Quo Vadis?

Capítulo XII

Capítulo XII

Cuando descendieron de la litera delante de casa de Petronio, el guardián del les informó que aún no había vuelto ninguno de los esclavos enviados a las puertas. El había ordenado llevarles víveres y confirmarles la orden, so pena de látigo, de vigilar atentamente a cuantos salieran de la ciudad.

—Ya lo ves —dijo Petronio—, no cabe duda de que todavía están en Roma; los encontraremos. Envía por tu parte a tus criados a vigilar las salidas, sobre todo a los que formaban parte de la escolta de Ligia, porque la reconocerán con mayor facilidad.

—Iba a mandarlos a las ergástulas de campo —dijo Vinicio—; pero voy a revocar la orden y enviarlos a las puertas.

Trazó algunas palabras sobre una tablilla cubierta de cera y se la entregó a Petronio, que la hizo llevar inmediatamente a casa de Vinicio. Luego pasaron al peristilo interior y se sentaron en un banco de mármol para hablar. La rubia Eunice e Iras pusieron bajo sus pies escabeles de bronce y, acercándoles una mesa, les sirvieron vino contenido en hermosas ánforas traídas de Volterra y de Cecina.

—¿Conoce alguno de tus hombres a ese coloso ligio? —preguntó Petronio.

—Le conocían Atacino y Gulón. Pero Atacino murió ayer, y yo mismo maté a Gulón.

—Siento lo de Gulón —dijo Petronio—. No sólo a ti te llevó en brazos, también a mí.

—Había pensado darle la libertad —dijo Vinicio—, pero dejemos eso. Hablemos mejor de Ligia. Roma es un mar…

—Y en el mar se pescan perlas… Probablemente no la encontremos ni hoy ni mañana, pero ten por seguro que la encontraremos. Me acusas de haberte aconsejado un medio como ése: el medio era bueno, ha resultado malo por las circunstancias. El mismo Aulo te había comunicado su intención de retirarse a Sicilia con toda su familia. De ese modo, ella también habría estado lejos.

—Los habría seguido —replicó Vinicio—; en cualquier caso, ella hubiera estado a salvo, mientras que ahora, si la niña muere, Popea acusará a Ligia y terminará por hacérselo creer al César.

—Tienes razón. También eso me preocupa. Pero esa muñequita puede curarse. Y si muere, habrá que encontrar otro medio.

Petronio meditó y luego dijo:

—Afirman que Popea profesa la religión de los judíos y que cree en los espíritus. César es supersticioso… Si lanzamos la especie de que los malos espíritus han raptado a Ligia, esta fábula sería creíble, dado que, al no ser cosa el rapto ni de César ni de Aulo, está envuelto en misterio. Por sí solo el ligio no hubiera podido coronar su empresa. Evidentemente le han ayudado. Pero ¿cómo admitir que en una sola jornada un esclavo ha podido reunir tantos hombres?

—Los esclavos se ayudan entre sí en Roma.

—Y un día lo sufriremos de forma sangrienta. Sí, actúan de acuerdo entre sí, pero no en detrimento de otros esclavos. Ahora bien, en el presente caso se sabía que la responsabilidad de la aventura recaería sobre tus esclavos, y que ellos soportarían las consecuencias. Si les sugieres la idea del rapto por malos espíritus, inmediatamente dirán que los vieron con sus propios ojos, porque eso los justificará ante ti… Pregunta a cualquiera de ellos si no vio a Ligia, escoltada de espíritus, elevarse por los aires, y por el escudo de Zeus te jurará que, en efecto, Ligia voló.

Vinicio, que no dejaba de ser supersticioso, miró a Petronio con inquietud y sorpresa.

—Si Urso no podía ni raptarla por sí solo, ni asegurarse la ayuda necesaria, ¿quién la ha raptado?

Petronio se echó a reír.

—Ya ves, ¿cómo no iban a creernos si tú mismo ya te lo crees a medias? Así es nuestro mundo, que se burla de los dioses. Por tanto se lo creerán, y nadie buscará a Ligia. Nosotros la esconderemos lejos de aquí, en una de nuestras villas.

—Pero ¿quién ha podido ayudarla?

—Sus correligionarios —respondió Petronio.

—¿Qué correligionarios? ¿Qué divinidad venera? Debería saberlo mejor que tú.

—No hay mujer en Roma que no tenga sus divinidades propias. Y Pomponia ha educado a Ligia en el culto del dios que ella misma adora. ¿Cuál es ese culto? Lo ignoro. Hay algo seguro: nunca se la ha visto hacer sacrificios en ningún templo a ninguno de nuestros dioses. Incluso la habían acusado de cristiana, pero es inadmisible: un tribunal doméstico la absolvió. Se cuenta que los cristianos no sólo adoran una cabeza de asno, sino que son los enemigos del género humano y que cometen los crímenes más infames. Por tanto, Pomponia no puede ser cristiana; en efecto, su virtud es indiscutible, y una enemiga del género humano no trataría a sus esclavos con la mansedumbre que ella emplea.

—En ninguna parte son tratados como en casa de los Aulo —aseguró Vinicio.

—Ya lo ves. Pomponia me habló de un dios que es uno, todopoderoso y misericordioso. ¿Qué ha hecho de todos los demás? Es asunto suyo. Lo cierto es que su Logos sería bastante endeble si sólo tuviera dos fieles, Pomponia y Ligia, con Urso por añadidura. Los adeptos son a buen seguro más numerosos, y han sido ellos los que han ayudado a Ligia.

—Su religión ordena perdonar —dijo Vinicio—. Me he encontrado con Pomponia en casa de Acte, y me ha dicho: «Que Dios te perdone el daño que nos has hecho, a Ligia y a nosotros».

—Hemos de creer que su dios es un muy bondadoso. Bien, que te perdone, y para probarte su perdón que te devuelva la muchacha.

—Mañana le ofrecería una hecatombe si me devolviera a Ligia. No quiero ni comer, ni tomar un baño, ni dormir. Voy a ponerme un manto oscuro y a merodear por la ciudad. Tal vez disfrazado de ese modo la encuentre. ¡Estoy enfermo!

Petronio lo miró con cierta compasión. En efecto, Vinicio tenía los ojos abatidos y sus pupilas brillaban de fiebre; una barba de la víspera sombreaba con una banda azulada su prominente barbilla; su pelo estaba revuelto, realmente tenía mala cara. También Iras y Eunice lo miraban con ojos compasivos. Pero, como Petronio, Vinicio les prestaba menos atención que a unos perrillos que retozasen a su lado.

—Tienes fiebre —le dijo Petronio.

—Sí.

—Entonces escucha… No sé cuál sería la prescripción de un médico, pero sé lo que haría en tu lugar. Mientras encontraba a Ligia, buscaría alguna compensación a su pérdida. He visto cuerpos muy hermosos en tu casa… Déjame hablar… Sí, sé lo que es el amor y que ninguna otra puede suplir el deseo que tenemos de una mujer concreta. Pero nada impide que una hermosa esclava pueda proporcionar una distracción pasajera…

—No quiero —protestó Vinicio.

Entonces Petronio, que sentía por él un afecto verdadero y que deseaba atenuar su sufrimiento, buscó algún medio de triunfar.

—Tal vez las tuyas no tengan para ti el encanto de la novedad —dijo—. Pero… —y se puso a mirar a Eunice e Iras, una después de otra, poniendo finalmente la mano en la cadera de la rubia griega—, mira un poco a esta . Hace unos días, el joven Fonteyo Capitón me ofreció por ella tres espléndidos efebos de Clazomenes, porque ni el mismo Scopas creó nunca formas tan perfectas. Es incomprensible que yo mismo haya permanecido indiferente hasta ahora a sus encantos; y sin embargo no es el pensamiento de Crisotemis lo que me ha contenido. ¡Te la doy, tómala!

Al oír estas palabras, Eunice palideció y, clavando en Vinicio sus ojos asustados, esperó su respuesta.

Pero éste se levantó precipitadamente, se agarró las sienes con las manos y empezó a hablar muy deprisa, como un hombre que sufre y que está obsesionado.

—¡No, no!… No quiero nada de ella, no quiero nada de nadie… Te lo agradezco, pero no quiero nada. Voy a buscar a Ligia por la ciudad. Haz que me den un manto galo con capucha. Iré al otro lado del Tíber… ¡Si al menos pudiera descubrir a Urso!…

Y salió con brusquedad. Viendo que realmente no podía retenerle, Petronio no lo intentó siquiera. No obstante, tomando su negativa por una repulsión momentánea hacia cualquier mujer que no fuera Ligia, y no queriendo que su generosidad no sirviera para nada, se volvió hacia la esclava:

—Eunice, báñate, unge tu cuerpo de perfumes, adórnate y vete a casa de Vinicio.

Pero ella cayó de rodillas, juntó las manos y le rogó que no la alejara de la casa. No iría a casa de Vinicio; antes prefería ser en la de Petronio portadora de leña para el que la primera de las sirvientas en la otra. ¡No quería! ¡No podía! ¡Le rogaba que se apiadara de ella! ¡Que la hiciera azotar todos los días, pero que no la despidiese!

Como una hoja estremecida, Eunice temblaba a la vez de miedo y de éxtasis, y tendía sus brazos hacia Petronio que la escuchaba sorprendido. Una esclava se atrevía a responder a una orden con súplicas, se atrevía a decir «¡No quiero, no quiero!». Era algo realmente inaudito en Roma, algo que sus oídos no podían creer. Por último frunció el ceño. Era demasiado refinado para rebajarse hasta la crueldad. Sus esclavos eran más libres que en otras casas, sobre todo en punto a libertinaje. No se les exigía más que un servicio irreprochable y reverenciar la voluntad de su amo como la de los dioses. No obstante, cuando dejaban de cumplir uno u otro de estos deberes, Petronio no vacilaba un instante en someterlos a los castigos habituales. Además, no admitía ni contradicción ni nada que pudiera turbar su tranquilidad. Miró un momento a la esclava que estaba a sus pies de rodillas y llorando y le dijo:

—Vete a buscar a Tiresias y vuelve con él.

Eunice se levantó toda temblorosa, con los ojos arrasados en lágrimas y salió. Volvió enseguida, con el , el cretense Tiresias.

—Llévate a Eunice —ordenó Petronio— y dale veinticinco vergajazos, pero sin estropearle la piel.

Luego pasó a su biblioteca, se sentó ante una mesa de mármol rosa y se puso a trabajar en su .

Pero estaba demasiado preocupado por la fuga de Ligia y la enfermedad de la pequeña Augusta para concentrar su mente en un trabajo continuado. Pensó que, en caso de que el César se dejara convencer de que Ligia había hechizado a Augustita, su responsabilidad se vería muy comprometida, porque la joven había ido a palacio a instancias suyas. Pero en la primera ocasión haría comprender al César lo absurdo de aquella suposición. También especulaba con cierta debilidad de Popea hacia él, sentimiento que había adivinado pese a que ella se esforzaba por ocultarlo. Se encogió de hombros ante aquellas aprensiones y decidió ir al , comer, hacerse llevar al Palatino, de allí al Campo de Marte, y luego a casa de Crisotemis.

Al dirigirse al vio entre los demás esclavos, a la entrada del corredor de servicio, la fina silueta de Eunice, y olvidando que no había dado a Tiresias otra orden que azotarla, lo buscó con la mirada, con el ceño fruncido.

Al no verlo, se dirigió a Eunice:

—¿Has recibido los azotes?

Ella se lanzó de nuevo a sus pies besando el ruedo de su toga.

—¡Sí, señor! ¡He recibido los azotes! ¡Sí, señor!…

Su voz vibraba de alegría y de gratitud. Sin duda pensaba que aquel castigo era bastante para impedir su partida. Petronio así lo comprendió, asombrándose de la resistencia vehemente de la esclava. Pero conocía demasiado bien el fondo del alma humana para no adivinar que sólo el amor podía provocar una obstinación semejante.

—¿Tienes un amante en la casa? —preguntó.

Ella alzó hacia él sus ojos bañados en lágrimas y murmuró con una voz casi ininteligible:

—¡Sí, señor!…

Sus ojos, su dorada cabellera suelta, su rostro donde se leían el temor y la esperanza, eran tan hermosos, su mirada tan suplicante que Petronio, como filósofo que proclamaba siempre el poder del amor, y como esteta, admirador de toda belleza, sintió por la joven una especie de compasión.

—¿Quién es tu amante? —preguntó señalando con la cabeza a los esclavos.

No obtuvo respuesta. Eunice inclinó su cara hasta los pies de su amo y permaneció inmóvil.

Petronio miró a los esclavos, varios de los cuales eran jóvenes, hermosos y esbeltos; en los rasgos de ninguno de ellos pudo ver el menor indicio: todos tenían una sonrisa enigmática. Durante un momento contempló a Eunice tendida a sus pies; luego, en silencio, se dirigió al .

Después de comer, se hizo llevar al palacio, luego a casa de Crisotemis, donde permaneció hasta muy avanzada la noche. Al regresar a casa, hizo venir a Tiresias.

—¿Ha recibido Eunice los azotes? —le preguntó.

—Sí, señor. Pero me ordenaste no estropearle la piel.

—¿Es la única orden que te di sobre ella?

—Sí, señor —respondió el inquieto.

—Está bien. ¿Cuál de los esclavos es su amante?

—Ninguno, señor.

—¿Qué sabes sobre ella?

Tiresias habló con voz insegura:

—Eunice no sale nunca de noche del donde duerme con la vieja Acrisión y con Ifis. Después de tu baño, señor, nunca se queda en las termas… Sus compañeras se burlan de ella y la llaman Diana.

—Basta —dijo Petronio—. Mi pariente Vinicio, a quien regalé Eunice esta mañana, no la aceptó; se quedará en la casa. Puedes irte.

—¿Me permites que te diga algo más sobre Eunice, señor?

—Te he ordenado decir lo que sepas.

—Toda la familia habla, señor, de la fuga de esa joven que debía ir a vivir a casa del noble Vinicio. Después de tu marcha, Eunice ha venido a mí y me ha dicho que conocía a un hombre que podría encontrarla.

—¡Ah! —dijo Petronio—. ¿Y quién es ese hombre?

—No lo conozco, señor, pero me ha parecido oportuno decírtelo.

—Bien. Que ese hombre espere aquí mañana al tribuno, a quien rogarás, de parte mía, que venga por la mañana.

El inclinó y salió. Sin quererlo, Petronio se puso a pensar en Eunice. El deseo de la joven esclava de que Ligia fuera hallada le pareció muy lógico: así no tendría que ir a sustituirla en casa del tribuno. Luego pensó que el hombre aquel podía ser su amante, pensamiento que le resultó desagradable. El mejor medio de saber la verdad era mandar llamar a Eunice. Pero se hacía tarde. Petronio había hecho una visita demasiado larga a Crisotemis y el sueño le vencía. Al pasar al volvió a acordarse, sin saber el motivo, de que durante aquella visita había descubierto sobre la máscara ilustre de Crisotemis una importuna pata de gallo. Pensó también que su belleza era inferior a su fama en Roma, y que Fonteyo Capitón, ofreciéndole tres jóvenes de Clazomenas a cambio de Eunice, no habría hecho mala compra.

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