Quo Vadis?

Capítulo XVIII

Capítulo XVIII

Petronio a Vinicio:

«¡No vas nada bien, ! Por lo que se ve, Venus ha alterado tu mente, te ha hecho perder la razón, la memoria, la facultad de pensar en cualquier cosa salvo en el amor. Si un día vuelves a leer tu respuesta a mi carta, podrás convencerte de la indiferencia de tu mente por todo lo que no sea Ligia; cómo sólo se ocupa de ella, vuelve constantemente a ella, da vueltas en torno a ella, como un halcón sobre la presa deseada. ¡Por Pólux! Encuéntrala cuanto antes; de otro modo, si la llama que te consume no te reduce a cenizas, vas a metamorfosearte en esa esfinge de Egipto que, según dicen, enamorada de la pálida Isis, se vuelve sorda e indiferente a todo y no espera más que a la noche donde con sus ojos de piedra puede contemplar a su bienamada.

»Por la noche disfrázate para recorrer la ciudad, incluso para penetrar con tono filosófico en las casas de rezo de los cristianos. Todo lo que hace nacer la esperanza y mata el tiempo es digno de alabanza. Pero, por amistad hacia mí, haz una cosa; dado que el tal Urso, el esclavo de Ligia, tiene una fuerza extraordinaria, alquila a Crotón, y haced la expedición los tres juntos. Será menos peligroso y más razonable. Dado que Pomponia Grecina y Ligia son de los suyos, los cristianos no son unos miserables, como en todas partes creen; lo cual no impide que, durante el rapto de Ligia, hayan demostrado que no se andan con bromas cuando se trata de una pequeña oveja de su rebaño. En cuanto veas a tu Ligia, sé que no podrás contenerte y la raptarás en el acto. ¿Cómo podrías hacerlo con Quilónides sólo? Crotón, por el contrario, lo logrará, aunque estuviera protegida por diez ligios como ese Urso. No dejes que Quilón te saque mucho dinero, ahórralo para Crotón. De todos los consejos que puedo enviarte, éste es el mejor.

»Aquí ya han dejado de hablar de la pequeña Augusta y de repetir que su muerte fue provocada por sortilegios. De vez en cuando Popea alude a ello, pero el espíritu del César está ocupado en otra cosa; además —aunque no sé si es cierto—, la divina Augusta parece hallarse en estado de buena esperanza, y con eso el recuerdo de la primera niña no tardará en desaparecer. Hace algunos días que estamos en Nápoles, o más exactamente en Bayas. Si fueras capaz de pensar en algo, a tus oídos habrían llegado los ecos de nuestra estancia aquí, porque sin duda en Roma no debe hablarse de otra cosa. Hemos venido directamente a Bayas donde, al principio, el recuerdo de nuestra madre nos sumió en remordimientos. Pero ¿sabes lo que ha hecho Enobarbo? El asesinato de su madre se ha convertido en tema para sus versos y en motivo de escenas tragicómicas. En otro tiempo, sus verdaderos remordimientos nacían de su cobardía. Hoy, seguro de que el mundo es sólido bajo sus pasos y de que ninguna divinidad se ha vengado en él, finge remordimientos para que las gentes lo compadezcan. Llega a levantarse repentinamente por la noche, afirmando que las Furias lo persiguen; nos despierta, mira a sus espaldas, adopta poses de comicastro en el papel de Orestes, declama versos griegos y nos observa para ver si lo admiramos. Y naturalmente, es lo que hacemos, y en lugar de decirle: “Vete a la cama, bufón”, nos elevamos también al tono trágico y defendemos de las Furias al gran artista.

»¡Por Cástor!, por lo menos habrás oído decir que ya se ha presentado en público en Nápoles. Recogieron la bazofia de la ciudad y de los alrededores: con todo ello las arenas se llenaron de unos olores a ajo y a sudor tan desagradables que di gracias a los dioses por no estar situado en primera fila con los augustanos, y haberme quedado detrás de la escena con Barba de Bronce. ¡Figúrate que tenía miedo! ¡Te aseguro que realmente tenía miedo! Ponía mi mano en su pecho, y en efecto, sentía cómo se aceleraban los latidos de su corazón. Su aliento era jadeante y en el momento de aparecer se puso amarillo como el pergamino y su frente se cubrió de sudor. Sin embargo, sabía que los pretorianos, provistos de bastones, se habían situado en todos los bancos para estimular, si fuera necesario, el entusiasmo de los oyentes. Pero fue inútil. No hay banda de monos de los alrededores de Cartago que sepa aullar como aulló aquella canalla. Te lo repito, el olor a ajo llegaba hasta la escena, y Nerón saludaba, se llevaba las manos al corazón, lanzaba besos y lloraba. Luego, como un borracho, vino a caer en medio de nosotros, detrás de la escena y exclamó: “¿Qué son todos los triunfos en comparación del mío?”. Y al otro lado, la jauría seguía aullando y aplaudiendo, segura de atraerse con sus aplausos los favores imperiales, sus regalos, sus festines, sus billetes de lotería y una nueva exhibición del César bufón. No me sorprendieron las ovaciones porque hasta entonces nunca se había visto nada parecido. Y él seguía diciendo a cada instante: “¡Ahí tenéis a los griegos! ¡Ahí tenéis a los griegos!”. Creo que después de una representación así, su odio por Roma ha crecido. Sin embargo, ha enviado mensajeros para anunciar ese triunfo, y un día de estos esperamos las felicitaciones del Senado.

»Inmediatamente después de la presentación de Nerón, se produjo un accidente extraño. El teatro se derrumbó, pero el público ya había salido. Fui al lugar del suceso y no vi que de los escombros se sacara ningún cadáver. Incluso entre los griegos hay muchas personas que ven en ello una señal de la cólera divina, causada por la profanación de la majestad imperial; él pretende, por el contrario, que los dioses han demostrado su benevolencia tomando bajo su protección tanto sus cantos como a los oyentes. Por eso ha ordenado hacer sacrificios y acciones de gracias en todos los templos; y este incidente no ha hecho sino aumentar su deseo de ir a Acaya. Sin embargo, los últimos días me ha manifestado sus temores sobre lo que podría pensar el pueblo romano; tiene miedo a que se subleve, primero por el amor que le tiene, y luego por temor a que una larga ausencia le prive de los repartos de trigo y de espectáculos.

»Sin embargo, salimos para Benevento con objeto de gustar allí los esplendores, muy dignos de un zapatero, con que Vatinio quiere distinguirse, y desde ahí, con la protección de los divinos hermanos de Helena, hacia Grecia. He observado una cosa: al contacto de los locos, se vuelve uno mismo loco; o mejor, termina por encontrar cierto atractivo a las locuras. Grecia y este viaje con el acompañamiento de mil cítaras, esta especie de marcha triunfal de Baco escoltado por ninfas y bacantes coronadas de mirtos verdeantes y pámpanos, de carruajes tirados por tigres, esas flores, esos tirsos, esas guirnaldas, esos gritos de , esa música, esa poesía, y toda la Hélade aplaudiendo, todo eso está muy bien, pero preparamos proyectos más audaces todavía. Queremos fundar algún imperio fantástico de Oriente, un imperio de palmeras, de sol, de poesía y de realidad metamorfoseada en sueño, de vida transformada en perpetuo goce. Queremos olvidar Roma y fijar el centro del mundo en alguna parte entre Grecia, Asia y Egipto; vivir no la vida de los hombres sino la de los dioses; ignorar cualquier preocupación cotidiana, vagar por el archipiélago, en galeras de oro, a la sombra de velas de púrpura, ser, en una sola persona, Apolo, Osiris y Baal; rociarnos de aurora, dorarnos de sol, argentarnos de luna; reinar, cantar, soñar… ¿Podrás creer que, aunque todavía tengo un sestercio de sentido común y un as de juicio, yo mismo me dejo ganar por estas ideas fantasiosas, y que me dejo ganar por ellas porque, aunque sean impracticables, tienen al menos grandeza y originalidad? Un reino así, fantástico, se diga lo que se quiera, parecerá dentro de unos siglos como un sueño maravilloso. Si Venus no adopta la figura de una Ligia, o cuando menos la de una esclava como Eunice, y si la vida no es embellecida por el arte, esa existencia permanecerá vacía por sí misma, con una cara simiesca. Mas no será Barba de Bronce quien realice esas ideas; en este fabuloso reino de la poesía del Oriente no debería haber plaza ni para la traición ni para la muerte, y en él, bajo las apariencias de un poeta, reside un mediocre comicastro y se esconde un burdo tirano.

»Mientras tanto, estrangulamos a las gentes a poco que nos molesten; el pobre Torcuato Silano ya está entre las sombras, se abrió las venas estos últimos días. Lecanio y Licinio no aceptan el consulado más que temblando. El viejo Trásea se atreve a seguir siendo honrado aunque sobre él planea la muerte. Y en cuanto a mí, Tigelino no ha podido lograr la orden que me conminaría a abrirme las venas: todavía soy necesario, no sólo como árbitro de la elegancia, sino también como persona cuyos consejos y gusto son indispensables durante el viaje a Acaya. No por ello dejo de pensar que antes o después habremos de llegar a ese punto. Y ¿sabes lo que más me preocupa? Que Barba de Bronce herede esta copa de Mirrene que tú conoces y admiras. Si estás a mi lado cuando muera, te la entregaré; si estás lejos, la romperé. De aquí a entonces tengo por delante Benevento y su zapatero, la Grecia Olímpica, el que traza a cada cual su ruta en lo desconocido.

»Consérvate bien. Paga los servicios de Crotón, si no quieres que te arrebaten por segunda vez a Ligia. Envíame a Quilónides donde yo esté en cuanto haya dejado de serte útil. Tal vez haga de él un segundo Vatinio, ante el que tiemblen los personajes consulares y los senadores como tiemblan ante el caballero de la lezna. Valdría la pena vivir para ver ese espectáculo. Cuando hayas encontrado a Ligia, envíamelo, para que yo pueda ofrecer a Venus en su pequeño templo circular de Bayas una pareja de cisnes y una paloma. Recientemente he visto en sueños a Ligia sobre tus rodillas, buscando tus besos. Haz de modo que sea un sueño profético. Ojalá no haya nubes en tu cielo, y si las hay que tengan el color y el perfume de las rosas. Consérvate bueno, y adiós».

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