Quo Vadis?

Capítulo IX

Capítulo IX

Ligia echaba de menos a Pomponia Grecina, a la que amaba con toda su alma; echaba de menos a toda la casa de Aulo; sin embargo, su desesperación se había calmado. Sentía incluso una dulce satisfacción ante la idea de que iba a sacrificar a su Verdad el bienestar y condenarse a una vida errante e insegura. Tal vez había en esa idea cierta curiosidad infantil por esa existencia en regiones lejanas, entre los bárbaros y las fieras, pero, sobre todo, al actuar así estaba segura de que cumplía el mandato del «Divino Maestro», que en adelante velaría por ella, su hija sumisa y devota. En tal caso, ¿qué mal podía ocurrirle? Si la asaltaba el dolor, lo soportaría en Su nombre. Si la muerte se la llevaba de pronto, Él la llamaría a su seno, y un día, cuando Pomponia muriese, se reunirían para toda la eternidad. En casa de los Aulo, a menudo atormentaba su mente de niña el pensamiento de que, siendo cristiana, no podía hacer nada por el Crucificado, cuyo recuerdo enternecía tanto al propio Urso. Y ahora había llegado el momento; Ligia se sentía casi feliz y se puso a hablar con Acte de esa felicidad. Pero la joven griega no podía comprenderla: abandonar todo, la casa, las comodidades, la ciudad, los jardines, los templos, los pórticos, todo cuanto era hermoso, dejar aquel país soleado, sus parientes, ¿para qué? ¿Para huir del amor de un hermoso y joven patricio?… La razón de Acte se negaba a admitir una acción como aquella. Cierto que a veces comprendía la justicia de una decisión semejante, que tal vez escondía una felicidad desconocida, infinita; pero no podía comprenderla porque Ligia se exponía a una aventura peligrosa en la que hasta su vida podía verse amenazada. Acte era timorata por naturaleza. Pensaba con terror en las consecuencias de aquella noche, aunque no quería hacer a Ligia partícipe de sus temores.

Viendo que, mientras tanto, ya había amanecido, y que el sol había penetrado en el . Acte convenció a Ligia para que, tras aquella noche de insomnio, descansase. Ligia consintió en ello y las dos avanzaron hasta el , lujosamente adornado, como señal de miramiento hacia las antiguas relaciones de la joven griega con César. Se acostaron juntas, pero, a pesar de la fatiga, Acte no pudo dormir. Hacía mucho tiempo que se sentía triste y desgraciada; hoy, a esos sentimientos se mezclaba cierta inquietud, nunca sentida hasta entonces. La vida le había parecido hasta aquel momento abrumadora y carente de futuro: hoy, de pronto, le parecía infame.

Su conciencia se sentía cada vez más turbada. La puerta que daba acceso a la luz se entreabría unas veces y se cerraba otras; pero cuando se abría, se sentía deslumbrada por la luz sin poder distinguir nada. No obstante, adivinaba que aquel rayo ocultaba alguna felicidad inmensa; en comparación con ella, todas las demás se borraban hasta el punto de que, admitiendo que el César volviese a su lado tras desterrar a Popea, ésta sería una dicha más bien pequeña en comparación con la otra. Y entonces se le ocurrió que el propio César, a pesar de que ella lo amaba e involuntariamente lo tenía por una especie de semidiós, era algo tan digno de lástima como el primer esclavo más ínfimo, y que aquel palacio de columnatas de mármol de Numidia no valía más que un simple montón de piedras. Pero todos aquellos sentimientos, que no acertaba a distinguir, llegaron a atormentarla. Hubiera querido dormir, pero su inquietud era tal que no podía cerrar los ojos.

Pensando que Ligia, sobre la que pesaba una incertidumbre preñada de amenazas, tampoco podía dormir. Acte se volvió hacia ella para hablarle del proyecto de fuga. Pero la joven dormía serena. Hasta el oscuro , por entre las cortinas mal cerradas se filtraban algunos rayos en cuya estela jugaba un polvo dorado. En aquella semiclaridad, Acte podía distinguir el tierno rostro de Ligia apoyado en su brazo desnudo, con los ojos cerrados y los labios ligeramente púrpuras. Su aliento tenía la regularidad que sólo da el sueño.

«¡Duerme, puede dormir! —se dijo Acte—. Todavía es una niña».

Sin embargo, un momento después pensó que aquella niña prefería huir a convertirse en amante de Vinicio, prefería la miseria a la vergüenza, la vida errante a la espléndida casa de las Carenas, a los adornos, joyas, festines y melodías de cítaras y laúdes.

«¿Por qué?».

Acte observaba a la durmiente como para leer la respuesta en su rostro adormecido. Cuando hubo contemplado su frente pura, el fino arco de sus cejas, sus oscuras pestañas, su boca entreabierta, su virginal pecho movido por una respiración tranquila, pensó:

«¡Qué diferente es de mí!».

Ligia le parecía una maravilla, una aparición divina, un sueño de Dios, y cien veces más hermosa que todas las flores del jardín del César y todas las obras maestras de su palacio.

Mas en el corazón de la griega no había lugar para la envidia. Al contrario, pensando en los peligros que amenazaban a la joven sintió que la invadía una profunda lástima. Una especie de sentimiento maternal se despertó en ella: Ligia no sólo le pareció hermosa como un sueño delicioso, sino también infinitamente querida a su corazón, y acercando sus labios a la oscura cabellera de Ligia, la cubrió de besos.

Ligia dormía tan serena como lo hubiera hecho en su casa, bajo la vigilancia de Pomponia Grecina. Y durmió mucho tiempo. Ya había pasado la hora de mediodía cuando volvió a abrir sus ojos azules y paseó por el unos ojos asombrados.

Pareció sorprendida de no encontrarse en casa de los Aulo.

—¿Eres tú, Acte? —preguntó por fin, distinguiendo en la sombra el rostro de la joven.

—Sí, soy yo, Ligia.

—¿Es ya de noche?

—No, hija mía, pero el mediodía ya pasó.

—¿Ha vuelto Urso?

—Urso no ha prometido volver; dijo que acecharía esta noche el paso de la litera con los cristianos.

—Es verdad.

Salieron del y Acte llevó a Ligia a tomar un baño. Luego, después de haber comido, se dirigieron a los jardines del palacio, donde no tenían ningún encuentro que temer porque el César y sus familiares aún dormían. Ligia veía por primera vez aquellos magníficos jardines plantados de cipreses, de pinos, de robles, de olivos y de mirtos, donde se alzaba todo un pueblo de blancas estatuas, brillaba el espejo inmóvil de los estanques y florecían bosquetes de rosales rociados por las aguas de las fuentes; la entrada de pintorescas grutas quedaba oculta por hiedra y vides; por las aguas bogaban cisnes de plata; entre las estatuas y los árboles vagaban gacelas traídas de los desiertos africanos y pájaros de plumaje resplandeciente, traídos de todos los puntos del mundo entonces conocido.

Los jardines parecían desiertos. Aquí y allá algunos esclavos cavaban canturreando; otros, autorizados a descansar, estaban sentados a orillas de los estanques, bajo la sombra de los robles, en el resplandor de los rayos que traspasaban el follaje; otros regaban las rosas y las flores malva pálido de los azafranes.

Las dos amigas pasearon durante algún tiempo admirando las diversas maravillas de los jardines; y aunque Ligia fuera absorbida por otros pensamientos, había conservado suficiente capacidad de sorpresa para no interesarse y asombrarse por aquel espectáculo. Pensaba incluso que si el César hubiera sido bueno, habría podido vivir feliz en un palacio y en unos jardines como aquéllos.

Algo cansadas se sentaron por fin en un banco sumido casi en el verdor de los cipreses, y se pusieron a hablar de lo que más angustiaba su corazón, es decir, de la huida de Ligia aquella misma noche.

Acte estaba menos segura que su compañera del éxito de la empresa. A veces incluso le parecía que se trataba de un proyecto insensato. Por eso su compasión por Ligia no hacía sino aumentar. Ahora pensaba que habría sido cien veces más seguro tratar de convencer a Vinicio.

De nuevo interrogó a Ligia para saber si hacía mucho que conocía a Vinicio y si no creía que podría convencerlo para que la devolviese a Pomponia.

Pero Ligia movió tristemente su preciosa cabeza de cabellos oscuros.

—No. En casa de Aulo, Vinicio era completamente distinto, era muy bueno. Pero desde el festín de ayer le tengo miedo y prefiero irme con los ligios.

Acte siguió preguntándole:

—Pero en casa de Aulo te agradaba.

—Sí —respondió Ligia bajando la cabeza.

—Tú no eres una esclava como lo fui yo —dijo Acte como pensando en voz alta—. Vinicio habría podido casarse contigo. Eres una rehén, e hija del rey de los ligios. Los Aulo te quieren como a su propia hija y estoy convencida de que te adoptarían. Vinicio podría desposarte, Ligia.

Pero ella respondió en voz baja y más tristemente todavía:

—Prefiero huir al país de los ligios.

—¿Quieres que vaya ahora mismo a casa de Vinicio, que le despierte si todavía duerme, para decirle lo que te digo en este momento? Sí, querida, iría a su casa y le diría: «Vinicio, es hija de rey, la apreciada hija del ilustre Aulo; si la amas, devuélvela a Aulo, y luego ve a buscarla a su casa para hacer de ella tu mujer».

La joven respondió con una voz tan sorda que Acte apenas la oyó:

—Iré al país de los ligios.

Y dos lágrimas perlaron sus mejillas.

Un débil ruido de pasos interrumpió su conversación, y antes de que Acte hubiera podido ver quién se acercaba, ante el banco apareció Sabina Popea seguida de varias esclavas. Dos de ellas llevaban sobre su cabeza unos haces de plumas de avestruz sujetos por unos mimbres dorados; la abanicaban y al mismo tiempo la libraban del sol del otoño. Delante, una etíope negra como el ébano, de senos rígidos como hinchados de leche, llevaba en brazos una niña en pañales de púrpura bordada en oro.

Acte y Ligia se levantaron, esperando no obstante que Popea pasara ante su banco sin verlas; pero ésta se detuvo y dijo:

—Acte, los cascabeles que cosiste en la estaban mal; la niña arrancó uno y se lo llevó a la boca; por suerte Lilith lo vio a tiempo.

—Perdóname, divina —dijo Acte, con las manos cruzadas sobre el pecho y la cabeza baja.

Popea miró a Ligia y preguntó:

—¿Quién es esta esclava?

—No es una esclava, divina Augusta: es la hija adoptiva de Pomponia Grecina, hija del rey de los ligios, que la entregó a Roma como rehén.

—¿Ha venido a visitarte?

—No, Augusta. Desde antes de ayer vive en palacio.

—¿Estuvo ayer en el festín?

—Sí estuvo, Augusta.

—¿Quién lo ordenó?

—Fue el César.

Popea examinó atentamente a Ligia, que permanecía ante ella con la cabeza inclinada, y unas veces, movida por la curiosidad, alzaba sus ojos límpidos, y otras los bajaba. Entonces una arruga cruzó el ceño de la Augusta. Celosa de su belleza y de su supremacía, vivía en una perpetua angustia de verse suplantar y perder por alguna rival afortunada, lo mismo que ella había suplantado y perdido a Octavia. Por eso toda mujer hermosa que aparecía en la corte provocaba su desconfianza. Con ojos expertos había juzgado cuán perfectas eran las formas de Ligia y había apreciado cada uno de los rasgos de su rostro. Y tuvo miedo: «Es una ninfa, sencillamente una ninfa —se dijo—. Venus la dio a luz». De pronto a su cabeza vino un pensamiento que no le había sugerido la belleza de ninguna otra mujer: «Soy mucho mayor». El amor propio y el temor despertaron en su cabeza: «Tal vez Nerón ni siquiera se ha fijado en ella. Pero ¿qué ocurriría si la viese a plena luz, tan maravillosa con la claridad del sol?… Además no es una esclava: es hija de rey; aunque de origen bárbaro, ¡sigue siendo hija de rey!… ¡Dioses inmortales! ¡Es tan hermosa como yo, y más joven!». Y el ceño se ahondó entre las cejas de Popea, mientras bajo las cejas sus ojos se encendían con un frío destello.

Volviéndose hacia Ligia, le preguntó con una calma aparente:

—¿Has hablado con César?

—No, Augusta.

—¿Por qué prefieres estar aquí que en casa de los Aulo?

—Yo no lo prefiero, . Petronio convenció al César para que me sacase de casa de Pomponia. Estoy aquí contra mi voluntad, ¡oh, !…

—¿Y tu deseo es volver junto a Pomponia?

Al oír esta pregunta, hecha con una voz más suave y benévola, Ligia tuvo un rayo de esperanza.

— —dijo con las manos tendidas hacia ella—, el César me ha prometido, como si fuera una esclava, a Vinicio. Pero tú intercederás por mí y me devolverás a Pomponia.

—¿O sea que Petronio ha convencido a César para sacarte de casa de Aulo y entregarte a Vinicio?

—Sí, . Vinicio ha dicho que enviaría a buscarme hoy mismo. Pero tú, magnánima, tendrás piedad de mí.

Al decir esto, se agachó, cogió el ruedo del vestido de Popea y aguardó con el corazón palpitante. Popea la miró unos momentos con una sonrisa maligna y dijo:

—Entonces te prometo que hoy mismo serás la esclava de Vinicio.

Tras estas palabras se alejó, como una visión espléndida pero fatal. A los oídos de Ligia y de Acte llegaron los gritos de la niña que, sin que se supiera por qué, había empezado a llorar. Los ojos de Ligia estaban llenos de lágrimas. Cogió la mano de Acte y le dijo:

—Volvamos. La ayuda hay que esperarla sólo de donde puede llegar.

Se dirigieron hacia el , del que no salieron hasta el anochecer. Cuando se hizo de noche y los esclavos trajeron lámparas de cuatro brazos y alta llama, las dos estaban muy pálidas. Interrumpían su conversación a cada momento y prestaban atención al menor ruido. Ligia no cesaba de repetir que, por penoso que le resultara separarse de Acte, prefería que todo terminase aquella noche; porque, desde luego, Urso la esperaba ya en la oscuridad. No obstante, la emoción volvía su aliento presuroso y jadeante. Acte recogía de modo febril todas las joyas que podía encontrar, y atándolas a un faldón del peplo de Ligia, le conminaba a no rechazar aquel regalo que tan útil le sería en la fuga. A veces reinaba un sombrío silencio, pero les parecía oír murmullos detrás de las cortinas, o los llantos lejanos de un niño, o el ladrido de los perros.

De pronto, la portezuela de la antecámara se abrió sin ruido y en el apareció como un espectro un hombre de alta estatura y rostro bronceado y picado de viruelas: era Atacino, un liberto de Vinicio. Acte lanzó un grito; pero Atacino se inclinó casi hasta el suelo y dijo:

—Salud a la divina Ligia de parte de Marco Vinicio, que la espera para el festín en su casa engalanada de verdura.

Los labios de la joven palidecieron más todavía.

—Voy —dijo.

Y para despedirse de Acte, Ligia le echó los brazos al cuello.

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