Capítulo XXXIV
Capítulo XXXIV
Paseando por el jardín, Vinicio le contaba a Ligia, rápidamente, con palabras que salían del fondo de su corazón, lo que hacía un momento había confesado a los apóstoles: la turbación de su alma, las transformaciones que se habían operado en él, y, por último, aquella profunda tristeza que había ensombrecido su vida desde que había dejado la morada de Myriam. Confesó que había intentado, aunque en vano, olvidarla. Le recordó la crucecita, hecha de ramitas de boj, que ella le había dejado y que él había puesto en su , y que, involuntariamente, veneraba como cosa divina. Se entristecía más cada día a medida que su amor se volvía profundo, aquel amor que ya en casa de Aulo se había apoderado completamente de él. Las Parcas tejen el hilo de la pena y la tristeza. Sus acciones habían sido malas, pero las había dictado el amor. La había amado en casa de los Aulo y en el Palatino; la había amado al verla en el Ostriano escuchando las palabras de Pedro; y también cuando había acudido con Crotón para raptarla, y cuando ella velaba junto a su lecho, y cuando ella le había abandonado. Habiendo descubierto su refugio, Quilón fue a su casa para aconsejarle raptarla; pero había castigado al griego, prefiriendo pedir a los apóstoles la palabra de la verdad, y a ella como prometida… ¡Bendito el instante en que se le ocurrió esa idea, pues ahora estaba a su lado y ella ya no escaparía como había escapado de la casa de Myriam!
—No escapaba de ti —declaró Ligia.
—¿Y de quién entonces?
Alzando hacia él sus ojos de pálido iris, inclinando su rostro confuso, ella murmuró:
—Tú lo sabes…
Embargado por el exceso de su felicidad, Vinicio guardó un instante de silencio. Luego se puso a contarle cómo se habían abierto poco a poco sus ojos, cómo la había reconocido diferente a todas las mujeres de Roma y que no se parecía tal vez más que a Pomponia. Además, no lograba explicarle con nitidez sus sentimientos, de los que él mismo no se daba cuenta perfectamente. Había descubierto en ella una belleza particular y hasta entonces desconocida, no sólo una estatua, sino también un alma. La colmó de alegría diciéndole que la había amado más todavía cuando había escapado, y que en el hogar doméstico sería una santa para él.
Luego le cogió las manos sin poder decir más, mirándola embriagado, como si hubiera recuperado su felicidad, y repitiendo su nombre para convencerse de que la había encontrado, que estaba realmente a su lado.
—¡Oh, Ligia! ¡Ligia!…
Por último le preguntó qué pasaba en su alma, y ella confesó que ya le amaba en casa de los Aulo y que si del Palatino la hubiera llevado junto a Pomponia les habría confesado su amor y habría tratado de aplacar su cólera contra él.
—Te juro —dijo Vinicio— que no tuve siquiera la idea de raptarte de casa de los Aulo. Petronio te lo contará algún día: yo le había dicho que te amaba y que deseaba desposarte. Le había dicho: «Que ella unte mi puerta con grasa de lobo y que ocupe un sitio en mi hogar», pero él se burló de mí y sugirió al César la idea de reclamarte como rehén para ponerte en mis manos. ¡Cuántas veces le he maldecido en mis accesos de pena! Pero tal vez la buena suerte lo haya dispuesto así: no habría conocido a los cristianos y no te habría comprendido…
—Créeme, Marco —respondió Ligia—, ha sido Cristo, que ha querido encaminarte hacia Él.
Vinicio, sorprendido, levantó la cabeza.
—Es cierto —dijo con vivacidad—. ¡Es tan extraño todo lo que ha pasado! Buscándote, he aprendido a conocer a los cristianos… En el Ostriano escuché asombrado al apóstol, porque hasta entonces nunca había oído palabras semejantes. Entonces tú rezabas por mí.
—Sí —respondió Ligia.
Pasaron junto a una glorieta tapizada de hiedra espesa y se acercaron al lugar en que Urso, después de haber estrangulado a Crotón, se había arrojado sobre Vinicio.
—De no ser por ti, aquí habría muerto yo —dijo el joven.
—No me lo recuerdes —protestó Ligia— ni guardes rencor a Urso.
—¿Podría vengarme de él por haberte defendido? Si fuera un esclavo, le daría la libertad ahora mismo.
—Si fuera un esclavo, hace tiempo que los Aulo le habrían dado la libertad.
—¿Recuerdas que yo quería devolverte a los Aulo? Pero tú me respondiste que el César podría enterarse y vengarse en ellos. Pues bien, ahora los verás siempre que quieras.
—¿Por qué, Marco?
—Digo «ahora», pero pienso en el futuro, cuando seas mía. Cuando entonces el César me pregunte qué he hecho de la rehén que me confió, le responderé: «Me he desposado con ella y ve a los Aulo con mi consentimiento». No se quedará mucho tiempo en Ancio, porque pretende ir a Acaya, y entonces nada me obligará a verle cada día. Cuando Pablo de Tarso me haya enseñado vuestra verdad, me bautizaré y volveré a Roma; volveré a ganarme la amistad de los Aulo, que precisamente deben estar a punto de regresar a la ciudad, y no habrá más obstáculos. Entonces iré a por ti y te instalaré en mi hogar. O
Y tendió los brazos como si tomase al cielo por testigo mientras Ligia alzaba hacia él sus ojos resplandecientes y respondía:
—Y entonces yo te diré: «Allí donde tú estés, Gayo, allí estaré yo, Gaya».
—¡No, Ligia —exclamó Vinicio—, te juro que jamás mujer alguna ha sido honrada en la casa de su marido como tú lo serás en la mía!
Caminaron en silencio, ebrios de una dicha sin límites; eran semejantes a dioses y tan hermosos que se hubiera dicho que la primavera los había dado a luz al mismo tiempo que a las flores.
Se detuvieron bajo un ciprés, a la entrada de la casucha. Ligia se recostó en el tronco mientras Vinicio le suplicaba de nuevo con voz temblorosa:
—Ordena a Urso que vaya a buscar a casa de los Aulo tus cosas y tus juguetes y que los traslade a mi casa.
Ella, ruborizándose como una rosa o como la aurora, respondió:
—Las costumbres ordenan otra cosa…
—Lo sé, es la la que los lleva detrás de la prometida, pero esto es para mí. Me los llevaré a mi villa de Ancio y me hablarán de ti.
Con las manos juntas repetía como un niño que desea algo:
—Pomponia volverá uno de estos días. Haz eso por mí, divina, hazlo, .
—Que Pomponia obre como guste —respondió Ligia, ruborizándose más todavía al pensar en la .
De nuevo callaron, porque el amor alteraba la respiración de sus pechos. Ligia estaba pegada al ciprés; su blanco rostro se destacaba en la sombra como una flor; sus ojos estaban bajos y su pecho se alzaba con más frecuencia, mientras Vinicio palidecía con los rasgos alterados. En el silencio del mediodía oyeron latir sus corazones y, en su común ebriedad, aquel ciprés, los matojos de mirto y la hiedra de la glorieta habían tomado para ellos el aspecto de un jardín de amor.
Myriam apareció en la puerta y les invitó a tomar parte en la comida. Se sentaron entre los apóstoles, que los contemplaban encantados, viendo ante sí a la nueva generación que, una vez muertos ellos, continuarían sembrando la semilla de la buena doctrina.
Pedro partió el pan y lo bendijo; en todos los rostros se pintaba la quietud: una felicidad indecible llenaba la habitación.
—Mira por ti mismo si somos los enemigos de la vida y de la alegría —dijo por fin Pablo volviéndose a Vinicio.
Vinicio respondió:
—Nunca me he sentido tan feliz como entre vosotros.