Capítulo XIV
Capítulo XIV
Durante varios días Quilón no apareció por ninguna parte. Después de haber sabido por Acte que Ligia lo amaba, Vinicio deseaba encontrarla con más ardor aún. Inició pesquisas por su cuenta, porque no quería ni podía pedir ayuda al César.
Éste se hallaba absorbido por la enfermedad de la pequeña Augusta. Pero de nada sirvió lo que hizo, ni los sacrificios, ni las plegarias, ni los votos, ni el arte de los médicos, ni ninguna de las prácticas de brujería a las que hubo de recurrir en último extremo. Al cabo de una semana murió la niña. La corte y la ciudad participaron en el duelo. El delirio de alegría que el César había mostrado cuando nació la niña se trocó en delirio de desesperación. Durante dos días enteros, encerrado en sus habitaciones, rechazó el alimento y no quiso ver a ninguno de los senadores y augustanos que asediaban el palacio para expresarle su condolencia. El Senado tuvo una sesión extraordinaria para deificar a la niña muerta, votarle un templo y nombrar un sacerdote especial para su culto. Asimismo, en los demás templos se hicieron sacrificios en honor de la muerta, se fundieron estatuas en metales preciosos con su efigie y, durante sus funerales, de una solemnidad incomparable, el pueblo pudo admirar los transportes de infinito dolor que mostró el César; el pueblo, llorando con él, no por eso dejó de tender las manos para recibir los regalos y se regocijó mucho con aquel espectáculo tan poco frecuente.
Esa muerte provocó en Petronio cierta inquietud. Toda Roma sabía ya que Popea la atribuía a sortilegios. Los médicos, demasiado afortunados de poder justificar de ese modo el fracaso de sus esfuerzos, lo repetían, lo mismo que los sacerdotes, cuyos sacrificios habían resultado impotentes, y los adivinos, que temblaban por su vida, y el pueblo. Petronio se felicitaba por la desaparición de Ligia. Pero, en resumidas cuentas, dado que no quería ningún mal a los Aulo y que deseaba el bien para sí mismo, así como para Vinicio, en el momento en que hubo desaparecido el ciprés colocado ante el Palatino en señal de luto, se dirigió a la recepción reservada a los senadores y a los augustanos: quería saber hasta qué punto había arraigado en el espíritu de Nerón la idea de los maleficios, y prevenir las consecuencias que de ello pudieran derivarse.
Petronio, que conocía bien a Nerón, comprendía que, aunque no creía en la brujería, fingiría creer en ella, aunque sólo fuera por engañar su propia pena, o para vengarse de alguien, y sobre todo con objeto de disipar ciertos rumores que pretendían demostrar que los dioses empezaban a castigar sus crímenes. Petronio no pensaba que el César pudiera amar sinceramente a su propia hija, aunque manifestara un dolor tan vivo. En cualquier caso, no dudaba que exageraba su aflicción, y en esto se hallaba en lo cierto. Con los ojos obstinadamente clavados en un punto del espacio, Nerón escuchaba, con rostro pétreo, las condolencias que le prodigaban senadores y caballeros. Era evidente que, incluso si sufría, se había preocupado ante todo del efecto producido por su pena sobre su entorno. Jugaba el papel de Níobe, como un actor que encarna en escena la aflicción paterna. No obstante, no pudo conservar hasta el final la actitud rígida del dolor silencioso. Por momentos hacía el gesto de arrojarse polvo sobre la cabeza, o lanzaba sordos gemidos. Cuando distinguió a Petronio, se levantó y con voz trágica, para que todos pudiesen oírle, dijo:
—… También tú eres causa de su muerte. Bajo tus auspicios apareció entre estas paredes el espíritu malhechor que, con una mirada, chupó la vida de su corazón… ¡Desgraciado de mí! Quisiera que nunca hubieran contemplado mis ojos la luz de Helios. ¡Desgraciado de mí! …
Alzando la voz hizo que la sala retumbase con sus gritos de desesperación. Pero Petronio resolvió jugarse todo a una sola tirada, como en las tabas: extendiendo la mano, arrancó el pañuelo de seda que siempre llevaba Nerón al cuello y le cubrió con él los labios.
—Señor —dijo en tono solemne—, si tu dolor te lo pide, incendia Roma, incendia el universo entero, pero consérvanos tu voz.
Los asistentes quedaron asombrados. Durante un instante el propio Nerón quedó estupefacto. Sólo Petronio permaneció impasible. Sabía muy bien lo que hacía: recordaba la orden formal que habían recibido Terpnos y Diodoro de cerrar la boca del César cada vez que su voz pudiera sufrir una tensión excesiva.
—César —continuó Petronio en el mismo tono solemne—, la pérdida que hemos sufrido es inmensa. Pero que al menos ese tesoro nos consuele de ella.
El rostro de Nerón tembló y al punto de sus ojos brotaron las lágrimas. Apoyó ambas manos en los brazos de Petronio, dejó caer la cabeza sobre el pecho, y repitió sollozando:
—Sólo tú, sólo tú has pensado en ello. ¡Sólo tú, Petronio, sólo tú!
Tigelino estaba amarillo de despecho. Petronio continuó:
—¡Parte para Ancio! Allí fue donde ella nació, allí donde conociste la alegría, por eso allí recobrarás la calma. Que la brisa del mar refresque tu garganta divina, que tu pecho aspire la humedad del mar. Nosotros, tus fieles, te seguiremos donde sea, y mientras nuestra amistad trata de aplacar tu dolor, tu canto nos consolará.
—Sí —dijo Nerón con voz afligida—, en su honor haré un himno cuya música también he de componer.
—Y luego irás a buscar el sol a Bayas.
—Y luego iré a buscar el olvido a Grecia.
—¡A la patria de la poesía y del canto!
El abatimiento y la tristeza se habían disipado poco a poco, como nubes que se ocultan al sol. La conversación que entonces se inició estaba aún llena de melancolía, pero también de proyectos para el futuro: excursiones turísticas, recepciones en honor de la visita que debía hacer Tirídates, rey de Armenia. Cierto que Tigelino trató de volver sobre los sortilegios, pero, seguro ya de la victoria, Petronio decidió apostar el resto.
—Tigelino —dijo—, ¿crees que los sortilegios tienen algún poder sobre los dioses?
—El propio César hablaba de ello —replicó el cortesano.
—Era el dolor quien hablaba, y no el César. Pero ¿cuál es tu opinión?
—Los dioses son demasiado poderosos para estar sujetos a sortilegios.
—Por tanto no admites la divinidad del César y su familia…
— —murmuró Eprio Marcelo, que se hallaba de pie junto a Petronio, repitiendo la exclamación usada entre el pueblo para anunciar que el gladiador estaba tan bien herido que era inútil rematarlo.
Tigelino tascó el freno de su cólera. Entre Petronio y él era evidente desde hacía tiempo la hostilidad, pero tenía la ventaja de que Nerón no se cohibía en su presencia. No obstante, en los encuentros que hasta entonces se habían producido, Petronio había derrotado a su enemigo por su sutileza y su ingenio.
Tigelino calló, limitándose a anotar en su memoria a los senadores y caballeros que rodearon a Petronio cuando éste se fue hacia el fondo de la sala, convencidos de que tras lo que acababa de pasar se convertiría en el primer favorito del César.
Cuando abandonó el palacio, Petronio se dirigió a casa de Vinicio, y después de haberle contado sus lides con el César y Tigelino le dijo:
—No sólo he apartado el peligro de Plaucio y de Pomponia, sino también de nosotros dos, e incluso de Ligia, a la que no perseguirán; en efecto, he convencido a ese mono de la barba de bronce que había que salir para Ancio, y de allí para Nápoles y Bayas. Se marchará, porque hasta ahora no se ha atrevido a mostrarse en público en Roma; y sé que hace tiempo tiene intención de presentarse en Nápoles. Además sueña con ir a Grecia, y cantar allí en todas las ciudades de alguna importancia y, ceñido de coronas ofrecidas por los , hacer una entrada triunfante en Roma. Mientras tanto, nosotros tendremos libertad total para encontrar a Ligia y ponerla a salvo. Bueno, ¿y qué ha sido de nuestro honorable filósofo? ¿Aún no ha aparecido?
—Tu honorable filósofo es un pillo. No, no ha aparecido, ni aparecerá nunca más.
—Tengo mejor opinión, si no de su honestidad, al menos de su inteligencia. Ya ha conseguido hacer una sangría en tu bolsa, y volverá, aunque sólo sea para hacerle otra.
—Que tenga cuidado no vaya a ser que la sangría se la haga yo a palos.
—No hagas eso. Ten paciencia hasta el momento en que poseas pruebas irrefutables de su engaño. No le des más dinero, pero prométele una buena recompensa si te trae algo seguro. Y por tu parte, ¿has conseguido algo?
—Mis dos libertos Ninfidio y Demas buscan a Ligia con sesenta hombres. He prometido la libertad al esclavo que la encuentre. Además, he enviado gentes a todas las rutas que salen de Roma para informarse, en los albergues, sobre el ligio y la joven. Y yo mismo machaco la ciudad día y noche con la esperanza de un azar favorable.
—En cuanto descubras algo, házmelo saber, porque tengo que partir para Ancio.
—Bien.
—Y si al despertarte una mañana piensas que ninguna mujer vale tantas preocupaciones ni tantas molestias, ven a Ancio: allí no te faltarán mujeres ni placeres.
Vinicio se puso a caminar a grandes zancadas. Petronio lo contempló un momento y le dijo:
—Respóndeme con sinceridad, no como un enloquecido que se excita y se embala con una idea fija, sino como un hombre razonable habla a su amigo: ¿sigue importándote tanto esa Ligia?
Vinicio se detuvo un instante y miró a Petronio como si aún no lo hubiera visto, luego siguió caminando. Evidentemente hacía esfuerzos para no estallar. Por último, consciente de su impotencia, lleno de nostalgia, de cólera y de una invencible tristeza, sintió que a sus ojos subían dos lágrimas, que impresionaron a Petronio más que las palabras más elocuentes.
Tras meditar un instante, éste dijo:
—No es Atlas quien soporta el mundo, sino una mujer, y a veces juega con él como si fuera una pelota.
—¡Sí! —dijo Vinicio.
Estaban despidiéndose cuando un esclavo anunció que Quilón Quilónides esperaba en el vestíbulo el honor de ser presentado ante el amo.
Vinicio ordenó hacerle pasar inmediatamente, mientras Petronio observó:
—¿No te lo decía? ¡Por Hércules! Conserva tu sangre fría, si no será ese hombre el que mande y no tú.
—Salud y honor al noble tribuno militar, y también a ti, señor —dijo Quilón al entrar—. Que vuestra dicha iguale vuestra gloria y que esa gloria se difunda por todo el universo, desde las columnas de Hércules hasta las fronteras de los Arsácidas.
—Salud, legislador de la virtud y la sabiduría —respondió Petronio.
Vinicio preguntó con una calma simulada:
—¿Qué es lo que traes?
—La primera vez, señor, te traje la esperanza; hoy te traigo la certeza de que encontraremos a la joven.
—¿Significa eso que todavía no la has encontrado?
—Exactamente, señor; pero he descubierto el sentido del signo que trazó ante tus ojos, sé quiénes son los hombres que se la llevaron y qué dios adoran quienes la esconden.
Vinicio iba a saltar del asiento en que estaba sentado cuando Petronio le puso la mano en el hombro y dijo:
—Continúa.
—¿Estás completamente seguro, señor, de que la joven pintó un pez en la arena?
—Completamente seguro —exclamó Vinicio.
—Entonces, es cristiana, y los cristianos la han raptado.
Hubo un momento de silencio.
—Escucha, Quilón —terminó por decir Petronio—. Mi pariente te ha prometido una fuerte suma de dinero si encuentras a la muchacha, pero también una no menos fuerte cantidad de palos si tratabas de engañarle. En el primer caso podrás comprarte no un escriba sino tres; en el segundo, toda la filosofía de los siete sabios, incluida la tuya, no será ungüento suficiente para curarte.
—¡La muchacha es cristiana, señor! —confirmó el griego.
—Vamos a ver, Quilón, que tú no eres ningún imbécil. Sabemos que Junia Silana y Calvia Crispinila acusaron a Pomponia Grecina de ser adepta de las supersticiones cristianas, pero también sabemos que el tribunal doméstico la lavó de esa acusación. ¿Quieres repetirla ahora por tu cuenta? ¿Querrás hacernos creer que Pomponia, y Ligia con ella, forman parte de la secta de esos enemigos del género humano, de los envenenadores de fuentes y pozos, de los adoradores de una cabeza de asno, de esas gentes que inmolan a los niños y se entregan al desenfreno más innoble? Reflexiona, Quilón: la tesis que sostienes ante nosotros ¿no va a repercutir sobre tu espalda como antítesis?
Quilón extendió los brazos para protestar que él no tenía la culpa, y luego continuó:
—Señor, pronuncia en griego la siguiente frase: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador.
—Bien… Ahí tienes la frase. ¿Y ahora qué?
—Ahora coge la primera letra de cada una de esas palabras y reúne esas letras hasta formar una sola.
—¡Pez! —dijo Petronio sorprendido.
—Por eso el pez se ha convertido en el emblema cristiano —respondió Quilón con orgullo.
Se callaron. El griego había dado argumentos tan irrefutables que los dos amigos apenas podían disimular su sorpresa.
—Vinicio —preguntó Petronio—, ¿no te equivocaste? ¿Pintó Ligia realmente un pez?
—¡Por todos los dioses infernales! Me voy a volver loco —exclamó el joven furioso—; si ella hubiera dibujado un pájaro habría dicho que era un pájaro.
—Entonces es cristiana —repitió Quilón.
—¡Entonces Pomponia y Ligia envenenan los pozos, inmolan los niños cogidos en la calle y se entregan al desenfreno! —dijo Petronio—. ¡Es absurdo! Tú, Vinicio, has vivido bastante tiempo en su casa; yo no he estado más que un momento, pero conozco a Aulo y a Pomponia, e incluso a Ligia, lo suficiente para afirmar: ¡es una calumnia y una imbecilidad! Si el pez es el emblema cristiano, cosa que me parece difícil de negar, y si son cristianas, entonces, ¡por Proserpina!, esos cristianos no son lo que creemos.
—Hablas como Sócrates, señor —aprobó Quilón—. ¿Quién se ha interesado por los cristianos? ¿Quién conoce su doctrina? Hace tres años, durante mi viaje de Nápoles a Roma (¿por qué no me habré quedado allí?), tuve por compañero de viaje a un médico llamado Glauco, que se decía cristiano y que era un hombre bueno y virtuoso, puedo asegurarlo.
—¿No será ese hombre quien te ha dicho lo que significa el pez?
—¡Ay!, no, señor. Durante aquel viaje, en un albergue, el buen viejo fue apuñalado, mientras su mujer y su hijo fueron llevados como esclavos por mercaderes; yo perdí dos dedos defendiéndolos. Pero como los cristianos, según dicen, se ven favorecidos por milagros, espero que mis dedos vuelvan a crecer.
—¿Cómo? ¿Te has vuelto cristiano?
—¡Desde ayer, señor, desde ayer! Incluso ha sido ese pez el que me ha hecho cristiano. ¡Admiro su poder! Dentro de poco seré el más ferviente de los fervientes, a fin de ser admitido en todos sus misterios, y una vez admitido sobre dónde se esconde la joven. Tal vez mi cristianismo me dé más que mi filosofía. He hecho voto de ofrecer a Mercurio, si me ayuda a encontrar a la joven, dos terneras de la misma edad y tamaño, cuyos cuernos mandaré dorar.
—Entonces, tu cristianismo de hoy y tu antigua filosofía ¿te permiten seguir creyendo en Mercurio?
—Siempre creo en lo que me conviene creer. Ésa es mi filosofía, que debe ser del gusto de Mercurio. Por desgracia, no ignoráis, dignos señores, lo desconfiado que es ese dios. Le resultan sospechosas todas las promesas, incluso las de los filósofos sin tacha; sin duda preferiría tener sus terneras por adelantado, pero vaya gasto. No todo el mundo es Séneca, y mis medios no me permiten tal liberalidad; a menos que el noble Vinicio me dé algo a cuenta de la suma prometida…
—Ni un óbolo, Quilón —le interrumpió Petronio—, ni un óbolo. La generosidad de Vinicio superará tus esperanzas, pero antes de que hayas encontrado a Ligia o nos hayas indicado dónde se encuentra, ni un óbolo. Mercurio puede darte crédito por las dos terneras, aunque no me sorprende su falta de confianza; en eso reconozco su inteligencia.
—Escuchadme, nobles señores. El descubrimiento que he hecho es importante; todavía no he encontrado a la joven, pero sí la vía donde se la puede buscar. Mientras tanto, habéis mandado vuestros libertos y vuestros esclavos por toda la ciudad e incluso a provincias. ¿Os han dado el menor indicio? ¡No! Sólo yo os lo he dado. Diré más: entre vuestros esclavos puede que existan, sin que vosotros lo sepáis, cristianos, porque esa superstición se halla difundida ya un poco por todas partes. Lejos de ayudaros, os traicionarán. Lamento incluso que me hayan visto aquí; por eso, noble Petronio, ordena silencio a Eunice, y tú también, noble Vinicio, haz creer que te vendo ungüento que asegura la victoria en el circo a los caballos que han sido frotados con él. Buscaré solo y encontraré solo a los fugitivos; en cuanto a vosotros, tened confianza en mí, y sabed que el dinero que reciba a cuenta será para mí la promesa de que he de recibir más y la certeza de que la recompensa prometida no ha de escapárseme. Sí, como filósofo desprecio el dinero, aunque Séneca no lo desprecia, ni tampoco Musonio ni Cornuto, ellos que, sin embargo, no han perdido sus dedos defendiendo a nadie y pueden escribir por sí mismos y hacer que sus nombres pasen a la posteridad. Pero, independientemente de la esclava que querría comprar y de las dos terneras prometidas a Mercurio (y ya sabéis cuánto ha subido el precio del ganado), las pesquisas acarrean enormes gastos. Escuchadme con un poco de paciencia. Estos días atrás he caminado tanto que tengo llagas en las piernas. He entrado en despachos de vino para hacer hablar a los clientes, luego en las tiendas de los panaderos, de los carniceros, de los vendedores de olivas y de peces. He recorrido todas las calles y callejas; he buscado en los escondites de esclavos fugitivos; he perdido casi cien ases jugando a la ; he estado en los lavaderos, en los secaderos, en los figones; he visto a los muleros y a los picapedreros; también he visto a las gentes que curan las enfermedades de vejiga y que arrancan los dientes; he preguntado a mercaderes de higos secos, he ido a los cementerios; ¿y sabéis por qué? Para dibujar en todas partes un pez, mirar a las gentes directamente a los ojos y ver qué respondían ante aquel signo. Durante bastante tiempo no observé nada, pero al final, un día, junto a una fuente, encontré un viejo esclavo que sacaba agua y lloraba. Me acerqué y le pregunté el motivo de sus lágrimas. Cuando nos hubimos sentado en los peldaños de la fuente, me respondió que a lo largo de su vida había reunido, sestercio a sestercio, dinero para rescatar a un amado hijo, pero el amo, un tal Pansa, se había quedado no sólo con el dinero, sino también con el hijo como rehén. «Y lloro así —añadió el viejo—, porque en vano me repito: ¡Hágase la voluntad de Dios! A mí, que soy un pobre pescador, me resulta imposible contener mis lágrimas». Entonces tuve un presentimiento, metí mi dedo en el cubo y dibujé el pez; y el viejo dijo al verlo: «También mi esperanza está en Cristo». Yo le pregunté: «¿Me has reconocido por este signo?». «Sí —me respondió—, que la paz sea contigo». Entonces le hice hablar, y el buen hombre me contó todo. Su amo, el tal Pansa, es un liberto del ilustre Pansa, y por el Tíber trae a Roma piedra que esclavos y obreros descargan de las balsas y llevan de noche hasta las casas en construcción, a fin de no interrumpir durante el día la circulación por las calles. Hay muchos cristianos entre ellos, su hijo es uno. Como es un trabajo superior a las fuerzas del joven esclavo, su padre quería comprarlo. Pansa prefirió quedarse con el dinero y el esclavo. Mientras hablaba, el viejo se puso a llorar y yo uní mis lágrimas a las suyas, cosa que me resultó fácil debido a la bondad de mi corazón y a las punzadas que me había producido el exceso de la caminata. Me lamenté de que, llegado recientemente de Nápoles, no conocía a ninguno de nuestros hermanos y no sabía dónde se reunían para los rezos en común. Se sorprendió de que los cristianos de Nápoles no me hubieran dado cartas para sus hermanos de Roma, pero yo le respondí que me las habían robado en el camino. Entonces me dijo que acudiese por la noche a la orilla del río, que él me presentaría a hermanos que me llevarían a las casas de rezo y me presentarían a los ancianos que dirigen la comunidad cristiana. Estas palabras me causaron tal alegría que le di la suma necesaria para rescatar a su hijo, con la esperanza de que el generoso Vinicio me la devolvería duplicada…
—Quilón —le interrumpió Petronio—, en tu relato la mentira flota en la superficie de la verdad como el aceite sobre el agua. Es cierto que traes noticias importantes, y creo que hemos dado un gran paso para encontrar a Ligia. Pero no sazones con mentiras el resultado real. ¿Cuál es el nombre del viejo por quien has sabido que los cristianos se reconocen por el signo del pez?
—Euricio, señor. ¡Pobre y desventurado viejo! Me ha recordado al médico Glauco, aquel que defendí contra los ladrones, y eso es lo que más me ha emocionado.
—Creo realmente que has trabado conocimiento con él y que sabrás sacar provecho del encuentro, pero no le has dado dinero. No le has dado ni un as, ¿me oyes? No le has dado nada.
—Pero le he ayudado a llevar sus cubos y le hablé de su hijo con la compasión más viva. Es cierto, señor, nada puede escapar a la sagacidad de Petronio. No le he dado dinero, o mejor dicho se lo he dado con la intención, en mi fuero interno, cosa que debería bastarle si fuera un verdadero filósofo… Y le he hecho ese regalo porque un acto así era indispensable y útil. Dígnate considerar, señor, cuánto me favorecerá con sus correligionarios, que crédito tendría ante ellos y la confianza que despertaría.
—Es cierto —dijo Petronio—, habrías debido hacerlo.
—He venido aquí precisamente para procurarme los medios. Petronio se volvió hacia Vinicio.
—Haz que le den cinco mil sestercios, pero como intención y en tu fuero interno.
Vinicio dijo:
—Te daré un servidor que llevará la suma necesaria; tú le dirás a Euricio que es tu esclavo y entregarás el dinero al viejo en presencia de ese servidor. De todos modos, como me has traído una noticia importante, te entregarán una suma igual para ti. Ven esta noche a buscar el servidor y el dinero.
—Eres un verdadero César —dijo Quilón—. Habrás de permitir, señor, que te dedique mi obra, y también que esta noche sólo venga en busca del dinero que me está destinado: Euricio me ha dicho que todas las balsas estaban descargadas y que hasta dentro de unos días no llegarán otras de Ostia. Que la paz sea con vosotros. Así se saludan los cristianos al separarse… Compraré una esclava, quiero decir un esclavo. Se cogen los peces con caña y los cristianos con pez. …