Quo Vadis?

Capítulo LIX

Capítulo LIX

—Señor —decía Quilón—, ahora el mar está como el aceite y las olas parecen dormir… Vayámonos a Acaya. Allí te espera la gloria de un Apolo; allí te ofrecerán coronas y triunfos; allí los hombres te deificarán y los dioses te recibirán como huésped e igual suyo. Mientras que aquí, señor…

Se detuvo, porque su labio se había puesto a temblar tan violentamente que sus palabras no eran ya más que sonidos inarticulados.

—Nos iremos cuando terminen los juegos —le contestó Nerón—. Sé que ciertas gentes se permiten llamar a los cristianos seres inofensivos, . Si me fuese, todo el mundo lo diría. ¿Y de qué tienes miedo, viejo champiñón lleno de moho?

Pero mientras hablaba, fruncía el ceño y su mirada ansiosa escrutaba al griego como si esperase mayores explicaciones. En efecto, había quedado tan aterrado por las palabras de Crispo, que cuando volvió a palacio, la cólera, la vergüenza, y también el espanto, le habían impedido dormir.

El supersticioso Vestino, que escuchaba, miró silencioso a su alrededor y dijo con voz misteriosa:

—Señor, escucha a este viejo. Los cristianos tienen algo extraño… Su divinidad les da una muerte muy ligera; pero puede ser vengativa.

Nerón replicó vivamente:

—No soy yo, es Tigelino el que organiza los espectáculos.

—Sí, soy yo —exclamó Tigelino al oír la respuesta del César—. ¡Soy yo! Y yo me burlo de todos los dioses cristianos. Vestino, señor, es una vejiga llena de supersticiones y, por lo que se refiere a ese griego intrépido, moriría de miedo nada más ver una gallina de plumas erizadas para defender a sus polluelos.

—Está bien —dijo Nerón—, pero desde ahora manda cortar la lengua a los cristianos, o que les tapen la boca.

—El fuego se la tapará, divino.

—¡Ay de mí! —gimió Quilón.

La insolente seguridad de Tigelino había devuelto ánimo al César, que se echó a reír y dijo, señalando al viejo griego:

—¡Ved ahí la figura del descendiente de Aquiles!

En efecto, Quilón tenía un aspecto lamentable. Los ralos cabellos que le quedaban habían encanecido completamente, y sus rasgos llevaban las huellas de la inquietud y de la postración más completa. Por momentos se le notaba aturdido y parecía divagar. No contestaba a las preguntas, o entraba en accesos de cólera volviéndose entonces tan impúdico que los augustanos preferían dejarlo tranquilo.

Ahora se hallaba en medio de uno de esos accesos:

—¡Haced conmigo lo que queráis, pero no iré a los juegos! —exclamó desesperado, chascando los dedos.

Nerón lo miró, y volviéndose hacia Tigelino le dijo:

—Harás que este estoico se encuentre a mi lado en los jardines. Quiero ver el efecto que le causan nuestras antorchas.

Quilón se asustó ante la amenaza que vibraba en la voz del César.

—Señor —dijo—, no podré ver nada. De noche no veo nada.

El César le contestó con una sonrisa siniestra:

—La noche será tan clara como el día.

Luego se volvió hacia los demás augustanos y habló de las carreras que debían clausurar los juegos.

Petronio se acercó a Quilón y le tocó el brazo:

—¿No te lo dije? ¡No resistirás hasta el final!

El otro balbuceó por toda respuesta:

—Tengo que emborracharme.

Y alargó su mano temblorosa hacia una crátera de vino, pero no tuvo fuerza para llevársela a los labios. Entonces Vestino le cogió la copa e inclinando hacia él una cara donde se leían la curiosidad y el terror, le preguntó: —Dime, ¿te persiguen las Furias?

El viejo lo miró con la boca abierta como si no hubiera entendido la pregunta y empezó a batir los párpados. Vestino volvió a preguntarle:

—¿Te persiguen las Furias?

—No —respondió Quilón—, pero tengo ante mí la noche.

—¿Cómo? ¿La noche? ¡Que los dioses se apiaden de ti! ¿De qué noche me hablas?

—Una noche atroz, insondable, donde algo se mueve y avanza hacia mí. Y yo, no sé, tengo miedo.

—Siempre estuve convencido de que eran brujos. ¿Ves algo en sueños?

—No, porque ya no duermo. No pensaba que los torturarían así.

—¿Sientes compasión?

—¿Para qué tanta sangre? ¿Has oído lo que decía el hombre crucificado? ¡Ay de nosotros!

—Lo he oído —respondió Vestino bajando la voz—. Pero son incendiarios.

—¡Eso no es cierto!

—Enemigos del género humano.

—¡Eso no es cierto!

—Envenenadores de fuentes.

—¡Eso no es cierto!

—Degolladores de niños.

—¡Eso no es cierto!

—¿Cómo? —dijo Vestino asombrado—. Tú mismo lo decías y por eso los entregaste a Tigelino.

—Por eso la noche me ha envuelto y la muerte viene hacia mí. A veces me parece que ya estoy muerto, y que también vosotros lo estáis.

—¡No!, son ellos los que mueren. Nosotros estamos vivos. Pero, dime, ¿qué ven al morir?

—A Cristo.

—¿Es su dios? ¿Un dios poderoso?

Pero Quilón preguntó:

—¿Qué clase de antorchas van a encender en los jardines? ¿Has oído lo que el César ha dicho?

—Lo he oído y sé. Se llaman y … Les pondrán la túnica dolorosa empapada en resina, luego los atarán a unos postes y les prenderán fuego… Con tal que su dios no envíe nuevos desastres sobre la ciudad… ¡Es una tortura atroz!

—Lo prefiero, así no habrá sangre —continuó Quilón—. Ordena a un esclavo que me ponga la crátera en los labios. Tengo sed y se me cae el vino, porque mi mano tiembla por los años.

Los otros hablaban también de los cristianos.

El viejo Domicio Asea se burlaba de ellos.

—Su número es tan grande —decía— que podrían fomentar una guerra civil; se temía incluso, como recordaréis, que se les ocurriera armarse y defenderse. Y sin embargo mueren como corderos.

—¡Que traten de morir de otra forma! —amenazó Tigelino.

A lo que Petronio contestó.

—Os equivocáis. Están armándose.

—¿De qué?

—De paciencia.

—Es un medio nuevo.

—En efecto. Pero ¿podéis decir que mueren como criminales normales? No, mueren como si los criminales fueran quienes los condenan a muerte, es decir, nosotros y todo el pueblo romano.

—¡Bah, tonterías! —exclamó Tigelino.

— —respondió Petronio.

Pero los otros, sorprendidos por la exactitud de aquella afirmación, se miraron asombrados y dijeron:

—¡Es cierto! En su mente hay algo diferente y extraordinario.

—¡Y yo os digo que ven a su divinidad! —opinó Vestino.

Algunos augustanos se volvieron hacia Quilón.

—¡Eh, viejo!, tú que los conoces bien, dinos lo que ven.

El griego, hipando, vomitó sobre su túnica el vino que acababa de beber y respondió:

—¡La resurrección!…

Y comenzaron a sacudirle tales temblores, que quienes estaban sentados a su lado se echaron a reír a carcajadas.

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