Epílogo
Epílogo
La sedición de las legiones galas, capitaneadas por Víndex, no pareció al principio muy importante. El César no tenía más que treinta años, y el universo no se hubiera atrevido a creer que sería liberado tan pronto de la pesadilla que lo ahogaba. Se recordaba que, en el transcurso de los reinados precedentes, las legiones se habían rebelado sin que de ello se hubiera derivado un cambio de soberano. En la época de Tiberio, por ejemplo, Druso había aplacado las legiones de Panonia, y Germánico las del Rin. Se decía: «Además, ¿quién sucedería a Nerón? Todos los descendientes del divino Augusto han muerto durante su reinado». Y ante los colosos que lo representaban bajo los rasgos de Hércules, el pueblo llegaba a convencerse de que ninguna fuerza sería capaz de acabar con aquel poder. Algunos esperaban incluso su regreso impacientes, porque Helio y Politetes, a quienes antes de partir para Acaya había confiado el ejercicio del poder sobre Roma e Italia, gobernaban de forma más sanguinaria todavía.
Nadie estaba seguro de sus vidas ni de sus bienes. La ley era desconocida. La dignidad y la virtud se habían evaporado, los vínculos de las familias relajado; y los corazones, envilecidos, no se atrevían siquiera a esperar. De Grecia llegaba el eco de los incomparables triunfos del César, de los millares de coronas conquistadas y de los millares de competidores vencidos por él. El universo parecía una única orgía sangrienta e histriónica. Cada vez con mayor fuerza echaba raíces la convicción de que la virtud y la dignidad habían naufragado para siempre, y que el reino de la danza, de la música, del desenfreno y de las matanzas se había establecido definitivamente. El propio César, a quien la revuelta de las legiones servía de pretexto para nuevas rapiñas, lejos de preocuparse de Víndex, parecía fingir que se mostraba contento con ella. No quería abandonar Acaya, y fue menester que Helio le informase que, de tardar más, corría el peligro de perder el imperio, para que se decidiese a partir para Nápoles.
Allí volvió a tocar y a cantar, sin preocuparse del peligro que cada vez le amenazaba más. En vano Tigelino le exponía que las rebeliones anteriores no habían tenido jefes, mientras que en esta ocasión a su cabeza estaba un descendiente de los reyes de Aquitania, guerrero famoso y experimentado. «Aquí los griegos me escuchan —respondía Nerón—; es el único pueblo que sabe escuchar y que es digno de mi canto». Decía que el único objetivo de su canto era el arte y la fama. Pero cuando supo que Víndex le había declarado artista lamentable, partió precipitadamente para Roma. Las heridas infligidas por Petronio, y calmadas por su estancia en Grecia, volvieron a abrirse. Quería exigir del Senado que hiciera justicia de un insulto tan inaudito.
De camino vio un grupo de bronce que representaba a un guerrero galo derribado por un caballero romano, y este hecho le pareció un buen presagio. A partir de ese momento, no volvió a aludir a la revuelta de las legiones ni a Víndex más que para burlarse. Su entrada en Roma superó todo lo que se había visto hasta entonces. Usó el carro que había servido para el triunfo de Augusto. Hubo que abatir una parte del circo para dejar paso al cortejo. El Senado, los caballeros y una numerosísima multitud salieron a su encuentro. Los gritos de: «¡Salud, Augusto! ¡Salud, Hércules! ¡Salud, Divino, Único, Olímpico, Pítico, Inmortal!», hicieron temblar los muros. Detrás de él llevaban las coronas y los nombres de las ciudades en que había triunfado, luego las placas enumerando los maestros vencidos por él. Nerón se embriagaba con todos aquellos elogios, y preguntaba con emoción a los augustanos: «¿Qué fue el triunfo de César comparado con el mío?». La idea de que un mortal osara levantar la mano sobre un semidiós como él, le parecía absurda, insensata. Se creía realmente olímpico y, por eso mismo, al amparo de cualquier peligro. El entusiasmo, el frenesí de las multitudes animaba su propio delirio. Y en aquel día de triunfo se hubiera podido creer en la demencia no sólo de Nerón y la ciudad sino del universo entero.
Nadie supo ver el abismo que se abría bajo el montón de flores y coronas. Sin embargo, aquella misma noche, las columnas y los muros de los templos se cubrieron de inscripciones que denunciaban los crímenes del César, le amenazaban con una venganza inminente y se burlaban de él como artista. Y de boca en boca corría este refrán: «¡Ha cantado tanto que ha terminado por despertar al gallo!». Noticias alarmantes circulaban por la ciudad y adquirían enormes proporciones. Los augustanos se sintieron dominados por la ansiedad. El pueblo, inseguro del futuro, no se atrevía a expresar ni el deseo ni la esperanza, no se atrevía siquiera ni a sentir ni a pensar.
Él seguía viviendo sólo para el teatro y la música. Se interesaba por los instrumentos recién inventados y hacía ensayar en el Palatino un nuevo órgano hidráulico. Con su mente pueril e inepta para un plan o una acción razonable, pensaba que el anuncio de una serie de representaciones y de espectáculos próximos bastaría para alejar el peligro. Comprobando que, indiferente a la lucha y a los medios de asegurarse el ejército, no se preocupaba más que de buscar las palabras capaces de expresar el peligro de la tormenta amenazadora, sus íntimos empezaron a perder la cabeza. Algunos opinaban que, con sus declamaciones, trataba de aturdirse a sí mismo y aturdir a quienes veían el peligro. Sus actos se volvieron febriles, y mil proyectos contradictorios chocaban en su cerebro. A veces se levantaba bruscamente para correr hacia el peligro, hacía embalar las cítaras y los laúdes, formaba con sus jóvenes esclavas batallones de amazonas, y daba la orden de repatriar las legiones de Oriente. Otras veces, por el contrario, creía que podría aplacar la revuelta de las legiones galas no con sus ejércitos sino con su canto. Y sonreía pensando en el espectáculo que se produciría una vez que su voz hubiera calmado a los soldados. Los legionarios le rodearían con los ojos arrasados en lágrimas, y entonarían un epinicio que señalaría el comienzo de la edad de oro para Roma y para el César. O bien, necesitaba sangre; luego declaraba contentarse, llegado el caso, con el gobierno de Egipto. Citaba a sus adivinos, que le habían profetizado el imperio de Jerusalén, o, finalmente, se echaba a llorar ante la idea de irse como cantante ambulante, a ganar su pan cotidiano. Y las ciudades y las naciones honrarían entonces en él, no al soberano de la tierra sino a un bardo tal como jamás había oído otro la humanidad.
De este modo se agitaba, deliraba, cantaba, tocaba, modificaba sus planes, sus citas, transformaba su vida y la del universo en una pesadilla a la vez grotesca, fantástica y espantosa, en una tragicomedia hecha de sentencias ampulosas, de lamentables versos, de gemidos, de lágrimas y de sangre, mientras por el Oeste se amontonaba la nube, cada vez más densa, cada vez más opaca. La medida estaba colmada; la farsa iba a terminar.
Al enterarse de la sublevación de Galba y de la adhesión de Hispania, tuvo un acceso de furia: rompió las copas, derribó la mesa del festín, y dio órdenes que ni Helio ni Tigelino mismo se atrevieron a ejecutar. Degollar a todos los galos que vivían en Roma, incendiar una vez más la ciudad, soltar a las fieras, transportar la capital a Alejandría le pareció una obra grandiosa, asombrosa y fácil. Pero los días de su omnipotencia habían terminado, y los cómplices mismos de sus fechorías le tenían ya por loco.
La muerte de Víndex y las disensiones de los ejércitos rebeldes dieron la impresión, una vez más, de que la balanza se inclinaría a su favor. Nuevos festines, nuevos triunfos y nuevas ejecuciones fueron anunciados. Pero una noche, del campo de los pretorianos llegó, sobre un caballo cubierto de espuma, un correo portador de la noticia de que, en la ciudad misma, los soldados habían levantado el estandarte de la revuelta y habían proclamado emperador a Galba.
El César dormía. Despertado de pronto, llamó a los hombres de la guardia que custodiaban su puerta. Pero el palacio ya estaba vacío. No quedaban más que los esclavos, que, en rincones alejados, recogían rápidamente cuando caía bajo sus manos. Al verlo, huyeron. Él vagaba solo por el palacio, llenando la oscuridad de clamores de espanto y desesperación.
Finalmente sus libertos Faón, Espiro y Epafrodito acudieron en su ayuda. Querían obligarle a huir, porque no había tiempo que perder. Él todavía vacilaba. Y si, vestido de luto, arengase al Senado, ¿podría resistir éste su elocuencia y sus lágrimas? Si utilizara todo su arte, toda su unción, toda su habilidad de actor, ¿no estaba seguro de convencerlos? ¿No le darían al menos el gobierno de Egipto?
Acostumbrados a adularle, no se atrevían a contradecirle abiertamente; pero le advirtieron que antes de haber llegado al Foro, sería hecho pedazos por el pueblo, y le amenazaron con abandonarlo si no subía inmediatamente a un caballo. Faón le ofreció asilo en su villa, situada más allá de la Puerta Nomentana.
Con la cabeza cubierta por sus mantos, galoparon hacia las puertas de la ciudad. La noche se aclaraba. En las calles, un movimiento insólito indicaba la tensión del momento. Uno a uno, o en grupos, los soldados iban desparramándose por la ciudad. Cerca del campamento, la vista de un cadáver obligó al caballo del César a hacer un giro extraño. El manto resbaló de la cabeza del jinete, un soldado que pasaba le reconoció y, alterado por este encuentro inesperado, le hizo el saludo militar. Bordeando el campamento de los pretorianos, oyeron un trueno de aclamaciones en honor de Galba. Sólo entonces comprendió Nerón que la hora de su fin había llegado. Se sintió dominado por el espanto y los remordimientos. Decía ver delante de sí tinieblas en forma de una nube sombría de donde emergían hacia él los rostros de su madre, de su mujer y de su hermano. Sus dientes castañeteaban; pero su alma de comediante encontraba cierto encanto en aquel horror. Ser el amo todopoderoso del mundo entero y perder todo le parecía el colmo de lo trágico. Y fiel a sí mismo, encarnaba hasta el final el primer papel. Un ardor de declamación se apoderó de él al mismo tiempo que un deseo encendido de que los allí presentes lo recordaran para la posteridad. Por momentos decía que quería morir y preguntaba por Espículo, el gladiador más experto en el arte de matar. Por momentos, declamaba: «¡Mi madre, mi esposa, mi hermano me convocan!». Luces de esperanza, quiméricas y pueriles se encendían todavía en él. Sabía que era la muerte, y no creía en ella.
Encontraron abierta la Puerta Nomentana, donde Pedro había enseñado y bautizado. Al alba llegaron a la vida de Faón.
Una vez allí los libertos no le ocultaron que había llegado el momento de morir. Hizo cavar la fosa y se tumbó en tierra, a fin de que tomaran la medida exacta. Pero a la vista del agujero abierto, le dominó el tenor. Su cara abotargada se puso lívida y gotas de sudor, como gotas de rocío, perlaron su frente. Con voz a la vez temblorosa y patética declaró que todavía no era el momento. Luego empezó a declamar. Por fin, pidió que su cuerpo fuera quemado.
—¡Qué gran artista perece! —repetía como en un sueño.
Mientras, un correo de Faón llegó anunciando que el Senado ya había decidido y que el parricida sería castigado según la antigua costumbre.
—¿Cuál es esa costumbre? —preguntó Nerón con los labios blancos.
—¡Te clavarán con un tridente por el cuello, te azotarán hasta morir y arrojarán tu cadáver al Tíber! —respondió Epafrodito bruscamente.
Él entonces abrió su manto y desnudó el pecho diciendo con los ojos clavados en el cielo:
—¡Ha llegado el momento!
Y repitió.
—¡Qué gran artista perece!
En ese instante resonó un galope: llegaba un centurión con sus soldados en busca de la cabeza de Enobarbo.
—¡Date prisa! —le gritaron los libertos.
Nerón apoyó la espada en su pecho. Pero empujaba con mano tímida y se veía que nunca osaría hundirse la hoja. Con súbito ademán. Epafrodito le empujó la mano y la espada entró hasta la guarda. Sus ojos se salieron de sus órbitas, horribles, enormes, llenos de espanto.
—¡Te traigo la vida! —exclamó el centurión entrando.
—¡Demasiado tarde! —dijo Nerón con un estertor.
Y añadió:
—¡Eso es fidelidad!
De pronto la muerte ensombreció su mirada. De su grueso cuello brotó la sangre, en un chorro negruzco, hasta las flores del jardín. Sus pies removieron el suelo y expiró.
A la mañana siguiente, la fiel Acte llegó para cubrir su despojo con espléndidos tejidos y quemarlo en una pira de perfumes.
Así pasó Nerón, como pasan el torbellino, la tempestad, el incendio, la guerra o la peste; mientras que en las alturas del Vaticano reina hasta ahora sobre la ciudad y sobre el mundo la basílica de Pedro.
No lejos de la antigua Puerta Capena se alza hoy una capilla minúscula, con esta inscripción medio borrada: