Quo Vadis?

Capítulo LV

Capítulo LV

En una larga carta escrita con premura, Ligia se despedía para siempre de Vinicio. Sabía que en adelante nadie podía penetrar en la cárcel, que no lo vería más que en la arena. Y le rogaba asistir a los juegos, porque quería verlo una vez más.

En su carta no se traslucía el menor espanto. Escribía que ella y todos los demás no aspiraban sino a ser llevados a la liza, porque para ellos sería el día de la liberación. Esperando la llegada a Roma de Pomponia y de Aulo, pedía que también acudiesen. Cada una de sus palabras revelaba entusiasmo y olvido de la existencia terrenal en que vivían todos los prisioneros; y también la fe inquebrantable en que en la otra vida se cumplirían todas las esperanzas.

«Que Cristo me libre ahora o en el momento de mi muerte, da igual —escribía—: me ha prometido a ti por boca del apóstol, por tanto soy tuya». Y le conminaba a no dejarse abatir por el dolor. La muerte no rompía los lazos de la fe jurada. Con una confianza infantil, aseguraba a Vinicio que inmediatamente después del suplicio en la arena, le diría a Cristo que su prometido, Marco, se había quedado en Roma, y que le echaba de menos con todo su corazón. Y pensaba que tal vez Cristo permitiría a su alma volver a su lado un instante para mostrarle que estaba viva, que había olvidado su suplicio y que era feliz.

Toda su carta expresaba alegría y confianza. No había en ella más que un solo deseo relativo a las cosas de este mundo: Ligia pedía a Vinicio que llevara su cuerpo del y la enterrase, como esposa suya, en la misma tumba en que él debía descansar un día.

La lectura de aquella carta desgarraba el alma de Vinicio, aunque le pareciese imposible que Ligia pudiera perecer entre las mandíbulas de las fieras y que Cristo no tuviera piedad de ella. La fe y la esperanza en aquel milagro anidaban todavía en su corazón.

De regreso a su casa, respondió que iría todos los días bajo los muros del para esperar allí el momento en que Cristo haría desmoronarse aquellas murallas para devolvérsela. Le suplicó creer que Cristo podía salvarla incluso en el circo mismo. El gran apóstol imploraba a Dios, y la hora de la liberación estaba cerca.

El centurión convertido debía llevarle aquella carta al día siguiente.

En efecto, cuando Vinicio fue a la prisión, el centurión salió de las filas y se adelantó:

—Escúchame, señor, Cristo, que te ha iluminado, acaba de mostrarte su bondad. Esta noche, los libertos del César y del prefecto han venido a escoger, para los placeres de sus amos, a vírgenes cristianas; han preguntado por tu prometida, pero el Señor le ha enviado la fiebre que hace morir a los prisioneros en el , y no se la han llevado. Ayer por la noche ya había perdido el conocimiento. ¡Bendito sea el nombre del Salvador! ¡Esa enfermedad que la ha preservado del ultraje también puede salvarla de la muerte!

Temiendo desvanecerse, Vinicio se apoyó con una mano en la espalda del soldado, que continuó:

—Da las gracias a la misericordia del Señor. Cogieron a Lino y le aplicaron tortura; pero viendo que agonizaba, le han soltado. Tal vez te la devuelvan ahora también. Y Cristo le concederá la salud.

El joven tribuno permaneció unos instantes con la cabeza baja; luego la alzó y dijo suavemente:

—Sí, centurión, Cristo la ha salvado de la vergüenza y Cristo la salvará de la muerte.

Luego, tras haber permanecido hasta la noche bajo los muros de la prisión, regresó a casa y dijo a sus criados que buscaran a Lino y lo llevaran a una de sus villas suburbanas.

Por su parte, Petronio había decidido actuar. Ya había visto a la Augusta; se dirigió de nuevo a ella y la encontró a la cabecera del pequeño Ruño, que deliraba con el cráneo aplastado. La madre lo defendía contra la muerte con el espanto y la desesperación en el corazón, pero con el temor de no salvarlo sino para que pereciese de una muerte más horrible todavía.

—Has ofendido a una divinidad nueva y desconocida. Tú, Augusta, veneras, según parece, al Jehovah de los hebreos; pero los cristianos pretenden que Cristo es hijo suyo; pregúntate si no eres perseguida por la cólera del padre. ¿No eres objeto de su venganza y no depende la vida de Rufio de tus actos futuros?

—¿Qué quieres que haga? —preguntó Popea con angustia.

—Aplaca la cólera de la divinidad.

—¿Cómo?

—Ligia está enferma. Utiliza tu influencia con el César y Tigelino para que la devuelvan a Vinicio.

—¿Crees que puedo hacerlo? —preguntó desesperada.

—Puedes hacer más. Si Ligia sana, debe ser conducida a la muerte Vete al templo de Vesta y exige que la se encuentre por casualidad en los alrededores del el momento en que los prisioneros salgan para ser llevados a la muerte. Que ordene poner a esa muchacha en libertad. La gran vestal no se atrevería a negártelo.

—Pero ¿si Ligia muere de la fiebre?

—Los cristianos aseguran que el Cristo es vengativo, pero justo: tal vez tu intención baste para aplacarlo.

—Que me dé una señal asegurándome la salvación de Ruño.

Petronio se encogió de hombros.

—No vengo en calidad de embajador de Cristo, divina. Vengo simplemente a decirte lo siguiente: mejor será que estés en buenas relaciones con todos los dioses, los romanos y los demás.

—Iré —dijo Popea con la voz quebrada.

Petronio respiró.

«Por fin he triunfado en algo, aunque sólo sea por una vez», pensó. Y al regresar a casa, le dijo a Vinicio.

—Pide a tu Dios que Ligia no muera en la cárcel; porque si vive, la gran vestal la liberará. La Augusta misma va a pedírselo.

Vinicio, con los ojos brillantes de fiebre, le miró y respondió:

—¡Cristo la liberará!

Popea, que para salvar a Rufio, estaba dispuesta a ofrecer hecatombes a todos los dioses, confió aquella misma noche el niño a la fiel Silvia, su antigua nodriza, y se dirigió al Foro a ver a las vestales.

Pero en el Palatino ya se había decidido el destino del niño. Apenas hubo traspasado la puerta principal la litera de la emperatriz cuando dos libertos del César irrumpieron en la habitación donde estaba acostado el pequeño Rufio: uno de ellos se lanzó sobre la vieja Silvia y la amordazó, mientras el otro, golpeándola con una pequeña esfinge de bronce, la mataba.

Luego se acercaron a Rufio. Presa de la fiebre, el niño no se daba cuenta de lo que pasaba y les sonreía cerrando a medias sus dulces ojos, como si tratara de reconocerlos. Cogiendo el cinturón, o de la nodriza, lo enrollaron en torno al cuello del niño y apretaron. Gritó: «mamá» y murió.

Lo envolvieron entonces en una sábana y galopando hacia Ostia fueron a arrojar el cuerpo al mar.

Al no encontrar a la , que había ido a casa de Vatinio con las demás vestales, Popea regresó al Palatino. Al descubrir la cuna vacía y el cadáver ya frío de Silvia, se desmayó. Vuelta en sí, empezó a gritar, y sus gritos salvajes resonaron durante toda la noche y la jornada del día siguiente.

Pero al tercer día el César le envió orden de asistir a un festín; se puso la túnica amatista y se dirigió al banquete. Y en él permaneció sentada, con un rostro pétreo, rubia, muda, maravillosa y siniestra, como un ángel de muerte.

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