Capítulo XLV
Capítulo XLV
El tejedor Macrino, a cuya casa habían llevado a Vinicio, lo lavó, le dio ropas y le hizo tomar algún alimento. Cuando el joven tribuno hubo recuperado sus fuerzas, declaró que iba a ponerse inmediatamente a buscar a Lino. Macrino, que era cristiano, confirmó las palabras de Quilón, declarando que Lino y el arcipreste Clemente habían ido al Ostriano, donde Pedro debía bautizar una muchedumbre de adeptos. En el barrio de los cristianos se sabía que desde hacía dos días Lino había confiado la guarda de su casa a un tal Gayo. Esto probaba a Vinicio que ni Ligia ni Urso se habían quedado en la casa y que también ellos debían de haber ido al Ostriano.
La idea lo tranquilizó. Lino era mayor; le costaba mucho ir y venir todos los días del Transtíber al Ostriano. Era, por tanto, natural que hubiera pedido asilo por varios días a algún correligionario que viviese fuera de los muros, y que Ligia y Urso le siguiesen. De este modo habían podido escapar al incendio, que no había alcanzado la falda del Esquilino. Veía en todo ello un signo manifiesto del favor de Cristo y sentía que sobre él mismo planeaba su protección. Con el corazón desbordante de amor, juró pagar con toda su vida los testimonios manifiestos de su misericordia.
Por eso tenía más prisa por llegar al Ostriano. Allí encontraría a Ligia; y también a Lino y a Pedro y los llevaría lejos, muy lejos, a una de sus tierras, aunque fuera a Sicilia. Dentro de unos días de Roma no quedaría más que un montón de cenizas; ¿de qué servía quedarse allí, en medio de aquella calamidad universal, en medio de aquel populacho desatado? Allí, entre esclavos sumisos, en la calma campestre vivirían en paz bajo las alas de Cristo con la bendición de Pedro. ¡Oh, encontrarlos, encontrarlos!
Pero era difícil. Vinicio recordaba el esfuerzo que le había costado seguir la Vía Apia hasta el Transtíber y cuánto tiempo había vagado antes de llegar a la Vía del Puerto. Esta vez trató de rodear la ciudad por el lado opuesto.
Por la Vía Triunfal y siguiendo el curso del río se podía llegar al Puente Emilio, y, desde allí, pasando el Pincio y bordeando el Campo de Marte, los Jardines de Pompeyo, de Lúculo y de Salustio, llegar a la Vía Nomentana. Era el camino más corto, pero Macrino y Quilón le aconsejaban no tomarlo. El fuego había respetado aquella parte de la ciudad, eso era cierto, pero todos los mercados y todas las calles estaban atestadas de gentes y de objetos. Quilón proponía ir por el Campo Vaticano hasta la Puerta Flaminia, donde cruzarían el río, y seguirían avanzando por fuera de las murallas, detrás de los jardines de Acilio, hacia la Puerta Salaria. Después de haber vacilado un instante, Vinicio adoptó este itinerario.
Macrino debía quedarse guardando la casa; pero tuvo tiempo de conseguirles dos mulas, que luego utilizarían para el viaje de Ligia. También quería darles un esclavo, pero Vinicio no quiso, convencido de que, como ya había ocurrido, el primer destacamento de pretorianos que encontrase se pondría a su disposición.
Instantes después se ponía en camino, con Quilón, por el Janículo, en dirección de la Vía Triunfal. También allí había gentes acampadas en los lugares descubiertos, pero era menos difícil abrirse paso, porque la mayoría huían por la Ruta del Puerto en dirección al mar. Pasada la Puerta Séptima, bordearon el río y los magníficos jardines de Domicia, donde los reflejos del incendio, como un sol poniente, iluminaban los grandes cipreses. La ruta estaba más expedita: sólo había que luchar de tarde en tarde contra la corriente de aldeanos que se dirigían a la ciudad. Vinicio espoleaba sin cesar a su mula, y Quilón le seguía, sin dejar de pensar en voz alta:
—¡Ya tenemos el fuego pisándonos los talones y quemándonos la espalda! En esta ruta nunca ha sido tan clara la noche. ¡Oh, Zeus, si no mandas un chaparrón sobre ese incendio, es que no amas a Roma! Porque ningún poder humano podrá apagar ese fuego. ¡Y es la ciudad ante la que se inclinaban Grecia y el mundo entero! ¡Ahora, en medio de sus cenizas, cualquier griego pondrá a cocer sus habas! ¡Quién lo hubiera dicho!… Y ya no habrá ni Roma, ni señores romanos… Y a los que les entren ganas de dar un paseo entre los escombros cuando se enfríen y silbar, podrán silbar como les venga en gana. ¡Dioses inmortales! ¡Silbar sobre una ciudad que regía el universo! ¿Qué griego o qué bárbaro podría haberlo soñado nunca?… Y sin embargo, podrán silbar. Porque un montón de cenizas, sean de una hoguera de pastores o de una ciudad ilustre, no es más que un montón de cenizas. Y tarde o temprano el viento las esparcirá.
Mientras hablaba se volvía a veces hacia el incendio, y con una alegría malsana en el rostro contemplaba las oleadas de llamas; luego proseguía:
—¡Se desmorona! ¡Se desmorona! Y pronto habrá desaparecido de la faz de la tierra. ¿A dónde enviará ahora el universo su trigo, su aceite, su moneda? ¿Quién le sacará al mismo tiempo oro y lágrimas? El mármol no arde, pero se deshace con las llamas. El Capitolio se derrumbará, y también el Palatino. ¡Oh, Zeus! Roma era el pastor, y los demás pueblos las ovejas. Cuando el pastor tenía hambre, degollaba una de sus ovejas, se comía la carne y te ofrecía a ti, Padre de los dioses, la piel. ¿Quién degollará ahora las ovejas, dueño de las nubes? ¿En manos de quién pondrás la vara del pastor? Roma arde, oh, Padre, igual que si tú la hubieras fulminado con uno de tus rayos.
—¡Sigue adelante! —le decía Vinicio—, ¿qué haces ahí?
—Estoy llorando por Roma, señor —respondió Quilón—. Era una ciudad de los dioses…
Durante algún tiempo caminaron sin decir nada, atentos a los silbidos de las llamas y al ruido de las alas de los pájaros. Los abundantes palomos que anidaban junto a las villas y en las aldeas de la Campania, y pájaros de todas clases llegados de las orillas del mar y de las montañas circundantes, debían de tomar la claridad del incendio por la luz del sol y acudían en bandadas, ciegamente, hacia el fuego.
Vinicio fue el primero en romper a hablar.
—¿Dónde estabas cuando empezó el incendio?
—Iba a casa de mi amigo Euricio, señor, que tenía una tienda junto al gran Circo, y precisamente estaba meditando en la doctrina de Cristo cuando empezaron a gritar de todas partes «¡Fuego!». Había personas que se habían agrupado junto al Circo, unos para resguardarse, otros por curiosidad; pero cuando el fuego rodeó el edificio y se declaró pronto en otros lugares, tuve que pensar en ponerme a salvo.
—¿Viste a alguien arrojando antorchas en las casas?
—¡Qué no habré visto, nieto de Eneas! He visto hombres que, espada en mano, se abrían paso entre la multitud; he visto combates, y en el suelo entrañas humanas pisoteadas. ¡Ay, señor, si lo hubieras visto habrías pensado que los bárbaros habían tomado al asalto la ciudad y se dedicaba a la matanza en ella! A mi alrededor, las gentes gritaban que era el fin del mundo; unos, perdiendo la cabeza, no pensaban siquiera en huir y aguardaban estupefactos a que el fuego los rodease; otros habían enloquecido y aullaban de desesperación. Pero también he visto a otros que gritaban de alegría; porque, señor, en el mundo hay mucha gente malvada incapaz de apreciar los beneficios de vuestra clemente dominación, y de las justas leyes que os permiten coger todo a todos para quedaros con ello. ¡Los hombres no saben someterse a la voluntad de los dioses!
Vinicio estaba demasiado sumido en sus reflexiones para captar la ironía de estas palabras. Por él pasó un estremecimiento de terror al solo pensamiento de que Ligia hubiera podido encontrarse en medio de aquella angustia, en aquellas calles siniestras donde se pisoteaban entrañas humanas. Y aunque ya le había preguntado a Quilón diez veces sobre todo cuanto éste podía saber, el joven tribuno se volvió una vez más hacia él:
—Y ¿tú los viste en el Ostriano con tus propios ojos?
—Los vi, hijo de Venus; vi a la virgen, al buen ligio, a san Lino y al apóstol Pedro.
—¿Antes del incendio?
—¡Antes del incendio, oh, Mitra!
Mas una sospecha se insinuó en el alma de Vinicio; tal vez Quilón mentía. Deteniendo su mula, lanzó una mirada severa hacia el viejo griego.
—¿Qué hacías tú allí?
Quilón quedó confundido. Como muchos otros, pensaba que la destrucción de Roma implicaba el fin de la dominación romana. Pero en aquel momento estaba a solas con Vinicio; recordó las terribles amenazas con que este último le había prohibido espiar a los cristianos, y especialmente a Lino y Ligia.
—Señor —dijo—, ¿por qué no puedes creer que les quiero bien? Sí, fui al Ostriano porque ya soy medio cristiano. Pirrón me enseñó a preferir la virtud a la filosofía, y cada vez siento más apego por las gentes virtuosas. Además, señor, soy pobre y durante tu estancia en Ando, ¡oh, Júpiter!, a menudo me moría de hambre sobre mis libros. Por eso me sentaba bajo las tapias del Ostriano, porque, aunque sean pobres, los cristianos distribuyen más limosnas que todos los habitantes de Roma juntos.
Esta razón pareció bastar a Vinicio, que preguntó con voz menos severa.
—¿Y no sabes dónde se aloja Lino estos días?
—Ya una vez, señor, me castigaste, y con mucha crueldad, por mi curiosidad —replicó el griego.
Vinicio se calló y prosiguieron camino.
—Señor —empezó de nuevo Quilón—, sin mí no encontrarías a la joven; si la encuentras, ¿olvidarás a un sabio en apuros?
—Te daré una casa con una viña en Ameriola —respondió Vinicio.
—¡Ay, gracias, Hércules! ¿Con una viña? ¡Gracias, sí, sí! ¡Con una viña!
Ahora pasaban por las colinas vaticanas, completamente rojas por las luces del incendio. Torcieron a la derecha, por detrás de la Naumaquia, porque querían, una vez pasado el Campo Vaticano, acercarse al río, cruzarlo y dirigirse hacia la Puerta Flaminia. De pronto, Quilón detuvo su mula.
—Señor, tengo una idea.
—Habla.
—Entre la colina del Janículo y la del Vaticano, detrás de los jardines de Agripa, se hallan unas canteras de donde se saca la piedra y la arena para la construcción del circo de Nerón. Escúchame, señor: En estos últimos tiempos, los judíos, y ya sabes lo numerosos que son en el Transtíber, se han dedicado a perseguir a los cristianos. Como recordarás, ya en tiempos del divino Claudio provocaron tales desórdenes que el César se vio obligado a expulsarlos de Roma. Ahora que han regresado y que, gracias a la protección de la Augusta, se sienten a salvo, se vuelven más crueles con los cristianos. Lo sé porque lo he visto. Contra los cristianos todavía no se ha proclamado ningún edicto; pero los judíos los acusan ante el prefecto de la ciudad de degollar niños, de adorar a un asno, de propagar una doctrina no reconocida por el Senado. Los matan y atacan sus casas a pedradas con tanta furia que los cristianos se esconden ante ellos.
—¿A dónde quieres ir a parar?
—Verás, señor: en el Transtíber las sinagogas existen abiertamente, pero los cristianos se ven obligados a hacer sus rezos en secreto; se reúnen en cobertizos en ruinas fuera de la ciudad, o bien en las . Y los del Transtíber han escogido precisamente las canteras cuyos materiales han servido para construir el circo de Nerón y las casas que bordean el Tíber. Ahora que la ciudad se desmorona, los fieles de Cristo estarán rezando. Los encontraremos en las excavaciones. Te aconsejo que entres porque, además, nos coge de camino.
—¡Pero si me habías dicho que Lino había ido al Ostriano! —exclamó Vinicio impaciente.
—Pero tú me has prometido una casa con una viña en Ameriola —respondió Quilón—. Por eso quiero buscar a la joven en cualquier parte donde haya posibilidades de encontrarla. Cuando empezó el incendio pudieron volver al Transtíber, rodeando la ciudad como hacemos nosotros ahora. Lino posee allí una casa, y tal vez ha querido saber si el incendio no había invadido también este barrio. Si han vuelto, te juro, señor, por Perséfone, que los encontraremos en la excavación, rezando; en el peor de los casos, siempre nos darán datos sobre ellos.
—Tienes razón, guíame —dijo el tribuno.
Sin dudar, Quilón torció a la izquierda, hacia la colina. Durante unos momentos la falda del monte ocultó el incendio, y caminaron en la oscuridad, aunque las alturas circundantes estuviesen violentamente iluminadas. Pasando el circo, torcieron otra vez a la izquierda y se adentraron por un estrecho barranco donde la oscuridad era completa. Pero en aquella oscuridad Vinicio distinguió enseguida centenares de linternas que temblaban.
—Ahí están —dijo Quilón—. Hoy son más numerosos que nunca, porque sus casas de rezos han ardido o, como en el Transtíber, están llenas de humo.
—¡Es cierto! Les oigo cantar.
En efecto, los sones de un salmo salían de la oscura abertura y las linternas desaparecían una a una. Pero de los pasajes laterales surgían sin descanso nuevas siluetas y pronto Vinicio y Quilón fueron rodeados por una multitud. El segundo se dejó caer de su mula y llamó con una seña a un muchacho que caminaba cerca de ellos.
—Soy un sacerdote de Cristo, un obispo. Cuida de nuestras mulas, tendrás mi bendición y tus pecados te serán perdonados.
Sin esperar respuesta, le lanzó las riendas y se fue con Vinicio a mezclarse a los grupos. Un instante después los dos se hallaban en el subterráneo y avanzaban por un corredor, a la luz incierta de las linternas, hasta que llegaron a una amplia cavidad de donde se había extraído piedra hacía poco, porque los muros todavía conservaban fresca la huella de los bloques recientemente arrancados.
Había allí más luz que en el corredor porque, además de las linternas y cirios, había antorchas. Vinicio se encontró ante una muchedumbre de gentes arrodilladas que rezaban con los brazos alzados al cielo; pero no encontró ni a Ligia ni al apóstol Pedro ni a Lino. En cambio se vio rodeado de rostros serios y emocionados que reflejaban miedo, ansiedad y esperanza. La luz se reflejaba en sus ojos elevados hacia el cielo. Por sus frentes, de una palidez de tiza, corría el sudor. Unos cantaban himnos, otros repetían de modo febril el nombre de Jesús, otros se golpeaban el pecho. Era evidente que todos esperaban algo inmediato y sobrenatural.
De pronto los cantos cesaron, y encima de la asamblea, en un nicho formado por la extracción de algún bloque enorme, apareció Crispo con aire alucinado, pálido, fanático y terrible. Todos los ojos se volvieron hacia él, aguardando palabras de consuelo y esperanza. Pero él, haciendo una señal de la cruz sobre los reunidos, se puso a hablar, casi a gritar con precipitación:
—¡Haced penitencia por vuestros pecados, porque ha llegado la hora! Sobre la ciudad de crimen y de lujuria, sobre la nueva Babilonia, el Señor ha lanzado la llama que devora. Ha sonado la hora del juicio, de la cólera y de la destrucción. ¡El Señor prometió que vendría, y pronto lo veréis! Pero no será ya el Cordero que derrama su sangre para rescatar vuestros pecados. Será un juez implacable que, en su justicia, arrojará al abismo a los pecadores y a los infieles… ¡Ay del mundo, hay de los pecadores! Pero para ellos no habrá misericordia… ¡Cristo, te veo!… Llueven estrellas, el sol se oscurece, las entrañas de la tierra se abren y los muertos se levantan. Y Tú, Tú avanzas al son de las trompas, entre las legiones de tus ángeles, en medio del trueno y del huracán. ¡Cristo, estoy viéndote, te oigo!
Se calló y con la cabeza levantada pareció quedar absorto en la contemplación aguda de algo lejano y terrorífico. De pronto en la caverna se oyó una detonación sorda, seguida pronto de una segunda…, de una tercera…, de una décima. En la ciudad en llamas, calles enteras de casas calcinadas se desmoronaban. La mayoría de los cristianos creyó que aquellas detonaciones eran el signo definitivo del espantoso juicio, porque la creencia en la segunda venida de Cristo ya se había difundido entre ellos y arraigaba más después de aquel incendio. Entonces el terror divino se apoderó de la asamblea y numerosas voces repitieron: «¡El día del juicio ha llegado!». Unos se cubrían el rostro con las manos, convencidos de que la tierra iba a temblar sobre sus cimientos, y que de sus abismos abiertos iban a caer sobre los pecadores bestias infernales. Unos clamaban: «¡Cristo, piedad! ¡Redentor, sé misericordioso!». Otros confesaban en voz alta sus pecados. Otros se arrojaban en brazos de los que estaban a su lado, a fin de sentir en aquel terrible momento un corazón amigo latir contra su pecho.
Pero también había caras que reflejaban una beatitud celeste desprovista de miedo. Gentes en éxtasis gritaban en lenguas desconocidas palabras incomprensibles. De un rincón oscuro de la caverna, alguien exclamó: «¡Que el que duerma despierte!». Luego, dominando todo, la voz de Crispo se puso a clamar de nuevo: «¡Velad, velad!».
Había momentos en que todo volvía al silencio, como si conteniendo su respiración todos esperasen algo. Entonces se oía el gruñido lejano de las casas que se desmoronaban, e inmediatamente sonaban de nuevo los gemidos, las plegarias, las exclamaciones: «¡Redentor, ten piedad!». A veces Crispo dominaba todos los ruidos y vociferaba:
—¡Renunciad a los bienes de la tierra porque la tierra se abrirá a vuestros pies! ¡Renunciad a los amores terrestres porque el Señor hará perecer a los que, más que a Él, amaron a sus mujeres y a sus hijos! ¡Ay de aquel que haya preferido la criatura al Creador! ¡Ay de los poderosos! ¡Ay de los ahítos! ¡Ay de los lujuriosos! ¡Ay del hombre, de la mujer, del niño!…
De pronto una detonación más violenta conmocionó las catacumbas: todos cayeron de bruces, con los brazos en cruz, para defenderse, mediante ese signo, de los malos espíritus.
En medio del silencio no se oían más que jadeos de terror: «¡Jesús, Jesús, Jesús!». Los niños empezaron a llorar. Pero de pronto se alzó una voz que decía:
—¡La paz sea con vosotros!
Era el apóstol Pedro, que había entrado en la caverna hacía un momento.
Ante estas palabras desapareció el espanto como se desvanece el terror de un rebaño cuando aparece el pastor. Todos se levantaron, los más cercanos se abrazaban a sus rodillas, pareciendo que buscaban un refugio bajo unas alas protectoras. Él extendió las manos sobre la muchedumbre ansiosa.
—¿Por qué alarmaros en vuestros corazones? ¿Quién de vosotros adivinará lo que puede pasarle antes de que su hora sea llegada? El Señor castigó con el fuego a Babilonia, que embriagó al mundo con el vino de su furiosa prostitución; pero sobre vosotros, purificados por el bautismo, sobre vosotros, cuyos pecados el Cordero ha redimido, se extenderá su misericordia. Y moriréis con su nombre en vuestros labios… ¡La paz sea con vosotros!
Tras las imprecaciones de Crispo, las palabras de Pedro fueron un bálsamo para la multitud. En lugar del terror divino, el amor divino se hizo dueño de las almas. Aquellos hombres volvieron a encontrar el Cristo que habían amado, porque los apóstoles decían que era, no un juez despiadado, sino un Cordero de dulzura infinita y de infinita tolerancia, cuya misericordia sobrepasaba la maldad humana. Todos se sintieron aliviados, con el corazón lleno de esperanza y de gratitud hacia el apóstol. De todas partes exclamaban: «¡Somos tus ovejas, guárdanos!». Los que se hallaban más cerca se arrodillaban a sus pies diciendo: «No nos abandones en el día de la ira». Vinicio cogió el ruedo del manto del apóstol y dijo inclinando la cabeza:
—¡Sálvame, señor! La he buscado en el incendio y el tumulto. No he podido encontrarla en ninguna parte, pero creo firmemente que tú puedes devolvérmela.
Pedro puso su mano sobre la cabeza de Vinicio y dijo:
—¡Ten fe y sígueme!