Quo Vadis?

Capítulo XIX

Capítulo XIX

Apenas había acabado de leer Vinicio la carta cuando Quilón entró en la habitación sin haber sido anunciado: los servidores habían recibido orden de dejarle entrar a cualquier hora del día o de la noche.

—¡Que la divina madre de Eneas, tu magnánima antepasada, señor, te sea tan propicia como lo fue para mí el divino hijo de Maya!

—¿Qué quieres decir?… —preguntó Vinicio levantándose rápidamente de la mesa.

Quilón levantó la cabeza y respondió:

El joven patricio sintió tal emoción que durante un momento no pudo articular palabra.

—¿La has visto?… —terminó preguntando.

—He visto a Urso, señor, y he hablado con él.

—¿Y sabes dónde se esconden?

—No, señor. Cualquier otro hombre habría hecho saber al ligio, por vanidad, que le había reconocido; cualquier otro hubiera intentado hacerle hablar, para saber dónde vive; o bien hubiera recibido un puñetazo que le habría vuelto insensible para siempre a las cosas de este mundo, o hubiera despertado la desconfianza del gigante, y esta misma noche habría buscado otro escondite para la muchacha. Yo no he hecho nada de eso, señor; me basta saber que Urso trabaja junto al Emporio, en casa de un molinero del mismo nombre que tu liberto, Demas; y este descubrimiento me ha bastado, porque cualquiera de tus esclavos de confianza puede seguirle por la mañana y encontrar el escondite. Yo sólo te traigo, señor, la certeza de que, estando aquí Urso, la divina Ligia está también en Roma, y también la nueva de que todo hace presumir que esta noche irá al Ostriano…

—¡Al Ostriano! ¿Dónde está eso? —le interrumpió Vinicio, dispuesto a correr hacia allá en aquel mismo instante.

—Es un antiguo entre la Vía Salaria y la Vía Nomentana. El gran pontífice cristiano del que te he hablado, señor, y al que se esperaba mucho más tarde, ha llegado: esta noche ha de bautizar y predicar en ese cementerio. Esconden su doctrina, y aunque hasta ahora no la ha condenado ningún edicto, tienen que ser prudentes porque el pueblo los odia. Urso me ha dicho que todos, y son muchos, deben reunirse esta noche en el Ostriano, donde cada cual debe oír y contemplar a quien fue el primero de los discípulos de Cristo y al que llaman el Apóstol. Y como las mujeres, lo mismo que los hombres, deben asistir a las ceremonias, Pomponia tal vez sea la única que falte: no tendría justificación ante Aulo, adorador de los antiguos dioses, su ausencia durante la noche; mientras que Ligia, que ahora se encuentra bajo la protección de Urso y de los ancianos de la comunidad, irá a ella con las demás.

Vinicio, que hasta entonces había vivido en medio de la fiebre, en vísperas de ver cumplida su esperanza sintió que sus fuerzas le abandonaban, cual hombre que concluye un penoso viaje. Quilón se dio cuenta y decidió sacar provecho:

—Cierto, señor, que tus gentes vigilan las puertas y que los cristianos deben saberlo. Pero no necesitan puertas. El Tíber tampoco, y aunque el trayecto hasta el Ostriano sea más largo por el río, merecerá la pena dar un largo rodeo para ver al «Gran Apóstol». Además, y no hay ninguna duda, tienen mil medios de franquear la muralla. En el Ostriano, señor, verás a Ligia, y si por casualidad no fuera, Urso iría allí, porque me ha prometido matar a Glauco. Él mismo me ha dicho que iría allí a matarle; ¿oyes, noble tribuno? Y entonces, o le sigues y sabes donde vive Ligia, o tus hombres lo detienen como criminal, y cuando esté entre tus manos le haces confesar dónde la ha escondido. Mi misión está, pues, cumplida. Cualquier otro, señor, pretendería que ha bebido con Urso diez cántaras del mejor vino para sonsacarle su secreto: otro pretendería que ha perdido jugando con él mil sestercios al , o que ha pagado por sus informes dos mil… Sé que tú me darías el doble. Pues bien, por una vez en mi vida…, no, quería decir, como durante toda mi vida…, seré honesto, porque creo, según afirma el magnánimo Petronio, que tu generosidad sobrepasará todos mis gastos y todas mis esperanzas.

Sin embargo, Vinicio, como soldado que era, acostumbrado no sólo a no perder la sangre fría en cualquier eventualidad, sino también a obrar, dominó su debilidad pasajera y dijo:

—Tu esperanza no quedará decepcionada, pero antes vendrás conmigo al Ostriano.

—¿Yo al Ostriano? —exclamó Quilón, que no tenía el menor deseo de ir allí—. Noble tribuno, he prometido indicarte dónde está Ligia, no raptarla… Piensa, señor, en qué sería de mí si ese oso ligio, después de haber hecho picadillo a Glauco, se diera cuenta de que lo ha matado un poco a la ligera. ¿No me miraría (erróneamente, por supuesto) como responsable del crimen que habría cometido? Recuerda, señor, que, cuanto más profundo es un filósofo, más difícil le resulta responder a las preguntas de los ignorantes. Y si me preguntase por qué he acusado al médico Glauco, ¿qué tendría que responderle? Mas si tú sospechas que te engaño, te diría: no me pagues hasta que te haya indicado la casa donde vive Ligia; hoy no me dejes sentir más que una pequeña parcela de tu generosidad, a fin de que no quede yo completamente frustrado en caso de que tú, señor —¡los dioses te libren!—, seas víctima de alguna desgracia. Tu corazón no podrá sufrirlo.

Vinicio sacó de un cofre llamado , colocado sobre un pie de mármol, una bolsa que arrojó a Quilón.

—Eso son —dijo—. Cuando Ligia esté en mi casa recibirás otra igual, pero llena de .

—¡Oh, Júpiter! —exclamó Quilón.

Pero Vinicio frunció el ceño:

—Se te va a dar de comer aquí; luego podrás descansar. Hasta la noche no saldrás, y cuando llegue la noche me acompañarás al Ostriano.

El terror y la duda se pintaron por un momento en el rostro del griego, pero terminó tranquilizándose y diciendo:

—¿Quién puede resistir a tu voluntad, señor? Acepta mis palabras como buen augurio, como las aceptó nuestro ilustre héroe en el templo de Amón. En cuanto a mí, estos —e hizo sonar la bolsa— son la contrapartida de los míos, sin hablar de tu compañía, que es para mí un honor y un gozo.

Impaciente, Vinicio le interrumpió para interrogarle sobre los detalles de su conversación con Urso. Pudo deducir entonces que aquella misma noche descubrirían el refugio de la joven, o que la raptarían de camino, a su regreso del Ostriano. Nada más pensarlo Vinicio se sintió dominado por una alegría loca. Casi seguro ahora de reconquistar a Ligia, su cólera y su despecho contra ella se desvanecieron. Por aquella alearía estaba dispuesto a perdonarle todos sus errores. No veía en ella más que al ser querido y deseado; le parecía que estaba esperándola como si ella volviera de un largo viaje. Tenía ganas de llamar a sus esclavos y ordenarles que pusieran guirnaldas de verdura por toda la casa. En aquel momento amaba incluso a Urso y estaba dispuesto a perdonar todo a todos. Quilón, que a pesar de sus servicios siempre le había inspirado repugnancia, le pareció por primera vez un personaje divertido y poco trivial. Finalmente, la casa le pareció más alegre: sus ojos y su rostro se serenaron. De nuevo sintió irradiar en él la juventud y la alegría de vivir. Sus sufrimientos del pasado no le habían permitido sentir cuánto amaba a Ligia. Sólo ahora que renacía en él la esperanza de raptarla lo comprendía. Su pasión por ella se despertaba como se despierta en primavera la tierra calentada por el sol, pero ahora era menos ciega, menos salvaje, más jovial y más tierna. Se sentía lleno de energía y estaba seguro de que, en el momento en que viera a Ligia con sus propios ojos, todos los cristianos del universo entero, e incluso el César, no podrían quitársela.

Animado por aquel buen humor, el propio Quilón tomó la palabra y empezó a darle consejos: en su opinión, la partida aún no estaba ganada. Había que obrar con prudencia so pena de comprometer todo. Suplicaba a Vinicio no raptar a Ligia en el Ostriano mismo. Irían allí con manto, con el capuchón sobre la cabeza, y se limitarían a observar, desde algún rincón oscuro, a todos los asistentes. Cuando por fin descubrieran a Ligia, lo mejor sería seguirla a distancia, observar la casa en que entrase y, al día siguiente, al alba, rodear la morada y llevársela a plena luz. En su calidad de rehén, y como, a decir verdad, pertenecía al César, todo aquello podría hacerse sin miedo a violar las leyes. En el caso de que no la encontraran en el Ostriano, seguirían a Urso y el resultado sería el mismo. No podían ir al cementerio en gran número, so pena de atraer la atención de los cristianos, que apagarían todas las luces, como habían hecho durante el primer rapto, se dispersarían y se ocultarían en refugios que sólo ellos conocían. Pero no sería malo armarse, o, mejor aún, hacerse acompañar de dos hombres vigorosos y fieles, que les prestarían ayuda en caso necesario.

Vinicio reconocía la razón de estas observaciones; recordando también los consejos de Petronio, ordenó a sus esclavos que fueran a buscar a Crotón. Quilón, que conocía a todo el mundo en Roma, se tranquilizó plenamente cuanto oyó el nombre del famoso atleta cuya fuerza había admirado muchas veces en el circo. La ayuda de Crotón le facilitaría singularmente la conquista de la bolsa provista de .

Se hallaba, pues, en estas felices disposiciones cuando el intendente del lo llamó para que se sentara a la mesa; y, sin perder bocado, contó a los esclavos cómo procuraba a su amo un ungüento maravilloso: bastaba con ungir los cascos de los peores caballos para que sacaran gran ventaja a todos los demás. Esta receta se la había dado un cristiano, porque los cristianos de edad son más expertos en sortilegios y milagros que los tesalios mismos, aunque Tesalia sea célebre por sus brujas. Los cristianos tienen en él una confianza ciega; ¿de dónde les viene esta confianza? Es fácil adivinarlo a quien conozca el significado del pez. Y mientras hablaba, escrutaba con atención las fisonomías de los esclavos, con la esperanza de encontrar entre ellos algún cristiano para denunciarlo ante Vinicio. Frustrado en su esperanza se puso a comer y a beber copiosamente, prodigando alabanzas al cocinero y asegurando que trataría de comprárselo a Vinicio. No obstante, un único pensamiento estorbaba su alegría: aquella noche tendría que ir al Ostriano; pero se tranquilizaba pensando que iría disfrazado, en medio de la oscuridad, y acompañado por dos hombres, uno de los cuales era, por su fuerza, el dios de Roma entera, y el otro un patricio que desempeñaba altas funciones militares.

«Incluso si descubren a Vinicio —pensaba—, no osarán ponerle la mano encima; por lo que a mí se refiere, trabajo les ha de costar verme siquiera la punta de la nariz».

Luego recordó su conversación con el obrero, y ese recuerdo le tranquilizó más todavía. Ya no tenía dudas de que el obrero fuera Urso. Según las palabras de Vinicio y de los esclavos que habían escoltado a Ligia a su salida del palacio del César, conocía la fuerza hercúlea de aquel hombre. No era, pues, extraño que Euricio lo hubiera mentado cuando le había pedido hombres de gran vigor. Además, cuando había hecho alusión a Vinicio y a Ligia, la turbación y la cólera del obrero no le habían dejado duda alguna, probándole que le afectaba de cerca. El obrero había dicho también que se arrepentía de haber matado: por tanto, Urso había matado a Atacino. Por último, las señas correspondían exactamente a lo que había dicho Vinicio. Sólo una duda podía haber: la diferencia de nombres. Pero Quilón ya sabía que en el bautismo los cristianos reciben uno nuevo.

«Si Urso mata a Glauco —se decía Quilón— tanto mejor; y si no lo mata, también será buena señal, porque eso probará que los cristianos no se deciden fácilmente al crimen. He hecho pasar a Glauco por hijo de Judas, dispuesto a entregar a todos los cristianos. He sido tan elocuente que hasta las mismas piedras se hubieran conmovido y prometido caer sobre la cabeza de Glauco; y sin embargo, apenas si he logrado convencer a ese oso ligio para que le ponga la pata encima… Vacilaba, hablaba de su gran tristeza y de su gran arrepentimiento… Evidentemente, el crimen no es uno de sus hábitos. Hay que perdonar las ofensas que uno sufre, y tampoco está permitido vengar las que se hacen a los demás: , no arriesgas demasiado. Quilón. Glauco no se vengará… Si Urso no lo mata por un crimen tan considerable como traicionar a todos los cristianos, menos te matará todavía por un crimen tan mínimo como haber traicionado a uno solo. Además, tan pronto como haya indicado a ese toro salvaje apasionado el nido de la paloma, me lavaré las manos y me iré a Nápoles. También en los cristianos hay no se qué de cierto lavado de manos: sin duda para ellos es el mejor modo de concluir un asunto. Buenas gentes estos cristianos, ¡y se dicen tantas cosas malas de ellos! ¡Oh, dioses! ¡Ésa es la justicia que hay en la tierra! Realmente me agrada esa religión, una religión que no permite matar. Mas, aunque prohíbe el asesinato, es probable en cambio que no autorice el robo, la estafa ni el falso testimonio. Por eso no podría decirse que es fácil de seguir. A buen seguro que enseña no sólo a morir honestamente, como aconsejan los estoicos, sino a vivir también honestamente. Si alguna vez tengo suficiente dinero para comprarme una casa como ésta, con tantos esclavos, tal vez me haga cristiano por el tiempo que me convenga. El rico puede permitirse todo, hasta la virtud… ¡Sí!, es una religión para ricos, y no logro comprender por qué tantos fieles suyos son pobres. ¿Qué ventajas encuentran? ¿Y por qué toleran que la virtud les ate las manos? Un día tendré que meditar en todo esto. Por ahora, ¡alabanza a ti, Hermes, por haberme ayudado a encontrar a ese bruto! Si lo has hecho con la mira puesta en las dos blancas terneras gemelas de cuernos dorados, no te conozco. ¡Avergüénzate, vencedor de Argos! ¡Tú, el dios tan sagaz, no has previsto que te engañaría! En cambio, como sacrificio te ofrezco mi gratitud, y si prefieres los dos animales, tú mismo eres el tercero; en tal caso, deberías ser más pastor que dios. Además, ten cuidado, no vaya a ser que, como filósofo, llegue a demostrar a los hombres que no existes y entonces nadie te ofrendará ya sacrificios. Ya lo ves, con los filósofos mejor es llevarse bien».

Hablando de este modo consigo mismo y con Hermes, Quilón se tumbó en el banco, puso su manto bajo la cabeza y cuando los esclavos terminaron de levantar la mesa, se durmió. No se despertó, o mejor no lo despertaron, sino cuando llegó Crotón. Se dirigió entonces al y contempló con placer el poderoso aspecto del lanista, el ex gladiador, que parecía llenar con su cuerpo todo el . Crotón ya había discutido el precio de la expedición y le decía a Vinicio:

—¡Por Hércules! Has hecho bien, señor, llamándome hoy, porque mañana salgo para Benevento, donde, invitado por el noble Vatinio, debo luchar delante de César con un tal Syfax, el negro más fuerte que África ha producido. Ya puedes imaginarte, señor, los crujidos de su espina dorsal entre mis brazos; además le romperé su mandíbula de ébano con mi puño.

—¡Por Pólux! —replicó Vinicio—. Seguro que le harás pasar un mal trago.

—¡Y harás bien! —aprobó Quilón—. Sí, rómpele además la mandíbula. Es una idea excelente y digna de ti. Estoy dispuesto a apostar a que le destrozas la mandíbula. Pero, mientras, no dejes de frotar tus miembros con aceite, Hércules, y ceñirte con fuerza, porque puedes tener que vértelas con un auténtico Caco. El hombre que protege a la joven deseada por el noble Vinicio está dotado de una fuerza extraordinaria, según parece.

Al hablar así, Quilón no tenía otra intención que estimular el amor propio de Crotón. Vinicio le apoyó:

—Sí, yo no lo he visto, pero dicen que coge un toro por los cuernos y lo lleva donde quiere.

—¡Oh! —exclamó Quilón, que no imaginaba que Urso fuera tan fuerte.

Pero Crotón sonrió con desprecio:

—Me comprometo, noble señor —dijo—, a coger con esta mano a quien tú digas, y con esta otra a defenderme contra siete ligios como él, y por último a traerte la joven aunque todos los cristianos de Roma me persigan como lobos calabreses. Si fallo, que me den los vergajazos en este .

—No lo permitas, señor —exclamó Quilón—; nos lanzarían piedras y entonces ¿de qué nos serviría toda su fuerza? ¿No es mejor apoderarse de la joven cuando haya vuelto a su casa y no exponerla así, lo mismo que a nosotros?

—Así es como yo lo entiendo, Crotón —dijo Vinicio.

—Eres tú el que pagas, tú ordenas. Acuérdate únicamente de que mañana salgo para Benevento.

—Sólo en la ciudad tengo quinientos esclavos —replicó Vinicio.

Luego les hizo seña para que se retiraran un momento y se dirigió a su biblioteca, donde escribió a Petronio:

«Quilón ha encontrado a Ligia. Esta noche, con él y con Crotón, voy al Ostriano, donde la raptaré inmediatamente, o mañana por la mañana en su casa. ¡Que los dioses te colmen de favores! Consérvate bueno, . La alegría no me permite decirte más».

Tras dejar la pluma, se puso a recorrer a zancadas la habitación. Además de la alegría que llenaba su alma, ardía de impaciencia. Se decía que mañana Ligia estaría ya en aquella casa, y se preguntaba cómo la trataría, dándose cuenta al mismo tiempo de que si ella quería amarle, él sería su esclavo. Recordó lo que Acte le había dicho del amor de la joven y se enterneció hasta lo más profundo de su corazón. Ahora se trataba simplemente de triunfar de cierto pudor virginal, de ciertos votos que sin duda exigía la doctrina cristiana. Si así fuese, desde el momento en que Ligia estuviera en su casa, cedería a la persuasión o a la fuerza y debería decirse: «¡Ya está consumado!». Y entonces se volvería sumisa y amante.

La aparición de Quilón interrumpió el curso de aquellos risueños pensamientos.

—Señor —dijo el griego—, se me acaba de ocurrir una idea. Tal vez los cristianos tengan alguna consigna, algunas indispensables para penetrar en el Ostriano. Sé que eso ocurre en las casas de rezo y Euricio me dio en cierta ocasión una de ese tipo; permíteme, pues, señor, ir a buscarla, a preguntar por los menores detalles y a conseguir esos signos para el caso de que sean necesarios.

—Está bien, noble sabio —respondió irónicamente Vinicio—: hablas como hombre previsor y mereces felicitaciones. Vete, pues, a casa de Euricio o donde gustes, pero, para mayor seguridad, deja sobre esta mesa la bolsa que te he dado.

Quilón, a quien no agradaba la idea de separarse de su dinero, se sintió a disgusto, pero obedeció y salió. De las Carenas al circo, donde se hallaba el tenderete de Euricio, no había mucho, y estuvo de vuelta antes de la noche.

—Señor, te traigo las insignias —dijo—. Si no, no habríamos podido pasar. Me he informado exactamente por boca de Euricio del camino a seguir y al mismo tiempo le he dicho que necesitaba insignias para los amigos, ya que yo mismo no iría, porque el trayecto es demasiado largo para un viejo como yo y porque mañana vería al gran apóstol, que me repetirá los mejores pasajes de su sermón.

—¡Cómo! ¿No vendrás? Tienes que venir —dijo Vinicio.

—Lo sé, pero iré disfrazado, cosa que también os aconsejo a todos, para que así no vuelen los pájaros.

Hicieron los preparativos porque la noche se acercaba. Se envolvieron en unos mantos galos con capucha y cogieron linternas; Vinicio se armó incluso, y armó a sus compañeros con puñales cortos, de hojas corvas; Quilón se puso una peluca que se había comprado al volver del tenderete de Euricio. Y apresurando el paso, salieron a fin de llegar a la Puerta Nomentana antes de que la cerraran.

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