristianos a los leones!

Las fastuosas literas de los cortesanos avanzaban entre las vociferaciones de la plebe. Del fondo de las calles incendiadas acudían nuevas bandadas que, al oír este grito, lo repetían. De boca en boca se difundió la nueva de que las persecuciones habían empezado desde antes del mediodía y que ya se había capturado a gran número de aquellos incendiarios. Por las vías recientemente trazadas así como por las calles antiguas, por las callejas llenas de escombros que rodeaban la colina del Palatino, por los jardines, por toda Roma, de arriba abajo, sonaban los clamores más encarnizados cada vez: —¡Los cristianos a los leones!

«¡Vil rebaño, pueblo digno del César!», se dijo Petronio.

Y empezó a pensar que aquel mundo, fundado en una violencia, en una crueldad que no se les ocurrió siquiera a los bárbaros, fundado en el crimen y en el loco desenfreno, no podía existir. Roma, dominadora del universo, era también su llaga. Sobre la podredumbre de aquella vida planeaba una sombra de muerte. Los augustanos habían hablado a menudo de todas aquellas cosas; pero nunca había comprendido Petronio con tanta claridad que el carro florido y adornado de los trofeos en que Roma, arrastrando tras ella a pueblos encadenados, se erigía en triunfadora, que ese carro avanzaba hacia el abismo. La vida de la poderosa ciudad le pareció un cortejo grotesco, una orgía que sin embargo debía acabar un día.

También comprendía que sólo los cristianos tenían una nueva base de vida; pero creía que pronto no quedaría de aquellos cristianos ninguna huella. ¿Qué ocurriría entonces? El grotesco cortejo continuaría bajo Nerón, y, suponiendo que Nerón desapareciese, otro, semejante o peor, ocuparía su puesto. Con semejante pueblo y semejantes patricios, no existía ninguna probabilidad de que un hombre de un orden más elevado subiese al trono. Sería por tanto una orgía nueva, simplemente más inmunda y más abyecta todavía. Pero una orgía no podría durar eternamente; hay que ir a acostarse, aunque sea de fatiga y de agotamiento… ¿Merecía la pena vivir sin estar seguro del día de mañana, y vivir sólo para contemplar semejante estado de cosas?

Pensando en ello, también Petronio se sentía extremadamente fatigado.

«En resumen —se decía— el genio de la muerte no es menos seductor que el genio del sueño: ¡como él, tiene alas!».

La litera se detuvo ante la casa y el vigilante acudió al punto a abrirle la puerta.

—¿Ha vuelto el noble Vinicio? —preguntó Petronio.

—Hace un momento.

«Por tanto no la ha liberado», pensó Petronio.

Quitándose la toga se precipitó en el . Vinicio estaba sentado en un escabel, con la cabeza entre las manos y los codos en las rodillas. Al ruido de los pasos alzó una cara petrificada donde sólo los ojos brillaban febriles.

—¿Has llegado demasiado tarde? —preguntó Petronio.

—Sí, se la llevaron antes de mediodía.

Hubo un silencio.

—¿La has visto?

—Sí.

—¿Dónde está?

—En la cárcel Mamertina.

Petronio se estremeció y lanzó a Vinicio una mirada inquisitiva. El otro comprendió.

—¡No! —dijo—. No la han encerrado en el , ni siquiera en la prisión del centro. Por una fuerte suma, el guardián le ha cedido su celda. Urso se ha tumbado de través en la puerta y vela por ella.

—¿Por qué no la defendió Urso?

—Enviaron cincuenta pretorianos. Además Lino se lo prohibió.

—¿Y Lino?

—Está agonizando. Por eso no se lo han llevado con los demás.

—¿Qué piensas hacer?

—Salvarla o morir con ella. También yo soy cristiano.

Vinicio parecía hablar con calma, pero en su voz vibraba un dolor tan desgarrador que Petronio sintió que su corazón se encogía de piedad.

—Te comprendo —dijo—; pero ¿cómo piensas salvarla?

—He sobornado a los guardias, primero para que la preserven de ultrajes, luego para que no se opongan a su fuga.

—¿Para cuándo es la fuga?

—Me han contestado que su responsabilidad no permitía devolvérmela inmediatamente. Pero cuando las prisiones estén abarrotadas y se haya perdido la cuenta de los prisioneros me la entregarán. Es el último recurso. Pero, para entonces, tú nos habrás salvado a los dos. Eres el amigo del César. Él mismo me la entregó. ¡Ve y sálvenos!

Sin responder, Petronio llamó a un esclavo y se hizo traer dos mantos oscuros y dos espadas.

Luego, volviéndose hacia Vinicio, le dijo:

—De camino te contestaré. Ahora coge ese manto y esa espada y vamos a la cárcel. Allí darás a los guardianes cien mil sestercios; dales el doble, el quíntuple, con tal que la dejan salir inmediatamente. En caso contrario sería demasiado tarde.

—Partamos —asintió Vinicio.

Un momento después estaban en la calle.

—Ahora escucha —dijo Petronio—. Desde hoy estoy en desgracia. Mi vida sólo pende de un hilo; no tengo ningún poder ante el César. Peor: estoy seguro de que obraría contra lo que le pidiese. ¿Te habría aconsejado huir con Ligia o liberarla por la fuerza? Comprende que si hubieras conseguido huir, la cólera del César se habría vuelto contra mí. Hoy haría más cosas por ti que por mí. Pero no cuentes con ello. Hazla salir de la cárcel y huid. Si fracasáis, habrá tiempo para intentar otros medios. Debes saber, sin embargo, que Ligia no está en la cárcel sólo por su fe. Los dos sois víctimas de la venganza de Popea. ¿Recuerdas cómo heriste su amor propio? No ignora que era a causa de Ligia, y a la primera mirada la odió. Ya había tratado de perderla atribuyendo la muerte de su hija a algún hechizo de la joven. En todo lo que ocurre se ve la mano de Popea. De otro modo ¿cómo explicar que se haya detenido a Ligia antes que a los demás? ¿Quién ha podido señalar la casa de Lino? Te digo que la espiaban hace tiempo. Sé que te parto el corazón al quitarte la última esperanza, pero te lo digo para hacerte comprender que si no la liberas antes de que piensen en que tal vez tú lo intentes, los dos estáis perdidos.

—Sí, comprendo —respondió Vinicio con voz sorda.

Era tarde, las calles estaban desiertas. Pero bruscamente su conversación fue interrumpida por un gladiador borracho que venía en dirección contraria. Se tambaleó y aganándose al brazo de Petronio, le echó al rostro su aliento vinoso. Gritaba con voz ronca:

—¡Los cristianos a los leones!

— —dijo Petronio muy tranquilo—, sigue tu camino; es un buen consejo el que te doy.

El borracho cogió con su otra mano el brazo de Petronio.

—Grita tú también «¡Los cristianos a los leones!» o te retuerzo el pescuezo.

Pero todos aquellos gritos habían puesto nervioso a Petronio. Desde que había dejado el Palatino le ahogaban como una pesadilla y le desgarraban los oídos. Viendo encima de su cabeza el puño gigante, sintió que su paciencia tocaba a su fin.

—Amigo mío —dijo—, apestas a vino y me aburres.

Y le hundió en el pecho, hasta la guarda, la espada que había llevado. Luego, cogiendo el brazo de Vinicio, continuó como si nada hubiera pasado:

—El César me ha dicho hoy: «Recomienda a Vinicio que acuda a los juegos en los que participarán todos los cristianos». ¿Comprendes lo que quiere decir? Quieren saciarse con el espectáculo de tu dolor. Sin duda por eso tú y yo no estamos todavía en la cárcel. Si logras hacerla salir inmediatamente… entonces, no sé… tal vez Acte hable en tu favor; pero dudo que consiga algo… Tus tierras de Sicilia también podrían tentar a Tigelino. Inténtalo.

—Le daré cuanto poseo —respondió Vinicio.

El Foro no estaba muy lejos de las Carenas; habían llegado. La noche comenzaba a palidecer y el recinto del castillo se difuminaba, saliendo de la sombra.

De pronto, cuando habían torcido hacia la cárcel Mamertina Petronio se detuvo y dijo:

—¡Los pretorianos!… ¡Demasiado tarde!

En efecto, la cárcel estaba rodeada por un doble cordón de tropas. Las primeras luces del alba argentaban los cascos y el hierro de las lanzas.

El rostro de Vinicio se había puesto blanco como el mármol.

—Sigamos —dijo.

Llegaron ante las filas. Petronio, que tenía una memoria excelente y conocía no sólo a los oficiales, sino a casi todos los soldados de la guardia pretoriana, hizo una seña al jefe de cohorte:

—¿Qué tal estás, Niger? ¿Os hacen montar la guardia alrededor de la cárcel?

—Sí, noble Petronio. El prefecto temía que intentaran liberar por la fuerza a los incendiarios.

—¿Tenéis orden de no dejar pasar a nadie? —preguntó Vinicio.

—No, señor. Sus amigos vendrán a verlos; así podremos coger a más cristianos en la trampa.

—Entonces déjame entrar —dijo Vinicio.

Estrechó la mano de Petronio y le dijo al oído:

—Vete a ver a Acte. Pronto iré a saber de tus labios su respuesta.

—De acuerdo.

En ese momento, del seno de las espesas murallas y de la profundidad de los subterráneos se alzaron voces que cantaban. El canto, sordo al principio, iba afirmándose poco a poco. Voces de hombres, de mujeres y de niños hacían coro al unísono. En la calma del alba naciente, toda la prisión se había puesto a cantar como un arpa. No eran voces de tristeza y desesperación, no, en ellas se sentía vibrar la alegría y el triunfo.

Los soldados se miraron estupefactos.

La aurora teñía ya el cielo de rosa y de oro.

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