Quo Vadis?

Capítulo XI

Capítulo XI

Aquella noche Vinicio no se acostó. Después de la partida de Petronio, los gemidos de los esclavos azotados no aplacaron su pena ni su furia; se puso al frente de otro grupo de esclavos y se lanzó a la búsqueda de Ligia hasta bien entrada la noche. Exploró el barrio Esquilino, Suburra, el y todas las callejas vecinas. Luego, tras dar la vuelta por el Capitolio, cruzó el puente de Fabricio, recorrió la isla, penetró desde allí en el Transtíber y lo inspeccionó por entero. Era una persecución sin orden alguno, y ni él mismo esperaba encontrar a Ligia. No la buscaba, en suma, más que para llenar el vacío de aquella horrible noche. No volvió a casa hasta el alba, cuando ya aparecían los carruajes y las mulas de los verduleros y los panaderos abrían sus tiendas. Hizo llevarse el cadáver de Gulón, al que nadie se atrevía a tocar, y ordenó que todos los esclavos que se habían dejado arrebatar a Ligia fueran enviados a las ergástulas de campo, castigo tan terrible como la muerte; finalmente, se dejó caer sobre una banqueta del y se puso a reflexionar confusamente en los medios de encontrar a Ligia y apoderarse de ella.

No volver a ver a Ligia, renunciar a ella le parecía algo imposible; ante la sola idea se encolerizaba. La naturaleza voluntariosa del joven tribuno chocaba por primera vez con otra voluntad inflexible, y no podía admitir que nadie se opusiera a sus deseos. Hubiera preferido ver la pérdida del universo entero, a Roma en ruinas, antes que no conseguir sus fines. La copa de voluptuosidad le había sido arrebatada en el momento mismo en que iba a depositar sus labios en ella; le parecía que lo ocurrido era extraordinario y exigía venganza por todas las leyes divinas y humanas.

Pero lo que más le sublevaba contra el destino es que nunca había deseado nada con tanta pasión como poseer a Ligia. Se sentía incapaz de vivir sin ella. No lograba figurarse qué haría al día siguiente, cómo viviría luego. A veces sentía contra la joven una rabia cercana a la locura. Habría querido tenerla, aunque sólo fuera para golpearla, arrastrarla por el pelo hasta el y maltratarla. Pero de nuevo su corazón se llenó de la nostalgia de su voz, de su cuerpo, de sus ojos. ¡Con qué alegría se prosternaría a sus rodillas! La llamaba, se mordía las uñas, se daba de puños en la cabeza. Intentaba, aunque en vano, forzar su voluntad a reflexionar con calma en el modo de recuperarla. A su mente acudían a millares esos medios, a cuál más insensato. Por fin se le ocurrió que la joven sólo había podido ser recuperada por Aulo, y que, en cualquier caso, éste debía saber dónde se escondía.

Se levantó de un salto para correr a casa de los Aulo. Si no se la devolvían, si no hacían caso de sus amenazas, iría ante el César a acusar al viejo jefe de desobediencia y conseguiría una sentencia de muerte contra él. Pero antes le arrancaría la confesión del refugio de Ligia. E incluso aunque se la devolvieran voluntariamente, se vengaría de ellos. ¡Le habían acogido y cuidado en su casa, pero eso ya no importaba! Una ofensa como aquella le libraba de toda gratitud. Y su alma vengativa y feroz se deleitaba pensando cuál sería la desesperación de Pomponia Grecina cuando el centurión llevase al viejo Aulo la sentencia de muerte. Estaba casi seguro de conseguir aquella sentencia de muerte con ayuda de Petronio. Además, el César no negaba nada a sus amigos augustanos, sobre todo cuando su petición no contrariaba sus propias intenciones.

De pronto, una sospecha terrible detuvo los latidos de su corazón.

«¿Y si fuera el propio César quien ha raptado a Ligia?».

Nadie ignoraba que a menudo el César buscaba en sus ataques nocturnos un entretenimiento a su hastío. El mismo Petronio participaba en aquellas escapadas. El objetivo principal era capturar algunas hermosas muchachas a las que se hacía saltar y volver a saltar sobre una capa de soldado hasta que desfallecían. Nerón denominaba a veces a estas expediciones «la pesca de perlas», porque a veces en el fondo de unos barrios populosos y pobres se pescaba una auténtica perla de gracia y juventud. Entonces aquel manteo, o , sobre una capa de soldado, concluía con un rapto efectivo, y la perla era enviada al Palatino, o a una de las innumerables villas del César, a menos que Nerón la cediese a uno de sus compañeros. A Ligia le había podido ocurrir una aventura así. El César la había mirado en el festín, y Vinicio no dudaba ni por un instante que le hubiera parecido la más hermosa de todas las mujeres que había visto. Cierto que Nerón la había tenido en el Palatino, donde habría podido quedarse con ella abiertamente. Pero, como decía Petronio, el César era cobarde en sus fechorías. Teniendo el poder de obrar a su antojo, siempre prefería las maquinaciones secretas. En el presente caso había podido recurrir a ellas para no traicionarse ante Popea.

Vinicio pensó entonces que había pocas probabilidades de que los Aulo se hubieran atrevido a recuperar por la fuerza una joven que le había dado el César. Pero entonces, ¿quién se había atrevido? ¿No sería el gigantesco ligio de ojos azules que había tenido la audacia de penetrar en el y sacar a Ligia en sus brazos fuera del festín? Pero ¿dónde habría podido esconderse con ella, a dónde habría podido llevarla? No. Un esclavo es incapaz de algo así. Por tanto, Ligia no podía haber sido raptada sino por el César.

Ante semejante pensamiento, los ojos de Vinicio se ensombrecieron y unas gotas de sudor perlaron su frente. Si fuera así, Ligia estaba perdida para siempre. Podía arrancarla de cualquier mano, menos de ésas. Ahora no le quedaba más que exclamar con más razón todavía: Su mente imaginaba ya a Ligia en brazos de Nerón. Y por vez primera comprendió que ciertos pensamientos resultan imposibles de soportar. Ahora sabía cuánto la amaba. Como un hombre que se ahoga y en un instante vuelve a ver todo su pasado, Vinicio rememoraba el rostro de Ligia. Volvía a verla, volvía a oír cada una de sus palabras: junto a la fuente, en la casa de Aulo, en el festín. La sentía a su lado, sentía el perfume de su cabello, la tibieza de su cuerpo, la voluptuosidad de los besos con que, en aquel festín, había magullado sus labios inocentes. Le parecía cien veces más hermosa, más deseable, más querida, cien veces más que nunca la única, la elegida entre todos los mortales y todas las divinidades. Y nada más pensar que tal vez Nerón había poseído a la que era alma de su alma, sangre de su sangre, fuente de su vida, un dolor físico lo atenazó, tan atroz que hubiera querido darse con la cabeza, hasta partirla, en las paredes del . Sentía que podía volverse loco, y que se volvería loco si la venganza no le salvaba. Y lo mismo que hacía un momento le había parecido que no podría vivir sin haber recuperado a Ligia, así veía ahora que le sería imposible morir sin haberla vengado. Sólo esa idea de venganza le aliviaba un poco: «¡Seré tu Casio Quérea!», repetía como una amenaza mental a Nerón. Y de los jarrones de flores que rodeaban el , cogió un poco de tierra que estrujó en su mano, e hizo al Erebo, a Hécate y a los lares familiares el terrible juramento de dar satisfacción a su venganza.

Entonces sintió una especie de alivio. Por lo menos ahora tenía una razón para vivir y ocupar sus días y sus noches. Abandonando, pues, su proyecto de ir a casa de Aulo, se hizo llevar al Palatino. Durante el camino pensó que si le impedían ver al César, o si le registraban para asegurarse de que no llevaba armas encima, sería prueba de que Nerón se había quedado con Ligia. No iba armado. Además, había perdido toda conciencia de sus actos y —como suele ocurrir a quienes son acosados por una idea fija— nada quedaba en él del deseo de venganza. Temía que un exceso de precipitación le impidiese satisfacerla. Además, y por encima de todo, quería ver a Acte, convencido de que por ella conocería toda la verdad. También a veces imaginaba que tal vez lograra ver a Ligia, y este pensamiento le hacía estremecerse. Podía ser que Nerón la hubiera raptado sin saber de quién se apoderaba y que aquel mismo día la devolviese. Pero al punto comprendía toda la inverosimilitud de esta suposición. Si le hubieran querido devolver a Ligia, ya lo habrían hecho la noche anterior. Sólo Acte podía informarle y era por ella por quien tenía que preguntar.

Tomada esta decisión, ordenó a los porteadores que se dieran prisa. Los pensamientos seguían dando vueltas en su cabeza. Unas veces pensaba en Ligia, otras en sus proyectos de venganza. Había oído decir que los pontífices de Ptah, la diosa egipcia, sabían provocar enfermedades: los consultaría. Le habían dicho en Oriente que gracias a fórmulas mágicas los judíos podían cubrir de úlceras el cuerpo de sus enemigos: poseía una docena de esclavos judíos; tan pronto como regresara a casa, les haría azotar hasta que confesaran su secreto. Al mismo tiempo se deleitaba pensando con un placer especial en la espada corta romana, que hace correr la sangre a borbotones, como por ejemplo había brotado la de Gayo Calígula que había dejado señales indelebles en las columnas del pórtico. Estaba dispuesto a inundar de sangre toda Roma; y si algunos dioses vengativos le ofreciesen aniquilar a toda la humanidad, salvo a él y a Ligia, lo aceptaría.

Ante el arco del pórtico concentró toda su atención y, al ver a la guardia pretoriana, se dijo que si le oponían la menor dificultad, sería la prueba de que Ligia estaba confinada en palacio por voluntad del César. Pero el jefe de los centuriones salió a su encuentro con una sonrisa amistosa:

—¡Salud, noble tribuno! Si deseas presentar tus respetos al César, el momento es malo; no sé siquiera si podrás verle.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Vinicio.

—La Divina Augustita se puso repentinamente enferma. El César y Augusta Popea están con ella, con los médicos que se han encontrado en todos los rincones de la ciudad.

El acontecimiento era importante. El César había acogido el nacimiento de aquella niña . Antes del parto, el Senado había encomendado solemnemente el seno de Popea a la protección de los dioses. La ceremonia de purificación después del parto se había celebrado en Ancio: habían dado espléndidos juegos y erigido un templo a las dos Fortunas. Nerón, que nunca supo ser moderado, amaba a aquella niña sin medida. Y también Popea la amaba mucho, porque había consolidado su situación y vuelto inquebrantable su influencia.

De la salud y la vida de la pequeña Augusta podía depender el destino del imperio. Pero la preocupación de Vinicio por su amor era tan exclusiva que no prestó ninguna atención a la respuesta del centurión.

—Simplemente quiero ver a Acte —dijo.

Y entró.

Acte también estaba con la niña, y hubo de esperarla. Ella no regresó hasta mediodía, con una cara cansada y pálida que se volvió más blanca aún cuando vio a Vinicio.

—Acte —exclamó éste cogiéndola por las dos manos y arrastrándola al centro del —, ¿dónde está Ligia?

—Iba a preguntártelo yo —respondió ella mirándole a los ojos con un reproche.

Aunque Vinicio se hubiera prometido hacer las preguntas con calma, se cogió la cabeza con las manos y, con el rostro contraído por la pena y la cólera, empezó a repetir:

—Ha desaparecido. ¡Me la raptaron en el camino!

Luego volvió a sentarse, acercó a Acte su cara y gruñó con los dientes apretados:

—Acte… si aprecias la vida, si no quieres causar unas desgracias cuya extensión no podrías imaginar siquiera, dime la verdad: ¿ha sido el César quien la ha raptado?

—El César no salió ayer del palacio.

—Por la sombra de tu madre, por todos los dioses, ¿no la esconden en palacio?

—Por la sombra de mi madre, no está aquí, Marco, y no ha sido el César quien te la ha quitado. Desde ayer la pequeña Augusta está enferma y Nerón no ha dejado la cabecera de su cuna.

Vinicio respiró. Su temor más horrible cesaba de amenazarle.

—Han sido los Aulo —dijo sentándose en un banco y cerrando los puños—. ¡Lo pagarán!

—Aulo Plaucio vino esta mañana. No pudo verme, porque estaba junto a la niña; pero preguntó por Ligia a Epafrodita y otros criados del César, y a través de ellos me ha dejado recado de que volvería a verme.

—Lo ha hecho para alejar las sospechas. Si hubiera ignorado lo que ha ocurrido, habría ido a buscarla a mi casa.

—Me dejó unas letras en una tablilla. Leyéndolas podrás convencerte de que Aulo, sabiendo que Ligia le ha sido arrebatada por el deseo de Petronio y el tuyo, pensaba que la habían enviado a tu casa; ha ido a verte esta mañana y en tu casa fue informado de lo ocurrido.

Acte pasó al y volvió con la tablilla dejada por Aulo.

Vinicio la leyó y permaneció en silencio. En su rostro alterado Acte parecía adivinar sus sombríos pensamientos.

—No, Marco —dijo ella—. Esto ha pasado por propia voluntad de Ligia.

—¡Tú sabías que ella quería huir! —exclamó Vinicio.

Ella le miró casi con severidad, con unos ojos soñadores.

—Yo sabía que ella nunca consentiría en ser tu concubina.

—¿Y qué has sido tú toda tu vida?

—Yo era esclava.

Pero Vinicio seguía expresando su furia: el César le había dado a Ligia, no tenía, pues, que preocuparse si antes había sido esclava o no; la descubriría, aunque estuviera escondida bajo tierra y haría de ella lo que se le antojara. La convertiría en su concubina. La haría azotar cuanto le placiera. Cuando se hartase de ella, se la daría al último de sus esclavos, o bien la unciría a un molino en una de sus posesiones de África. Ahora iría en su busca, pero sólo para castigarla, aplastarla, domarla.

Cada vez más excitado, había perdido la mesura hasta el punto de que Acte se daba cuenta de la exageración de sus amenazas. Era incapaz de ponerlas en práctica y sólo hablaba bajo el arrebato de la cólera y la desesperación. Acte misma se habría apiadado de su dolor si tales arrebatos no hubieran cansado su paciencia; por último le preguntó qué quería de ella.

Al principio Vinicio no supo responder. Había ido allí porque ése era su deseo, y porque creía que conseguiría alguna información; pero realmente se dirigía a ver al César y como no había podido verlo había encaminado sus pasos hacia Acte. Huyendo, Ligia se había rebelado contra la voluntad del César. Suplicaría a Nerón que la buscasen por toda la ciudad, por todo el imperio, aunque hubiera de emplear en la tarea todas las legiones y tuviera que registrar todas las casas una a una. Petronio apoyaría su petición y la búsqueda empezaría aquel mismo día.

Acte le respondió:

—Ten cuidado, no vaya a ser que el día en que el César la encuentre, la pierdas para siempre.

Vinicio frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Escucha, Marco. Ayer, en los jardines del palacio, Ligia y yo nos encontramos con Popea y con la pequeña Augusta llevada por la negra Lilith. Por la noche la niña se puso mala, y Lilith dice que la extranjera le lanzó un hechizo. Si la niña recobra la salud, se olvidará todo; pero si no, Popea será la primera en acusar a Ligia de brujería, y si la encuentran no tendrá salvación.

Tras un silencio, Vinicio dio su parecer:

—Es posible que haya hechizado a la niña… También me ha hechizado a mí.

—Lilith asegura que nada más pasar a nuestro lado, la niña se echó a llorar. ¡Es verdad! Yo la oí llorar. Sin duda estaba mala antes. Busca pues a Ligia, Marco. Pero no le hables al César de ella mientras la niña no esté curada; sería provocar la venganza de Popea. Sus ojos ya han derramado demasiadas lágrimas por tu culpa; y que todos los dioses protejan su infortunada cabeza.

—¿La quieres, Acte? —preguntó Vinicio con voz sombría.

De los ojos de la liberta brotaron las lágrimas.

—Sí, he aprendido a quererla.

—Porque no te ha pagado con odio el amor, como ha hecho conmigo.

Acte lo miró, dudando, o bien queriendo asegurarse de su sinceridad; luego le dijo:

—¡Hombre arrebatado y ciego, ella te amaba!

Vinicio dio un salto, como si aquellas palabras le hubieran vuelto loco.

—¡No es cierto!

Ella le odiaba. ¿Cómo lo sabía Acte? ¿Ligia se lo había confesado desde el primer día de intimidad? ¿Y qué era aquel amor que prefería la vida errante, la incertidumbre del futuro, tal vez incluso una muerte miserable, a una casa engalanada con verdura, donde la esperaba el enamorado? Que no le dijeran esas cosas, porque se volvería loco. No hubiera dado aquella joven por todos los tesoros del Palatino, y ella se había escapado. ¿Qué amor era aquel que tenía miedo de la voluptuosidad y sed del sufrimiento? ¿Quién podía comprender aquello? ¿Quién podía explicarlo? Si no se veía sostenido por la esperanza de encontrarla, se arrojaría sobre su espada. El amor se da y no se recupera. En casa de los Aulo, en ciertos momentos había podido creer en una felicidad cercana. Pero ahora estaba convencido de que ya entonces ella le odiaba como le odiaba hoy, y como moriría, con odio en el corazón.

Aunque tímida y dulce habitualmente, Acte se enfureció.

Que pensara sólo en la forma en que él había tratado de conquistarla. En vez de inclinarse ante Pomponia y Aulo y pedírsela, se la había arrebatado por sorpresa a sus padres. Había querido hacer de ella no su mujer, sino su concubina, de ella, hija adoptiva de una familia honorable, de ella, hija de rey. Había llevado a Ligia a aquella casa del crimen e infamia; había herido sus inocentes ojos con el espectáculo de la orgía, la había tratado como a una mujer de placer. ¿Había olvidado acaso quiénes eran los Aulo? ¿Quién era Pomponia Grecina, la madre adoptiva de Ligia? ¿Tenía tan poca cabeza como para no comprender la diferencia que había entre aquellas mujeres y Nigidia, Calvia Crispinila, Popea y todas las demás que se encontraban en la corte del César? ¿Desde que había visto a Ligia no había comprendido que aquel alma pura preferiría la muerte al deshonor? ¿Sabía él qué dioses adoraba la joven, y si sus dioses no eran mejores y más grandes que aquella Venus infame, o aquella Isis venerada por la impudicia de los romanos? No: no había recibido de Ligia ninguna confesión, sino que la esperaba de él, Vinicio. Esperaba que, a ruegos suyos, el César la dejaría volver a casa y ella iría al encuentro de Pomponia. Y así, cuando hablase de él, se turbaría como una joven que ama y confía. El corazón de Ligia había palpitado por él, pero él la había indignado, la había asustado, la había ofendido. Ahora él podía buscarla con la ayuda de los soldados del César; pero no debía olvidar que si la hija de Nerón moría, ella sería acusada de esa muerte, y su perdición sería segura.

A pesar de la cólera y la desesperación que lo agitaban, Vinicio quedó turbado por estas palabras. Estaba muy alterado desde que Acte le había afirmado el amor de Ligia. Recordaba el rubor del rostro y el brillo de los ojos de la joven cuando escuchaba sus declaraciones en el jardín de los Aulo. En efecto, le parecía haber visto nacer en ella cierto amor por él y a este solo pensamiento su corazón desbordaba con una alegría cien veces mayor que la felicidad que tanto ansiaba. Pensó que realmente habría podido tenerla sin violencia y, mejor todavía, llena de amor. Ella habría rodeado su puerta con un hilo, la habría untado de grasa de lobo; luego, ya esposa, se habría sentado en su hogar, en el vellón de lana. Habría oído salir de sus labios las palabras sacramentales: «¡Allí donde tú estés, Gayo, allí estaré, Gaya!». Y le habría pertenecido para siempre. ¿Por qué no había actuado así, si estaba dispuesto a casarse con ella? Y ahora había desaparecido, tal vez no la encontrara nunca, o si la encontraba tal vez podía estar perdida para él.

Un nuevo acceso de rabia lo dominó, erizando sus cabellos; pero esta vez ya no tenía que ver ni con Aulo, ni con Pomponia, ni con Ligia. Su cólera se volvió contra Petronio. Toda la culpa era suya. Sin él, Ligia no estaría condenada a la vida errante; se habría convertido en su prometida y ningún peligro amenazaría ya aquella adorada existencia. Pero las cosas estaban así. Era demasiado tarde para reparar el mal irreparable.

—¡Demasiado tarde!

Sintió que el abismo se abría a sus pies. ¿Qué hacer? ¿Qué podía intentar, a dónde dirigirse? Como un eco, Acte repitió: «¡Demasiado tarde!», y estas palabras resonaron en sus oídos como una sentencia de muerte.

Sin embargo se decía que, costara lo que costase, tenía que encontrar a Ligia; en caso contrario, algo terrible le ocurriría.

Cerrando su toga con un gesto inconsciente, iba a alejarse sin despedirse de Acte cuando, por la cortina alzada del , Vinicio vio de pronto frente a él a Pomponia Grecina, triste y en duelo.

Habiéndose enterado de la desaparición de Ligia y pensando que le sería más fácil que a Aulo penetrar hasta las habitaciones de Acte, venía en busca de noticias. Al ver a Vinicio, volvió hacia él su pálido rostro de finos rasgos y dijo:

—Marco, que Dios te perdone el mal que nos has hecho, a nosotros y a Ligia.

Él seguía allí, con la frente baja, sintiendo todo el peso de su desgracia y de su responsabilidad, incapaz de comprender cuál era aquel Dios que debía y podía perdonarle, y por qué Pomponia hablaba de perdón cuando habría debido hablar de venganza.

Por fin salió, presa de tristes pensamientos, desesperado y perplejo.

En el patio de honor y bajo la galería había grupos de gentes ansiosas. Entre la multitud de esclavos iban y venían caballeros y senadores que se habían presentado para informarse de la salud de la pequeña Augusta y al mismo tiempo dejarse ver en palacio para testimoniar su fidelidad, aunque sólo fuera ante los esclavos del César. El rumor de la enfermedad de la se había difundido deprisa, porque a la puerta afluían nuevos visitantes y la multitud se apiñaba detrás del arco.

Algunas personas que llegaban, al topar con Vinicio que salía, le abordaban para obtener alguna información. Sin responder, logró abrirse paso rápidamente hasta el momento en que Petronio, que también se había apresurado a informarse, le detuvo poniéndose frente a él. Al verlo, Vinicio se habría arriesgado a un escándalo en el palacio mismo del César si, al salir de las habitaciones de Acte, no hubiera estado postrado y abatido hasta el punto de desaparecer su natural irascibilidad. No obstante, empujó a Petronio queriendo pasar. Mas el otro le retuvo por la fuerza:

—¿Cómo está la divina?

Verse obligado a detenerse irritó a Vinicio y encendió de nuevo su cólera.

—¡Que los infiernos se la traguen, a ella y a toda esta casa! —gruñó apretando los dientes.

—¡Cállate, desventurado! —dijo Petronio. Y lanzó a su alrededor una mirada furtiva; luego, muy deprisa, le dijo—: Si quieres saber algo de Ligia, sígueme. No, es inútil, no te diré nada aquí; acompáñame, en mi litera te contaré mis suposiciones.

Le pasó el brazo por la cintura y lo sacó rápidamente fuera del palacio.

Eso era lo único que pretendía, porque no tenía noticias de Ligia. Sin embargo, espíritu meditativo y, a pesar de su mal humor de la víspera, lleno de simpatía por la desventura de Vinicio, sintiéndose además responsable de lo que pasaba, Petronio ya había tomado algunas medidas, y, una vez en la litera, le dijo:

—He ordenado a mis esclavos que vigilen todas las puertas; les he dado las señas exactas de la joven y del gigante que el otro día la sacó de la sala del festín; no hay duda, ha sido él quien la ha raptado. Escucha, tal vez los Aulo traten de esconderla en una de sus casas de campo. De ser así, sabremos hacia dónde la llevan. En caso contrario, si mis criados no la ven en las puertas, será la prueba de que está en la ciudad y nos pondremos a buscarla hoy nosotros mismos.

—Los Aulo no saben dónde está —le interrumpió Vinicio.

—¿Estás seguro?

—He visto a Pomponia. También ellos la buscan.

—No ha podido salir de la ciudad porque las puertas se cierran por la noche. Dos hombres míos están al acecho en cada una de ellas. Uno tiene por misión seguir a Ligia y al gigante, y el otro venir inmediatamente a avisarme. Si está en Roma, la encontraremos, porque nada es más fácil de reconocer que el tamaño y la estatura del ligio. Tienes suerte de que no haya sido el César el raptor; pero puedo asegurarte que no ha sido él, porque conozco todos los secretos del Palatino.

Vinicio sufrió un acceso, no tanto de cólera como de dolor. Contó a Petronio lo que le había dicho Acte y los nuevos peligros que amenazaban a Ligia, así como la obligación, si la encontraban, de esconderla al punto de Popea. Luego empezó con las recriminaciones. Sin Petronio, las cosas habrían ocurrido de otra forma; Ligia estaría en casa de los Aulo, Vinicio podría verla todos los días, y entonces sería más feliz que el César. A medida que hablaba se exaltaba, la emoción se apoderaba de él, y por fin lágrimas de pena y de rabia salieron de sus ojos.

Petronio nunca hubiera creído que el joven pudiera amar hasta aquel punto, y al ver aquellas lágrimas pensó, no sin cierta sorpresa:

«¡Oh todopoderosa Cipris, tú sola reinas en los corazones de los mortales y los dioses!».

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