Capítulo XXIV
Capítulo XXIV
Vinicio temía además que alguna intervención inoportuna procedente de fuera turbase su alegría. Quilón podía informar de su desaparición al prefecto de la ciudad, o a sus libertos, y en tal caso la irrupción de los vigilantes en la pequeña casa resultaba probable. A Vinicio se le ocurrió entonces que podría ordenar que capturasen a Ligia y la encerraran en su casa; pero al punto se dio cuenta de que ni debía ni podía obrar así. Obstinado, seguro de sí, y bastante depravado, llegado el caso era capaz de mostrarse implacable; pero no era Tigelino ni un Nerón. La vida militar había desarrollado en él el sentimiento de la justicia y de la conciencia para permitirle comprender cuán vil y monstruoso sería un acto así. Con buena salud, en un acceso de rabia tal vez se hubiera rebajado a un acto semejante; pero en aquel momento se hallaba emocionado, enfermo, y sólo deseaba que nada viniese a interponerse entre Ligia y él.
Había intercedido en su favor, ni ella ni Crispo le habían exigido el menor compromiso, como si tuvieran la certeza de que, en caso extremo, una fuerza sobrenatural los protegería. Desde que había oído en el Ostriano las enseñanzas y el relato del apóstol, su cerebro no captaba ya el límite entre lo posible y lo imposible, y no estaba lejos de admitir que tal intervención pudiera producirse. Sin embargo, considerando la situación con más sangre fría, recordó a sus huéspedes lo que había dicho sobre el griego y rogó de nuevo que fueran en busca de Quilón.
Crispo convino en ello y decidieron enviar a Urso. Vinicio, que los últimos días, antes de la visita al Ostriano, había mandado sus esclavos a casa de Quilón, la mayoría de las veces sin éxito, indicó exactamente al ligio la morada del griego; luego, tras haber trazado algunas palabras en unas tablillas, se dirigió a Crispo:
—Os entrego tablillas porque Quilón es un hombre desconfiado y astuto que a veces, cuando yo le llamaba, hacía responder a mis criados que no estaba en casa; y esto ocurría cada vez que, no teniendo buenas noticias que anunciarme, temía mi cólera.
—Si lo encuentro, le traeré de grado o por fuerza —respondió Urso.
Cogió su manto y salió corriendo.
No era fácil encontrar a alguien en Roma, ni siquiera con las indicaciones más precisas; pero en el presente caso, el instinto del hombre de los bosques que era Urso, y su conocimiento de la ciudad, vinieron en su ayuda: por eso no tardó mucho en descubrir la morada de Quilón.
Sin embargo, no reconoció al griego. No le había visto más que una vez, y de noche. Además, el honorable viejo de aire grave que le había instigado a matar a Glauco se parecía tan poco a aquel griego encogido de miedo que nadie hubiera visto en él al mismo hombre. Quilón, comprobando que Urso no lo reconocía, se repuso de su primer susto. Las tablillas de Vinicio le tranquilizaron aún más. Por lo menos no le acusarían de haber hecho caer al tribuno en una trampa. También se dijo que si los cristianos no habían matado al tribuno era porque no se habían atrevido a alzar la mano sobre un personaje tan importante.
«Llegado el caso, Vinicio me protegerá —pensó—; no me llamaría a su lado para hacerme morir».
Recuperado el ánimo, preguntó:
—Buen hombre, ¿no ha enviado el noble Vinicio una litera para mí? Tengo las piernas hinchadas y no puedo ir lejos.
—No —respondió Urso—. Iremos a pie.
—¿Y si me niego?
—No lo hagas, porque tienes que ir.
—E iré, y por mi propia voluntad. Nadie puede obligarme, porque soy un hombre libre y amigo del prefecto de la ciudad. Además, como sabio, poseo los medios de resistir a la violencia y sé metamorfosear a los humanos en árboles y en animales. Pero iré, iré. Aunque necesito coger un manto más caliente y una capucha; de otro modo, los esclavos de ese barrio me reconocerían y me detendrían a cada paso para besarme las manos.
Se envolvió, pues, en otro manto y echó sobre su cabeza un amplio capuchón galo por miedo a que Urso recordase sus rasgos cuando llegaran a plena luz.
—¿A dónde me llevas? —preguntó ya de camino.
—Al Transtíber.
—Hace poco que estoy en Roma y nunca he ido; pero, sin duda, también allí habrá amigos de la virtud.
Por ingenuo que fuese, Urso, sabiendo por Vinicio que el griego había acompañado a este último al cementerio del Ostriano y que había entrado con Crotón en casa de Ligia, se detuvo bruscamente:
—Viejo, no mientas. Hoy mismo estabas con Vinicio en el Ostriano, y luego a nuestra puerta.
—¡Ah!, ¿entonces vuestra casa está en el Transtíber? Como hace poco que estoy en Roma, me hago un lío con los nombres de los barrios. Sí, amigo, estuve en vuestra puerta, y allí, en nombre de la virtud, conminé a Vinicio a que no entrase. También he ido al Ostriano, y ¿sabes por qué? Porque hace tiempo que trato de convertir a Vinicio: quería que oyese al primero de los apóstoles. ¡Ojalá que la luz descienda a su alma y a la tuya! Eres cristiano, ¿verdad? ¿Y deseas que la verdad triunfe de la mentira?
—Sí —respondió humilde Urso.
Quilón se había recuperado por completo.
—Vinicio es un poderoso señor, amigo del César —prosiguió—. Con mucha frecuencia todavía obedece a las sugestiones del espíritu maligno; pero si cayese un solo pelo de su cabeza, el César se vengaría en todos los cristianos.
—Nos protege una fuerza mayor.
—¡Es justo! ¡Es justo! Pero ¿qué pretendéis hacer con Vinicio? —preguntó Quilón muy inquieto.
—No lo sé. Cristo recomienda la misericordia.
—Eso está muy bien. No lo olvides nunca, si no quieres freírte como una morcilla en la sartén.
Urso suspiró y Quilón comprendió que haría siempre lo que quisiera de aquel hombre terrible.
Deseando saber lo que había pasado durante el rapto de Ligia, preguntó con la voz severa de un juez:
—¿Qué habéis hecho de Crotón? Habla, y no mientas.
Urso volvió a suspirar.
—Vinicio te lo dirá.
—¿Significa eso que le has dado de cuchilladas o lo has matado a palos?
—Yo no tenía armas.
El griego no pudo dejar de admirar la fuerza sobrehumana del bárbaro.
—¡Qué Plutón…, quiero decir: que Cristo te perdone!
Caminaron algún tiempo en silencio, luego Quilón dijo:
—Yo no te traicionaré, pero ten cuidado con los vigilantes.
—Temo a Cristo, no a los vigilantes.
—Es justo. No hay mayor pecado que el crimen. Rezaré por ti, pero no sé si mi plegaria te absolverá, a menos que jures no volver a tocar a nadie, ni siquiera un dedo, en toda tu vida.
—En verdad, nunca mato voluntariamente —respondió Urso.
Quilón quería cubrirse contra cualquier evento, y no cesaba de hacer ver a Urso que el crimen es una atrocidad, con la intención de que jurase no volver a repetirlo. También le preguntó por Vinicio: pero el otro no respondía sino de mala gana, alegando que Quilón sabría de los labios mismos de Vinicio todo lo que necesitaba saber.
Así hablando, franquearon el largo trayecto entre la morada del griego y el Transtíber y llegaron ante la casa. El corazón de Quilón se puso a latir inquieto. En medio de su terror, creía ver que Urso le lanzaba miradas feroces.
«¡Bonito consuelo que me mate sin querer! Más valdría que le diera una parálisis, y con él a todos los ligios: ¡Oye mi plegaria, Zeus, si puedes!».
Y cada vez se envolvía más en su capa gala, pretextando que se moría de frío. Cuando por fin, tras haber cruzado el vestíbulo y el primer patio, entraron en el corredor que llevaba al jardincillo de la casa, Quilón se paró en seco y dijo:
—Permíteme recuperar el aliento; de otro modo no podría ni conversar con Vinicio ni darle consejos saludables.
En efecto, mientras se repetía que no le amenazaba ningún peligro, sentía que le temblaban las piernas nada más pensar que se encontraba entre aquellas gentes misteriosas que había visto en el Ostriano.
En aquel momento, de la casita salían unos cantos.
—¿Qué es? —preguntó.
—Dices que eres cristiano e ignoras que después de cada comida tenemos la costumbre de honrar a nuestro Salvador con himnos —respondió Urso—. Myriam debe de haber vuelto con su hijo, y tal vez el apóstol esté con ellos, porque visita todos los días a la viuda y a Crispo.
—Llévame enseguida junto a Vinicio.
—Vinicio está en la sala común, la única que hay: el resto de la casa está compuesto por cubículos oscuros, donde sólo entramos para dormir. Entra, en la casa descansarás.
Y entraron. Era una noche oscura de invierno y la habitación estaba mal iluminada por lámparas. Vinicio adivinó más que reconoció al griego en aquel hombre encapuchado. Éste, habiendo visto en el rincón del cuarto una cama, y sobre la cama a Vinicio, se dirigió, sin atreverse a mirar a nadie, hacia el tribuno junto al cual pensaba que debía encontrarse más seguro que junto a los demás.
—¡Oh, señor! ¿Por qué no seguiste mis consejos? —gimoteó juntando las manos.
—Cállate —ordenó Vinicio— y escucha.
Sus penetrantes ojos se clavaron en Quilón y empezó a hablar con lentitud, pero con claridad, a fin de que cada palabra fuera comprendida como una orden y se grabara para siempre en la memoria del griego.
—Crotón se lanzó sobre mí para asesinarme y robarme. ¿Comprendes? Por eso le maté; y estas gentes me curaron las heridas que recibí en la lucha.
Quilón adivinó al punto que las palabras de Vinicio eran resultado de un acuerdo con los cristianos, y que, por consiguiente, quería ser creído.
Lo leyó también en su cara; inmediatamente, sin mostrar la menor duda o la menor sorpresa, alzó los ojos y exclamó:
—¡Ay, señor, qué canalla! ¡Ya te aconsejé que no te fiaras de él! Pero todos mis consejos fueron vanos. En todo el Hades no habrá un suplicio digno de él, porque quien no puede ser un hombre honrado es forzosamente un canalla. ¿Y a quién le resulta más difícil volverse honesto que a un canalla? Atacar a su bienhechor, un señor tan magnánimo… ¡Oh, dioses!…
Recordó en aquel momento que durante el camino le había dicho a Urso que era cristiano, y se detuvo en seco.
Vinicio continuó:
—Sin la que llevaba, me habría matado.
—Bendigo el instante en que te aconsejé armarte por lo menos con un cuchillo.
Pero Vinicio, con una inquisidora mirada clavada en él, le preguntó:
—¿Qué has hecho hoy?
—¿Cómo? ¿No te lo he dicho, señor? He hecho votos por tu salud.
—¿Nada más?
—Precisamente me preparaba para visitarte cuando este buen hombre ha venido a avisarme que me llamabas.
—Aquí tienes una tablilla: irás a mi casa y se la entregarás a mi liberto. Le escribo que salgo para Benevento. Le dirás también a Demas que me he ido esta misma mañana, llamado por una carta urgente de Petronio.
Repitió con insistencia:
—Me he ido a Benevento. ¿Comprendes?
—Te has ido, señor, yo mismo te he despedido esta mañana en la Puerta Capena; y, desde tu partida, se ha apoderado de mí una tristeza tan grande, que si no la aplacas moriré a fuerza de suspirar como hacía la infortunada esposa de Zeto tras la muerte de Itilo.
Aunque enfermo y acostumbrado a los ardides del griego, Vinicio no pudo reprimir una sonrisa. Satisfecho de que Quilón le hubiera comprendido enseguida, le dijo:
—Bien, voy a añadir unas líneas; gracias a ellas enjugarás tus lágrimas. Dame la lámpara.
Absolutamente tranquilo, Quilón se acercó al atrio y cogió una de las lámparas encendidas.
Pero, en aquel momento, el capuchón que le cubría la cabeza se deslizó y la luz le dio de lleno en la cara. Glauco saltó de su banco y se irguió ante él.
—¿No me reconoces, Cefas? —exclamó.
En su voz había algo tan terrible que todos los asistentes se estremecieron.
Quilón levantó la lámpara, pero la soltó inmediatamente. Y, encogido, se puso a gemir.
—No soy yo… No soy yo. ¡Piedad!
Glauco se volvió hacia los asistentes que estaban a la mesa y dijo:
—Éste es el hombre que me vendió, el que causó mi pérdida y la de mi familia.
Todos los cristianos sabían su historia, como Vinicio; pero éste no conocía al viejo, porque no había oído pronunciar su nombre durante la operación, debido a los desfallecimientos y al dolor que le causaba el vendaje de su fractura.
Aquellos breves instantes y la acusación de Glauco fueron para Urso como un rayo en las tinieblas: reconoció a Quilón. De un salto se plantó a su lado, le cogió por los brazos, que le puso a la espalda, y exclamó:
—Éste es el que me indujo a matar a Glauco.
—¡Piedad! —gemía Quilón—. Te devolveré… señor —aullaba volviéndose hacia Vinicio—, sálvame. ¡He confiado en ti, intercede por mí!… Entregaré tu carta… ¡señor, señor!
Pero Vinicio permanecía indiferente a lo que pasaba, primero porque sabía a qué atenerse sobre las fechorías del griego, luego porque su corazón era inaccesible a la piedad. Y dijo:
—Enterradlo en el jardín. Otro llevará mi carta.
Para Quilón estas palabras eran como una sentencia de muerte. Bajo el terrible abrazo de Urso sus huesos empezaban a crujir, sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—¡En nombre de vuestro Dios, piedad! —exclamaba—. ¡Soy cristiano!… Soy cristiano, y, si lo dudáis, bautizadme una vez más, dos veces, diez veces. Glauco, es un error. ¡Dejadme hablar! ¡Hacedme esclavo!… ¡No me matéis! ¡Piedad!
Y su voz, estrangulada por el dolor, se hacía cada vez más débil cuando de pronto, al otro lado de la mesa, el apóstol Pedro se levantó. Durante unos instantes, meneó su blanca cabeza, la bajó sobre el pecho y cerró los ojos. Por fin, alzó los párpados y dijo en medio del silencio:
—El Salvador nos ha dicho: «Si tu hermano peca contra ti, repróchaselo; pero si se arrepiente, perdónale. Y si ha pecado siete veces contra ti en un día, y si se ha vuelto otras siete hacia ti diciendo: “Me arrepiento”, perdónale».
Se hizo un silencio todavía mayor.
Glauco escondió durante cierto tiempo la cara entre las manos; por fin dijo:
—Cefas, que Dios te perdone los males que me has hecho, como yo te los perdono en nombre de Cristo.
Y Urso, soltando los brazos del griego, añadió:
—¡Que el Salvador te perdone como yo te perdono!
Quilón se había derrumbado. Apoyado sobre las manos, volvía la cabeza como un animal cogido en la red y miraba, enloquecido, de dónde le vendría la muerte. Todavía no podía creer ni a sus ojos ni a sus oídos y no podía esperar que lo perdonasen.
Poco a poco se recuperó; todavía sus labios exangües temblaban de terror. El apóstol le dijo:
—¡Vete en paz!
Quilón se levantó, pero sin poder hablar. Instintivamente se acercó al lecho de Vinicio, como para implorar la protección del tribuno; no había tenido tiempo para reflexionar que éste le había condenado, aunque en cierto modo hubiera sido su cómplice y se hubiera servido de él, mientras que aquellos contra los que había obrado le perdonaban. En ese momento su mirada no expresaba más que asombro y desconfianza. Comprendiendo por fin que le habían perdonado, tenía prisa por salir sano y salvo de las manos de aquellas gentes incomprensibles, cuya bondad le asustaba casi tanto como su crueldad le habría aterrorizado. Tenía miedo a los imprevistos acontecimientos que podrían surgir si se quedaba allí más tiempo.
De pie delante de Vinicio, le dijo con voz entrecortada:
—¡Dame la carta, señor! ¡Dame la carta!
Se apoderó de la tablilla que le tendía Vinicio, saludó a los cristianos, luego al enfermo, y encorvado escapó a lo largo de la pared hacia la puerta, desde donde echó a correr.
Pero en la oscuridad del jardincillo sus cabellos volvieron a erizarse de espanto: estaba seguro de que Urso iba a caer sobre él y matarlo en medio de las tinieblas. De buena gana habría escapado, pero sus piernas se negaban a obedecerle; pronto le fallaron: en efecto, Urso le había alcanzado.
Quilón cayó de bruces contra el suelo y se puso a gemir:
—Urbano… en nombre de Cristo…
Pero Urso le dijo:
—No temas nada. El apóstol me ha ordenado acompañarte hasta la puerta para que no te pierdas en la oscuridad. Si te fallan las fuerzas, te llevaré hasta tu casa.
Quilón alzó la cabeza.
—¿Qué dices? ¿Cómo?… ¿No quieres matarme?
—No, no te mataré, y si te he sacudido con demasiada fuerza, si te he lastimado los huesos, perdóname.
—Ayúdame a levantarme —dijo el griego—. No me matarás, ¿verdad? Llévame hasta la calle, después me iré solo.
Urso lo levantó como una pluma, y luego lo guió por un sombrío corredor hasta el primer patio y al vestíbulo que daba a la calle. En el corredor, Quilón se repetía: «Todo ha terminado para mí», y no se tranquilizó hasta que estuvo fuera. Entonces dijo:
—Ahora iré solo.
—¡La paz sea contigo!
—¡Y contigo! ¡Y contigo!… Déjame respirar.
En efecto, cuando se hubo librado de Urso, aspiró el aire a pleno pulmón. Se tanteaba la cintura y las costillas para convencerse de que estaba vivo; luego empezó a mover las piernas.
Pero no lejos de allí se detuvo para preguntarse:
«Pero ¿por qué no me han matado?».
Y a pesar de sus charlas con Euricio sobre la doctrina cristiana, a pesar de su conversación con Urso a orillas del río, a pesar de todo lo que había oído en el Ostriano, no pudo hallar respuesta a esta pregunta.