Capítulo XXXV
Capítulo XXXV
Aquella misma noche, al cruzar el Foro de vuelta a casa, Vinicio vio a la entrada del la litera dorada de Petronio, conducida por ocho bitinios. Los detuvo con una seña y se acercó a las cortinillas.
—¡Que el sueño te sea agradable y tranquilo! —exclamó riéndose al ver a Petronio dormido.
—¡Ah, eres tú! —dijo Petronio despertando—. Sí, me he dormido después de haber pasado la noche en el Palatino. Iba a comprar algún libro para leer en Ancio… ¿Hay algo nuevo?
—¿Recorres las librerías? —preguntó Vinicio.
—Sí, no quiero desordenar mi biblioteca; por eso hago provisiones especiales para el camino. Dicen que ha salido algo nuevo de Musonio y de Séneca. Además estoy buscando un Persio, y cierta edición de las églogas de Virgilio que me falta. ¡Qué cansado estoy! ¡Y las manos me duelen de tanto desplegar los rollos!… Una vez que entras en una librería, sientes curiosidad por ver un poco de todo. He estado en la tienda de Avirano, en la de Atracto en el Argileto, después de haber pasado por casa de los Socio, en el . ¡Por Cástor! ¡Qué sueño tengo!…
—Has ido al Palatino, y es a mí a quien corresponde preguntarte si hay algo nuevo. O mejor, despide tu litera, olvídate de los libros y ven a mi casa: hablaremos de Ancio y de más cosas.
—Bueno —contestó Petronio saliendo de su litera—. Sabrás por lo menos que nos vamos a Ancio pasado mañana.
—¿Por qué iba a saberlo?
—¿En qué mundo vives? ¿Soy el primero en darte la noticia? Pues bien, prepárate para pasado mañana. Los guisantes en aceite de oliva le han servido a Barba de Bronce tan poco como el pañuelo enrollado en torno a su gran cuello: está ronco. Por eso no hay forma de aplazar el viaje. Maldice Roma y el aire que se respira en esta ciudad; querría arrasarla o destruirla por el fuego y desea ir al mar cuanto antes. Pretende que los olores que el viento trae de las callejas lo llevarán a la tumba. Hoy se han hecho en todos los templos grandes sacrificios para que recupere la voz, y, ¡ay de Roma!, y sobre todo, ¡ay del Senado!, si no la recupera inmediatamente.
—Entonces es inútil ir a Acaya.
—¿Piensas que nuestro César sólo tiene ese talento? —continuó riendo Petronio—. Se exhibirá en los juegos olímpicos como poeta, con su incendio de Troya, como conductor de cuadrigas, como músico, como atleta, ¿y como qué más?… incluso como bailarín, y en esta ocasión les robará las coronas destinadas a los vencedores que las merezcan. ¿Sabes por qué está ronco ese mono? Ayer quiso igualar a nuestro Paris. Nos danzó la aventura de Leda, y sudó, luego se enfrió. Estaba sudoroso y viscoso como una anguila cuando sale del agua. Cambiaba de máscara a cada momento, daba vueltas como una peonza, agitaba los brazos como un marinero borracho, y daba asco ver aquella enorme tripa y aquellas piernas enclenques. Paris le daba clases desde hace quince días: imagínate a Enobarbo haciendo el papel de Leda o el de cisne-dios. ¡Qué cisne! Y ahora quiere presentarse ante el público con esa pantomima, primero en Ancio y luego en Roma.
—Ya resultaba escandaloso que cantase en público; pero pensar que el César romano aparecerá como mimo sobre escena, ¡no!, eso ni Roma siquiera lo tolerará.
—Querido, Roma lo tolerará todo, y el Senado votará acciones de gracias al «padre de la patria».
Y un instante después Petronio añadió:
—La multitud está orgullosa incluso de que el César le sirva de bufón.
—Juzga por ti mismo: ¿se puede caer más bajo?
Petronio se encogió de hombros.
—Vives en tu casa, sumido en tus meditaciones, unas veces sobre Ligia, otras, sobre los cristianos. Por eso no sabes nada de lo que ha pasado estos días. Nerón se ha casado públicamente con Pitágoras. Hacía el papel de la joven desposada. Parece el colmo de la locura, ¿no es cierto? Pues bien: los llegaron y bendijeron solemnemente esa unión. Yo estaba presente en la ceremonia. Soy capaz de tolerar muchas cosas; sin embargo, me he dicho que los dioses, si los hay, deberían manifestarse mediante algún signo. Mas el César no cree en los dioses, en lo cual tiene razón.
—Dado que él es por sí solo gran sacerdote, dios y ateo —dijo Vinicio.
Petronio rió:
—Cierto. No se me había ocurrido. El mundo no ha visto todavía una mezcla como ésa.
Luego añadió:
—Hay que decir también que ese gran sacerdote que no cree en los dioses, y ese dios que se burla de sus colegas, los teme como un ateo.
—Y la prueba la tienes en lo que pasó en el templo de Vesta.
—¡Qué sociedad!
—¡A tal sociedad, tal César! Pero no durará.
Mientras hablaban llegaron a casa de Vinicio que, contento, pidió la cena; luego, dirigiéndose a Petronio le dijo:
—Sí, querido, el mundo debe reformarse, renacer.
—No seremos nosotros quienes lo reformemos —respondió Petronio—, aunque sólo fuera porque, bajo el reinado de Nerón, el hombre se parece demasiado a una mariposa: vive al sol del favor y muere al primer soplo de frialdad imperial… ¡Por el hijo de Maya! Me pregunto cómo, incluso a pesar suyo, Lucio Saturnio ha podido llegar a los noventa y tres años y sobrevivir a Tiberio, a Calígula y a Claudio… Pero ya hemos hablado bastante de ese tema… ¿Me permitirás que envíe tu litera en busca de Eunice? Ya no tengo ganas de dormir y quisiera distraerme. Haz que se presente el tañedor de cítara durante la cena, luego hablaremos de Ancio. Hay que pensar en ello, sobre todo tú.
Vinicio dio orden de que fueran en busca de Eunice, mientras protestaba de que no pensaba romperse la cabeza por lo de Ancio. Podían preocuparse los que fueran incapaces de vivir de otra forma que bajo la irradiación del favor del César.
—El mundo no se limita al Palatino, sobre todo para los que tienen otra cosa en la mente y en el alma.
Decía esto con tanta despreocupación y tanta alegría que Petronio quedó asombrado. Le miró y dijo:
—¿Qué te pasa? Hoy estás igual que cuando todavía llevabas la de oro al cuello.
—Soy feliz —respondió Vinicio— y para decírtelo te he invitado a mi casa.
—¿Qué ocurre?
—Algo que no cambiaría por todo el imperio romano.
Apoyó un codo sobre un brazo del sillón, reclinó la cabeza en su mano y se puso a hablar con el rostro risueño y la mirada luminosa.
—¿Recuerdas el día en que fuimos juntos a casa de Aulo Plaucio? Allí viste por primera vez una muchacha divina a la que tú mismo calificaste con los nombres de Aurora y de Primavera. ¿Recuerdas a esa Psique, a esa incomparable, a la más hermosa de las vírgenes y de todas vuestras divinidades?
Petronio le contemplaba sorprendido, como para convencerse de que estaba en sus cabales.
—¿Qué lenguaje hablas? Evidentemente me acuerdo de Ligia.
Y Vinicio Continuó:
—Soy su prometido.
—¿Cómo?
Mas el joven saltó de su asiento y llamó al intendente.
—Haz entrar aquí a todos los esclavos sin excepción. Deprisa.
—¿Eres su prometido? —repitió Petronio.
No había vuelto de su asombro cuando los esclavos llenaban ya el vasto . Jadeantes, llegaban viejos, hombres maduros, mujeres, niños de ambos sexos. Invadían el . En el corredor, o , se oían interpelaciones en todas las lenguas. Por fin todos los esclavos se alinearon entre las columnas y la pared; Vinicio, de pie junto al , se volvió hacia el liberto Demas y le dijo:
—Los que sirven en mi casa desde hace veinte años tendrán que presentarse mañana ante el pretor, que les concederá la libertad. Los demás recibirán tres monedas de oro a la semana y doble ración durante una semana. Que envíen a las ergástulas de provincias la orden de levantar todos los castigos, de quitar las cadenas a los prisioneros y alimentarlos de modo conveniente. Este día es un día de felicidad para mí, y quiero que la alegría reine en mi casa.
Permanecieron mudos un instante sin poder dar crédito a sus oídos; luego, todas las manos se alzaron a la vez y todas las bocas exclamaron:
—¡Ah, señor! ¡Ah!…
Vinicio los despidió con un gesto, y a pesar de sus deseos de agradecérselo y caer a sus pies, se dispersaron corriendo por la casa, que llenaron con sus gritos de alegría desde las bodegas hasta el techo.
—Mañana —dijo Vinicio— los reuniré en el jardín y les ordenaré trazar ante ellos los signos que quieran. Los que dibujen un pez serán liberados por Ligia.
Petronio, acostumbrado a no asombrarse durante mucho tiempo por nada, ya había recuperado su flema:
—¿Un pez?… ¡Ah, ya recuerdo lo que decía Quilón! Es el emblema de los cristianos.
Luego, tendiendo la mano a Vinicio, añadió:
—La felicidad está siempre donde cada cual la ve. Que durante muchos años Flora siembre flores a vuestro paso. Te deseo todo lo que puedas desear.
—Gracias; creía que intentarías disuadirme, y, ya ves, hubiera sido trabajo perdido.
—¿Yo disuadirte? Por nada del mundo. Al contrario, te digo que haces bien.
—¡Ah, traidor! —respondió alegre Vinicio—. ¿No recuerdas lo que me dijiste al salir de casa de Grecina?
Petronio contestó tranquilamente:
—Sí, pero he cambiado de opinión.
Y poco después añadió:
—Querido amigo, en Roma todo cambia. Los maridos cambian de mujeres, las mujeres de maridos; ¿por qué no había yo de cambiar de opinión? Ha faltado muy poco para que Nerón se casase con Acte, a quien habían preparado a este efecto un origen real. ¿Y qué? Él tendría una esposa excelente y nosotros una excelente Augusta. ¡Por Proteo y por los abismos del mar! ¡Cambiaré de opinión cada vez que lo crea justo o cómodo! En cuanto a Ligia, su origen regio es más auténtico que la historia de los antepasados troyanos de Acte. Pero en Ancio ten cuidado con Popea, porque es vengativa.
—No me preocupo lo más mínimo. En Ancio no caerá un pelo de mi cabeza.
—Te ilusionas creyendo sorprenderme una vez más; pero ¿de dónde te viene esa certeza?
—El apóstol Pedro me lo ha dicho.
—¡Ah, el apóstol Pedro te lo ha dicho! Nada se puede replicar. Permíteme, sin embargo, tomar algunas precauciones, por si acaso el apóstol Pedro termina resultando falso profeta; porque si, por casualidad, el apóstol Pedro se equivoca, perdería tu confianza, la cual a buen seguro ha de serle muy útil en el futuro.
—Haz lo que mejor te parezca, pero yo tengo fe en él, y si crees que me desanimas repitiendo despectivamente su nombre, te engañas.
—Una última pregunta: ¿ya eres cristiano?
—Todavía no, pero Pablo de Tarso me acompaña para enseñarme la doctrina de Cristo. Luego recibiré el bautismo… Porque es falso que sean, como tú decías, los enemigos de la vida y de la alegría.
—¡Tanto mejor para ti y para Ligia!
Luego, encogiéndose de hombros, y como hablando consigo mismo añadió:
—Es sorprendente la habilidad de esas gentes para hacer adeptos. ¡Y cómo se propaga la secta!
Vinicio respondió con entusiasmo, como si ya estuviera bautizado:
—Sí, son millares y decenas de miles en Roma, en las ciudades de Italia, en Grecia y en Asia. Hay cristianos en las legiones y entre los pretorianos; los hay incluso en el palacio del César. Esclavos y ciudadanos, pobres y ricos, plebeyos y patricios profesan esa doctrina. ¿Sabes que hay cristianos entre los Cornelio, que Pomponia Grecina es cristiana, que también Octavia lo era según parece y que Acte lo es con toda seguridad? Sí, esta religión invade el mundo, y sólo ella es capaz de renovarlo. No te encojas de hombros, porque ¿quién sabe si, dentro de un mes o dentro de un año, no la adoptarás tú también?
—¿Yo? —dijo Petronio—. No, por el Leteo, no la adoptaré, aunque encerrara la verdad y la sabiduría humana junto con la divina… Eso exigiría mucho esfuerzo y me desagrada cansarme; renuncias, y no me gusta renunciar a nada en la vida. Con tu carácter encendido y ardiente, se podía esperar de ti lo que ha ocurrido; pero ¿de mí? Tengo mis gemas, mis camafeos, mis vajillas y mi Eunice. No creo en el Olimpo, pero me las apaño en la tierra, y trataré de florecer hasta que las flechas del divino arquero me traspasen, o hasta que el César me ordene abrirme las venas. Me gusta demasiado el perfume de las violetas y las comodidades de mi . Hasta amo a nuestros dioses… como figuras de retórica. También amo Acaya, adonde me dispongo a seguir a nuestro obeso César Augusto de piernas flacas, ¡el incomparable, el divino Hércules, Nerón!…
Luego soltó la carcajada ante la sola idea de que pudiera adoptar la doctrina de unos pescadores galileos y empezó a tararear a media voz:
Con verdes mirtos adornaré mi espada,
a ejemplo de Harmodio y Aristogitón.
Se detuvo porque en ese momento el anunciaba a Eunice.
Inmediatamente después sirvieron la cena. Cuando el citarista hubo cantado varios trozos, Vinicio contó a Petronio la visita de Quilón, y cómo aquella visita le había inspirado la idea de ir en busca de los apóstoles, idea que se le había ocurrido mientras azotaban a Quilón.
Petronio, que tenía ganas de dormir, se pasó la mano por la frente y dijo:
—La idea era buena porque ha dado buenos frutos. En cuanto a Quilón, yo le habría dado cinco monedas de oro; pero desde el momento en que diste la orden de azotarlo, más hubiera valido hacerle morir a latigazos; vete a saber si algún día los senadores no se inclinarán ante él como se inclinan hoy ante nuestro caballero de la lezna, Vatinio. Buenas noches.
Petronio y Eunice se quitaron las coronas y se retiraron. Vinicio se dirigió a la biblioteca para escribir a Ligia:
«Divina mía, quiero que al abrir tus hermosos ojos encuentres la salutación matinal en esta carta. Por eso te escribo esta noche, aunque deba verte mañana. El César parte dentro de dos días para Anclo, y yo, ¡ay!, me veo obligado a seguirle. Ya te lo he dicho: desobedecer sería exponer mi vida y hoy no tengo el valor de morir. Sin embargo, si no quieres que me vaya, dime una sola palabra y me quedaré: será cosa de Petronio apartar de mí el peligro. En este día de alegría he recompensado a todos mis esclavos, y los que sirven en mi casa desde hace veinte años se presentarán mañana ante el pretor para recibir su libertad. Tú, querida, debes felicitarme por ello, porque, a lo que me parece, eso está conforme con la dulce doctrina que profesas; lo he hecho por ti. Les diré que es a ti a quien deben la libertad, para que celebren tu nombre.
»Por el contrario, yo quiero volverme esclavo de la felicidad y esclavo tuyo, y deseo no verme libre nunca. ¡Malditos sean Ando y los viajes de Enobarbo! ¡Tres y cuatro veces soy feliz por no poseer la erudición de Petronio, porque entonces tendría que ir también a Acaya! Pero tu recuerdo me hará menos penosas las horas de la separación. Cada vez que pueda, saltaré sobre el caballo y galoparé hasta Roma, a fin de deleitar mis ojos con tu vista y mis oídos con tu voz tan querida. Cuando no pueda venir, te enviaré un esclavo con una carta, y para tener noticias tuyas.
»Te saludo, divina mía, y me arrojo a tus rodillas. No te enfades si te llamo divina: si me lo prohíbes te obedeceré, pero hoy aún no sé decir otra cosa. Te saludo desde el umbral de tu futura morada, te saludo con toda mi alma».