Quo Vadis?

Capítulo XLVII

Capítulo XLVII

Las llamas habían invadido la Vía Nomentana y desde allí, gracias a un cambio del viento, se habían desviado hacia la Vía Lata y el Tíber, contorneando el Capitolio, inundando el Foro Boario y destruyendo todo lo que habían dejado atrás en su primer impulso; el incendio se acercaba de nuevo al Palatino. Tras haber reunido todas las fuerzas pretorianas, Tigelino enviaba un correo tras otro al César anunciándole que no perdería nada de la majestad del espectáculo, porque el incendio había aumentado. Pero Nerón no quería llegar sino de noche, para que la impresión fuera más viva. Por eso se detuvo en los alrededores de Aqua Albana y tras haber mandado llamar a su tienda al actor Alituro, empezó a estudiar la postura, la expresión, la mirada, y así aprender los gestos propios de la circunstancia, mientras discutía el importante problema de saber si, mientras decía: «¡Oh Ciudad sagrada, que parecías más inmutable que Ida!», debía levantar las dos manos al cielo, o bien, sosteniendo con una la forminga, dejarla caer a lo largo del cuerpo mientras elevaba la otra hacia los cielos. En aquel momento ese problema le parecía más importante que cualquier otra cosa.

No se puso en marcha sino a la caída de la noche, lo cual le permitió pedir consejo a Petronio sobre el importante punto de si, en el poema dedicado a la catástrofe, sería oportuno intercalar algunas espléndidas blasfemias dirigidas a los dioses. ¿No era lógico, desde el punto de vista del arte puro, que tales blasfemias saliesen de forma espontánea de los labios de un hombre que perdía su patria?

Hacia medianoche llegó a la vista de los muros con su inmenso séquito de cortesanos, de senadores, de caballeros, de libertos, de esclavos, de mujeres y de niños. Seis mil pretorianos, escalonados en líneas de batalla a lo largo del camino, velaban por la seguridad de su entrada. Y el pueblo vociferaba maldiciones, gritaba y silbaba al ver el cortejo, sin atreverse no obstante a ninguna violencia. Incluso estallaban aplausos de los que, no teniendo nada y no habiendo perdido por tanto nada, preveían una distribución de trigo, aceite, ropas y dinero más generosa que de ordinario. Pero los clamores y los silbidos, lo mismo que los aplausos, se vieron cubiertos de pronto por la fanfarria de los cuernos y trompas que hizo tocar Tigelino. Y cuando Nerón hubo pasado la Puerta Ostiana, se detuvo un momento y clamó:

—Soberano sin morada de un pueblo sin techo, ¿dónde reposará esta noche mi desventurada cabeza?

Luego, tras cruzar el , subió por una escalera hecha especialmente para él, al Acueducto Apio, seguido por los augustanos y el coro de cantores con cítaras, laúdes y demás instrumentos de música.

En todos los pechos se contuvo el aliento esperando las augustas palabras que iba a pronunciar el César. Pero él permanecía allí, solemne y mudo, con el manto de púrpura en los hombros, coronado de laureles de oro, con los ojos clavados en las olas furiosas del incendio. Cuando Terpnos le presentó el laúd de oro, alzó los ojos al cielo que ardía, en espera de inspiración.

El pueblo le señalaba con el dedo. A lo lejos silbaban las serpientes de fuego y llameaban los monumentos seculares y sagrados: el templo de Hércules, edificado por Evandro, el templo de Júpiter , el templo de la Luna, que databa de antes de Servio Tulio, y la casa de Numa Pompilio, y el santuario de Vesta con los penates del pueblo romano. A veces, entre los penachos de llamas se veía el Capitolio. El pasado de Roma ardía. Y él, el César, estaba allí, laúd en mano, con la máscara del autor trágico. Su pensamiento no iba dirigido hacia la patria a punto de perecer. Pensaba en el ademán y en los períodos patéticos que podrían servirle para expresar la grandeza del desastre, provocar la mayor admiración y valerle más aplausos.

Odiaba aquella ciudad, odiaba aquel pueblo, no amaba más que su propio canto y sus versos. Y en su corazón exultaba de alegría al contemplar por fin una tragedia a la altura de sus cantos. El versificador se sentía feliz, el declamador inspirado; el buscador de emociones fuertes se embriagaba con el horrible espectáculo y pensaba encantado en que la ruina de la misma Troya no era nada comparada con la de aquella ciudad inmensa.

¿Qué más se podía desear? Roma, la ciudad soberana, ¡Roma ardiendo! Y él, el César, alzándose sobre las arcadas del acueducto, con un laúd de oro entre las manos, visible a todos, maravillando al mundo, soberbio, patético, mientras abajo, en la sombra, muy lejos, el pueblo murmuraba enfadado. ¡Que murmure! Pasarán las edades, millones de años correrán y los hombres recordarán todavía, glorificándolo, al poeta que en aquella noche sublime cantó la caída y el incendio de Troya. ¿Qué era Homero comparado con el César? ¿Qué era el propio Apolo con su famosa forminga?

El César alzó la mano y pulsando las cuerdas pronunció las palabras de Príamo:

—¡Oh nido de mis padres, cuna querida!…

En pleno aire, entre las detonaciones del incendio y el rugido de la multitud, su voz parecía extrañamente frágil y la sordina de los laúdes sonaba como un zumbido de moscas. Pero los senadores, los altos dignatarios y los augustanos, de pie sobre el acueducto, habían inclinado la cabeza y escuchaban, mudos y encantados. Durante mucho tiempo estuvo cantando: poco a poco su voz se cargó de tristeza; cuando se detenía para recuperar aliento, los cantores repetían a coro los últimos versos; luego, Nerón, con un gesto aprendido de Alituro, echaba sobre sus hombros la trágica, pulsaba un nuevo acorde y cantaba. Acabado el himno, empezó a improvisar buscando grandes metáforas en el cuadro que se desarrollaba ante él. Y poco a poco fue modificándose la expresión de su rostro. La destrucción de su ciudad natal no le había afectado, pero el patetismo de sus propias palabras le embriagó a tal punto que sus ojos se llenaron de lágrimas. Entonces dejó el laúd, que sonó al caer a sus pies, y, envuelto en la , permaneció petrificado, como una estatua de las Níobes que adornaban el patio del Palatino.

Tras un breve silencio sonó una tempestad de aplausos, a los que respondió, a lo lejos, el rugido salvaje de las multitudes. Allí abajo nadie dudaba ahora que el César había ordenado quemar la ciudad, a fin de regalarse con el espectáculo y cantar himnos a la luz del incendio. Ante aquel clamor que brotaba de centenares de miles de gargantas, Nerón se volvió hacia los augustanos con la sonrisa triste y resignada del hombre con quien se comete una injusticia, y dijo:

—¡Ya veis cómo nos aprecian, a mí y a la poesía, los !

—¡Son unos bribones! —respondió Vatinio—. ¿Ordeno que cargue contra ellos la guardia pretoriana, señor?

Nerón se volvió hacia Tigelino:

—¿Puedo contar con la fidelidad de los soldados?

—Sí, divino —respondió el prefecto.

Pero Petronio se encogió de hombros.

—Con su fidelidad sí, pero no con su número. Quédate donde estás, es más seguro; pero hay que calmar a ese pueblo a cualquier precio.

Séneca era de la misma opinión, y también el cónsul Licinio.

Mientras tanto, abajo crecía la agitación. El pueblo se armaba de piedras, de las estacas de las tiendas, de tablas arrancadas de los carros y carretas y de toda clase de piezas de hierro. Algunos jefes de las cohortes se presentaron ante el César declarando que los pretorianos tenían extremadas dificultades para seguir en línea de combate bajo la Crestón de la multitud; al no tener orden de ataque, no sabían qué hacer.

—¡Dioses inmortales! —dijo Nerón—. ¡Qué noche! ¡A un lado el incendio, al otro las olas agitadas del populacho!

Y siguió buscando palabras capaces de expresar de modo soberbio todo el peligro de la hora presente; pero al no ver a su alrededor más que caras pálidas y miradas inquietas, también él sintió miedo.

—¡Mi manto oscuro, y una capucha! —ordenó—. ¿Va a terminar todo con una batalla?

—Señor —respondió Tigelino con voz insegura—, he hecho cuanto estaba en mi poder, pero el peligro amenaza… ¡Háblales, señor, habla a tu pueblo, y hazle promesas!

—¿El César hablar a la plebe? Que otro hable en mi nombre. ¿Quién lo hace?

—Yo —dijo Petronio muy tranquilo.

—Adelante, amigo mío. Tú eres el más fiel en los momentos difíciles… Adelante, y no escatimes promesas.

Petronio se volvió hacia el cortejo con mirada despreocupada e irónica:

—Los senadores presentes —dijo—, me secundarán, así como Pisón, Nerva y Senecio.

Bajó lentamente la escalera del acueducto. A quienes había designado, vacilaron, luego le siguieron, tranquilizados por su serenidad.

Deteniéndose al pie de las arcadas, Petronio se hizo traer un caballo blanco, montó y, seguido por sus compañeros, se dirigió a través de las espesas filas de pretorianos, hacia la negra multitud rugiente. Iba desarmado, provisto únicamente de la frágil varita de marfil que solía llevar.

Tras superar a los pretorianos, lanzó su caballo hacia la multitud. La claridad del incendio iluminaba a su alrededor manos con armas distintas, ojos encendidos, caras sudorosas y bocas que vociferaban y echaban espuma. La multitud en desorden le rodeó a él y a su cortejo. Más lejos había un mar de cabezas, móvil, hirviente, terrible.

Los clamores crecieron y terminaron fundiéndose en un gruñido que no tenía nada de humano; las estacas, las horcas, las espadas se cruzaron por encima de la cabeza de Petronio. Brazos amenazadores se tendían hacia las riendas de su caballo y hacia él. Pero él seguía avanzando, tranquilo y desdeñoso. A veces golpeaba con su varita a los más osados, como si estuviera abriéndose paso por en medio de una multitud pacífica; y su sangre fría iba imponiéndose a aquella multitud tumultuaria.

Por fin fue reconocido y numerosas voces exclamaron:

—¡Petronio! ¡El árbitro de la elegancia!

—¡Petronio! —repetían por todas partes.

A medida que se propagaba su nombre, los rostros perdían su ferocidad y los rugidos su furia; porque, sin haber buscado la popularidad, el elegante patricio era el favorito de la multitud. Sabían que era generoso y benévolo y su fama había crecido mucho cuando, después del proceso de Pedanio Segundo, había solicitado que suavizaran la severa sentencia que condenaba a muerte a todos los esclavos del prefecto. Y luego, los esclavos sobre todo, le habían profesado ese amor ardiente que otorgan los oprimidos y los desgraciados a quienes les testimonian un poco de simpatía. Además, a todo esto se mezclaba curiosidad por saber qué diría el mensajero del César, porque nadie dudaba que Petronio había sido enviado por él.

Éste alzó su toga blanca bordada de escarlata, la alzó y la hizo girar en el aire, anunciando de este modo que iba a hablar.

—¡Silencio, silencio! —gritaban entre la multitud.

Pronto se hizo el silencio. Entonces, levantándose sobre la montura, habló con voz tranquila y clara:

—¡Ciudadanos! Que los que me oigan repitan mis palabras a sus vecinos, y que todos se comporten como hombres y no como fieras en la arena.

—¡Escuchamos, escuchamos!

—Entonces, ¡escuchad! La ciudad será reconstruida. Los jardines de Lúculo, de Mecenas, del César y de Agripina serán abiertos para vosotros. Mañana empezarán las distribuciones de trigo, de vino y de aceite, para que todos puedan quedar hartos. Luego el César os dará unos juegos como nunca ha visto el mundo; durante ellos, os ofrecerá festines y os regalará con espléndidos obsequios. ¡Después del incendio, seréis más ricos que antes!

El murmullo que le contestó se fue ampliando como se amplían los círculos en el agua cuando se lanza una piedra. Los que estaban más cerca transmitían sus palabras a los que estaban más lejos. Y pronto los gritos de cólera o desaprobación que crecían por todas partes se fundieron en una inmensa y unánime aclamación:

Envuelto en su larga toga, Petronio seguía tan inmóvil como una estatua funeraria. Por todas partes ascendía el clamor, cada vez más nutrido, más profundo. Pero el enviado tenía algo más que decir, porque esperaba:

Finalmente extendió la mano para imponer silencio y gritó:

—¡Os prometo pan y juegos! Y ahora, aclamad al César que os alimenta y os viste. Y después, vete a dormir, querida plebe, porque pronto ha de amanecer.

Dicho esto, volvió bridas a su caballo y dando ligeras palmadas en la cabeza o en la cara de los que le impedían seguir, volvió tranquilamente hacia las filas de pretorianos. Poco después estaba al pie del acueducto y vio que arriba todo el mundo estaba emocionado. No se había comprendido el clamor: , y creían que se había producido una nueva explosión de furia. No pensaban siquiera que Petronio pudiera volver. Cuando Nerón lo vio, corrió hasta las escaleras y empezó a preguntarle pálido de emoción:

—¿Qué ha pasado? ¿Qué sucede? ¿Ya están luchando?

Petronio respiró a pleno pulmón:

—¡Por Pólux! —dijo—. ¡Cómo sudan y apestan! ¡Que alguien me dé un , porque si no voy a desmayarme!

Luego, volviéndose hacia el César, continuó:

—Les he prometido trigo, aceite, juegos y acceso a los jardines. De nuevo te idolatran y gritan en tu honor. ¡Dioses inmortales, qué olor tan desagradable tiene esta plebe!

—Los pretorianos estaban preparados —exclamó Tigelino— y si no hubieras aplacado a los turbulentos, les habríamos hecho callar por toda la eternidad. ¡Qué pena, César, que no hayas permitido emplear la fuerza!

Petronio lo miró un momento, se encogió de hombros y dijo:

—Nada se ha perdido; quizá mañana tengas ocasión de emplearla.

—No, no —exclamó el César—. Mandaré abrir los jardines y que distribuyan trigo. Gracias, Petronio. Daré unos juegos y cantaré en público el himno que os he cantado esta noche.

Mientras hablaba, puso su mano en el hombro de Petronio y tras un silencio pregunto:

—Sé sincero: ¿qué te he parecido mientras cantaba?

—Eras digno del espectáculo, como el espectáculo era digno de ti —respondió Petronio.

Luego, volviéndose hacia el incendio continuó:

—Contemplémoslo, y digamos adiós a la antigua Roma.

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